CAPÍTULO III

El nuevo sanatorio al que yo me retiré no me curó más que el primero; y pasaron muchos años antes de dejarle. Durante el trayecto que hice en tren para volver por fin a París, la idea de mi falta de dotes literarias que antaño creí descubrir en el camino de Guermantes, que reconocí con más tristeza aún en uno de mis paseos cotidianos con Gilberta antes de volver a comer, muy entrada la noche, a Tansonville, y que la víspera de marcharme de aquella casa identifiqué más o menos, leyendo unas páginas del diario de los Goncourt, con la vanidad, con la mentira de la literatura, aquella idea, quizá menos dolorosa, más triste aún si yo la ponía, no en mi propia incapacidad, sino en la inexistencia del ideal en que había creído, aquella idea, que desde hacía tiempo no me había vuelto a la mente, me asaltó de nuevo con una fuerza más lamentable que nunca. Recuerdo que fue en una parada del tren en pleno campo. El sol iluminaba casi hasta la mitad del tronco una fila de árboles que seguían la vía del ferrocarril. «Árboles —pensé—, ya no tenéis nada que decirme, ya mi corazón, enfriado, no os oye. Sin embargo, estoy aquí en plena naturaleza, y mis ojos ven con frialdad, con indiferencia, la línea que separa vuestra frente luminosa de vuestro tronco en sombra. Si alguna vez pude creerme poeta, ahora sé que no lo soy. Acaso en la nueva parte de mi vida, tan árida, que ahora empieza, los hombres podrán inspirarme lo que ya la naturaleza no me dice. Mas los años en que quizá hubiera sido capaz de cantarla no volverán ya». Pero, al ofrecerme este consuelo de una posible observación humana que viniera a ocupar el lugar de una inspiración imposible, sabía que no hacía más que eso, ofrecerme un consuelo, un consuelo que yo mismo sabía sin valor. Si tuviera de verdad un alma de artista, ¿qué placer no sentiría ante aquella cortina de árboles iluminada por el sol poniente, ante aquellas florecillas del talud que ascienden casi hasta el estribo del vagón, aquellas florecillas cuyos pétalos podría yo contar y cuyo color me libraré muy bien de describir como lo harían tantos buenos literatos, pues cómo se puede transmitir al lector un goce que no se ha sentido? Poco después vi con la misma indiferencia los puntitos oro y naranja con que el sol acribillaba las ventanas de una casa, y, por último, ya avanzada la hora, vi otra casa que parecía construida con una sustancia de un rosa bastante extraño. Pero hice estas diversas observaciones con la misma absoluta indiferencia que si, paseando en un jardín con una dama, viera una lámina de vidrio y un poco más lejos una materia parecida al alabastro cuyo color no acostumbrado no me hubiera sacado del más lánguido aburrimiento, pero como si, por cortesía hacia la dama, por decir algo y también por demostrar que había notado el color, señalara al pasar el cristal polícromo y el trozo de estuco. De la misma manera, por cumplir, sin convicción, me señalé a mí mismo como a alguien que me acompañara y que fuera capaz de disfrutar de la cosa más que yo, los reflejos de fuego en los cristales y la transparencia rosada de la casa. Pero el compañero a quien hice observar aquellos efectos curiosos era sin duda de una naturaleza menos entusiasta que muchas personas bien dispuestas a quienes tal visión entusiasmara, pues reparó en aquellos colores sin ninguna clase de entusiasmo.

Mi larga ausencia de París no había impedido que antiguos amigos siguieran enviándome fielmente invitaciones, porque mi nombre seguía en sus listas, y cuando, al volver a casa, encontré, junto con una para una merienda dada por la Berma en honor de su hija y de su yerno, otra para una fiesta que se iba a celebrar al día siguiente en casa del príncipe de Guermantes, las tristes reflexiones que había hecho en el tren fueron uno de los motivos, y no de los menores, que me aconsejaron asistir a una y a otra reunión. No vale la pena privarme de hacer la vida de hombre de mundo —pensé—, puesto que no sirvo, o no sirvo ya, para el famoso «trabajo» al que desde hace tanto tiempo me propongo dedicarme al día siguiente, un trabajo que, por lo demás, quizá no corresponde siquiera a ninguna realidad. La verdad es que esta razón era enteramente negativa y quitaba simplemente valor a las que hubieran podido apartarme de aquel concierto mundano. Pero la que me hizo ir fue aquel nombre de Guermantes, fuera de mi espíritu desde hacía el suficiente tiempo para que, leído en la tarjeta de invitación, recobrara para mí el encanto y el significado que le encontraba en Combray cuando, al pasar por la Rue de l’Oiseau para volver a casa, veía desde fuera como un lago oscuro la vidriera de Gilberto el Malo, señor de Guermantes. Por un momento los Guermantes me parecieron de nuevo enteramente distintos de las personas del gran mundo, incomparables con ellas, con cualquier ser viviente, así fuera un soberano; seres nacidos de la fecundación de ese aire agrio y ventoso de aquella ciudad de Combray donde transcurrió mi infancia y del pasado que se percibía en la callejuela, a la altura de la vidriera. Sentí el deseo de ir a casa de los Guermantes como si esto hubiera de acercarme a mi infancia y a unas profundidades de mi memoria donde la percibía. Y seguí releyendo la invitación hasta el momento en que, sublevadas las letras que componían aquel nombre tan familiar y tan misterioso como el del mismo Combray, recobraron su independencia y dibujaron ante mis ojos fatigados como un nombre que yo no conocía[29].

Cogí un coche para ir a casa del príncipe de Guermantes, que ya no vivía en su antiguo hotel, sino en uno magnífico que había construido en la avenida del Bois. Uno de los errores de la gente del gran mundo es no comprender que, si quieren que creamos en ellos, tendrían que empezar por creer ellos mismos, o al menos que respetar los elementos esenciales de nuestra creencia. En la época en que yo creía, aunque supiese lo contrario, que los Guermantes vivían en tal palacio por un derecho hereditario, penetrar en el palacio del hechicero o del hada, hacer que se abrieran ante mí las puertas que no ceden mientras no se pronuncie la fórmula mágica, me parecía tan difícil como conseguir que me recibieran el hechicero o el hada en persona. Nada más fácil que hacerme creer a mí mismo que el viejo criado tomado la víspera o proporcionado por Potel y Chabot era hijo, nieto, descendiente de los que servían a la familia mucho antes de la Revolución, y yo tenía una infinita buena voluntad para llamar retrato de antepasado al que había sido comprado el mes anterior en casa de Bernheim el joven. Pero un encantamiento no se transvasa, los recuerdos no se pueden dividir, y del príncipe de Guermantes, ahora que él mismo había desvelado las ilusiones de mi creencia yendo a vivir a la avenida del Bois, ya no quedaba nada. Los techos que creyera ver derrumbarse al anunciarse mi nombre, y bajo los cuales flotaría aún para mí gran parte del encanto y de los miedos de otro tiempo, cubrían las fiestas de una americana sin interés para mí. Naturalmente, las cosas no tienen poder en sí mismas y, como somos nosotros quienes se lo conferimos, algún joven colegial burgués debía de tener en aquel momento ante el hotel de la Avenue du Bois los mismos sentimientos que yo tuve en otro tiempo ante el antiguo hotel del príncipe de Guermantes. Es que él estaba todavía en la edad de las creencias, pero ahora yo la había rebasado ya y había perdido aquel privilegio, como se pierde después de la primera juventud el poder que tienen los niños de disociar en fracciones digestibles la leche que ingieren, lo que obliga a los adultos a tomar la leche, por prudencia, en pequeñas cantidades, mientras que los niños pueden mamarla indefinidamente sin tomar aliento. Al menos el cambio de residencia del príncipe de Guermantes tenía para mí la novedad de que el coche que vino a buscarme para llevarme y en el que hacía yo estas reflexiones tuvo que atravesar las calles que van hacia los Champs-Elysées. Estaban muy mal pavimentadas en aquel momento, pero, nada más entrar en ellas, me liberó de mis pensamientos esa sensación de suma dulzura que se experimenta cuando, de pronto, el coche empieza a rodar más fácilmente, más suavemente, sin ruido, como cuando, al abrirse las verjas de un parque, nos deslizamos por unas avenidas cubiertas de una arena fina o de hojas muertas; materialmente no ocurría nada de esto, pero sentí de pronto la supresión de los obstáculos exteriores porque ya no había para mí el esfuerzo de adaptación o de atención que hacemos, incluso sin darnos cuenta, ante las cosas nuevas: las calles por las que pasaba en aquel momento eran las calles, olvidadas desde hacía tanto tiempo, que antaño seguía yo con Francisca para ir a los Champs-Elysées. El suelo sabía por sí mismo a dónde tenía que ir; su resistencia estaba vencida y, como un aviador que, rodando penosamente en tierra, despega bruscamente, me iba elevando despacio hacia las silenciosas alturas del recuerdo. En París, esas calles se destacarán siempre para mí en una materia distinta de las demás. Cuando llegué a la esquina de la Rue Royale, donde estaba en otro tiempo el vendedor de aquellas fotos que tanto le gustaban a Francisca, me pareció que el coche, arrastrado por centenares de antiguas vueltas, no podría hacer otra cosa que girar por sí mismo. No atravesaba yo las mismas calles que los transeúntes que pasaban aquel día, sino un pasado deslizante, triste y dulce. Por otra parte, se componía de tantos pasados diferentes que me era difícil reconocer la causa de mi melancolía, si se debía a aquellas marchas al encuentro de Gilberta y con el temor de que no llegara, o a la proximidad de cierta casa a la que me habían dicho que había ido Albertina con Andrea, o al significado de vanidad filosófica que parece tomar un camino mil veces seguido con una pasión que ya no existe y que no ha dado fruto, como aquel en que, después de almorzar, recorría yo tan presuroso, tan febril, para ir a mirar, fresco aún el engrudo, el cartel de Fedra y el de El dominó negro. Al llegar a los Champs-Elysées, como no estaba muy deseoso de oír todo el concierto que daban en casa de los Guermantes, mandé parar el coche y me disponía a apearme para caminar un poco a pie cuando me sorprendió el espectáculo de un coche que iba a parar también. Un hombre, fijos los ojos, encorvado el cuerpo, estaba posado, más que sentado, en el fondo del carruaje y hacía por mantenerse erguido los esfuerzos que habría hecho un niño a quien recomendaran que fuera bueno. Pero su sombrero de paja dejaba ver una selva indomable de pelo enteramente blanco; una barba blanca, como la que pone la nieve en las estatuas de los ríos en los jardines públicos, corría de su barbilla. Era, junto a Jupien, que se desvivía por él, monsieur de Charlus, convaleciente de un ataque de apoplejía que yo había ignorado (sólo me habían dicho que había perdido la vista, pero se trataba únicamente de trastornos pasajeros, pues veía de nuevo muy claro) y que, a menos que hasta entonces se hubiera teñido y que ahora le prohibieran seguir fatigándose, había más bien hecho visible y brillante, como una especie de precipitado químico, todo el metal que lanzaban y de que estaban saturados, como géiseres, los mechones, ahora de pura plata, de su cabellera y de su barba, que había impuesto al viejo príncipe destronado la majestad shakespeariana de un rey Lear. No quedaban los ojos excluidos de aquella convulsión total, de aquella alteración metalúrgica de la cabeza, mas, por un fenómeno inverso, habían perdido todo su resplandor. Pero lo más conmovedor era que se notaba que aquel resplandor perdido era el orgullo moral y que, en consecuencia, la vida física y hasta intelectual de monsieur de Charlus sobrevivía al orgullo aristocrático que, por un momento, se pudo creer que era consustancial con ellas. Así, en aquel momento, yendo sin duda también a casa del príncipe de Guermantes, pasó en victoria madame de Sainte-Euverte, a la que el barón no encontraba bastante elegante para él. Jupien, que le cuidaba como a un niño, le susurró al oído que era una persona conocida suya, madame de Sainte-Euverte. E inmediatamente monsieur de Charlus, con un esfuerzo enorme, pero con todo el empeño de un enfermo que quiere mostrarse capaz de todos los movimientos todavía difíciles para él, se descubrió, se inclinó y saludó a madame de Sainte-Euverte con el mismo respeto que si fuera la reina de Francia. Acaso en la dificultad misma que tenía monsieur de Charlus para tal saludo había una razón para él de hacerlo, sabiendo que impresionaría más con un acto que, doloroso para un enfermo, resultaba doblemente meritorio por parte de quien lo hacía y halagüeño para la persona a quien se dirigía, pues los enfermos, como los reyes, exageran la cortesía. Acaso también había, además, en los movimientos del barón esa falta de coordinación subsiguiente a los trastornos de la médula y del cerebro, y los gestos rebasaban la intención. Por mi parte vi en aquello más bien una especie de dulzura casi física, de desprendimiento de las realidades de la vida, tan visibles en aquellos a quienes la muerte ha hecho ya entrar en su sombra. El hecho de descubrir los yacimientos argentados de la cabellera revelaba un cambio menos profundo que aquella inconsciente humildad mundana que trastrocaba todas las relaciones sociales, que humillaba ante madame de Sainte-Euverte, que hubiera humillado ante la última de las americanas (quien hubiera podido al fin recibir la cortés atención de monsieur de Charlus, hasta entonces inasequible para ella) el snobismo que parecía más altivo. El barón seguía viviendo, seguía pensando; la enfermedad no le había llegado a la inteligencia. Y el saludo atento y humilde del barón a madame de Sainte-Euverte proclamaba, más que lo hubiera proclamado un coro de Sófocles sobre el orgullo humillado de Edipo, más que la muerte misma y toda oración fúnebre sobre la muerte, lo que tiene de frágil y de perecedero el amor a las grandezas de la tierra y todo el orgullo humano. Monsieur de Charlus, que hasta entonces no hubiera consentido en comer con madame de Sainte-Euverte, la saludaba ahora hasta el suelo[30]. Para ella, recibir el homenaje de monsieur de Charlus era todo el snobismo, como negárselo había sido todo el snobismo del barón. Y aquella naturaleza inaccesible y preciosa que había hecho creer a una madame de Sainte-Euverte que era consustancial con él, monsieur de Charlus la destruyó de golpe con la timidez atenta, el celo temeroso con que se quitó el sombrero de donde surgieron los torrentes de su cabellera de plata, todo el tiempo que dejó, por deferencia, la cabeza descubierta, con la elocuencia de un Bossuet. Cuando Jupien hubo ayudado al barón a apearse y yo saludé a este, me habló muy de prisa, con una voz tan imperceptible que no supe distinguir lo que me decía, y esto le arrancó, cuando le hice repetir por tercera vez, un gesto de impaciencia que me sorprendió por la impasibilidad de su cara hasta entonces, debida, sin duda, a un resto de parálisis. Pero cuando por fin me acostumbré a aquel pianissimo de las palabras susurradas, me di cuenta de que el enfermo conservaba su inteligencia perfectamente intacta. Había dos monsieur de Charlus sin contar otros. De los dos, el intelectual pasaba el tiempo quejándose de que estaba al borde de la afasia, de que constantemente pronunciaba una palabra, una letra por otra. Pero cuando esto le ocurría en efecto, el otro monsieur de Charlus, el subconsciente, tan inclinado a causar envidia como el otro a causar piedad y que tenía coqueterías que el primero desdeñaba, cortaba inmediatamente la frase comenzada, como un director de una orquesta cuyos músicos se atascan, y con gran habilidad enlazaba lo que luego venía con la palabra dicha en realidad por otra, pero que parecía haber elegido él. También su memoria estaba intacta, y en ello ponía el barón una coquetería que no dejaba de costarle la fatiga de un esfuerzo muy arduo por alumbrar un recuerdo antiguo, poco importante, relacionado conmigo y que me demostraba que él había conservado o recuperado toda la lucidez de su mente. Sin mover la cabeza ni los ojos, sin variar su decir con una sola inflexión, me dijo, por ejemplo: «En ese poste hay un cartel parecido al que yo estaba mirando la primera vez que le vi a usted en Avranches… no, me equivoco, en Balbec». Y era, en efecto, un anuncio del mismo producto.

Al principio, yo apenas entendía lo que decía el barón, de la misma manera que no vemos ni gota al entrar en una habitación con todas las cortinas echadas. Pero en seguida mis oídos se habituaron a aquel pianissimo como los ojos a la penumbra. Creo también que el pianissimo se fue reforzando gradualmente mientras el barón hablaba, bien porque la debilidad de su voz proviniera en parte de una aprensión nerviosa que se disipaba cuando, distraído por un tercero, ya no pensaba en ella, bien porque la debilidad correspondiera, por el contrario, a su verdadero estado y la fuerza momentánea con que hablaba en la conversación fuera provocada por una excitación ficticia, pasajera y más bien funesta, que hacía decir a los extraños: «Ya está mejor, lo que hace falta es que no piense en su mal», pero, por el contrario, aumentaba este mal, que no tardaba en manifestarse nuevamente. Como quiera que sea, el barón (y aun teniendo en cuenta mi adaptación) lanzaba sus palabras con más fuerza, como lanza la marea, los días de mal tiempo, sus pequeñas olas tortuosas.

Y lo que le quedaba de su reciente ataque hacía oír en el fondo de sus palabras como un ruido de cantos rodados. Por lo demás, seguía hablándome del pasado, seguramente por demostrarme bien que no había perdido la memoria, y lo evocaba de una manera fúnebre, pero sin tristeza. Enumeraba continuamente a todas las personas de su familia o de su mundo que ya no existían, al parecer más con la satisfacción de sobrevivirlas que con la tristeza de que ya no vivieran. Recordando a aquellos muertos parecía darse mejor cuenta de su propio retorno a la salud. Repetía con una dureza casi triunfal, en un tono uniforme, ligeramente tartamudeante y con sordas resonancias sepulcrales: «¡Aníbal de Bréauté, muerto! ¡Antonio de Mouchy, muerto! ¡Carlos Swann, muerto! ¡Adalberto de Montmorency, muerto! ¡Boson de Talleyrand, muerto! ¡Sosthènes de Doudeauville, muerto!». Y cada vez esta palabra «muerto» parecía caer sobre aquellos difuntos como una paletada de tierra más pesada, lanzada por un sepulturero empeñado en hundirlos más profundamente en la tierra.

En aquel momento pasó a pie junto a nosotros la duquesa de Létourville, que no iba a la fiesta de la princesa de Guermantes porque acababa de estar mucho tiempo enferma, y al ver al barón, cuyo reciente ataque ignoraba, se detuvo a saludarle. Pero la enfermedad que acababa de sufrir no produjo el efecto de comprender mejor, sino de soportar más impacientemente, con un mal humor nervioso en el que quizá entraba mucha compasión, la enfermedad de los demás. Al oír al barón pronunciar difícilmente y desafinando ciertas palabras, al verle mover torpemente el brazo, nos miró sucesivamente a Jupien y a mí como pidiéndonos la explicación de un fenómeno tan chocante. Como no le dijimos nada dirigió al propio monsieur de Charlus una larga mirada llena de tristeza, pero también de reproches. Parecía acusarle de comportarse con ella en la calle en un actitud tan poco usual como si hubiera salido sin corbata o sin zapatos. Ante una nueva falta de pronunciación de monsieur de Charlus, aumentaron a la par el dolor y la indignación de la duquesa, y dijo al barón: «¡Palamede!», en el tono interrogativo y exasperado de las personas demasiado nerviosas que no pueden soportar esperar un minuto y, si les hacen entrar en seguida disculpándose de estar acabando de arreglarse, dicen amargamente, y no a modo de excusa, sino de acusación: «¡De modo que le molesto!», como si fuera un delito por parte de aquel a quien se molesta. Y acabó por dejarnos con un gesto cada vez más desolado diciendo al barón: «Haría usted mejor envolverse a casa».

El barón pidió sentarse en un sillón para descansar mientras Jupien y yo andábamos unos pasos y sacó penosamente del bolsillo un libro que me pareció un libro de oraciones. Me complació enterarme por Jupien de muchos detalles sobre el estado de salud del barón.

—Me alegro mucho de hablar con usted —me dijo Jupien—, pero no pasaremos del Rond-Point. A Dios gracias, ahora el barón está bien, pero no me atrevo a dejarle mucho tiempo solo, es el mismo de siempre, tiene demasiado buen corazón, daría a los demás todo lo que tiene; pero no es esto sólo, sigue siendo tan perdulario como un mozo, y tengo que abrir mucho los ojos.

—Sobre todo, porque él ha vuelto a abrir los suyos —contesté—; me dio mucha pena enterarme de que había perdido la vista.

—Pues sí, la parálisis le afectó a esa parte; no veía absolutamente nada. Piense que, durante la cura, que, por otra parte, le ha hecho tanto bien, estuvo varios meses sin ver más de lo que ve un ciego de nacimiento.

—Por lo menos, eso le evitaría a usted toda una parte de su vigilancia.

—Nada de eso: apenas llegaba a un hotel me preguntaba cómo era esta o la otra persona del servicio. Yo le aseguraba que no había más que mamarrachos. Pero él se daba cuenta de que no podía ser así, tan general, de que algunas veces debía de mentirle. ¡Mírele, el muy granuja! Y, además, tenía una especie de olfato, puede que por la voz, yo qué sé.

Entonces se las arreglaba para mandarme a algún recado urgente. Un día —perdone que le diga esto, pero usted estuvo una vez por casualidad en el Templo del Impudor, y no tengo nada que ocultarle (además, Jupien tenía siempre una satisfacción bastante poco simpática en exhibir secretos que él detentaba)—; un día, al volver de uno de aquellos recados supuestamente urgentes, y volvía más de prisa porque me figuraba que el recado era un amaño, y al acercarme al cuarto del barón, oí una voz que decía: «¿Qué?». «Pero —replicó el barón— ¿es que era la primera vez?». Entré sin llamar y cuál no sería mi susto. El barón, engañado por la voz, más fuerte de lo que suele ser a esa edad (en aquella época el barón estaba completamente ciego), estaba, él, al que antes le gustaban las personas maduras, con un niño que no tenía diez años.

Me han contado que en aquella época sufría casi diariamente crisis de depresión mental, caracterizada no positivamente por la divagación, sino por la confesión en voz alta, ante personas cuya presencia o cuya severidad olvidaba, de opiniones que acostumbraba a ocultar: por ejemplo, su germanofilia. Si mucho tiempo después de la guerra se lamentaba de la derrota de los alemanes, entre los que se incluía, y decía orgullosamente: «No es posible que no nos tomemos nuestro desquite, pues hemos demostrado que éramos nosotros los más capaces de mayor resistencia y que tenemos la mejor organización». O bien sus confidencias tomaban otro tono y exclamaba con rabia: «Que no vengan lord X o el príncipe de… a decirnos de nuevo lo que decían ayer, pues he tenido que contenerme mucho para no contestarles: Bien saben ustedes que lo son por lo menos tanto como yo». Inútil añadir que cuando monsieur de Charlus hacía confesiones germanófilas o de otro tipo, en los momentos en que, como suele decirse, no estaba muy «presente», las personas que le rodeaban, ya fuesen Jupien o la duquesa de Guermantes, tenían la costumbre de interrumpir las palabras imprudentes y de dar para terceros menos íntimos y más indiscretos una interpretación forzada pero honorable.

—¡Santo Dios! —exclamó Jupien—, razón tenía yo en no querer que nos alejáramos: ya se las arregló para entrar en conversación con un jardinero. Adiós, señor, es mejor que me despida y que no deje solo ni un momento a mi enfermo, que ya no es más que un niño grande.

Volví a apearme del coche un poco antes de llegar a casa de la princesa de Guermantes, y de nuevo me puse a pensar en aquella lasitud y en aquel hastío con que, la víspera, intentara notar la línea que, en uno de los campos reputados como los más famosos de Francia, separaba en los árboles la sombra de la luz. Desde luego, las conclusiones intelectuales que sacaba no afectaban hoy tan cruelmente a mi sensibilidad. Seguían siendo las mismas, pero, como siempre que me encontraba fuera de mis costumbres, salir a otra hora, a un lugar nuevo, me producía un vivo placer. Este placer me parecía hoy puramente frívolo, el de ir a una fiesta en casa de madame de Guermantes. Pero puesto que ahora sabía que ya no podía esperar más que placeres frívolos, ¿por qué privarme de ellos? Volvía a pensar que, al intentar aquella descripción, no sentí nada de ese entusiasmo que no es la única señal, pero sí la primera del talento. Ahora intentaba sacar de mi memoria otras «instantáneas», especialmente instantáneas que había tomado en Venecia, pero nada más que esta palabra me la hacía aburrida como una exposición de fotografías, y ya no me sentía con gusto ni con talento para describir lo que vi en otro tiempo, como tampoco la víspera para describir lo que observaba con ojos minuciosos y graves en el momento mismo. Dentro de un instante, muchos amigos a los que no había visto desde hacía mucho tiempo iban seguramente a pedirme que no me aislara así, que les dedicara mis días. No tenía ninguna razón para negárselo, puesto que ahora tenía la prueba de que ya no servía para nada, de que la literatura no podía ya darme ningún gozo, fuera por culpa mía, por mis escasas dotes, fuera por la suya, si es que había en ella menos realidad de lo que yo había creído.

Cuando pensaba en lo que Bergotte me dijo: «Está usted enfermo, pero no hay que compadecerle: tiene los goces de la inteligencia», ¡cómo se equivocaba sobre mí! ¡Qué escasa satisfacción había en aquella lucidez estéril! Y aun añado que si alguna vez tenía yo quizá satisfacciones (no de la inteligencia), las gastaba siempre por una mujer diferente; de suerte que, aunque el Destino me hubiera concedido cien años más de vida, y sin enfermedades, no haría más que añadir prolongaciones sucesivas a una existencia simplemente longitudinal sin que se viese siquiera el interés de que se prolongara más, y con mayor razón durante mucho tiempo. En cuanto a los «goces de la inteligencia», ¿podía yo llamar así a aquellas frías observaciones que mis ojos clarividentes o mi razonamiento exacto destacaban sin ningún placer y que permanecían infecundas?

Pero a veces, en el momento en que todo nos parece perdido, llega la señal que puede salvarnos; hemos llamado a todas las puertas que no dan a ningún sitio, y la única por la que podemos entrar y que habríamos buscado en vano durante cien años, tropezamos con ella sin saberlo y se nos abre. Rumiando los tristes pensamientos que decía hace un momento, entré en el patio del hotel de Guermantes, y en mi distracción no pude ver un coche que avanzaba; el grito del wattman sólo me dio tiempo para apartarme bruscamente, y retrocedí lo bastante para chocar sin querer contra el pavimento bastante desigual tras el cual estaba la cochera. Pero en el momento en que, rehaciéndome, puse el pie en una losa un poco menos alta que la anterior, todo mi desaliento se esfumó ante la misma felicidad que, en diversas épocas de mi vida, me dio la vista de los árboles que creí reconocer en un paseo en coche alrededor de Balbec, la vista de los campanarios de Martinville, el sabor de una magdalena mojada en una infusión, tantas otras sensaciones de las que he hablado y que las últimas obras de Vinteuil me parecieron sintetizar. Igual que en el momento en que saboreaba la magdalena, desaparecieron toda inquietud sobre el porvenir, toda duda intelectual. Las que me asaltaran un momento antes sobre la realidad de mis dotes literarias y hasta sobre la realidad de la literatura se disiparon como por encanto. Sin haber hecho ningún razonamiento nuevo, sin haber encontrado ningún argumento decisivo, las dificultades, insolubles un momento antes, perdieron toda importancia. Pero esta vez estaba completamente decidido a no resignarme a ignorar por qué, como lo hice el día que saboreé una magdalena mojada en una infusión. La felicidad que acababa de sentir era, en efecto, la misma que la que sintiera comiendo la magdalena y cuyas causas profundas dejé de buscar entonces. La diferencia, puramente material, radicaba en las imágenes evocadas; un azur profundo me embriagaba los ojos, unas impresiones de frescor, de luz deslumbradora, giraban junto a mí y, en mi deseo de apresarlas, sin atreverme a moverme, como cuando saboreaba la magdalena intentando captar de nuevo lo que me recordaba, seguía titubeando, a riesgo de hacer reír a la innumerable multitud de los wattmen, como hacía un momento, un pie sobre la losa más alta, otro sobre la losa más baja. Cada vez que daba sólo materialmente este mismo paso, resultaba inútil; pero si, olvidando la fiesta de Guermantes, lograba revivir lo que había sentido al posar así los pies, de nuevo me rozaba la visión deslumbrante e indistinta, como diciéndome: «Cógeme al paso si eres capaz de ello y procura resolver el enigma de felicidad que te propongo». Y casi inmediatamente la reconocí: era Venecia, de la que nada me habían dicho nunca mis esfuerzos por describirla y las supuestas instantáneas tomadas por mi memoria, y ahora me la devolvía la sensación experimentada tiempo atrás en dos losas desiguales del bautisterio de San Marcos, con todas las demás sensaciones unidas aquel día a esta sensación y que habían permanecido en la espera, en su lugar, en la serie de los días olvidados, de donde las hizo salir imperiosamente un brusco azar. De la misma manera el sabor de la pequeña magdalena me recordó Combray. Mas ¿por qué, en uno y en otro momento, las imágenes de Combray y de Venecia me dieron un goce parecido a una certidumbre y suficiente, sin más pruebas, para que la muerte no me importara?

Mientras me lo preguntaba, resuelto hoy a encontrar la respuesta, entré en el hotel de Guermantes, porque a la tarea interior que tenemos que desempeñar anteponemos siempre el papel aparente que desempeñamos y que, aquel día, era el de un invitado. Mas al llegar al primer piso, un mayordomo me pidió que entrara un momento en un saloncito-biblioteca contiguo al buffet, hasta que terminara la pieza que estaban tocando, pues la princesa había prohibido que abrieran las puertas mientras durara. Y en aquel mismo momento una segunda advertencia vino a reforzar la que me habían hecho las dos losas desiguales y a exhortarme a perseverar en mi tarea. Un criado, en su infructuoso esfuerzo por no hacer ruido, acababa de hacer chocar una cuchara contra un plato. Me invadió la misma clase de felicidad que me habían dado las losas desiguales; las sensaciones eran todavía muy calurosas, pero muy diferentes: mezcla de un olor a humo, neutralizado por el fresco olor de un marco forestal, y reconocí que lo que me parecía tan agradable era la misma fila de árboles que tan aburrida me pareció de observar y de describir, y ante la cual, destapando la botella de cerveza que tenía en el vagón, acababa de creer por un momento, en una especie de mareo, que me encontraba: hasta tal punto el ruido idéntico de la cuchara contra el plato me dio, antes de volver en mí, la ilusión del ruido del martillo de un empleado que estaba arreglando algo en una rueda del tren mientras estábamos detenidos ante aquel bosquecillo. Y dijérase que los signos que aquel día iban a sacarme de mi desánimo y a devolverme la fe en las letras se empeñaban en multiplicarse, pues un mayordomo que llevaba mucho tiempo al servicio del príncipe de Guermantes me reconoció y me llevó a la biblioteca donde estaba, y para que no tuviera que ir al buffet, un surtido de pastas, un vaso de naranjada, y me limpié la boca con la servilleta que me dio, pero en seguida, como el personaje de Las mil y una noches que, sin saberlo, realizaba precisamente el rito que hacía aparecer, visible para él solo, un dócil genio dispuesto a transportarle lejos, pasó ante mis ojos una nueva visión de azur; pero era un azur puro y salino, y se infló en unos senos azulencos; la impresión fue tan fuerte que el momento que vivía me pareció el momento actual; más alelado que el día en que me preguntaba si de verdad me iba a recibir la princesa de Guermantes o si se iba a hundir todo, creía que el criado acababa de abrir la ventana a la playa y que todo me invitaba a bajar a pasearme por el malecón en la marea alta; la servilleta que había cogido para limpiarme la boca tenía precisamente esa tiesura almidonada de aquella con que tanto me costó secarme delante de la ventana el primer día de mi llegada a Balbec, y ahora, ante esta biblioteca del hotel de Guermantes, desplegaba, repartido en sus bordes y en sus dobleces, el plumaje de un océano verde y azul como la cola de un pavo real. Y yo gozaba no sólo de aquellos colores, sino de todo un instante de mi vida que los revelaba, que había sido sin duda aspiración hacia ellos, de los que quizá algún sentimiento de fatiga o de tristeza me impidió gozar en Balbec, y que ahora, libre de lo que hay de imperfecto, puro e inmaterial en la percepción exterior, me llenaba de alegría.

Lo que estaban tocando podía terminar de un momento a otro y yo podía verme obligado a entrar en el salón. Por eso me esforcé por ver lo más claro posible en la naturaleza de los goces idénticos que por tres veces en unos minutos acababa de sentir, y luego por dilucidar la enseñanza que de aquello debía sacar. No me paré a pensar en la gran diferencia que existe entre la verdadera impresión que hemos tenido de una cosa y la impresión ficticia que nos damos cuando intentamos voluntariamente representárnosla. Recordando demasiado la relativa indiferencia con que Swann podía hablar en otro tiempo de los días en que había sido amado, porque bajo estas palabras veía otra cosa que no eran ellos, y el súbito dolor que le causó la pequeña frase de Vinteuil evocándole aquellos mismos días tales como antaño los sintiera, me daba demasiada cuenta de que lo que la sensación de las losas desiguales, la rigidez de la servilleta, el sabor de la magdalena despertaron en mí no tenía ninguna relación con lo que yo procuraba muchas veces recordar de Venecia, de Balbec, de Combray, con ayuda de una memoria uniforme; y comprendía que la vida pudiera parecer mediocre, aunque en ciertos momentos pareciera tan bella, porque en el primer caso se la juzga y se la desprecia por otra cosa distinta de ella misma, en imágenes que no conservan nada de ella. A lo sumo notaba accesoriamente que la diferencia que existe entre cada una de las impresiones reales —diferencias que explican que una pintura uniforme de la vida no pueda ser parecida— depende probablemente de que la menor palabra que hemos dicho en una época de nuestra vida, el gesto más insignificante que hemos hecho iba acompañado, llevaba en él el reflejo de cosas que, lógicamente, no eran suyas, que fueron separadas de él por la inteligencia que no tenía nada que hacer con ellas para las necesidades del razonamiento, pero en medio de las cuales —aquí reflejo rosa de la tarde sobre la pared florida de un restaurante campestre, sensación de hambre, deseo de mujeres, placer de lujo; allí volutas azules del mar mañanero envolviendo unas frases musicales que emergen parcialmente de él como los hombros de las ondinas— el gesto, el acto más sencillo permanece clausurado como en mil vasos cerrados cada uno de los cuales estuviera lleno de cosas de un calor, de un olor, de una temperatura absolutamente diferentes; sin contar que estos vasos, dispuestos en toda la altura de nuestros años en los que no hemos dejado de cambiar, aunque sólo sea de sueño y de pensamiento, están situados en alturas muy diversas y nos dan la sensación de atmósferas muy variadas. Verdad es que estos cambios los hemos realizado insensiblemente; pero entre el recuerdo que nos vuelve bruscamente y nuestro estado actual, lo mismo que entre dos recuerdos de años, de lugares, de horas distintas, la distancia es tan grande que bastaría, aun prescindiendo de una originalidad específica, para hacerlos incomparables unos con otros. Sí, si el recuerdo, gracias al olvido, no ha podido contraer ningún lazo, echar ningún eslabón entre él y el minuto presente; si ha permanecido en su lugar, en su fecha; si ha guardado las distancias, el aislamiento en el seno de un valle o en la punta de un monte, nos hace respirar de pronto un aire nuevo, precisamente porque es un aire que respiramos en otro tiempo, ese aire más puro que los poetas han intentado en vano hacer reinar en el paraíso y que sólo podría dar esa sensación profunda de renovación si lo hubiéramos respirado ya, pues los verdaderos paraísos son los paraísos que hemos perdido.

Y de paso observaba que en esto, en la obra de arte que ya me sentía dispuesto a emprender, sin haberme decidido conscientemente a ello, habría grandes dificultades. Pues tendría que realizar sus partes sucesivas en una materia muy diferente de la que convendría a los recuerdos de mañanas a la orilla del mar o de tardes en Venecia, si quería pintar aquellas tardes de Rivebelle, donde, en el comedor que daba al jardín, el calor empezaba a descomponerse, a caer, a remitir, donde un último resplandor iluminaba todavía las rosas sobre las paredes del restaurante mientras aún se veían en el cielo las últimas acuarelas del día en una materia distinta, nueva, de una transparencia, de una sonoridad especiales, compacta, refrescante y rosada.

Pasaba yo con rapidez sobre todo esto, más imperiosamente atraído por buscar la causa de aquella felicidad, del carácter de certidumbre con que se imponía, búsqueda aplazada en otro tiempo. Y esta causa la adivinaba comparando aquellas diversas impresiones dichosas y que tenían de común entre ellas el que yo las sentía a la vez en el momento actual y en un momento lejano, hasta casi confundir el pasado con el presente, hasta hacerme dudar en cuál de los dos me encontraba; en realidad, el ser que entonces gustaba en mí aquella impresión la gustaba en lo que tenía de común en un día antiguo y ahora, en lo que tenía de extratemporal, un ser que sólo aparecía cuando, por una de esas identidades entre el presente y el pasado, podía encontrarse en el único medio donde pudiera vivir, gozar de la esencia de las cosas, es decir, fuera del tiempo. Esto explicaba que mis inquietudes sobre mi muerte hubieran cesado en el momento en que reconocí inconscientemente el sabor de la pequeña magdalena, porque en aquel momento el ser que yo había sido era un ser extratemporal, despreocupado por lo tanto de las vicisitudes del futuro. Aquel ser no había venido nunca a mí, no se había manifestado jamás sino fuera de la acción, del goce inmediato, cada vez que el milagro de una analogía me había hecho evadirme del presente. Sólo él tenía el poder de hacerme recobrar los días antiguos, el tiempo perdido, ante lo cual los esfuerzos de mi memoria y de mi inteligencia fracasaban siempre.

Y si un momento antes me parecía que Bergotte había mentido al hablar de los goces de la vida espiritual era porque, en aquel momento, yo llamaba «vida espiritual» a unos razonamientos lógicos que no tenían relación con ella, con lo que existía en mí en aquel momento, exactamente como habían podido parecerme aburridos el mundo y la vida porque los juzgaba por recuerdos sin verdad, mientras que ahora tenía tal apetito de vivir que acababa de hacer renacer en mí, por tres veces, un verdadero momento del pasado.

¿Nada más que un momento del pasado? Acaso mucho más; algo que, común a la vez al pasado y al presente, es mucho más esencial que los dos. En el transcurso de mi vida, la realidad me decepcionó muchas veces porque, en el momento de percibirla, mi imaginación, que era mi único órgano para gozar de la belleza, no podía aplicarse a ella, en virtud de la ley inevitable que dispone que sólo se pueda imaginar lo que está ausente. Y he aquí que, de pronto, el efecto de esta dura ley quedaba neutralizado, suspendido, por un expediente maravilloso de la naturaleza, que hizo espejear una sensación —ruido del tenedor y del martillo, igual titulo de libro, etc.— a la vez en el pasado, lo que permitía a mi imaginación saborearla, y en el presente, donde la sacudida efectiva de mi sentido por el ruido, el contacto de la servilleta, etc., añadió a los sueños de la imaginación aquello de que habitualmente carecen: la idea de existencia, y, en virtud de este subterfugio, permitió a mi ser lograr, aislar, inmovilizar —el instante de un relámpago— lo que no apresa jamás: un poco de tiempo en estado puro. El ser que renació en mí cuando, con tal estremecimiento de felicidad, percibí el ruido común a la vez a la cuchara que choca con el plato y al martillo que golpea la rueda, a la desigualdad de las losas del patio de Guermantes y del bautisterio de San Marcos, etcétera, ese ser se nutre sólo de la esencia de las cosas, sólo en ella encuentra su subsistencia, sus delicias, languidece en la observación del presente donde los sentidos no pueden llevarla, en la consideración de un pasado que la inteligencia le deseca, en la espera de un futuro que la voluntad construye con fragmentos del presente y del pasado a los que quita además parte de su realidad no conservando de ellos más que lo que conviene al fin utilitario, estrechamente humano, que les asigna. Pero si un ruido, un olor, ya oído o respirado antes, se oye o se respira de nuevo, a la vez en el presente y en el pasado reales sin ser actuales, ideales sin ser abstractos, en seguida se encuentra liberada la esencia permanente y habitualmente oculta de las cosas, y nuestro verdadero yo, que, a veces desde mucho tiempo atrás, parecía muerto pero no lo estaba del todo, se despierta, se anima al recibir el celestial alimento que le aportan. Un minuto liberado del orden del tiempo ha recreado en nosotros, para sentirlo, al hombre, liberado del orden del tiempo. Y se comprende que este hombre sea confiado en su alegría, aunque el simple sabor de una magdalena no parezca contener lógicamente las razones de esa alegría; se comprende que la palabra «muerte» no tenga sentido para él; situado fuera del tiempo, ¿qué podría temer del futuro?

Pero este falso efecto que me acercaba un momento del pasado incompatible con el presente, este falso efecto no duraba. Por supuesto, se pueden prolongar los espectáculos de la memoria voluntaria que no nos exige más fuerzas que la de hojear un libro de estampas. Así, en otro tiempo, por ejemplo el día en que tenía que ir por primera vez a casa de la princesa de Guermantes, desde el patio soleado de nuestra casa de París miraba yo perezosamente, a elección mía, ya la plaza de la iglesia de Combray, o ya la playa de Balbec, como hubiera yo ilustrado el día que hacía hojeando un cuaderno de acuarelas tomadas en los diversos lugares donde había estado; y, con un egoísta placer de coleccionista, me dije catalogando así las ilustraciones de mi memoria: «La verdad es que he visto cosas bellas en mi vida». Entonces mi memoria afirmaba seguramente la diferencia de las sensaciones; pero no hacía más que combinar entre ellas unos elementos homogéneos. No ocurrió lo mismo en los tres recuerdos que acababa de tener y en los que, en vez de hacerme una idea más halagüeña de mi yo, casi, por el contrario, dudé de la realidad actual de este yo. De la misma manera que el día que mojé la magdalena en la infusión caliente, en el lugar donde me encontraba, fuera, como aquel día, mi cuarto de París, o, como hoy, en este momento, la biblioteca del príncipe de Guermantes, un poco antes el patio de su hotel, había en mí, irradiando a una pequeña zona en torno mío, una sensación (sabor de la magdalena mojada, ruido metálico, sensación del paso) que era común al lugar donde me encontraba y también a otro lugar (habitación de mi tía Octavia, vagón del tren, bautisterio de San Marcos). Y en el momento en que razonaba así, el ruido estridente de una cañería, muy parecido a esos largos alaridos que a veces, en el verano, emiten los barcos de recreo por la noche en la costa de Balbec, me hizo experimentar (como una vez en París, en un gran restaurante, la vista de un lujoso comedor medio vacío, estival y caluroso) mucho más que una sensación simplemente análoga a la que recibí al final de la tarde en Balbec, cuando, ya cubiertas las mesas con el mantel y los cubiertos, abiertos de par en par los amplios ventanales que daban al malecón, sin un solo intervalo, un solo «macizo» de vidrio o de piedra, mientras el sol descendía lentamente sobre el mar, donde comenzaban a pitar los navíos para reunirme con Albertina y sus amigas que paseaban por el malecón no tenía más que saltar el marco de madera, apenas más alto que mi tobillo, sobre cuya bisagra, para la ventilación del hotel, habían corrido hasta superponerlos todos los cristales que se hallaban a continuación uno de otro. Pero en esta sensación no entraba el recuerdo doloroso de haber amado a Albertina. Sólo de los muertos se tiene un recuerdo doloroso. Ahora bien, los muertos se destruyen rápidamente, y en torno a sus tumbas sólo queda la belleza de la naturaleza, el silencio, la pureza del aire. Por otra parte, el ruido de la cañería del agua no me hizo experimentar únicamente un eco, un doble de una sensación pasada, sino la sensación misma. En este caso, como en todos los anteriores, la sensación común procura recrear en torno a ella el lugar antiguo, mientras que el lugar actual que ocupaba su sitio se oponía con toda la resistencia de su masa a aquella inmigración en un hotel de París de una playa normanda o de un talud de una vía de ferrocarril. El comedor marino de Balbec, con su mantelería adamascada preparada como manteles de altar para recibir la puesta del sol, procuró alterar la solidez del hotel de Guermantes, forzar sus puertas, e hizo vacilar por un momento los canapés en torno mío, como en otro tiempo hizo vacilar las mesas del restaurante de París. En estas resurrecciones, el lugar lejano engendrado en torno a la sensación común se acopló siempre por un momento, como un luchador, al lugar actual. Y siempre el lugar actual quedó vencedor; siempre el vencido me pareció el más bello; tan bello que me quedaba en éxtasis sobre la losa desigual como ante la taza de té, procurando retener en los momentos en que aparecía, hacer que reapareciera cuando se me escapaba, aquel Combray, aquella Venecia, aquel Balbec invasores y rechazados que se elevaban para abandonarme en seguida en el seno de los lugares nuevos, pero permeables para el pasado. Y si el lugar actual no venciera en seguida, creo que perdería el conocimiento; pues esas resurrecciones del pasado, en el segundo que duran, son tan totales que no sólo obligan a nuestros ojos a dejar de ver la estancia que tienen cerca para mirar la vía bordeada de árboles o la marea ascendente: obligan a nuestras narices a respirar el aire de lugares sin embargo lejanos, a nuestra voluntad a elegir entre los diversos proyectos que nos proponen, a toda nuestra persona a creerse rodeada por ellos, o al menos a tropezar entre ellos y los lugares presentes, en el aturdimiento de una incertidumbre parecida a la que a veces experimentamos ante una visión inefable en el momento de dormirnos.

De suerte que lo que el ser tres o cuatro veces resucitado en mí acababa de gustar era quizá fragmentos de existencia sustraídos al tiempo, pero esta contemplación, aunque de eternidad, era fugitiva. Y, sin embargo, sentía que el goce que, con raros intervalos, me había producido en mi vida, era el único fecundo y verdadero. ¿Acaso la señal de la irrealidad de los demás no es bastante visible, sea por su imposibilidad para satisfacernos, como, por ejemplo, los placeres mundanos que causan a lo sumo el malestar provocado por la ingestión de un alimento abyecto, o la amistad, que es una simulación porque el artista que renuncia a una hora de trabajo por una hora de charla con un amigo sabe que, cualesquiera que sean las razones morales porque lo hace, sacrifica una realidad por una cosa que no existe (pues los amigos sólo son amigos en esa dulce locura que tenemos en el transcurso de la vida, a la que nos prestamos, pero que, en el fondo de nuestra inteligencia, sabemos que es el error de un loco que creyera que los muebles viven y hablara con ellos), sea por la tristeza que sigue a su satisfacción, como la que sentí, el día en que me presentaron a Albertina, por haber hecho un esfuerzo, aunque bien pequeño, para lograr una cosa —conocer a aquella muchacha— que me pareció pequeña sólo porque la había logrado? Incluso un placer más profundo, como el que hubiera podido sentir cuando amaba a Albertina, no lo percibía en realidad sino por inversión, por la angustia que sentía cuando ella no estaba allí, pues cuando tenía la seguridad de que iba a llegar, como el día en que volvió del Trocadero, no creía sentir más que un vago fastidio, mientras que me iba exaltando cada vez más a medida que profundizaba, con una alegría creciente para mí, el ruido del cuchillo o el gusto de la infusión que hizo entrar en mi habitación la habitación de mi tía Leoncia, y detrás todo Combray, y sus dos lados. Por eso ahora estaba decidido a entregarme a esa contemplación de la esencia de las cosas, a fijarla, pero ¿cómo?, ¿por qué medio? Seguramente, cuando la rigidez de la servilleta me devolvió Balbec, acarició por un momento mi imaginación no sólo con la vista del mar tal como estaba aquella mañana, sino con el olor de la habitación, la velocidad del viento, con el deseo de almorzar, la incertidumbre entre los diversos paseos, todo ello unido a la sensación de la servilleta como las mil alas de los ángeles —seguramente, en el momento en que la desigualdad de las dos losas prolongó las imágenes secas y entecas que tenía de Venecia y de San Marcos, en todos los sentidos y en todas las dimensiones, con todas las sensaciones que había sentido, recordando la plaza de la iglesia, el embarcadero en la plaza, el canal en el embarcadero, y, en todo lo que los ojos ven, el mundo de deseo que sólo el espíritu ve—, estuve tentado, si no, por causa de la estación, a ir a pasear por las aguas para mí sobre todo primaverales de Venecia, al menos a volver a Balbec. Pero no me detuve ni un momento en esta idea. No sólo sabía que los países no eran como su nombre me los pintaba, y sólo apenas, en mis sueños, durmiendo, se extendía ante mí un lugar hecho de pura materia enteramente distinta de las cosas corrientes que vemos, que tocamos, y que había sido su materia cuando yo me los representaba; sino que, también en lo referente a estas imágenes de otro género, las del recuerdo, sabía yo que la belleza de Balbec no la había encontrado cuando estaba allí y que la misma belleza que me había dejado no era ya la que encontré en mi segunda estancia. Había experimentado demasiado la imposibilidad de encontrar en la realidad lo que estaba en el fondo de mí mismo, que el tiempo perdido no lo volvería a encontrar en la plaza de San Marcos, como no lo encontré en mi segundo viaje a Balbec o en mi retorno a Tansonville para ver a Gilberta, y que el viaje, que no hacía sino ofrecerme una vez más la ilusión de que aquellas impresiones antiguas existían fuera de mí mismo, en la esquina de cierta plaza, no podía ser el medio que yo buscaba. Y no quería dejarme engañar una vez más, pues se trataba para mí de saber por fin si era verdaderamente posible lograr lo que, siempre desilusionado como lo estuve en presencia de los lugares y de los seres, había creído irrealizable (por más que una vez la pieza para concierto de Vinteuil pareciera decirme lo contrario). No iba a intentar una experiencia más en la vía que, desde hacía tiempo, sabía yo que no iba a ninguna parte. Impresiones como las que yo intentaba fijar tenían forzosamente que desvanecerse en contacto con un goce directo que ha sido impotente para hacerlas nacer. La única manera de gustarlas más era procurar conocerlas mejor, allí donde se encontraran, es decir, en mí mismo, esclarecerlas hasta en sus profundidades. No pude conocer el placer de Balbec, como no pude conocer el de vivir con Albertina, que sólo a posteriori me fue perceptible. Y la recapitulación que hacía de las decepciones de mi vida, de mi vida vivida, y que me hacían creer que su realidad debía de residir fuera de la acción, no se relacionaba de una manera puramente fortuita y según las circunstancias de mi existencia con otras decepciones diferentes. Bien advertía yo que la decepción del viaje, la decepción del amor, no eran decepciones disparejas, sino el aspecto variado que adopta, según el hecho a que se aplica, nuestra impotencia para realizarnos en el goce material, en la acción efectiva. Y volviendo a pensar en aquella alegría extratemporal causada, bien por el sonido de la cuchara, bien por el sabor de la magdalena, me decía: «¿Era aquello, aquella felicidad suscitada por la pequeña frase de la sonata a Swann que se engañó asimilándolo al goce del amor y no supo encontrarlo en la creación artística, aquella felicidad que me hizo presentir como más supraterrestre aún que lo hizo la pequeña frase de la sonata la llamada roja y misteriosa de aquel septuor que Swann no pudo conocer, porque murió, como tantos otros, antes de que fuera revelada la verdad hecha para ellos? Por otra parte, no habría podido servirle, pues esta frase podía muy bien simbolizar una llamada, mas no crear unas fuerzas y hacer de Swann el escritor que Swann no era».

Sin embargo, al cabo de un momento, después de pensar en esas resurrecciones de la memoria, me di cuenta de que, de una u otra manera, y ya en Combray, en el camino de Guermantes, ciertas impresiones oscuras solicitaron a veces mi pensamiento a la manera de esas reminiscencias, pero que ocultaban no una sensación de otro tiempo, sino una verdad nueva, una imagen preciosa que yo intentaba descubrir con esfuerzos del mismo género que los que se hacen para recordar algo, como si nuestras más bellas ideas fueran así como aires de música que nos volvieran sin haberlos oído nunca y nos esforzáramos por escucharlos, por transcribirlos. Recordé con gusto, porque esto me demostraba que yo era ya el mismo entonces y que aquello cubría un rasgo fundamental de mi naturaleza, con tristeza también pensando que desde entonces no había progresado nada, que ya en Combray fijaba con atención en mi mente alguna imagen que me había obligado a mirarla, una nube, un triángulo[31], un campanario, una flor, una piedra, sintiendo que acaso había bajo aquellas señales algo muy diferente que yo debía procurar descubrir, una idea que traducían a la manera de esos caracteres jeroglíficos que creeríamos que representan solamente objetos materiales. Desde luego, era difícil descifrarlo, pero sólo descifrándolo podríamos leer en él alguna verdad. Pues las verdades que la inteligencia capta directamente con toda claridad en el mundo de la luz plena tienen algo de menos profundo, de menos necesario que las que la vida nos ha comunicado sin buscarlo nosotros en una impresión, material porque nos ha entrado por los sentidos, pero en la que podemos encontrar el espíritu. En suma, tanto en un caso como en otro, trátese de impresiones como la que me produjo ver los campanarios de Martinville, o de reminiscencias como la de la desigualdad de las dos losas o el sabor de la magdalena, había que procurar interpretar las sensaciones como los signos de tantas leyes y de tantas ideas, intentar pensar, es decir, hacer salir de la penumbra lo que había sentido, convertirlo en un equivalente espiritual. Ahora bien, este medio que me parecía el único, ¿qué otra cosa es que hacer una obra de arte? Y ya las consecuencias se atropellaban en mi mente; pues tratárase de reminiscencias del género del ruido del tenedor o del gusto de la magdalena, o de aquellas verdades escritas con ayuda de figuras cuyo sentido intentaba yo buscar en mi cabeza, donde campanarios, malezas, componían un jeroglífico complicado y florido, y su primer carácter era que yo no podía elegirlas a mi antojo, que me eran dadas tales como estaban. Y me daba cuenta de que esto debía de ser la señal de su autenticidad. Yo no había ido a buscar las dos losas desiguales del patio donde tropecé. Pero precisamente la manera fortuita, inevitable, en que había vuelto a encontrar esta sensación, certificaba la verdad del pasado que resucitaba, de las imágenes que desencadenaba, puesto que sentimos su esfuerzo por emerger hacia la luz, sentimos la alegría de la realidad recobrada. Certifica también la verdad de todo el cuadro, hecho de impresiones contemporáneas, que lleva tras sí con esa infalible proporción de luz y de sombra, de relieve y de omisión, de recuerdo y de olvido que la memoria o la observación conscientes ignorarán siempre.

En cuanto al libro interior de signos desconocidos (al parecer de signos en relieve, que mi atención, explorando mi inconsciente, iba a buscar, chocaba con ellos, los contorneaba, como un buzo), para cuya lectura nadie podía ayudarme con regla alguna, esta lectura consistía en un acto de creación en el que nadie puede sustituirnos ni siquiera colaborar con nosotros. Por eso, ¡cuántos renuncian a escribirlo! ¡Cuántas tareas se asumen por renunciar a esa! Cada acontecimiento, fuera el asunto Dreyfus o fuera la guerra, proporcionó a los escritores otras disculpas para no descifrar aquel libro; querían asegurar el triunfo del Derecho, rehacer la unidad moral de la nación, no tenían tiempo de pensar en la literatura. Pero no eran más que disculpas, porque no tenían, o no tenían ya, talento, es decir, instinto. Pues el instinto dicta el deber y la inteligencia proporciona los pretextos para eludirlo.

Pero las excusas no figuran en el arte, pues en el arte no cuentan las intenciones: el artista tiene que escuchar en todo momento a su instinto, por lo que el arte es lo más real que existe, la escuela más austera de la vida y el verdadero juicio Final. Ese libro, el más penoso de todos de descifrar, es también el único dictado por la realidad, el único cuya «impresión» la ha hecho en nosotros la realidad misma. Cualquiera que sea la idea dejada en nosotros por la vida, su figura material, huella de la impresión que nos ha hecho, es también la prueba de su verdad necesaria. Las ideas formadas por la inteligencia pura no tienen más que una verdad lógica, una verdad posible, su elección es arbitraria. El libro de caracteres figurados, no trazados por nosotros, es nuestro único libro. No porque las ideas que formamos no puedan ser justas lógicamente, sino porque no sabemos si son verdaderas. Solamente la impresión, por mísera que parezca su materia, por inconsistente que sea su huella, es un criterio de verdad, y por eso sólo ella merece ser aprehendida por la mente, pues sólo ella es capaz, si la mente sabe captar esa verdad, de llevarla a una mayor perfección y de darle una pura alegría. La impresión es para el escritor lo que la experimentación para el sabio, con la diferencia de que en el sabio el trabajo de la inteligencia precede y el del escritor viene después. Lo que no hemos tenido que descifrar, que dilucidar con nuestro esfuerzo personal, lo que estaba claro antes de nosotros, no es nuestro. Sólo viene de nosotros mismos lo que nosotros sacamos de la oscuridad que está en nosotros y que los demás no conocen[32].

Yo había llegado, pues, a la conclusión de que no somos en modo alguno libres ante la obra de arte, de que no la hacemos a nuestra guisa, sino que, preexistente en nosotros, tenemos que descubrirla, a la vez porque es necesaria y oculta, y como lo haríamos tratándose de una ley de la naturaleza. Pero este descubrimiento que el arte podía obligarnos a hacer ¿no era, en el fondo, el que más precioso debería sernos, y que generalmente nos es desconocido para siempre, nuestra verdadera vida, la realidad tal como la hemos sentido y que difiere tanto de lo que creemos que tan felices nos sentimos cuando un azar nos trae el recuerdo verdadero? Yo me cercioraba de ello por la falsedad misma del arte supuestamente realista y que no sería tan falso si no hubiéramos tomado en la vida la costumbre de dar a lo que sentimos una expresión que tanto difiere de ello y que, al cabo de poco tiempo, tomamos por la realidad misma. Me daba cuenta de que no tendría que cargar con las diversas teorías literarias que por un momento me perturbaron —concretamente con las que la crítica desarrolló en el momento del asunto Dreyfus y resucitó durante la guerra, teorías que tendían a «hacer salir al artista de su torre de marfil», y a tratar de temas no frívolos ni sentimentales, sino pintar grandes movimientos obreros y, a falta de multitudes, por lo menos no de insignificantes ociosos («confieso que la pintura de esos inútiles me es bastante indiferente», decía Bloch), sino de nobles intelectuales o de héroes—. Por otra parte, aun antes de discutir su contenido lógico, aquellas teorías me parecían denotar en los que las sostenían una prueba de inferioridad, como un niño verdaderamente bien educado que oye decir a las personas a cuya casa le han mandado a almorzar: «Nosotros lo contamos todo, somos francos», siente que esto denota una cualidad moral inferior a la buena acción pura y simple, que no dice nada. El verdadero arte no tiene nada que hacer en tantas proclamas y se realiza en el silencio. Por otra parte, los que así teorizaban empleaban frases hechas que se parecían singularmente a las de los imbéciles que ellos criticaban. Y acaso es más bien la calidad del lenguaje que el género de estética lo que permite juzgar el grado a que ha llegado el trabajo intelectual y moral. Mas, a la inversa, esta calidad del lenguaje[33] de la que los teóricos creen que pueden prescindir, los que admiran a los teóricos creen fácilmente que no demuestra un gran valor intelectual, valor que ellos, para discernirlo, necesitan ver expresado directamente y que no deducen de la belleza de una imagen. De aquí la grosera tentación para el escritor de escribir obras intelectuales. Gran indelicadeza. Una obra en la que hay teorías es como un objeto en el que se deja la marca del precio. Se razona, es decir, se divaga, cada vez que no se tiene el valor de limitarse a hacer pasar una impresión por todos los estados sucesivos que acabarán en su fijación, en su expresión. La realidad que se trataba de expresar residía, ahora lo comprendo, no en la apariencia del tema, sino en una profundidad en la que esta apariencia importaba poco, como lo simbolizaban aquel ruido de una cuchara contra un plato, aquella rigidez almidonada de la servilleta, que me fueron más valiosos para mi renovación espiritual que tantas conversaciones humanitarias, patrióticas, internacionalistas y metafísicas. «¡Nada de estilo —había oído yo decir entonces—, nada de literatura, vida!». Se puede imaginar cómo reflorecieron desde la guerra hasta las simples teorías de monsieur de Norpois contra los «flautistas». Pues todos los que no tienen el sentido artístico, es decir la sumisión a la realidad interior, pueden estar provistos de la facultad de razonar sobre el arte hasta el infinito. A poco que sean, además, diplomáticos o financieros, a poco metidos que estén en las «realidades» del tiempo presente, creen fácilmente que la literatura es un juego del espíritu destinado a ser eliminado cada vez más en el futuro. Algunos pretendían que la novela fuera una especie de desfile cinematográfico de las cosas. Esto era absurdo. Nada más lejos de lo que hemos percibido en realidad que semejante vista cinematográfica.

Precisamente, como al entrar en aquella biblioteca recordé lo que los Goncourt dicen de las bellas ediciones originales que contiene, me propuse mirarlas mientras permanecía encerrado allí. Y, sin dejar de seguir mi razonamiento, iba sacando uno a uno, por lo demás sin prestarles gran atención, los preciosos volúmenes, cuando, al abrir distraídamente uno de ellos, François le Champi, de George Sand, sentí una desagradable impresión por algo que estaba en desacuerdo con mis pensamientos de aquel momento, hasta que, con una emoción que casi me hizo llorar, me di cuenta de hasta qué punto aquella impresión estaba de acuerdo con ellos. Mientras, en la cámara mortuoria, los empleados de pompas fúnebres se preparan a bajar el ataúd y el hijo de un hombre que ha prestado servicios a la patria estrecha la mano a los últimos amigos que desfilan; si, de repente, suena una marcha bajo sus ventanas, se irrita creyendo que una burla ha herido su pena; pero este hijo, que hasta entonces se ha dominado, no puede ya contener las lágrimas, pues acaba de comprender que lo que está oyendo es la música de un regimiento que se asocia a su duelo y rinde honores a los restos de su padre. Asimismo acababa yo de reconocer cómo concordaba con mis pensamientos la dolorosa impresión que sentí al ver aquel título de un libro en la biblioteca del príncipe de Guermantes; título que me dio la idea de que la literatura nos ofrecía verdaderamente ese mundo de misterio que yo no encontraba ya en ella. Sin embargo, no era un libro muy extraordinario, era François le Champi. Pero este nombre, como el nombre de los Guermantes, no era para mí como lo que conocí después. El recuerdo de lo que me pareció inexplicable en el tema de François le Champi cuando mamá me leía el libro de George Sand, lo despertó aquel título (de la misma manera que el nombre de Guermantes, cuando yo llevaba mucho tiempo sin ver a los Guermantes, contenía para mí tanto feudalismo —como François le Champi la esencia de la novela—), y sustituía por un momento la idea muy común de lo que son las novelas del Berry de George Sand. En una comida, cuando el pensamiento permanece siempre en la superficie, yo habría podido seguramente hablar de François le Champi y de los Guermantes sin que ni uno ni otros fueran los de Combray. Pero cuando estaba solo, como ahora, me encontraba sumergido a mayor profundidad. En aquel momento, la idea de que una persona a la que había conocido en sociedad era prima de madame de Guermantes, es decir, de un personaje de linterna mágica, me parecía incomprensible, y lo mismo que los bellos libros que había leído fuesen, no digo siquiera superiores —que sí lo eran—, sino iguales a este extraordinario François le Champi. Era una impresión muy antigua, a la que se mezclaban tiernamente mis recuerdos de infancia y de familia y que no había reconocido en seguida. En el primer momento me pregunté con rabia quién era el extraño que venía a hacerme daño. Ese extraño era yo mismo, era el niño que yo era entonces, que el libro acababa de suscitar en mí, pues, como no conocía de mí sino aquel niño, a aquel niño evocó en seguida el libro, sin querer ser mirado más que por sus ojos, sin querer ser amado más que por su corazón, sin querer hablar a nadie más que a él. Aquel libro que mi madre me leyera en voz alta en Combray casi hasta la mañana había conservado, pues, para mí todo el encanto de aquella noche. Claro es que la «pluma» de George Sand, para emplear una expresión de Brichot, a quien tanto le gustaba decir que un libro estaba escrito «con una pluma ágil», no me parecía en absoluto, como durante tanto tiempo le pareció a mi madre antes de amoldar sus gustos literarios a los míos, una pluma mágica. Pero era una pluma que, sin quererlo, electricé como suelen entretenerse en hacerlo los colegiales, y mil naderías de Combray que yo había dejado de ver desde hacía tiempo saltaban ahora ligeramente por sí mismas y venían a suspenderse una tras otra de la aguja imantada, en una cadena interminable y trémula de recuerdos.

Ciertos espíritus amigos del misterio quieren creer que los objetos conservan algo de los ojos que los miraron, que los monumentos y los cuadros los vemos únicamente bajo el velo sensible que les han tejido durante siglos el amor y la contemplación de tantos adoradores. Esta quimera resultaría cierta si la transpusieran al plano de la única realidad de cada uno, al plano de su propia sensibilidad. Si, en este sentido, sólo en este sentido (pero es mucho más grande), una cosa que hemos mirado en otro tiempo, si volvemos a verla, nos devuelve, con la mirada que pusimos en ella, todas las imágenes que entonces la llenaban. Y es que las cosas —un libro bajo su cubierta roja, como los demás—, en cuanto las percibimos pasan a ser en nosotros algo inmaterial, de la misma naturaleza que todas nuestras preocupaciones o nuestras sensaciones de aquel tiempo, y se mezclan indisolublemente con ellas. Un nombre leído antaño en un libro contiene entre sus sílabas el viento rápido y el sol brillante que hacía cuando lo leíamos. De suerte que la literatura que se limita a «describir las cosas», a dar solamente una mísera visión de líneas y de superficies es la que, llamándose realista, está más lejos de la realidad, la que más nos empobrece y nos entristece, pues corta bruscamente toda comunicación de nuestro yo presente con el pasado, cuyas cosas conservaban la esencia, y el futuro, en el que nos incitan a gustarla de nuevo. Es esa esencia lo que el arte digno de este nombre debe expresar, y, si fracasa en el propósito, todavía se puede sacar de su impotencia una enseñanza (mientras que de los éxitos del realismo no se puede sacar ninguna): que esa esencia es en parte subjetiva e incomunicable.

Más aún, una cosa que vimos en cierta época, un libro que leímos, no sólo permanece unido para siempre a lo que había en torno nuestro; queda también fielmente unido a lo que nosotros éramos entonces, y ya no puede ser releído sino por la sensibilidad, por la persona que entonces éramos; si yo vuelvo a coger en la biblioteca, aunque sólo sea con el pensamiento, François le Champi, inmediatamente se levanta en mí un niño que ocupa mi lugar, que sólo él tiene derecho a leer ese título: François le Champi, y que lo lee como lo leyó entonces, con la misma impresión del tiempo que hacía en el jardín, con los mismos sueños que formaba entonces sobre los países y sobre la vida, con la misma angustia del futuro. Si vuelvo a ver una cosa de otro tiempo, surge un joven. Y mi persona de hoy no es más que una cantera abandonada, que cree que todo lo que contiene es igual y monótono, pero de donde cada recuerdo saca, como un escultor de Grecia, innumerables estatuas. Yo digo: cada cosa que volvemos a ver; pues los libros se comportan en esto como esas cosas: la manera de abrirse el lomo, la textura del papel puede haber conservado en sí un recuerdo tan vivo de la manera con que yo imaginaba entonces Venecia y del deseo que tenía de ir a ella como las frases mismas de los libros. Hasta más vivo, pues estas frases molestan a veces, como esas fotografías de una persona ante las cuales no la recordamos tan bien como cuando nos limitamos a pensar en ella. Claro que, tratándose de muchos libros de mi infancia, y, desgraciadamente, de ciertos libros del propio Bergotte, cuando, en una noche de cansancio, se me ocurre cogerlos, lo hago como si cogiera un tren con la esperanza de descansar viendo cosas diferentes y respirando la atmósfera de antaño. Pero ocurre que esa evocación buscada resulta al contrario entorpecida por la lectura prolongada del libro. Hay uno de Bergotte (que en la biblioteca del príncipe llevaba una dedicatoria de una adulación y de una vulgaridad lamentables), leído antaño un día de invierno en el que yo no podía ver a Gilberta, en el que hoy no puedo encontrar las frases que tanto me gustaban. Ciertas palabras me harían creer que son aquellas frases, pero es imposible. ¿Dónde estaría, si lo fueran, la belleza que yo les encontraba? Pero en el tomo mismo sigo viendo la nieve que cubría los Champs-Elysées el día en que lo leí.

Y por eso, si se me hubiera ocurrido ser bibliófilo, como lo era el príncipe de Guermantes, lo habría sido solamente de una manera especial, sin por eso desdeñar esa belleza independiente del valor propio de un libro y que a los aficionados les viene de conocer las bibliotecas por las que el libro ha pasado, de saber que fue donado, con ocasión de cierto acontecimiento, por tal soberano o por tal hombre célebre, de haberlo seguido de venta en venta a través de su vida; esta belleza de un libro, histórica en cierto modo, no sería perdida para mí. Pero me inclino más a encontrarla en la historia de mi propia vida, es decir, no como simple curioso; y la pondría, generalmente, no en el ejemplar material, sino en la obra, como en aquel François le Champi, contemplado por primera vez en mi cuartito de Combray, durante la noche, quizá la más dulce y la más triste de mi vida, en que (en un tiempo en que me parecían tan inaccesibles los misteriosos Guermantes) obtuve, ¡ay!, de mis padres una primera abdicación en la que podía fechar el comienzo del descenso de mi salud y de mi voluntad, mi renunciamiento, agravado cada día, a una tarea difícil, y hoy vuelto a encontrar en la biblioteca de los Guermantes precisamente, el día más bello y en el que se alumbraban de pronto no sólo los antiguos tanteos de mi pensamiento, sino hasta la finalidad de mi vida y acaso del arte. En cuanto a los ejemplares mismos de los libros, hubieran podido, por lo demás, interesarme, en una acepción viva. La primera edición de una obra hubiera sido para mí más valiosa que las demás, pero entendiendo por primera edición aquella en que la leí por primera vez. Buscaría las ediciones originales, quiero decir aquellas en que recibí de ese libro una impresión original. Pues las impresiones siguientes no lo son. Coleccionaría de las novelas las encuadernaciones de antaño, las del tiempo en que leí mis primeras novelas y que tantas veces oían a papá decirme: «Tente derecho». Como el vestido con que vimos la primera vez a una mujer, me ayudarían a encontrar de nuevo el amor que tenía entonces, la belleza a la que superpuse tantas imágenes cada vez menos amadas, para poder recobrar la primera, yo que no soy el yo que la vio y que debo ceder el sitio al yo que era entonces si ese yo evoca la cosa que conoció y que mi yo de hoy no conoce.

La biblioteca que formaría así sería, además, de un valor mayor aún; pues los libros que antaño leí en Combray, en Venecia, enriquecidos ahora por mi memoria por grandes iluminaciones representando la iglesia de San Hilario, la góndola amarrada al pie de San Jorge el Mayor en el Gran Canal esmaltado de centelleantes zafiros, resultarían dignos de esos «libros de estampas», de esas biblias ilustradas, de esos libros de horas que el coleccionista no abre nunca para leer el texto, sino para extasiarse una vez más con los colores que le ha puesto algún émulo de Foucquet y que constituyen todo el valor de la obra. Y, sin embargo, incluso no abrir esos libros leídos en otro tiempo más que para mirar las imágenes que entonces no los adornaban, me parecería también tan peligroso que ni siquiera en este sentido, el único que yo puedo comprender, me sentiría inclinado a ser bibliófilo. Sé demasiado bien cómo esas imágenes dejadas por el espíritu son fácilmente borradas por el espíritu. Las antiguas son sustituidas por otras nuevas que ya no tienen el mismo poder de resurrección. Y si yo tuviera todavía el François le Champi que mamá sacó un día del paquete de libros que mi abuela iba a regalarme por mi cumpleaños, no lo miraría nunca: tendría demasiado miedo de ir insertando poco a poco en él mis impresiones de hoy, de que se fuera convirtiendo en una cosa del presente hasta el punto de que, cuando yo le pidiera que suscitase una vez más al niño que descifró su título en el cuartito de Combray, el niño, no reconociendo su acento, no respondiera ya a su llamada y permaneciera para siempre enterrado en el olvido.

La idea de un arte popular, como la idea de un arte patriótico, aun cuando no fuera peligrosa, me parecía ridícula. Si se trataba de hacerlo asequible al pueblo sacrificando los refinamientos de la forma, «buenos para ociosos», yo había tratado a las personas del gran mundo lo bastante para saber que son ellos los verdaderos iletrados y no los obreros electricistas. A este respecto, un arte popular por la forma estaría destinado a los miembros del Jockey más bien que a los de la Confederación General del Trabajo; en cuanto a los temas, las novelas populares aburren tanto a la gente del pueblo como a los niños esos libros escritos para ellos. Al leer se intenta salir del propio ambiente, y a los obreros les inspiran tanta curiosidad los príncipes como a los príncipes los obreros. Monsieur Barres dijo al principio de la guerra que el artista (Tiziano en aquel caso) debe, ante todo, servir a la gloria de su patria. Pero sólo puede servirla siendo artista, es decir, con la condición de que, en el momento en que estudia esas leyes, en que instituye esas experiencias y hace esos descubrimientos tan delicados como los de la ciencia, no piense en otra cosa —ni siquiera en la patria— que en la verdad que está ante él. No imitemos a los revolucionarios que por «civismo» despreciaban, si no las destruían, las obras de Watteau y de La Tour, pintores que honran más a Francia que todos los de la Revolución. No es quizá la anatomía lo que elegiría un corazón tierno, si se pudiera elegir. No fue la bondad de su corazón virtuoso, bondad que era muy grande, lo que hizo escribir a Choderlos de Lacios Les liaisons dangereuses, ni su inclinación a la burguesía, pequeña o grande, lo que hizo elegir a Flaubert como temas los de Madame Bovary y de L’éducation sentimentale. Algunos decían que el arte de una época de prisa sería breve, como los que predecían antes de la guerra que esta sería corta. De análoga manera, el ferrocarril mataría la contemplación, era inútil añorar el tiempo de las diligencias, pero el automóvil cumple su función y lleva de nuevo a los turistas hacia las iglesias abandonadas.

Una imagen ofrecida por la vida nos traía en realidad, en ese momento, sensaciones múltiples y diferentes. Por ejemplo, la vista de la cubierta de un libro ya leído ha tejido en los caracteres de su título los rayos de luna de una lejana noche de verano. El gusto del café con leche matinal nos trae esa vaga esperanza de un buen tiempo que tantas veces nos sonriera antaño, en la clara incertidumbre del amanecer, mientras lo tomábamos en un tazón de porcelana blanca, cremosa y plisada que parecía leche endurecida, cuando el día estaba aún intacto y entero. Una hora no es sólo una hora, es un vaso lleno de perfumes, de sonidos, de proyectos y de climas. Lo que llamamos la realidad es cierta relación entre esas sensaciones y esos recuerdos que nos circundan simultáneamente —relación que suprime una simple visión cinematográfica, la cual se aleja así de lo verdadero cuanto más pretende aferrarse a ello—, relación única que el escritor debe encontrar para encadenar para siempre en su frase los dos términos diferentes. Se puede hacer que se sucedan indefinidamente en una descripción los objetos que figuraban en el lugar descrito, pero la verdad sólo empezará en el momento en que el escritor tome dos objetos diferentes, establezca su relación, análoga en el mundo del arte a la que es la relación única de la ley causal en el mundo de la ciencia, y los encierre en los anillos necesarios de un bello estilo; incluso, como la vida, cuando, adscribiendo una calidad común a dos sensaciones, aísle su esencia común reuniendo una y otra, para sustraerlas a las contingencias del tiempo, en una metáfora. ¿No me había puesto la naturaleza misma, en este aspecto, en la vía del arte? ¿No era ella misma comienzo de arte, ella que, muchas veces, sólo me había permitido conocer la belleza de una cosa en otra, el mediodía en Combray en el son de sus campanas, las mañanas de Doncieres sólo en el hipo de nuestro calorífero de agua? Puede que la relación sea poco interesante, mediocres los objetos, malo el estilo, pero mientras no hay esto no hay nada.

Pero había más. Si la realidad era esa especie de desecho de la experiencia, más o menos idéntico para cada uno, porque cuando decimos: un tiempo malo, una guerra, una estación de carruajes, un restaurante iluminado, un jardín florido, todo el mundo sabe lo que queremos decir; si la realidad fuera esto, seguramente bastaría una especie de film cinematográfico de esas cosas y el «estilo», la «literatura» que se apartaban de sus simples datos serían un hors-d’oeuvre artificial. Pero ¿de verdad sería esto la realidad? Si yo intentaba entender lo que ocurre realmente cuando una cosa nos produce cierta impresión —sea como aquel día en que, al pasar por el puente del Vivonne, la sombra de una nube sobre el agua me hizo gritar: «¡Vaya por Dios!», saltando de alegría; sea que al escuchar una frase de Bergotte sólo viera de mi impresión esto, que no le corresponde especialmente: «Es admirable»; sea que Bloch, irritado por un mal proceder, pronunciara estas palabras que no correspondían en absoluto a una aventura tan vulgar: «Después de todo, ese modo de obrar me parece fffantástico»; sea que yo, halagado por ser bien recibido en casa de los Guermantes y, además, un poco ebrio por sus vinos, no pudiera menos de decir a media voz, solo, al dejarlos: «La verdad es que son unas personas exquisitas con las que sería delicioso pasar la vida»—, me daba cuenta de que ese libro esencial, el único libro verdadero, un gran escritor no tiene que inventarlo en el sentido corriente, porque existe ya en cada uno de nosotros, no tiene más que traducirlo. El deber y el trabajo de un escritor son el deber y el trabajo de un traductor.

Ahora bien, así como cuando se trata del lenguaje inexacto del amor propio, por ejemplo, enderezar el oblicuo discurso interior (que se va alejando cada vez más de la impresión primera y central) hasta que se confunde con la recta que debió partir de la impresión, este enderezamiento resulta cosa ardua a la que se resiste nuestra pereza, hay otros casos, por ejemplo cuando se trata del amor, en que ese mismo enderezamiento resulta doloroso. Todas nuestras fingidas indiferencias, toda nuestra indignación contra sus mentiras tan naturales, tan semejantes a las que nosotros mismos practicamos, en una palabra, todo lo que, cada vez que nos sentimos desgraciados o traicionados, no dejamos no sólo de decir al ser amado, sino incluso, mientras llegamos a verle, de decirnos inacabablemente a nosotros mismos, a veces en alta voz en el silencio de nuestra habitación turbado por algunos: «No, la verdad es que esos procedimientos son intolerables», y: «He querido recibirte por última vez y no negaré que me da pena»; volver, en fin, todo esto a la verdad sentida de la que tanto se había apartado, es abolir todo aquello que más nos interesaba, lo que, a solas con nosotros mismos, en esos proyectos febriles de letras y de gestiones, ha constituido nuestra conversación apasionada con nosotros mismos.

Incluso en los goces artísticos, que se buscan, sin embargo, por la impresión que producen, nos las arreglamos lo más pronto posible para prescindir, por inexpresable, de lo que es precisamente esa impresión misma y para dedicarnos a lo que nos permite sentir el goce sin conocerlo hasta el fondo y creer comunicarlo a otros gustadores con quienes será posible la conversación, porque les hablaremos de una cosa que es la misma para ellos y para nosotros, ya que se ha suprimido la raíz personal de nuestra propia impresión. En los momentos mismos en que somos los espectadores más desinteresados de la naturaleza, de la sociedad, del amor, del arte mismo, como toda impresión es doble, medio envainada en el objeto, prolongada en nosotros mismos por otra mitad que sólo nosotros podríamos conocer, nos apresuramos a prescindir de esta, es decir, de la única a la que debiéramos ser fieles, y sólo tenemos en cuenta la otra mitad, que, no pudiendo profundizar en ella, porque es exterior, no nos producirá ninguna fatiga: el pequeño surco que la vista de un majuelo o de una iglesia abrió en nosotros nos parece demasiado difícil intentar percibirlo. Pero volvemos a tocar la sinfonía, tornamos a ver la iglesia hasta que —en esa huida lejos de nuestra propia vida a la que no tenemos el valor de mirar, y que se llama erudición— las conocemos tan bien, de la misma manera que el sabio entendido en música o en arqueología. ¡Y cuántos se quedan en esto, cuántos que no extraen nada de su impresión envejecen inútiles e insatisfechos, como solterones del Arte! Tienen la insatisfacción que sufren los vírgenes y los perezosos, y que la infecundidad o el trabajo curarían. Son más exaltados en cuanto alas obras de arte que los verdaderos artistas, pues como su exaltación no es para ellos objeto de una dura labor de profundización, se expande exteriormente, enardece sus conversaciones, enrojece su rostro; creen realizar un acto vociferando hasta quedarse afónicos: «Bravo, bravo», después de la ejecución de una obra que les gusta. Pero estas manifestaciones no les mueven a dilucidar la naturaleza de su amor, no la conocen. Sin embargo, este amor, inutilizado, refluye hasta en sus conversaciones más sosegadas, les hace hacer grandes gestos, muecas, movimientos de cabeza cuando hablan de arte. «He estado en un concierto donde tocaban una.[34] Confesaré que esto no me entusiasmaba. Se empieza el quatuor. ¡Ah!, pero ¡caramba!, esto es otra cosa (en este momento la cara del aficionado expresa una inquietud ansiosa, como si pensara: “Pero veo chispas, huele a quemado, hay fuego”). Demonio, lo que estoy oyendo es exasperante, está mal escrito, le deja a uno patidifuso, no lo hace cualquiera». Y, por risibles que sean, no son del todo desdeñables. Son los primeros ensayos de la naturaleza que quiere crear al artista, unos ensayos tan informes, tan poco viables como aquellos primeros animales que precedieron a las especies actuales y que no estaban hechos para durar. Esos aficionados versátiles y estériles deben de conmovernos como aquellos primeros aparatos que no pudieron despegar del suelo pero en los que residía, todavía no el medio secreto y que estaba por descubrir, pero sí el deseo del vuelo.

«Y, amiguito —añade el aficionado cogiéndonos por el brazo—, es la octava vez que lo oigo y le juro que no será la última». Y, en efecto, como no asimilan lo que en el arte es verdaderamente nutritivo, adolecidos de una bulimia insaciable, necesitan constantemente goces artísticos. Van, pues, a aplaudir mucho tiempo seguido la misma obra, creyendo además que su presencia cumple un deber, un acto, como otras personas creen que lo cumple la suya en una sesión de consejo de administración, en un entierro. Después vienen otras obras distintas y aun opuestas, sea en literatura, en pintura o en música. Pues la facultad de lanzar ideas, sistemas y, sobre todo, de asimilarlos ha sido siempre mucho más frecuente, aun en los que producen, que el verdadero gusto, pero adquiere una extensión más considerable desde que se han multiplicado las revistas, los periódicos literarios (y con ellos las falsas vocaciones de escritores y de artistas). Por eso, a la mayor parte de la juventud, a la más inteligente, a la más desinteresada, no le interesa más que las obras que tienen un alto alcance moral y sociológico, hasta religioso. Imaginan que ese es el criterio del valor de una obra, renovando así el error de los David, de los Chenavard, de los Brunetiere, etc. A Bergotte, cuyas más bonitas frases exigían en realidad un repliegue sobre sí mismo mucho más profundo, se preferían otros escritores que parecían más profundos simplemente porque escribían menos bien. La complicación de su escritura era sólo para gente del gran mundo, decían unos demócratas que hacían así a la gente del gran mundo un honor inmerecido. Pero cuando la inteligencia razonadora quiere meterse a juzgar obras de arte, ya no hay nada seguro, nada cierto: se puede demostrar todo lo que se quiera. Cuando la realidad del talento es un bien, una adquisición universal, cuya presencia se debe comprobar ante todo bajo las modas aparentes del pensamiento y del estilo, en estas se fija la crítica para clasificar a los autores. Consagra como profeta por su tono perentorio, por el desprecio que ostenta por la escuela que le ha precedido, a un escritor que no aporta ningún mensaje nuevo. Esta constante aberración de la crítica es tal que un escritor debería casi preferir ser juzgado por el gran público (si este no fuera incapaz de darse cuenta ni siquiera de lo que un artista ha intentado en un orden de investigaciones que le es desconocido). Pues hay más analogía entre la vida instintiva del público y el talento de un gran escritor, que no es más que un instinto religiosamente escuchado en medio del silencio impuesto a todo lo demás, un instinto perfeccionado y comprendido, que con la palabrería superficial y los criterios cambiantes de los jueces oficiales. Su logomaquia se renueva cada diez años (pues el caleidoscopio no lo componen solamente los grupos mundanos, sino las ideas sociales, políticas, religiosas, que toman una amplitud momentánea gracias a su refracción en extensas masas, pero, a pesar de esto, permanecen en la corta vida de las ideas cuya novedad no ha podido seducir más que a unas mentes poco exigentes en cuestión de pruebas). Así se habían sucedido los partidos y las escuelas, adhiriéndose siempre a ellos los mismos cerebros, hombres de una inteligencia relativa, siempre inclinados a los entusiasmos de los que se abstienen otras mentes más escrupulosas y más difíciles en cuestión de pruebas. Desgraciadamente, y por lo mismo que los otros no son más que semiinteligencias, necesitan completarse en la acción y por eso actúan más que las mentes superiores, atraen a la multitud y crean en torno suyo no sólo las famas desorbitadas y los desdenes injustificados, sino las guerras civiles y las guerras exteriores, que un poco de autocrítica port-royalista debería evitar.

Y en cuanto al goce que a una mente perfectamente justa, a un corazón verdaderamente vivo da el bello pensamiento de un maestro, es sin duda un goce enteramente sano, pero, por valiosos que sean los hombres que lo sienten verdaderamente (¿cuántos hay en veinte años?), los reduce de todos modos a no ser más que la plena conciencia de otro. Si un hombre ha hecho todo lo posible porque le ame una mujer que le hubiera hecho inevitablemente desgraciado, y, a pesar de sus esfuerzos insistentes durante años, no ha logrado obtener una cita de esa mujer, en lugar de procurar expresar sus sufrimientos y el peligro del que se ha librado, relee constantemente, poniendo en él «un millón de palabras» y los recuerdos más emocionantes de su propia vida, este pensamiento de La Bruyere: «Con frecuencia los hombres quieren amar y no lo consiguen, buscan su derrota y no pueden lograrla, y, si se me permite decirlo así, se ven obligados a seguir siendo libres». Sea o no este el sentido que tuvo este pensamiento para quien lo escribió (para que lo tuviera, y sería más bello, debería decir «ser amados» en lugar de «amar»), lo cierto es que en él este literato sensible lo vivifica, lo llena de significado hasta hacerlo estallar, no puede repetirlo sin rebosar alegría: tan verdadero y bello le parece, pero a pesar de todo no le ha añadido nada y sigue siendo solamente el pensamiento de La Bruyere.

¿Qué valor puede tener la literatura de notas, si la realidad está contenida en pequeñas cosas como las que anota (la grandeza en el ruido remoto de un aeroplano, en el perfil del campanario de San Hilario, el pasado en el sabor de una magdalena, etc.) y carecen de significado por sí mismas si no lo deducimos de ellas? Lo que constituía para nosotros nuestro pensamiento, nuestra vida, la realidad, es la cadena de todas esas expresiones inexactas, conservada por la memoria, donde, poco a poco, no va quedando nada de lo que realmente hemos sentido, y esa mentira no haría más que reproducir un arte que llaman «vivido», simple como la vida, sin belleza, doble empleo tan aburrido y tan vano de lo que nuestros ojos ven y de lo que nuestra inteligencia comprueba que nos preguntamos dónde encuentra el que se entrega a ello la chispa gozosa y motriz, capaz de ponerle en movimiento y de hacerle adelantar en su tarea. En cambio, la grandeza del arte verdadero, del que monsieur de Norpois hubiera llamado un juego de dilettante, estaba en volver a encontrar, en captar de nuevo, en hacernos conocer esa realidad lejos de la cual vivimos, de la que nos apartamos cada vez más a medida que va tomando más espesor y más impermeabilidad el conocimiento convencional con que sustituimos esa realidad que es muy posible que muramos sin haberla conocido, y que es ni más ni menos que nuestra vida. La verdadera vida, la vida al fin descubierta y dilucidada, la única vida, por lo tanto, realmente vivida es la literatura; esa vida que, en cierto sentido, habita a cada instante en todos los hombres tanto como en el artista. Pero no la ven, porque no intentan esclarecerla. Y por eso su pasado está lleno de innumerables clichés que permanecen inútiles porque la inteligencia no los ha «desarrollado». Nuestra vida es también la vida de los demás; pues, para el escritor, el estilo es como el color para el pintor, una cuestión no de técnica, sino de visión. Es la revelación, que sería imposible por medios directos y conscientes, de la diferencia cualitativa que hay en la manera como se nos presenta el mundo, diferencia que, si no existiera el arte, sería el secreto eterno de cada uno. Sólo mediante el arte podemos salir de nosotros mismos, saber lo que ve otro de ese universo que no es el mismo que el nuestro, y cuyos paisajes nos serían tan desconocidos como los que pueda haber en la luna. Gracias al arte, en vez de ver un solo mundo, el nuestro, lo vemos multiplicarse, y tenemos a nuestra disposición tantos mundos como artistas originales hay, unos mundos más diferentes unos de otros que los que giran en el infinito y, muchos siglos después de haberse apagado la lumbre de que procedía, llamárase Rembrandt o Ver Meer, nos envía aún su rayo especial.

Ese trabajo del artista, ese trabajo de intentar ver bajo la materia, bajo la experiencia, bajo las palabras, algo diferente, es exactamente el trabajo inverso del que cada minuto, cuando vivimos apartados de nosotros mismos, el amor propio, la pasión, la inteligencia y también la costumbre, realizan en nosotros cuando amontonan encima de nuestras impresiones verdaderas, para ocultárnoslas enteramente, las nomenclaturas, los fines prácticos que llamamos falsamente la vida. En suma, ese arte tan complicado es precisamente el único arte vivo. Sólo él expresa para los demás y nos hace ver a nosotros mismos nuestra propia vida, esa vida que no se puede «observar», esa vida cuyas apariencias que se observan requieren ser traducidas y muchas veces leídas al revés y penosamente descifradas. Ese trabajo que hizo nuestro amor propio, nuestra pasión, nuestro espíritu de imitación, nuestra inteligencia abstracta, nuestros hábitos, es el trabajo que el arte deshará, es la marcha que nos hará seguir, en sentido contrario, el retorno a las profundidades donde yace, desconocido por nosotros, lo que realmente ha existido. Y era sin duda una gran tentación recrear la verdadera vida, rejuvenecer las impresiones. Pero hacía falta valor de todo género, hasta sentimental. Pues era, ante todo, renunciar a las más caras ilusiones, dejar de creer en la objetividad de lo que uno mismo ha elaborado, y, en lugar de recrearse por centésima vez en esas palabras: «Era muy simpática», leer al través: «Me gustaba mucho besarla». Cierto que lo que yo sentí en aquellas horas de amor lo sienten también todos los hombres. Se siente, pero lo que se ha sentido es como ciertos clichés en los que, mientras no se les acerca a una lámpara, no se ve más que negro, y que también hay que mirar al revés: no se sabe lo que es mientras no se acerca a la inteligencia. Sólo entonces, cuando la inteligencia la ilumina, cuando la intelectualiza, se distingue, y con cuánto trabajo, la figura de lo que se ha sentido.

Pero también me daba cuenta de que ese sufrimiento de que nuestro amor no corresponda al ser que lo inspira —sufrimiento que yo conocí primero con Gilberta— es saludable, accesoriamente como medio (pues, a poco que haya de durar nuestra vida, sólo mientras sufrimos nuestros pensamientos, en cierto modo agitados por movimientos perpetuos y cambiantes, hacen subir, como una tempestad, a un nivel desde donde podemos verla, toda esa inmensidad regida por leyes que, asomados a una ventana mal situada, no hemos visto, pues la calma de la felicidad la deja llana y en un nivel demasiado bajo; quizá sólo para los grandes genios existe constantemente ese movimiento sin necesidad, para ellos, de las agitaciones del dolor, y ni siquiera es seguro que, cuando contemplamos el amplio y regular desarrollo de sus obras gozosas, no nos inclinemos demasiado a suponer, por el gozo de la obra, el gozo de la vida, que quizá ha sido, por el contrario, constantemente dolorosa), pero principalmente porque, si nuestro amor no es solamente el amor a una Gilberta (lo que tanto nos hace sufrir), no porque sea también el amor a una Albertina, sino porque es una porción de nuestra alma, más duradera que los diversos yos que mueren sucesivamente en nosotros y que, egoístamente, quisieran retenerlo, y que, por mucho mal que nos cause (un mal inútil por lo demás), debe separarse de los seres para restituir su generalidad y dar ese amor, la comprensión de ese amor, a todos, al espíritu universal y no a esta y después a aquella en las que quisieran fundirse este y aquel de los que sucesivamente hemos sido.

Tenía que restituir su sentido a los menores signos que me rodeaban (Guermantes, Albertina, Gilberta, Saint-Loup, Balbec, etc.), el sentido que la costumbre les había hecho perder para mí. Y cuando hayamos llegado a la realidad, para expresarla, para conservarla, apartaremos lo que es diferente de ella y que la velocidad adquirida del hábito no deja de traernos. Yo apartaría más que nada esas palabras que los labios, más que el espíritu, eligen, esas palabras llenas de humor, como se dice en la conversación, y que después de una larga conversación con los demás seguimos dirigiéndonos ficticiamente a nosotros mismos y nos llenan el pensamiento de mentiras, esas palabras sólo físicas que, en el escritor que se rebaja a transcribirlas, van unidas a la sonrisita, a la pequeña mueca que altera a cada momento, por ejemplo, la frase hablada de un Sainte-Beuve, mientras que los verdaderos libros deben ser hijos no de la plena luz y de la charla, sino de la oscuridad y del silencio. Y como el arte reconstruye exactamente la vida, en torno a unas verdades halladas en sí mismo flotará siempre una atmósfera de poesía, la dulzura de un misterio que no es más que el vestigio de la penumbra que hemos tenido que atravesar, la indicación, marcada exactamente como por un altímetro, de la profundidad de una obra. (Pues esta profundidad no es inherente a ciertos temas, como creen unos novelistas materialistamente espiritualistas porque no pueden descender más allá del mundo de las apariencias y cuyas nobles intenciones, semejantes a esas virtuosas tiradas habituales en ciertas personas incapaces del más pequeño acto de bondad, no deben impedirnos observar que ni siquiera han tenido la fuerza de espíritu de desprenderse de todas las superficialidades de forma adquiridas por imitación).

En cuanto a las verdades que la inteligencia —hasta de los más esclarecidos cerebros— recoge delante de sus narices, en plena luz, su valor puede ser muy grande; pero tienen unos contornos muy secos y son planas, carecen de profundidad porque, para llegar a ellas, no ha habido que franquear profundidades, porque no han sido recreadas. Muchas veces algunos escritores, en el fondo de los cuales no aparecen ya esas verdades misteriosas, a partir de cierta edad no escriben más que con su inteligencia, que ha adquirido cada vez más fuerza; debido a esto, los libros de su edad madura tienen más fuerza que los de su juventud, pero no tienen ya el mismo aterciopelado.

Sin embargo, yo notaba que esas verdades que la inteligencia saca directamente de la realidad no son del todo desdeñables pues podrían encajar en una materia menos pura pero todavía penetrada de espíritu, esas impresiones que nos trae fuera del tiempo la esencia común a las sensaciones del pasado y del presente, pero que, más preciosas, son también demasiado raras para poder componer sólo con días la obra de arte. Yo sentía aglomerarse en mí, capaces de ser utilizadas para esto, multitud de verdades relativas a las pasiones[35], a los caracteres, a las costumbres. Su percepción me causaba alegría, pero me parecía recordar que, más de una, la había descubierto en el dolor, otras en goces muy mediocres. Entonces surgió en mí una nueva luz, menos resplandeciente sin duda que la que me había hecho percibir que la obra de arte era el único medio de recobrar el Tiempo perdido. Y comprendí que todos esos materiales de la obra literaria eran mi vida pasada; comprendí que vinieron a mí, en los placeres frívolos, en la pereza, en la ternura, en el dolor, almacenados por mí, sin que yo adivinase su destino, ni su supervivencia, como no adivina el grano poniendo en reserva los alimentos que nutrirán a la planta. Lo mismo que el grano, podría yo morir cuando la planta se desarrollara, y resultaba que había vivido para ella sin saberlo, sin que me pareciera que mi vida debía entrar nunca en contacto con los libros que yo hubiera querido escribir y para los cuales, cuando en otro tiempo me sentaba a la mesa, no encontraba tema. De suerte que, hasta aquel día, toda mi vida habría podido y no hubiera podido resumirse en este título: Una vocación. No habría podido resumirse así porque la literatura no había desempeñado papel alguno en mi vida. Habría podido resumirse así porque esta vida, los recuerdos de sus tristezas, de sus goces formaban una reserva semejante a ese albumen que se aloja en el óvulo de las plantas y del que este saca su alimento para transformarse en grano, en ese tiempo en que todavía se ignora que se desarrolla el embrión de una planta, el cual es, sin embargo, lugar de fenómenos químicos y respiratorios secretos pero muy activos. Mi vida estaba así en relación con lo que traería su maduración.

En esta materia, las mismas comparaciones, que son falsas si se parte de ellas, pueden ser verdaderas si se llega a ellas. El literato envidia al pintor, le gustaría tomar croquis, notas, y si lo hace está perdido. Pero cuando escribe, no hay gesto de sus personajes, no hay tic, no hay acento que la memoria no le traiga a la inspiración; no hay nombre de personaje inventado bajo el cual no pueda poner sesenta nombres de personajes vistos, uno de los cuales ha servido de modelo para la mueca, otro para el monóculo, este para la cólera, aquel para el movimiento elegante del brazo, etc. Y entonces el escritor se da cuenta de que si su sueño de ser un pintor no era realizable de manera consciente y voluntaria, resulta, sin embargo, que se ha realizado y que el escritor ha hecho, también él sin saberlo, su cuaderno de croquis. Pues, movido por el instinto que llevaba en sí, el escritor, mucho antes de que creyera llegar a serlo un día, omitía regularmente mirar tantas cosas que los demás observaban, por lo que los demás le acusaban de distracción y él mismo se acusaba de no saber ni escuchar ni ver, pero durante ese tiempo ordenaba a sus ojos y a sus oídos retener para siempre lo que a los demás les parecía naderías pueriles, el acento con que, hace ya muchos años, fue dicha una frase y la expresión de semblante y el movimiento de hombros que hizo en cierto momento una persona de la que quizá no sabe nada más, y ello porque aquel acento lo había oído ya, o sentía que podría volver a oírlo, que era algo repetible, duradero; es el sentimiento de lo general lo que, en el escritor futuro, elige él mismo lo que es general y podrá entrar en la obra de arte. Pues sólo ha escuchado a los demás cuando, por tontos o por locos que sean, al repetir como loros lo que dicen personas de carácter semejante, se han constituido así en pájaros profetas, en portavoces de una ley psicológica. Sólo recuerda lo general. La vida de los demás estaba representada en él por determinados acentos, por determinados gestos fisonómicos, aunque los hubiera visto en la más lejana infancia, y cuando, pasado el tiempo, se pusiera a escribir, compondría[36] por un movimiento de hombros común a muchos, verdadero como si estuviera dibujado en el cuaderno de un anatomista, pero aquí para expresar una verdad psicológica y acoplando sobre sus hombros un movimiento de cuello hecho por otro habiendo aportado así cada uno su momento de pose[36a].

Los seres más torpes, con sus gestos, sus palabras, sus sentimientos involuntariamente expresados, manifiestan leyes que no perciben, pero que el artista sorprende en ellos. Debido a este género de observaciones el vulgo cree perverso al escritor, y se equivoca, pues el artista ve en una cosa ridícula una bella generalidad, y se la atribuye a la persona observada sin mala intención, de la misma manera que el cirujano no la despreciaría por padecer un trastorno bastante frecuente de la circulación. Por eso se burlaría menos que nadie de los aspectos ridículos. Desgraciadamente es más desdichado que perverso: cuando se trata de sus propias pasiones, sin dejar de conocer igualmente bien la generalidad, se desentiende menos fácilmente de los sufrimientos personales que causan. Cuando un insolente nos insulta, seguramente preferiríamos que nos alabara, y sobre todo, cuando una mujer nos traiciona, ¡qué no daríamos porque no fuera así! Mas el resentimiento de la afrenta, los dolores del abandono serían entonces las tierras que nunca conoceríamos y cuyo descubrimiento, por penoso que le sea al hombre, resulta precioso para el artista. Por eso figuran en su obra, a pesar de él, a pesar de ellos, los malos y los ingratos. El panfletario asocia involuntariamente a su gloria a la canalla que anatematiza. En toda obra de arte se puede reconocer a las personas que más ha odiado el artista y también, ¡ay!, a las que más ha amado. Esas personas no han hecho más que servir de modelos para el escritor en el momento mismo en que, bien a pesar de este, más le hacían sufrir. Cuando yo amaba a Albertina, me daba muy bien cuenta de que ella no me amaba, y me vi obligado a resignarme a que me hiciera solamente conocer lo que es sentir dolor, amor y hasta, al principio, felicidad.

Y cuando intentamos extraer lo general de nuestro dolor, escribir sobre ello, quizá nos consuela un poco otra razón además de todas las que doy aquí, y es que pensar de una manera general, que escribir, es para el escritor una función sana y necesaria cuya realización le hace dichoso, como a los hombres físicos les hace dichosos el ejercicio, el sudor, el baño. A decir verdad, yo me rebelaba un poco contra esto. Por más que creyera que la verdad suprema de la vida está en el arte, por más que, por otra parte, no fuera capaz del esfuerzo de recuerdo que hubiera necesitado, tanto para seguir amando a Albertina como para seguir llorando a mi abuela, me preguntaba si, después de todo, una obra de arte de la que ellas no tuvieran consciencia sería para ellas, para el destino de aquellas pobres muertas, una realización. ¡Mi abuela, a la que, con tanta indiferencia, vi agonizar y morir cerca de mí! ¡Oh, si, en expiación, pudiera yo, terminada mi obra, sufrir largas horas antes de morir, herido sin remedio, abandonado de todos! Por otra parte, sentía una infinita compasión hasta de los seres menos queridos, hasta de los indiferentes, y de tantos destinos cuyo sufrimiento, y hasta, simplemente, cuyos aspectos ridículos, mi pensamiento, al intentar comprenderlos, había, en suma, utilizado. Todos aquellos seres que me habían revelado verdades y que ya no existían me parecía que habían vivido una vida que sólo a mí había beneficiado, me parecía como si hubieran muerto por mí. Me era triste pensar que mi amor, al que tanto me aferré, estaría en mi libro tan desprendido de un ser determinado que diversos lectores lo aplicarían exactamente a lo que ellos sintieron por otras mujeres. Pero ¿debía escandalizarme por esta infidelidad póstuma y porque este y el otro pudieran poner otras mujeres como objeto de mis sentimientos, cuando esta infidelidad, esta división del amor entre varios seres, había comenzado en vida mía e incluso antes de que yo escribiese? Bien había sufrido yo sucesivamente por Gilberta, por madame de Guermantes, por Albertina. Sucesivamente también, las había olvidado, y sólo fue duradero mi amor dedicado a diferentes seres. La profanación de uno de mis recuerdos por lectores desconocidos la había consumado yo mismo antes que ellos. No estaba lejos de causarme horror a mí mismo, como se lo causaría a sí mismo algún partido nacionalista en cuyo nombre se prosiguieran hostilidades y que fuera el único beneficiario de una guerra en la que sufrieran y sucumbieran tantas nobles víctimas sin siquiera saber el resultado de la lucha (lo que, para mi abuela al menos, habría sido tan gran recompensa). Y mi único consuelo de que ella no supiera que al fin me ponía a trabajar era que (tal es el lote de los muertos), si no podía gozar de mi progreso, había dejado desde hacía mucho tiempo de darse cuenta de mi inacción, de mi vida frustrada, que tanto le había hecho sufrir. Y seguramente no era sólo mi abuela, no era sólo Albertina, sino también otros muchos de los que pude asimilar una palabra, una mirada, pero de los que, en tanto que criaturas individuales, ya no me acordaba; un libro es un gran cementerio con una mayoría de tumbas en las que no se pueden ya leer los nombres borrados. En cambio, a veces, recordamos muy bien el nombre, pero sin saber si sobrevive en estas páginas algo de la persona que lo llevó. Aquella muchacha de pupilas profundamente hundidas, de voz despaciosa, ¿está aquí? Y si, en efecto, reposa aquí, ¿en qué parte? Ya no se sabe, y ¿cómo encontrar bajo las flores? Pero puesto que vivimos lejos de los seres individuales, puesto que nuestros sentimientos más fuertes, como lo fue mi amor a mi abuela, a Albertina, pasados unos años ya no los conocemos, porque no son para nosotros más que una palabra incomprendida, porque podemos hablar de esos muertos con las personas de la sociedad donde todavía nos complacemos en estar aunque lo que amamos ha muerto, entonces, si hay un medio para enseñarnos a comprender esas palabras olvidadas, ¿no debemos emplear ese medio, aunque para ello haya que transcribirlas primero a un lenguaje universal pero que, por lo menos, sea permanente, que haría de los que ya no son, en su esencia más verdadera, una adquisición perpetua para todas las almas? Más aún, si logramos explicar esa ley de la mutabilidad que ha tornado aquellas palabras tan ininteligibles para nosotros, ¿no se transforma nuestra mutilación en una fuerza nueva?

Por otra parte, la obra en la que han colaborado nuestras cuitas puede ser interpretada para nuestro futuro a la vez como un signo nefasto de sufrimiento y como un signo venturoso de consuelo. En efecto, si dicen que los amores, las cuitas del poeta le han servido, le han ayudado a construir su obra, si las desconocidas que menos lo sospechaban, una por una maldad, otra por una burla, aportaron cada una su piedra para edificar el monumento que ellas no verán, no se piensa bastante que la vida del escritor no termina con esta obra, que la misma naturaleza que le ha hecho sufrir tales dolores, dolores que han entrado en su obra, esa naturaleza seguirá viviendo una vez terminada la obra, le hará amar a otras mujeres en condiciones que serían semejantes si no las desviara ligeramente todo lo que el tiempo modifica en las circunstancias, en el sujeto mismo, en su apetito de amor y en su resistencia al dolor. En este primer aspecto, la obra debe ser considerada sólo como un amor desgraciado que presagia fatalmente otros y que hará que la vida se parezca a la obra, que el poeta casi no tenga ya necesidad de escribir: hasta tal punto podrá encontrar en lo que ha escrito la figura anticipada de lo que ocurrirá. Así, mi amor por Albertina, por diferente que fuese, estaba ya escrito en mi amor por Gilberta, en cuyos días felices oí a la tía de Albertina pronunciar por primera vez su nombre y hacer su retrato, sin sospechar que aquel germen insignificante se desarrollaría y se extendería un día a toda mi vida.

Pero, desde otro punto de vista, la obra es signo de felicidad, porque nos enseña que, en todo amor, lo general yace junto a lo particular, y a pasar de lo segundo a lo primero mediante una gimnasia que fortalece contra el dolor haciéndonos desdeñar su causa para profundizar su esencia. En efecto, como luego había de comprobarlo, hasta en el momento en que amamos y en que sufrimos, si la vocación se ha realizado al fin, en las horas en que trabajamos sentimos tan bien al ser que amamos disolverse en una realidad más grande, que llegamos a olvidarle por unos momentos y ya sólo sufrimos por su amor, mientras trabajamos, como sufriríamos de un mal puramente físico en el que nada tiene que ver al ser amado, como de una especie de enfermedad del corazón. Verdad es que esto es momentáneo y que, si el trabajo viene un poco más tarde, el efecto parece ser el contrario. Pues los seres que, por su maldad, por su nulidad, han llegado a pesar nuestro a destruir nuestras ilusiones, que han quedado reducidos a nada y separados de la quimera amorosa que nos habíamos forjado, si entonces nos ponemos a trabajar, nuestra alma los eleva de nuevo, los identifica, porque así lo exige el análisis de nosotros mismos, con seres que nos habrían amado, y en este caso la literatura recomienza el trabajo destruido de la ilusión amorosa y da una especie de supervivencia a unos sentimientos que ya no existían. Cierto que nos vemos obligados a revivir nuestro sufrimiento particular con el valor del médico que experimenta en sí mismo la peligrosa inyección. Pero, al mismo tiempo, tenemos que pensar en ella en una forma general que, hasta cierto punto, nos libra de su ataque, que hace a todos copartícipes de nuestra pena, y en la que hasta hay cierto goce. Allí donde la vida nos encierra, la inteligencia abre una salida, pues si un amor no compartido no tiene remedio, de la comprobación de un sufrimiento se sale, aunque sólo sea sacando las consecuencias que implica. La inteligencia no conoce esas situaciones cerradas de la vida sin salida.

Tenía, pues que resignarme —ya que nada puede durar si no es haciéndose general y muriendo el espíritu en sí mismo— a la idea de que hasta los seres que fueron más queridos por el escritor no hicieron a fin de cuentas más que posar para él como para los pintores.

A veces, cuando un fragmento doloroso se ha quedado en boceto, nos llega un nuevo cariño, un nuevo sufrimiento que nos permite terminarlo, darle cuerpo. En cuanto a estas grandes penas útiles, no podemos quejarnos demasiado, pues no faltan, no nos hacen esperar mucho tiempo[37]. De todos modos, hay que darse prisa a aprovecharlas, porque no duran mucho: o nos consolamos, o, si son demasiado fuertes, si el corazón no es ya muy resistente, morimos. Pues la felicidad sólo es saludable para el cuerpo, pero es el dolor el que desarrolla las fuerzas del espíritu. Por otra parte, aunque no nos descubriera cada vez una ley, no por eso sería menos indispensable para llevarnos cada vez a la verdad, para obligarnos a tomar las cosas en serio, arrancando cada vez las malas hierbas de la costumbre, del escepticismo, de la ligereza, de la indiferencia. Cierto que esta verdad, que no es compatible con la felicidad, con la salud, no lo es siempre con la vida. La pena acaba por matar. A cada pena más fuerte, sentimos una vena más que se abulta, que desarrolla su sinuosidad mortal a lo largo de nuestra sien, bajo nuestros ojos. Y así se van haciendo poco a poco esas terribles caras descompuestas, esas caras del viejo Rembrandt, del viejo Beethoven, de quienes todo el mundo se burlaba. Y las bolsas de los ojos y las arrugas de la frente no serían nada si no hubiera el sufrimiento del corazón. Pero como las fuerzas pueden transformarse en otras fuerzas, como el ardor que permanece se torna luz y la electricidad del rayo puede fotografiar, como nuestro sordo dolor de corazón puede levantar por encima de ella, a la manera de un pabellón, la permanencia visible de una imagen a cada nueva pena, aceptemos el daño físico que nos causa a cambio del conocimiento espiritual que nos aporta; dejemos que se disgregue nuestro cuerpo, puesto que cada nueva parcela que se desprende de él viene, esta vez luminosa y legible, a completarla a costa de sufrimientos que otros más dotados no necesitan, a hacerla más fuerte a medida que las emociones van desmenuzando nuestra vida, a sumarse a nuestra obra. Las ideas son sucedáneos de los dolores; desde el momento en que estos se transforman en ideas, pierden una parte de su acción nociva sobre nuestro corazón y hasta, en el primer momento, la transformación misma desprende súbitamente alegría. Sucedáneos, por otra parte, sólo en el orden del tiempo, pues, al parecer, el elemento primero es la Idea, y el dolor sólo el modo con que ciertas Ideas entran al principio en nosotros. Pero en el grupo de las Ideas hay varias familias; algunas son, en seguida, goces.

Estas reflexiones me hacían encontrar un sentido más fuerte y más exacto a la verdad que muchas veces he presentido, especialmente cuando madame de Cambremer se preguntaba cómo podía yo dejar por Albertina a un hombre notable como Elstir. Hasta en el aspecto intelectual notaba yo que se equivocaba, pero no sabía qué era lo que ella juzgaba erróneamente: eran las lecciones con que hacemos el aprendizaje de hombre de letras. En esto, el valor objetivo de las artes es poca cosa; lo que se trata de destacar, de sacar a la luz, son nuestros sentimientos, nuestras pasiones, es decir, las pasiones}los sentimientos de todos. Una mujer de la que tenemos necesidad, que nos hace sufrir, saca de nosotros una serie de sentimientos más profundos, más vitales que un hombre superior que nos interesa. Falta saber, según el plano en que vivimos, si una traición con la que nos ha hecho sufrir una mujer es poca cosa comparada con las verdades que esa traición nos ha descubierto y que la mujer satisfecha de haber hecho sufrir apenas podría comprender. En todo caso, esas traiciones no faltan. Un escritor puede ponerse sin miedo a un largo trabajo. Comienza la inteligencia su obra: en el transcurso del camino surgirán muchas penas que se encargarán de terminarla. En cuanto a la felicidad, apenas tiene más que una sola ventaja: hacer posible la desventura. Preciso es que, en la felicidad, nos formemos unos vínculos muy dulces y muy fuertes de confianza y de apego, para que su ruptura nos produzca ese desgarramiento tan precioso que se llama la desgracia. Si no se viviera la felicidad, aunque sólo fuese por la esperanza, las desventuras carecerían de crueldad y, por consiguiente, de fruto.

Y el escritor, más que el pintor, para lograr volumen y consistencia, generalidad, realidad literaria, así como necesita ver muchas iglesias para pintar una sola, necesita también muchos seres para un solo sentimiento. Pues si el arte es largo y la vida es corta, se puede decir, en cambio, que, si la inspiración es corta, los sentimientos que tiene que pintar no son mucho más largos[38]. Cuando la inspiración renace, cuando podemos reanudar el trabajo, la mujer que nos servía de modelo para un sentimiento ya no nos lo hace experimentar. Tenemos que seguir pintándolo de otra y si bien es una traición para la persona, literariamente, gracias a la similitud de nuestros sentimientos, por la cual una obra es a la vez el recuerdo de nuestros amores pasados y la profecía de nuestros amores nuevos, no hay gran inconveniente en esas sustituciones. Esta es una de las causas de la vanidad de los estudios en los que se intenta adivinar de quién habla un autor. Pues una obra, aunque sea de confesión directa, está por lo menos intercalada entre varios episodios de la vida del autor, los anteriores que la inspiraron, los posteriores que no se le parecen menos, ya que los amores siguientes son un calco de los anteriores. Pues no somos tan fieles como a nosotros mismos a la persona que más hemos amado, y, tarde o temprano, la olvidamos para poder volver a amar —puesto que es uno de los rasgos de nosotros mismos—. A lo sumo, la persona a quien tanto hemos amado ha añadido a este amor una forma particular que nos hará serle fiel hasta en la infidelidad. Con la mujer siguiente necesitaremos los mismos paseos de la mañana o acompañarla lo mismo por la noche, o darle cien veces más dinero de lo preciso. (Una cosa curiosa de esa circulación del dinero que damos a las mujeres, que por causa de esto nos hacen desgraciados, es decir, nos permiten escribir libros: casi se puede decir que las obras, como los pozos artesianos, suben tanto más alto cuanto más ahondó el dolor en el corazón). Estas sustituciones dan a la obra algo de desinteresado, de más general, que es también una lección austera de que no debemos apegarnos a los demás, de que no son los demás los que existen realmente y son, por lo tanto, capaces de expresión, sino las ideas. Y aun hay que darse prisa y no perder tiempo mientras tenemos a nuestra disposición esos modelos; pues los que nos sirven de modelo de la felicidad no suelen tener muchas sesiones que ofrecernos, ni, como pasa también, ¡ay!, tan de prisa, tampoco las que nos sirven de modelo del dolor. Por otra parte, aun cuando no nos ofrece, descubriéndonosla, la materia de nuestra obra nos es útil incitándonos a ella. La imaginación, el pensamiento pueden ser máquinas admirables en sí, pero pueden ser inertes. El sufrimiento las pone entonces en marcha. Y los seres que nos sirven de modelo para el dolor ¡nos conceden sesiones tan frecuentes, en ese taller al que sólo vamos en esos períodos y que está en el interior de nosotros mismos! Estos períodos son como una imagen de nuestra vida con sus diversos dolores. Pues también ellos los contienen diferentes, y en el momento en que creíamos que era tranquilo, uno nuevo. Uno nuevo en todos los sentidos de la palabra: quizá porque esas situaciones imprevistas nos obligan a entrar más profundamente en contacto con nosotros mismos, esos dilemas dolorosos que el amor nos plantea a cada instante nos instruyen, nos descubren sucesivamente la materia de que estamos hechos. Por eso cuando Francisca, al ver a Albertina entrar como un perro por todas las puertas abiertas en mi casa, desordenarlo todo, arruinarme, causarme tantos disgustos, me decía (pues en aquel momento yo había hecho ya algunos artículos y algunas traducciones): «¡Ah, si el señor, en lugar de esa chica que le hace perder todo el tiempo, tuviera un pequeño secretario bien instruido que arreglara todos los papelotes del señor!», quizá me equivocaba pensando que Francisca hablaba sensatamente. Albertina, haciéndome perder el tiempo, causándome pena, quizá me fue más útil, hasta desde el punto de vista literario, que un secretario que me arreglara los papelotes. Pero, de todos modos, cuando una persona está tan mal conformada (y acaso en la naturaleza esa persona es el hombre) que no puede amar sin sufrir y que tenga que sufrir para aprender verdades, la vida de un ser así acaba por ser muy aburrida. Los años buenos son los años perdidos, se espera un sufrimiento para trabajar. La idea del sufrimiento previo se asocia a la idea del trabajo, cada nueva obra da miedo pensando en los dolores que habrá que soportar para imaginarla. Y como se comprende que el sufrimiento es lo mejor que se puede encontrar en la vida, se piensa en la muerte sin miedo, casi como en una liberación.

Sin embargo, aunque esto me sublevaba un poco, había que tener en cuenta también que, en muchos casos, no hemos jugado con la vida, no hemos aprovechado los seres para los libros, sino todo lo contrario. Desgraciadamente, el caso de Werther, tan noble, no era mi caso. Sin creer ni por un momento en el amor de Albertina, veinte veces quise matarme por ella, por ella me arruiné, destruí mi salud. Cuando se trata de escribir, somos escrupulosos, miramos de muy cerca, rechazamos todo lo que no es verdad. Pero cuando se trata sólo de la vida nos arruinamos, enfermamos, nos matamos por mentiras. Verdad es que sólo de la ganga de esas mentiras podemos extraer (si ha pasado la edad de ser poeta) un poco de verdad. Las penas son servidores oscuros, detestados, contra los que luchamos, bajo cuyo imperio caemos cada vez más, servidores atroces, imposibles de sustituir y que por vías subterráneas, nos llevan a la verdad y a la muerte. ¡Dichosos aquellos que han encontrado la primera antes que la segunda y para los que, por próximas que deban estar una de otra, ha sonado la hora de la verdad antes que la hora de la muerte!

De mi vida pasada comprendí, además, que los menores episodios habían contribuido a darme la lección de idealismo de la que hoy iba a sacar provecho. Mis encuentros con monsieur de Charlus, ¿no me permitieron, incluso antes de que su germanofilia me diera la misma lección, mejor aún que mi amor por madame de Guermantes o por Albertina, que el amor de Saint-Loup por Raquel, convencerme de hasta qué punto es indiferente la materia y de que el pensamiento puede poner en ella todo, verdad esta que el fenómeno tan mal comprendido, tan inútilmente censurado, de la inversión sexual agranda más aún que él, ya tan instructivo, del amor? Este nos muestra la belleza que abandona a la mujer que ya no amamos y que viene a residir en el rostro que a los demás les parecería feísimo, que a nosotros mismos hubiera podido, podrá un día desagradarnos; pero es más sorprendente aún verla, en pleno goce de los homenajes de un gran señor que abandona en seguida a una bella princesa, emigrar bajo la gorra de un cobrador de ómnibus. Mi sobrecogimiento cada vez que viera en los Champs-Elysées, en la calle, en la playa, el rostro de Gilberta, de madame de Guermantes, de Albertina, ¿no demostraba cómo un recuerdo sólo se prolonga en una dirección divergente de la impresión con la que coincidió primero y de la que se aleja cada vez más?

El escritor no debe asustarse de que el invertido dé a sus heroínas un rostro masculino. Sólo esta particularidad un poco aberrante permite al invertido dar luego a lo que lee toda su generalización. Racine se vio obligado, para darle después todo su valor universal, a convertir por un momento a la Fedra antigua en una jansenista. De la misma manera, si monsieur de Charlus no hubiera dado a la «infiel» por la que Musset llora en La nuit d’Octobre o en Le souvenir el rostro de Morel, no habría ni llorado ni comprendido, porque sólo por esta vía, estrecha y desviada, tenía acceso a las verdades del amor. Sólo por una costumbre sacada del lenguaje insincero de los prólogos y de las dedicatorias dice el escritor: «Lector mío». En realidad, cada lector es, cuando lee, el propio lector de sí mismo. La obra del escritor no es más que una especie de instrumento óptico que ofrece al lector para permitirle discernir lo que, sin ese libro, no hubiera podido ver en sí mismo. El reconocimiento en sí mismo, por el lector, de lo que el libro dice es la prueba de la verdad de este, y viceversa, al menos hasta cierto punto, porque la diferencia entre los dos textos se puede atribuir, en muchos casos, no al autor, sino al lector. Además, el libro puede ser demasiado sabio, demasiado oscuro para el lector sencillo y no ofrecerle más que un cristal borroso con el que no podrá leer. Pero otras particularidades (como la inversión) pueden hacer que el lector tenga que leer de cierta manera para leer bien; el autor no tiene por qué ofenderse, sino que, por el contrario, debe dejar la mayor libertad al lector diciéndole: «Mire usted mismo si ve mejor con este cristal, con este otro, con aquel».

Si siempre me interesaron tanto los sueños que tenemos durmiendo, ¿no es porque, compensando la duración con la potencia, nos ayudan a comprender mejor lo que el amor, por ejemplo, tiene de subjetivo por el simple hecho de que realizan —pero con una rapidez prodigiosa— lo que se llamaría vulgarmente meternos una mujer en el pellejo, hasta hacernos amar apasionadamente durante un sueño de unos minutos a una fea, lo que en la vida real habría exigido años de costumbre, de trato, y como si fueran inyecciones intravenosas de amor, inventadas por algún doctor milagroso, como pudieran serlo también de sufrimiento? Con la misma rapidez se disipa la sugestión amorosa que nos han inculcado, y a veces no solamente la enamorada nocturna ha dejado de ser para nosotros como era y se ha tornado en la fea bien conocida, sino que se disipa también algo más precioso, todo un cuadro encantador de sentimientos de ternura, de voluptuosidad, de añoranzas vagamente insinuadas, todo un embarque para Citeres de la pasión de la que querríamos conservar, para el estado de vigilia, los matices de una verdad deliciosa, pero que se borra como un cuadro demasiado empalidecido cuyo color no se puede reconstituir. Y quizá el Sueño me había fascinado también por el formidable juego que hace con el Tiempo. ¿No había visto yo muchas veces en una noche, en un minuto de una noche, tiempos muy lejanos, relegados a esas distancias enormes dónde ya no podemos distinguir nada de los sentimientos que en ellos sentíamos, precipitarse a toda velocidad sobre nosotros, cegándonos con su claridad, como si fueran aviones gigantescos en lugar de las pálidas —estrellas que creíamos, hacernos ver de nuevo todo lo que habían contenido para nosotros, dándonos la emoción, el choque, la claridad de su vecindad inmediata, que han recobrado, una vez despiertos, la distancia milagrosamente franqueada, hasta hacernos creer, erróneamente por lo demás, que eran una de las maneras de recobrar el Tiempo perdido?

Me había dado cuenta de que sólo la percepción grosera y errónea pone todo en el objeto, cuando todo está en el espíritu; había perdido a mi abuela en realidad muchos meses antes de haberla perdido de hecho, había visto a las personas cambiar de aspecto según la idea que yo u otros nos hacíamos de ellas, había visto a una sola ser varias según las personas que la veían (por ejemplo, los diversos Swann del principio; princesa de Luxembourg para el primer presidente), hasta para una sola en el transcurso de los años (nombre de Guermantes, diversos Swann para mí). Había visto el amor situando en una persona lo que sólo está en la persona que ama. Me había dado cuenta de esto mejor aún porque yo había alargado extremadamente la distancia entre la realidad objetiva y el amor (Raquel para Saint-Loup y para mí, Albertina para mí y Saint-Loup, Morel o el conductor de ómnibus para Charlus u otras personas, y a pesar de esto ternuras de Charlus: versos de Musset, etc.). Por último, en cierto modo, la germanofilia de monsieur de Charlus, la mirada de Saint-Loup a la foto de Albertina, me ayudaron a desprenderme por un momento, si no de mi germanofobia, al menos de mi creencia en la pura objetividad de esta, y a hacerme pensar que acaso ocurría con el Odio como con el Amor, y que, en el terrible juicio que en aquel momento mismo pronunciaba Francia con respecto a Alemania, a la que declaraba fuera de la humanidad, había, sobre todo, una objetivación de sentimientos, como los que tan preciosas nos presentaban a Raquel y a Albertina, la una a Saint-Loup, a mí la otra. En efecto, lo que hacía posible que esta perversidad no fuera enteramente intrínseca de Alemania es que, de la misma manera que yo, individualmente, tuve amores sucesivos, y, una vez terminados, quienes los inspiraron me parecían carentes de valor, había visto ya en mi país odios sucesivos que, por ejemplo, habían hecho parecer traidores —mil veces peores que los alemanes a los que entregaban Francia— a dreyfusistas como Reinach, con el que hoy colaboraban los patriotas contra un país del que cada miembro era forzosamente un impostor, una fiera, un imbécil, excepto los alemanes que habían abrazado la causa francesa, como el rey de Rumania, el rey de los belgas o la emperatriz de Rusia. Verdad es que los antidreyfusistas me contestarían: «No es lo mismo». Y, en efecto, nunca es lo mismo, como nunca es la misma persona: de otro modo, ante el mismo fenómeno, el que se deja engañar por ellas sólo podría acusar a su estado subjetivo y no podría creer que las cualidades y los defectos están en el objeto. Entonces a la inteligencia no le es difícil basar en esta diferencia una teoría (enseñanza contra natura de los congregacionistas según los radicales, imposibilidad de la raza judía para nacionalizarse, odio perpetuo de la raza alemana contra la raza latina, pues la raza amarilla está momentáneamente rehabilitada). Por lo demás, este lazo subjetivo resaltaba en las conversaciones de los neutrales, donde los germanófilos, por ejemplo, tenían la facultad de dejar por un momento de comprender y hasta de escuchar cuando les hablaban de las atrocidades alemanas en Bélgica. (Y, sin embargo, eran reales: lo que yo observaba de subjetivo en el odio y en la vista misma no impedía que el objeto pudiera poseer cualidades o defectos reales y no hacía en modo alguno que se esfumara la realidad en un puro relativismo). Y si, al cabo de tantos años transcurridos y de tanto tiempo perdido, notaba yo esta influencia capital hasta en las relaciones internacionales, ¿no lo sospechaba yo muy al principio de mi vida cuando leía en el jardín de Combray una de aquellas novelas de Bergotte de las que, incluso hoy, si hojeo algunas páginas olvidadas en las que veo las proezas de un malvado, no descanso hasta estar seguro, pasando cien páginas, de que, al final, el infame es debidamente humillado y vive lo bastante para enterarse de que sus tenebrosos proyectos han fracasado? Pues yo ya no recordaba bien lo que había ocurrido a aquellos personajes, lo que, por lo demás, no los diferenciaba de las personas que se encontraban aquella tarde en casa de madame de Guermantes y cuya vida pasada, por lo menos la de algunos, era tan vaga para mí como si la hubiera leído en una novela medio olvidada. ¿Había acabado el príncipe de Agrigente por casarse con mademoiselle X…? ¿O era más bien que el hermano de mademoiselle X debió de casarse con la hermana del príncipe de Agrigente? ¿O será que me confundo con una antigua lectura o con un sueño reciente?

El sueño era todavía uno de los hechos de mi vida que más me habían impresionado siempre, que más debieron de servir para convencerme del carácter puramente mental de la realidad, y cuya ayuda no desdeñaría en la composición de mi obra. Cuando, de una manera un poco menos desinteresada, vivía para un amor, un sueño me acercaba singularmente, haciéndole recorrer grandes distancias de tiempo perdido, a mi abuela, a Albertina, a la que volvía a amar porque, en mi sueño, me daba una versión, atenuada por lo demás, de la historia de la lavandera. Pensé que alguna vez me traerían así ciertas verdades, ciertas impresiones que mi solo esfuerzo, ni siquiera los encuentros de la naturaleza, me presentaban; que despertarían en mí el deseo, la añoranza de ciertas cosas inexistentes, condición necesaria para trabajar, para liberarse del hábito, para apartarse de lo concreto. Yo no desdeñaría esta segunda musa, esta musa nocturna que a veces sustituiría a la otra.

He visto nobles resultar vulgares cuando su espíritu, como el del duque de Guermantes por ejemplo, era vulgar («No se recata usted», como podría decir Cottard). Había visto creer en el asunto Dreyfus, durante la guerra, que la verdad es un determinado hecho que los ministros poseen, un sí o un no que no necesita interpretación, en virtud del cual las personas del poder sabían si Dreyfus era culpable, sabían (sin necesidad de mandar para esto a Roques a investigar sobre el terreno) si Sarrail tenía o no los medios de avanzar al mismo tiempo que los rusos[39].

Bien pensado, la materia de mi experiencia, que sería la materia de mi libro, procedía de Swann no sólo por todo lo que se refería a él mismo y a Gilberta, sino que fue él quien me dio ya en Combray el deseo de ir a Balbec, a donde, de no ser por esto, no se les habría ocurrido a mis padres la idea de mandarme, y yo no habría conocido a Albertina, ni siquiera a los Guermantes, puesto que mi abuela no habría encontrado a madame de I Leparisis, ni yo habría conocido a Saint-Loup y a monsieur de Charlus, por los cuales conocí a la duquesa de Guermantes y por esta a su prima, de suerte que mi presencia misma en este momento en casa del príncipe de Guermantes, donde acababa de ocurrírseme de pronto la idea de mi obra (de donde resultaba que debía a Swann no sólo la materia, sino la decisión), procedía también de Swann. Pedúnculo quizá un poco delgado para soportar la extensión de toda mi vida (es decir, que «el camino de Guermantes» procedía así, en cierto sentido, del «camino de Swann»). Pero en muchos casos ese autor de los aspectos de nuestra vida es alguien muy inferior a Swann, es el ser más mediocre. ¿No me hubiera bastado para ir a Balbec que un compañero cualquiera me indicara alguna muchacha agradable a quien podría poseer (a la que probablemente no habría encontrado)? Así ocurre que encontramos más tarde un compañero desagradable, le estrechamos la mano y, sin embargo, si alguna vez lo pensamos bien, resulta que toda nuestra vida y nuestra obra salieron de una palabra que nos dijo en el aire, de un «Deberías ir a Balbec». No le guardamos ninguna gratitud, sin que esto demuestre que somos desagradecidos. Pues al decir aquellas palabras no pensó ni mucho menos en las enormes consecuencias que iban a tener para nosotros. Fueron nuestra sensibilidad y nuestra inteligencia las que explotaron las circunstancias, las cuales, una vez recibido el primer impulso, se engendraron unas a otras, sin que el compañero pudiera prever la cohabitación con Albertina, como no podía prever el baile de máscaras en casa de los Guermantes. Seguramente fue necesario su impulso, y en este sentido la forma exterior de nuestra vida, la materia misma de nuestra obra, dependen de él. A no ser por Swann, a mis padres no se les habría ocurrido jamás la idea de mandarme a Balbec. (Por lo demás, Swann no era en absoluto responsable de los sufrimientos que él me había causado indirectamente: se debían a mi debilidad, como la suya le había hecho sufrir a él por Odette). Pero, al determinar así la vida que hemos llevado, excluyó por eso mismo todas las vidas que hubiéramos podido llevar en lugar de aquella. Si Swann no me hubiera hablado de Balbec, yo no habría conocido a Albertina, el comedor del hotel, a los Guermantes. Pero habría ido a otro sitio, habría conocido a otras personas, mi memoria, como mis libros, estaría llena de cuadros muy diferentes, de cuadros que ni siquiera puedo imaginar y cuya novedad, desconocida por mí, me seduce y me hace lamentar no haber ido más bien hacía ella y que Albertina y la playa de Balbec y Rivebelle y los Guermantes no permanecieran siempre desconocidos para mí.

Los celos son un buen reclutador que, cuando hay un hueco en nuestro cuadro, va a buscarnos a la calle la hermosa muchacha que hacía falta. Ya no era hermosa, ha vuelto a serlo, porque tenemos celos de ella, y llenará ese vacío. Una vez muertos, no nos alegrará que ese cuadro se completara así. Pero esta idea no es nada desalentadora. Pues nos damos cuenta de que la vida es un poco más complicada de lo que se dice, y también las circunstancias. Y hay una apremiante necesidad de mostrar esa complejidad. Los celos, tan útiles, no nacen forzosamente de una mirada, o de un relato, o de una retroflexión. Podemos encontrarlos, dispuestos a herirnos, entre las hojas de un anuario —lo que se llama «Tout-Paris» en cuanto a París, y «Annuaire des Chateaux» en cuanto al campo[40]—. Distraídos, habíamos oído decir a la hermosa muchacha ya indiferente para nosotros que tenía que ir unos días a ver a su hermana en el Paso de Caíais, cerca de Dunkerque; también pensamos distraídamente en otro tiempo que quizá a la hermosa muchacha la había cortejado monsieur «E», al que ya nunca veía, pues ya no iba jamás al bar donde le encontraba antes. ¿Qué sería su hermana? ¿Acaso una criada? Por discreción no lo preguntamos. Y después, al abrir por casualidad el «Annuaire des Chateaux», nos encontramos con que monsieur «E» tiene un castillo en el Paso de Calais, cerca de Dunkerque. Ya no hay duda: por dar gusto a la hermosa muchacha ha tomado de doncella a su hermana, y si la hermosa muchacha no le ve ya en el bar es que monsieur «E» la hace ir a su casa, pues vive en París casi todo el año, pero no puede pasar sin ella ni siquiera cuando está en el Paso de Calais. Los pinceles, ebrios de furor y de amor, pintan, pintan. Pero ¿y si no fuera así? ¿Si verdaderamente monsieur «E» no viera ya nunca a la hermosa muchacha y, por hacer un favor, hubiera recomendado a la hermana de esta a un hermano suyo que vive todo el año en el Paso de Calais? De suerte que la muchacha va, puede que hasta por casualidad, a ver a su hermana cuando monsieur «E» no está allí, pues ya no se ocupan el uno del otro. Y a menos, incluso, que la hermana no sea doncella en el castillo ni en ningún sitio, sino que tenga parientes en el Paso de Calais. Ante estas últimas suposiciones, que calman todos los celos, cede nuestro dolor del primer momento. Pero ¿qué importa? Los celos, ocultos en las hojas del «Annuaire des Chateaux», han surgido oportunamente, pues ahora ya está ocupado el hueco que había en el cuadro. Y todo se compone bien, gracias a la presencia suscitada por los celos de la hermosa muchacha por la que ya no sentimos celos y a la que ya no amamos.

En este momento vino el mayordomo del hotel a decirme que había terminado la primera pieza y, por consiguiente, podía dejar la biblioteca y entrar en el salón. Esto me hizo acordarme de dónde estaba. Pero no me perturbó el razonamiento que acababa de comenzar por el hecho de que una reunión mundana, el retorno a la sociedad, me hubieran proporcionado aquel punto de partida hacia una vida nueva que no había sabido encontrar en la soledad. Este hecho no tenía nada de extraordinario, pues una impresión que podía resucitar en mí al hombre eterno no estaba forzosamente más unida a la soledad que a la sociedad (como creí en otro tiempo, como quizá lo estuvo para mí en otro tiempo, como acaso debiera estarlo todavía si yo me hubiera desarrollado armoniosamente, en lugar de aquella larga detención que sólo ahora parecía terminar). Pues encontrando esta impresión de belleza solamente cuando, ofrecida por el azar una sensación actual, por insignificante que fuere, una sensación semejante, renaciendo espontáneamente en mí, venía a extender la primera a varias épocas a la vez y me llenaba el alma, donde las sensaciones particulares dejaban tanto vacío, de una esencia general, no había razón para no recibir sensaciones de este género en el gran mundo lo mismo que en la naturaleza, puesto que las ofrece la casualidad, ayudada sin duda por esa excitación especial en virtud de la cual los días en que nos encontramos fuera del devenir corriente de la vida hasta las cosas más sencillas vuelven a darnos sensaciones que el Hábito ahorra a nuestro sistema nervioso. Yo iba a procurar encontrar la razón objetiva de que fuera precisa y únicamente esta clase de sensaciones lo que debiera conducir a la obra de arte, siguiendo los pensamientos que no había dejado de eslabonar en la biblioteca, pues notaba que ahora el impulso de la vida espiritual era en mí lo bastante fuerte para poder continuar en el salón, en medio de los invitados, lo mismo que en la biblioteca; me parecía que desde este punto de vista, incluso en medio de aquella concurrencia tan numerosa, sabría reservar mi soledad. Pues por la misma razón de que grandes acontecimientos no influyen desde fuera sobre nuestras potencias espirituales, y de que un escritor mediocre que vive en un período épico seguirá siendo un escritor mediocre, lo peligroso en el mundo eran las disposiciones mundanas que se llevan a él; pero, en sí mismo, no era más capaz de volvernos mediocres que una guerra heroica de volver sublime a un mal poeta. En todo caso, fuera o no fuera útil teóricamente que se hiciera así la obra de arte, y en tanto estudiaba este punto, como pensaba hacerlo, no podía negar que, en cuanto a mí, cuando sentía impresiones verdaderamente estéticas, era siempre después de sensaciones de esta clase. Verdad es que fueron bastante raras en mi vida, pero la dominaban, podía encontrar en el pasado algunas de aquellas cimas que cometí el error de perder de vista (lo que pensaba no volver a hacer en lo sucesivo). Y ya podía decir que si esto era en mí, por la importancia exclusiva que tomaba, un rasgo personal, sin embargo me tranquilizaba al descubrir que tenía relación con otros rasgos menos marcados, pero discernibles, y en el fondo bastante análogos, en otros escritores. No es de una sensación del tipo de la de la magdalena de la que está suspendida la parte más bella de las Mémoires d’Outre-Tombe: «Anoche estaba paseando solo…, me sacó de mis reflexiones el canto de un tordo encaramado en la rama más alta de un abedul. Instantáneamente, sus notas mágicas hicieron reaparecer ante mis ojos la finca paterna; olvidé las catástrofes de que acababa de ser testigo y, súbitamente trasladado al pasado, volví a ver aquellos campos donde tantas veces oí el canto del tordo». Y una de las dos o tres más bellas frases de esas Mémoires es precisamente esta: «De un pequeño cuadro de habas en flor emanaba un olor sutil y suave a heliotropo; no nos lo traía una brisa de la patria, sino un viento salvaje de Terranova, sin relación con la planta expatriada, sin simpatía de reminiscencia y de voluptuosidad. En aquel perfume de la belleza no respirado, no depurado en su seno, no expandido sobre sus huellas, en aquel perfume expatriado de aurora, de cultivo y de mundo, había todas las melancolías de las nostalgias, de la ausencia y de la juventud». Una de las obras maestras de la literatura francesa, Sylvie, de Gérard de Nerval, tiene, lo mismo que el libro de las Mémoiresd’Outre-Tombe relativo a Combourg, una sensación del mismo género que el gusto de la magdalena y «el canto del tordo». También en Baudelaire esas reminiscencias, más numerosas aún, son evidentemente menos fortuitas y, por consiguiente, a mi parecer, decisivas. Es el poeta mismo quien, con más cuidado y más pereza, busca voluntariamente, en el olor de una mujer, por ejemplo, de su pelo y de su seno, las analogías inspiradoras que le evocarán «el azur del cielo inmenso y redondo» y «un puerto lleno de llamas y de mástiles». Yo iba a intentar recordar las composiciones de Baudelaire en cuya base se encuentra una sensación así traspuesta, para acabar de situarme de nuevo en una filiación tan noble y estar seguro de que la obra que ya no dudaba que iba a emprender merecería el esfuerzo que iba a dedicarle, cuando, llegado al pie de la escalera que descendía de la biblioteca, me encontré de pronto en el gran salón y en medio de una fiesta que iba a parecerme muy diferente de aquellas a las que asistí en otro tiempo, e iba a tomar para mí un aspecto especial y un sentido nuevo. En efecto, nada más entrar en el salón, aunque mantuviese firme en mí, en el punto en que yo estaba, el proyecto que acababa de concebir, se produjo un golpe teatral que iba a oponer a mi empresa la más grave de las objeciones. Una objeción que seguramente superaría, pero que, mientras seguía pensando para mí mismo en las condiciones de la obra de arte, por el ejemplo cien veces repetido de la consideración más propia para hacerme vacilar, iba a interrumpir a cada instante mi razonamiento.

En el primer momento no comprendí por qué dudaba en reconocer al dueño de la casa, a los invitados, y por qué cada uno parecía haberse «fabricado una cara» generalmente empolvada y que los cambiaba por completo. El príncipe tenía aún al recibir aquel aire bonachón de un rey de cuento de hadas que le encontré la primera vez, pero esta vez parecía haberse sometido él mismo a la etiqueta que había impuesto a sus invitados: se había puesto una barba blanca[41] y, arrastrando los pies, que aparentemente le pesaban como si llevara suelas de plomo, parecía haber asumido el papel de una de las «Edades de la Vida». A decir verdad, sólo le reconocí con ayuda de un razonamiento e identificando la persona por el simple parecido de ciertos rasgos. No sé qué había puesto en su cara el pequeño Fezensac, pero mientras que otros sólo habían encanecido, en unos la mitad de la barba, en otros sólo los mostachos, él, sin preocuparse de los tintes, encontró la manera de llenarse la cara de arrugas, y las cejas de pelos erizados; por lo demás, todo esto no le sentaba bien, su cara hacía el efecto de haberse endurecido, bronceado, solemnizado, y esto le envejecía de tal modo que nadie le hubiera creído un joven. Mucho más me extrañó en el mismo momento oír llamar duque de Chatellerault a un viejecillo de bigotes plateados de embajador, en el que sólo una miradita que seguía siendo la misma me permitió reconocer al joven que encontré una vez de visita en casa de madame de Villeparisis. A la primera persona que llegué así a identificar, procurando hacer abstracción del disfraz y completar los rasgos naturales en un esfuerzo de memoria, mi primer pensamiento debió de ser, y fue quizá mucho menos de un segundo, felicitarla por haberse maquillado tan maravillosamente que, antes de reconocerla, se vacilaba como ante los grandes actores que, al aparecer en un papel en el que están diferentes de ellos mismos, vacila el público cuando salen a escena, aun advertido por el programa, y permanece por un momento pasmado antes de romper a aplaudir.

Desde este punto de vista, el más extraordinario de todos era mi enemigo personal, monsieur d’Argencourt, el verdadero punto fuerte de la fiesta. No sólo se había puesto, en lugar de su barba apenas gris, una extraordinaria barba de una blancura inverosímil, sino que, además (tantos pequeños cambios materiales pueden achicar o ampliar un personaje, y, más aún, cambiar su carácter aparente, su personalidad), era un viejo mendigo que ya no inspiraba ningún respeto lo que ahora parecía aquel hombre cuya solemnidad, cuyo envaramiento estaban aún presentes en mi recuerdo y que daba a su personaje de viejo chocho tal verdad que le temblequeaban los miembros, que los rasgos relajados de su cara, habitualmente altiva, no cesaban de sonreír con bobalicona beatitud. Llevado a grado tal, el arte del disfraz se convierte en algo más, en una completa transformación de la personalidad. En efecto, por más que algunos detalles nimios me aseguraran que era Argencourt quien daba aquel espectáculo inenarrable y pintoresco, ¡cuántas fases sucesivas de un rostro tenía que atravesar para llegar al del Argencourt que yo había conocido y que era tan diferente de él mismo, y eso sin disponer más que de su propio cuerpo! Era sin duda el último extremo adonde pudo conducirle sin perecer; el semblante más orgulloso, el torso más erguido no era ya más que un pingajo hecho papilla, agitado para acá y para allá. Apenas se podía, recordando ciertas sonrisas de Argencourt que en otro tiempo moderaban a veces por un momento su altivez, encontrar en el presente Argencourt verdadero a aquel que yo vi tan a menudo, apenas se podía comprender que la posibilidad de aquella sonrisa de viejo trapero reblandecido existía en el gentleman correcto de antaño. Pero suponiendo que aquello fuera la misma intención de sonrisa que tuvo Argencourt, por la prodigiosa transformación de su rostro, la materia misma del ojo con que la expresaba era tan diferente que la expresión parecía completamente distinta y hasta de un hombre distinto. Me dio una risa loca ver a aquel sublime gagá, tan reblandecido en su benévola caricatura de sí mismo como lo estaba, en la manera trágica, monsieur de Charlus fulminado y cortés. Monsieur d’Argencourt, en su encarnación de moribundo bufo de un Regnard exagerado por Labiche, era tan fácilmente asequible, tan afable como monsieur de Charlus rey Lear que se descubría muy atento ante la persona más insignificante que le saludara. Sin embargo, no se me ocurrió manifestarle mi admiración por el espectáculo extraordinario que ofrecía. No fue mi antipatía antigua lo que me lo impidió, pues precisamente había llegado a ser tan diferente de sí mismo que me daba la ilusión de estar ante otra persona, tan benévola, tan desarmada, tan inofensiva como hosco, hostil y peligroso era el Argencourt habitual. Hasta tal punto otra persona, que al ver a aquel personaje inefablemente gesticulante, cómico y blanco, a aquel pelele de nieve que simulaba un general Durakin en la infancia, me parecía que el ser humano podía sufrir metamorfosis tan completas como las de ciertos insectos. Tenía la impresión de estar mirando a través del cristal instructivo de un museo de historia natural lo que puede haber llegado a ser el insecto más rápido, el más seguro en sus caracteres, y, ante aquella crisálida blanducha, más bien vibrátil que movediza, no podía volver a experimentar los sentimientos que siempre me había inspirado monsieur d’Argencourt. Pero me callé, no felicité a monsieur d’Argencourt por ofrecer un espectáculo que parecía hacer retroceder los límites entre los que se pueden mover las transformaciones del cuerpo humano.

En casos así, entre los bastidores del teatro o en un baile de trajes, nos sentimos más bien inclinados por cortesía a exagerar la dificultad, casi a declarar la imposibilidad que tenemos de reconocer a la persona disfrazada. Aquí, por el contrario, un instinto me llevó a disimular lo más posible aquella dificultad, aquella imposibilidad; me daba cuenta de que ya no eran nada halagadoras, porque la transformación no era voluntaria, y pensé, por fin, lo que no se me había ocurrido al entrar en el salón, que toda fiesta, por sencilla que sea, cuando se celebra mucho tiempo después de haber dejado de asistir a las reuniones del gran mundo, y a pocas personas que reúna de las conocidas en otras épocas, nos hace el efecto de una fiesta de disfraces, de la más lograda de todas, de aquella en la que los otros nos «intrigan» más sinceramente, pero donde las caras que, sin querer, se han ido haciendo en mucho tiempo se niegan a dejarse deshacer, una vez terminada la fiesta, con un simple lavado. ¿Intrigado por los otros? También, ¡ay!, los intrigamos nosotros. Pues la misma dificultad que tenía yo para dar a las caras el nombre correspondiente, parecían tenerla todas las personas que, al ver la mía, no le prestaban más atención que si no la hubieran visto nunca, o intentaban sacar del aspecto actual un recuerdo diferente.

Si monsieur d’Argencourt acababa de representar aquel extraordinario «número» que era ciertamente la visión más impresionante, por lo burlesca, que yo conservaría de él, era como un actor que sale por última vez a escena antes que el telón caiga por completo en medio de las carcajadas. Si ya no me daba rabia, era porque, en él, que había vuelto a la inocencia de la infancia, ya no quedaba ningún recuerdo de las ideas despreciativas que hubiera podido tener de mí, ningún recuerdo de haber visto a monsieur de Charlus soltarme bruscamente el brazo, fuera porque ya no le quedara nada de aquellos sentimientos, fuera porque, para llegar hasta nosotros, tuvieran que pasar por unos medios refractores físicos tan deformantes que, en el camino, cambiaban absolutamente de sentido y que monsieur d’Argencourt pareciera bueno, a falta de medios físicos de expresar aún que era malo y de reprimir su perpetua hilaridad contagiosa. Era excesivo hablar de un actor y, huero como estaba de toda alma consciente, yo le veía como una muñeca trepidante, con su barba postiza de lana blanca, agitado, paseado por aquel salón, como en un guiñol a la vez científico y filosófico en el que, lo mismo que en una oración fúnebre o en una lección en la Sorbona, servía a la vez de recordatorio de la vanidad de todo y de ejemplo de historia natural.

Muñecos, sí, pero muñecos que, para identificarlos con lo que habíamos conocido, había que leer en varios planos a la vez, situados detrás de ellos y que les daban profundidad y obligaban a un trabajo mental ante aquellos viejos fantoches, pues había que mirarlos, al mismo tiempo que con los ojos, con la memoria. Muñecos inmersos en los colores inmateriales de los años, muñecos que exteriorizaban el Tiempo, el Tiempo que habitualmente no es visible y que, para serlo, busca cuerpos y, allí donde los encuentra, los captura para proyectar en ellos su linterna mágica. Tan inmaterial como antaño Golo sobre el picaporte de mi cuarto de Combray, así el nuevo y tan irreconocible Argencourt estaba allí como la revelación del Tiempo, haciéndolo parcialmente visible. En los elementos nuevos que componían la figura de monsieur d’Argencourt y su personaje, se leía un cierto número de años, se reconocía la figura simbólica de la vida no tal como lavemos, es decir, permanente, sino real, atmósfera tan cambiante que el altivo señor se pinta en ella en caricatura, por la noche, como un ropavejero.

Por lo demás, en otros seres, esos cambios, esas verdaderas alienaciones parecían salir de los dominios de la historia natural, y, al oír un nombre, nos extrañaba que un mismo ser pudiera presentar, no como monsieur d’Argencourt, las características de una nueva especie diferente, sino los rasgos exteriores de otro carácter. Como en el caso de monsieur d’Argencourt, el tiempo había sacado de esta o de aquella muchacha unas posibilidades insospechadas, pero estas posibilidades, aunque fueran completamente fisonómicas o corporales, parecían tener algo moral. Si los rasgos del rostro cambian, si parecen distintos, si se combinan habitualmente de una manera más lenta, toman, con un aspecto distinto, un significado diferente. De suerte que en una mujer que habíamos conocido obtusa y seca, un abultamiento de las mejillas ahora irreconocibles, una imprevisible curvatura de la nariz, causaban la misma sorpresa, muchas veces la misma buena sorpresa, que unas palabras sensibles y profundas, que una acción valerosa y noble que nunca hubiéramos esperado de ella. En torno a esa nariz, una nariz nueva, veíamos asomar unos horizontes que no nos hubiéramos atrevido a esperar. Con esas mejillas, la bondad, la ternura, antes imposibles, eran ahora posibles. Ante aquella barbilla se podía decir lo que jamás se nos ocurriera pronunciar ante la anterior. Todos estos rasgos nuevos del rostro implicaban otros rasgos de carácter; la seca y flaca muchacha se había convertido en una voluminosa e indulgente abuela. Podía decirse que era otra persona, y no ya en un sentido zoológico como en el caso de monsieur d’Argencourt, sino en un sentido social y moral.

Por todos estos aspectos, una fiesta como aquella en que yo me encontraba era algo mucho más precioso que una imagen del pasado, pues me ofrecía algo así como todas las imágenes sucesivas y que no había visto nunca, que separaban el pasado del presente, más aún, la relación que había entre el presente y el pasado; era como lo que antes se llamaba una «vista óptica», pero una vista óptica de los años, no la vista de un momento, no la vista de una persona situada en la perspectiva deformadora del Tiempo.

En cuanto a la mujer de la que monsieur d’Argencourt había sido amante, no había cambiado mucho, teniendo en cuenta el tiempo transcurrido, es decir, que su rostro no estaba completamente destruido por el de un ser que va deformándose a lo largo de su trayecto hacia el abismo adonde es lanzado, abismo cuya dirección sólo podemos expresar con comparaciones igualmente vanas, porque sólo las podemos tomar del mundo del espacio, y, lo mismo si las orientamos en el sentido de la elevación, de la longitud o de la profundidad, tienen la única ventaja de hacernos notar que esa dimensión inconcebible y sensible existe. La necesidad de remontar efectivamente el curso de los años para dar un nombre a las caras me obligaba, por reacción, a restablecer luego, dándoles su sitio real, los años en los que no había pensado. Desde este punto de vista, y para no dejarme engañar por la identidad aparente del espacio, el aspecto completamente nuevo de un ser como monsieur d’Argencourt era para mí una revelación patente de esa realidad de los años, que generalmente permanece abstracta para nosotros, como la aparición de ciertos árboles enanos o de baobabs gigantescos nos advierte del cambio de meridiano.

Entonces la vida se nos presenta como un cuento de hadas en el que se ve de un acto a otro cómo el bebé se convierte en adolescente y el hombre maduro se inclina hacia la tumba. Y como son los cambios perpetuos los que nos hacen darnos cuenta de que esos seres vistos a distancias bastante grandes son tan diferentes, advertimos que hemos seguido la misma ley que esas criaturas hasta tal punto transformadas que, sin haber dejado de ser, precisamente porque no han dejado de ser, ya no se parecen a lo que en otro tiempo vimos de ellas.

Una muchacha que yo conocí antaño, ahora blanca y contraída en viejecita maléfica, parecía indicar que es necesario que, en el fin de fiesta de una obra de teatro, los seres se disfrazasen de tal modo que no se les reconociera. Pero su hermano se conservaba tan erguido, tan parecido a sí mismo que sorprendía que, en su cara joven, hubiera puesto blanco su bigote bien enhiesto. Las partes blancas de unas barbas hasta entonces enteramente negras hacían melancólico el paisaje humano de aquella fiesta, como las primeras hojas amarillas de los árboles cuando creíamos poder contar aún con un largo verano y, antes de empezar a disfrutarlo, vemos que es ya el otoño. Y yo, que, desde mi infancia, vivía al día, y había recibido de mí mismo y de los demás una impresión definitiva, me di cuenta por primera vez, por las metamorfosis que se habían producido en todas aquellas personas, del tiempo que había pasado por ellos, lo que me perturbó por la revelación de que aquel tiempo había pasado también para mí. Y su vejez, indiferente por sí misma, me desolaba advirtiéndome la aproximación de la mía. Además, esta aproximación me la proclamaron, sucesivamente, unas palabras que, con unos minutos de intervalo, vinieron a advertirme como las trompetas del Juicio Final. Las primeras las pronunció la duquesa de Guermantes; acababa de verla, pasando entre una doble fila de curiosos que, sin darse cuenta de los maravillosos artificios de toilette y de estética que influían en ellos, impresionados ante aquella cabeza pelirroja, ante aquel cuerpo asalmonado que emergía apenas de sus aletas de encaje negro y estrangulado de joyas, lo miraban en la sinuosidad hereditaria de sus líneas, como hubieran mirado a un viejo pez sagrado, cubierto de piedras preciosas, en el que se encarnara el Genio protector de la familia de Guermantes. «¡Ah, qué alegría verle, usted, mi amigo más antiguo!», me dijo. Y en mi amor propio de joven de Combray que nunca había considerado que pudiera ser uno de sus amigos participando verdaderamente en la verdadera vida misteriosa que se hacía en casa de los Guermantes, uno de sus amigos lo mismo que monsieur de Bréauté, que monsieur de Forestelle, que Swann, que todos los que habían muerto, habría podido sentirme halagado, y me sentía sobre todo desgraciado. «¡Su amigo más antiguo! —me dije—. Exagera; quizá uno de los más antiguos, pero ¿es que yo…?». En este momento se me acercó un sobrino del príncipe: «Usted es un viejo parisiense», me dijo. Al poco rato me entregaron una esquela. Al llegar había encontrado a un joven llamado Létourville, cuyo parentesco con la duquesa no recordaba ya muy bien, pero que me conocía un poco. Acababa de salir de Saint-Cyr y, pensando que sería para mí un gentil compañero como lo fue Saint-Loup, que podría iniciarme en las cosas del ejército, con los cambios que había sufrido, le dije que le vería luego y que nos citaríamos para comer juntos, lo que me agradeció mucho. Pero yo me quedé mucho tiempo meditando en la biblioteca y la esquelita que dejó para mí era para decirme que no podía esperarme y para dejarme su dirección. La carta de aquel compañero soñado terminaba así: «Con todo el respeto de su amiguito, Létourville». «¡Amiguito!». Así escribía yo antaño a las personas que tenían treinta años más que yo, a Legrandin por ejemplo. ¡De modo que aquel lugarteniente que yo me figuraba un compañero mío como Saint-Loup se decía mi amiguito! Pero entonces no eran sólo los métodos militares lo que había cambiado, y para monsieur de Létourville, yo era, no un compañero, sino un anciano; y monsieur de Létourville, en cuya compañía yo me imaginaba como me veía a mí mismo, un buen compañero, ¿estaba separado de mí por la abertura de un invisible compás en el que no había pensado y que me situaba tan lejos del joven lugarteniente que parecía que, para el que se titulaba mi «amiguito», yo era un anciano?

Casi inmediatamente alguien habló de Bloch, y yo pregunté si se trataba del joven o del padre (que yo ignoraba que había muerto durante la guerra, decían que de emoción de ver a Francia invadida). «No sabía que tuviera hijos, ni siquiera sabía que estuviera casado —me dijo el príncipe—. Pero seguramente hablamos del padre, pues no es nada joven —añadió riendo—. Podría tener hijos que ya serían a su vez hombres». Y comprendí que se trataba de mi compañero. De todos modos, entró al cabo de un momento. Y, en efecto, vi superponerse en la cara de Bloch ese aspecto débil y opinante, esos flojos movimientos de cabeza que llegan en seguida al tope, aspecto en el que yo habría reconocido el docto cansancio de los viejos amables, si, por otra parte, no hubiera reconocido ante mí a mi amigo y si mis recuerdos no le animaran con aquella vivacidad juvenil e ininterrumpida de la que ahora parecía desposeído. Para mí, que le había conocido en el umbral de la vida y no había dejado nunca de verle, era mi compañero, un adolescente cuya juventud medía yo por la que, no creyendo haber vivido desde aquel momento, me atribuía inconscientemente a mí mismo. Oí decir que representaba su edad y me extrañó ver en su rostro algunas de esas señales que son más bien características de los hombres viejos. Comprendí que parecía viejo porque lo era en realidad y que es con adolescentes que duran bastantes años con los que la vida hace a los viejos.

Como alguien, al oír decir que yo estaba malo, preguntara si no tenía miedo de coger la gripe que reinaba en aquel momento, otro benevolente me tranquilizó diciéndome: «No, esa gripe le da más bien a las personas todavía jóvenes. Los de su edad no corren ya mucho peligro». Y aseguraron que el personal me había reconocido. Habían cuchicheado mi nombre, y hasta «en su lenguaje», contó una señora, les había oído decir: «Ahí está el padre» (a esta expresión siguió mi nombre) y, como yo no tenía hijos, no podía referirse sino a la edad.

«¿Que si he conocido al mariscal? —me dijo la duquesa—. He conocido a otras personas mucho más importantes: a la duquesa de Galliera, a Paulina de Périgord, a monseñor Dupanloup». Oyéndola, yo lamentaba ingenuamente no haber conocido lo que ella llamaba un resto de antiguo régimen. Hubiera debido pensar que se llama antiguo régimen aquello de lo que sólo se ha podido conocer el final; así, lo que percibimos en el horizonte adquiere una grandeza misteriosa y nos parece cerrarse sobre un mundo que ya no veremos más; mientras tanto avanzamos, y muy pronto somos nosotros los que estamos en el horizonte para las generaciones siguientes; mientras tanto el horizonte retrocede, y el mundo que parecía terminado, vuelve a empezar. «Hasta llegué a ver, cuando yo era muchacha —añadió madame de Guermantes— a la duquesa de Dino. Caramba, ya sabe usted que no tengo veinticinco años». Estas últimas palabras me molestaron: «No debía decir eso, eso estaría bien para una mujer vieja». Y en seguida pensé que, en realidad, era una mujer vieja. «Usted sigue igual —continuó—. Sí, usted es asombroso, sigue siempre joven —expresión tan melancólica porque sólo tiene sentido cuando, en realidad, si no en apariencia, nos hemos hecho viejos. Y me asestó el último golpe añadiendo—: Siempre he sentido que no se haya casado. En el fondo quién sabe, quizá sea más feliz. Por su edad tendría hijos en la guerra, y si hubieran muerto, como ese pobre Roberto (todavía pienso a menudo en él), con lo sensible que es usted no los habría sobrevivido». Y pude verme, como en el primer espejo verídico que encontrara, en los ojos de los viejos, que se creían jóvenes como me lo creía yo de mí, y que, cuando, para que me desmintieran, me citaba a mí mismo como ejemplo de viejo, a su mirada, que me veía como no se veían ellos mismos y como los veía yo, no asomaba una sola protesta. Pues no veíamos nuestro propio aspecto, nuestras propias edades, sino que cada uno, como un espejo opuesto, veía la del otro. Y seguramente muchos, al descubrir que han envejecido, se entristecerían menos que yo. Pero, en primer lugar, con la vejez ocurre como con la muerte. Algunos las afrontan con indiferencia, no porque tengan más valor que los otros, sino porque tienen menos imaginación. Además, un hombre que desde la infancia apunta a una misma idea, y para quien su pereza y hasta su estado de salud, al obligarle a aplazar siempre las realizaciones, anula cada noche el día transcurrido y perdido, tanto que la enfermedad que acelera la vejez de su cuerpo retarda la de su espíritu, se sorprende y sufre más al ver que no ha cesado de vivir en el Tiempo, que el que vive poco en sí mismo se adapta al calendario y no descubre de pronto el total de los años cuya adición ha seguido cotidianamente. Pero una razón más grave explicaba mi angustia; descubría esta acción destructora del tiempo en el momento mismo en que yo pretendía aclarar, intelectualizar en una obra de arte unas realidades extratemporales.

En ciertos seres, la sustitución sucesiva, pero realizada en mi ausencia, de cada célula por otras, había determinado un cambio tan completo, una tan total metamorfosis que yo habría podido comer cien veces enfrente de ellos en un restaurante sin sospechar que los había conocido en otro tiempo, como no habría podido adivinar la realeza de un soberano incógnito o el vicio de un desconocido. Y aun la comparación resulta insuficiente para el caso en que oyera su nombre, pues podemos admitir que un desconocido sentado enfrente de nosotros sea un criminal o un rey, mientras que a ellos yo los había conocido, o más bien había conocido a unas personas que llevaban el mismo nombre, pero tan diferentes que no podía creer que fueran las mismas. Sin embargo, lo mismo que me hubiera ocurrido con la idea de soberanía o de vicio, que no tarda en dar un rostro nuevo al desconocido, con el que tan fácilmente habríamos caído, cuando teníamos aún los ojos vendados, en la pifia de estar insolentes o amables, y en los mismos rasgos de quien ahora vemos algo distinguido o sospechoso, me empeñaba en meter en el rostro de la desconocida, enteramente desconocida, la idea de que era madame Sazerat, y acababa por restablecer el sentido antaño conocido de su rostro, pero que si el nombre y la afirmación de la identidad no me hubieran puesto, a pesar de lo arduo del problema, en la pista de la solución, habría permanecido verdaderamente alienado para mí, enteramente el de otra persona que hubiera perdido todos los atributos humanos que yo había conocido, como un hombre convertido en mono. Pero a veces la antigua imagen renació lo bastante precisa para que yo pudiera intentar una comparación; y, como un testigo en presencia de un acusado al que ha visto, me veía obligado, tan grande era la diferencia, a decir: «No…, no le reconozco».

Gilberta de Saint-Loup me dijo:

—¿Quiere que vayamos a comer los dos solos al restaurante?

Como le contestara: «Si no cree que se compromete yendo a comer sola con un joven —oí que todo el mundo que me rodeaba se reía, y me apresuré a añadir—: O más bien con un viejo», me di cuenta de que la frase que había hecho reír era de las que habría podido decir mi madre hablando de mí; mi madre, para la que yo era siempre un niño. Y notaba que, al juzgarme, me ponía siempre en el mismo punto de vista que ella. Si había acabado por registrar como ella ciertos cambios que se habían producido desde mi primera infancia, ahora eran de todos modos unos cambios muy antiguos. Me había quedado en el que hizo decir una vez, casi adelantándose al hecho: «Ya es casi un mozo». Todavía lo pensaba, pero esta vez con inmenso retraso. No me daba cuenta de hasta qué punto había cambiado. Por cierto que, ellos, que acababan de reírse a carcajadas, ¿qué es lo que veían? Yo no tenía una cana, mi bigote era negro. Me hubiera gustado preguntarles en qué se manifestaba la evidencia de la terrible cosa.

Seguramente[42], el terrible descubrimiento que acababa de hacer me sería útil en cuanto a la materia misma de mi libro. Como había decidido que esta materia no podían constituirla únicamente las impresiones verdaderamente plenas, las que están fuera del tiempo, entre las verdades con que pensaba combinarlas, las que se refieren al tiempo, al tiempo en el que están inmersos y cambian los hombres, las sociedades, las naciones, ocuparían un lugar importante. No sólo me cuidaría de reservar un lugar a esas alteraciones que sufre el aspecto de los seres y de las que tenía a cada momento ejemplos nuevos, pues mientras pensaba en mi obra, ya puesta en marcha lo bastante definitivamente como para no permitir que la interrumpieran distracciones pasajeras, seguía saludando a las personas que conocía y charlando con ellas. Por otra parte, no en todos se notaba el envejecimiento de la misma manera. Vi a uno que preguntaba mi nombre, y me dijeron que era monsieur de Cambremer. Y para demostrarme que me había reconocido: «¿Sigue usted con asma?», me preguntó, y ante mi respuesta afirmativa me dijo, como si yo fuera decididamente centenario: «Pues ya ve que eso no impide la longevidad». Yo le hablaba con los ojos fijos en los dos o tres rasgos que podía meter con el pensamiento en aquella síntesis, por lo demás muy diferente, de mis recuerdos que yo llamaba su persona, pero volvió un momento la cabeza y entonces vi que estaba desconocido porque le habían salido en las mejillas unas enormes bolsas rojas que le impedían abrir completamente la boca y los ojos, tanto que me quedé pasmado, sin atreverme a mirar aquella especie de ántrax, pareciéndome más conveniente que me hablara él primero. Pero, como un enfermo valeroso, no aludía a aquello, reía, y yo tenía miedo de parecer un hombre sin corazón al no preguntarle lo que tenía:

—Pero ¿no le dan los accesos más de tarde en tarde con la edad? —me preguntó, insistiendo en hablarme del asma.

Le dije que no.

—Claro que sí; mi hermana tiene bastantes menos que antes —me dijo en un tono de contradicción, como si tuviera que ocurrirme a mí lo mismo que a su hermana y como si la edad fuera uno de esos remedios que, desde el momento en que le habían sentado bien a madame de Gaucourt, no podían menos de ser saludables para mí. Como se acercara madame de Cambremer-Legrandin, yo tenía cada vez más miedo de parecer insensible al no deplorar lo que veía en la cara de su marido, y, sin embargo, no me atrevía en hablar de ello el primero.

—¿Está contento de verle? —me dijo.

—¿Se encuentra bien? —repliqué en un tono inseguro.

—Pues ya ve usted que no muy mal.

No se había dado cuenta de aquel mal que a mí me ofuscaba la vista y que no era otra cosa que una de las caretas del Tiempo que este había aplicado a la cara del marqués, pero paulatinamente e hinchándola tan progresivamente que la marquesa no había visto nada. Cuando monsieur de Cambremer dio por terminadas sus preguntas sobre mis accesos de asma, me llegó a mí el turno de preguntar a alguien en voz baja si vivía aún la madre del marqués. En realidad, en la apreciación del tiempo transcurrido, sólo el primer paso resulta difícil. Al principio, cuesta mucho trabajo figurarse que ha pasado tanto tiempo y después que no haya pasado más. No habíamos pensado nunca que el siglo XIII estuviera tan lejos, y después nos cuesta trabajo creer que puedan existir todavía iglesias del siglo XIII que, sin embargo, son innumerables en Francia. En algunos momentos este trabajo había resultado en mí más lento que en los que, después de haberles sido difícil comprender que una persona a la que conocieron joven tenga sesenta años, les es más difícil aún, pasados otros quince años, creer que vive todavía y no tiene más de setenta y cinco años. Le pregunté a monsieur de Cambremer cómo estaba su madre. «Sigue admirable», me dijo, empleando un adjetivo que, al contrario que en ciertas tribus donde tratan sin compasión a los padres viejos, se aplica en ciertas familias a los ancianos en los que el uso de las facultades más materiales, como oír, ir a pie a misa y soportar con insensibilidad los duelos, adquiere, a los ojos de sus hijos, una extraordinaria belleza moral[43].

Otros que conservaban la cara intacta sólo parecían entorpecidos cuando tenían que andar; al principio se pensaba que les dolían las piernas, y sólo después se comprendía que la vejez les había atado sus suelas de plomo. A otros los embellecía, como al príncipe de Agrigente. Este hombre alto, delgado, de mirar mortecino, con un pelo que parecía que iba a permanecer siempre rojizo, había sido sustituido, en virtud de una metamorfosis análoga a la de los insectos, por un anciano en el que el pelo rojo, demasiado visto, había sido reemplazado, como un tapete demasiado usado, por un pelo blanco. Su tórax había adquirido una corpulencia desconocida, robusta, casi guerrera, para lo cual había debido de producirse un estallido de la frágil crisálida que yo conocí; le bañaba los ojos una gravedad consciente de sí misma, teñida de una benevolencia nueva que se inclinaba hacia cada uno. Y como, a pesar de todo, subsistía cierto parecido entre el fuerte príncipe actual y el retrato que mi recuerdo conservaba, admiré la fuerza de renovación original del Tiempo que, sin dejar de respetar la unidad del ser y las leyes de la vida, así sabe cambiar la decoración e introducir audaces contrastes en dos aspectos sucesivos de un mismo personaje; pues a muchas de esas personas las identificamos inmediatamente, pero como unos retratos de ellos mismos, bastante malos, reunidos en la exposición en que un artista inexacto y malintencionado endurece los rasgos de uno, le quita la lozanía de la tez o la esbeltez del talle a otra, ensombrece la mirada. Comparando estas imágenes con las que yo tenía ante los ojos de mi memoria, me gustaban menos las que me presentaban en último lugar. Así como a veces nos parece menos buena y rechazamos una de las fotografías entre las cuales un amigo nos ha pedido que elijamos, yo hubiera querido decir a cada persona y ante la imagen de ella misma que me mostraba: «No, esa no, no está usted muy bien, no es usted», y no me atrevería a añadir: «En vez de su bonita nariz recta, le han puesto la nariz ganchuda de su padre que nunca he visto en usted». Y en realidad era una nariz nueva y familiar. En fin, el artista, el Tiempo, había «representado» todos sus modelos de tal manera que eran reconocibles; pero no eran parecidos, no porque los hubiera favorecido, sino porque los había envejecido. Por otra parte, es un artista que trabaja muy despacio. Así, por ejemplo, aquella réplica de la cara de Odette, cuyo boceto vi, el día en que conocí a Bergotte, apenas esbozado en la cara de Gilberta, el Tiempo lo había llevado al fin al más perfecto parecido, como esos pintores que conservan mucho tiempo una obra y la van completando año tras año.

En algunos, acababa por reconocer no sólo a ellos mismos, sino a ellos mismos tales como eran en otro tiempo, y, por ejemplo, a Ski, no más cambiado que una flor o una fruta secas. Era un ensayo informe, confirmatorio de mis teorías sobre el arte. (Me coge por el brazo: «La he oído ocho veces, etc.»). Otros no eran a absoluto aficionados, eran personas del gran mundo. Pero tampoco a estos los había madurado la vejez y su rostro de pepona, aunque rodeado de un primer círculo de arrugas y de un arco de cabello blanco, conservaba la animación de los dieciocho años. No eran viejos, sino jóvenes de dieciocho años sumamente ajados. Poca cosa hubiera bastado para borrar aquella acción marchitadora de la vida, y a la muerte ya no le habría sido más difícil devolver a aquel rostro su juventud de lo que es limpiar un retrato al que sólo un poco de suciedad impide brillar como antaño. Y pensaba yo en la ilusión que nos engaña cuando, oyendo hablar de un célebre anciano, confiamos de antemano en su bondad, en su justicia, en la dulzura de su alma; pues me daba cuenta de que, cuarenta años antes, fueron unos terribles jóvenes y que no había ninguna razón para suponer que no conservaban la vanidad, la duplicidad, la altivez y las artimañas.

Y, sin embargo, en completo contraste con estos, tuve la sorpresa de charlar con unos hombres y unas mujeres que antes eran insoportables y que habían ido perdiendo casi todos sus defectos, quizá porque la vida, defraudando o colmando sus deseos, les hubiera quitado presunción o amargura. Una boda opulenta, que hace ya innecesaria la lucha o la ostentación, la influencia misma de la mujer, el conocimiento lentamente adquirido de valores distintos de aquellos en que cree exclusivamente una juventud frívola, les ha permitido apaciguar su carácter y mostrar sus cualidades. Al envejecer, estas cualidades parecían tener una personalidad diferente, como esos árboles en los que el otoño, variando sus colores, parece cambiar su especie: en estas personas, la de la vejez se manifestaba verdaderamente, pero como una cosa moral. En otras era más bien física, y tan nueva que la persona (por ejemplo, madame d’Arpajon) me parecía a la vez desconocida y conocida. Desconocida porque me era imposible sospechar que fuera ella, y, al contestar a su saludo, no pude menos de dejar traslucir el trabajo mental que me hacía dudar entre tres o cuatro personas (entre las cuales no estaba madame d’Arpajon) para saber a quién devolvía aquel saludo, con un calor, por lo demás, que debió de sorprenderle, pues, en la duda, por miedo de estar demasiado frío si se trataba de una amiga íntima, compensé la inseguridad de la mirada con el calor del apretón de manos y de la sonrisa. Mas, por otra parte, su aspecto nuevo no me era desconocido. Era el aspecto que, a lo largo de mi vida, había visto muchas veces en mujeres de edad y gruesas, pero sin suponer entonces que, muchos años antes, se habían podido parecer a madame d’Arpajon; su aspecto de ahora era tan diferente del que le había conocido, que se dijera que era un ser condenado, como un personaje de cuento de hadas, a aparecer primero en forma de doncella, de gruesa matrona después, y que seguramente volvería pronto en forma de una vieja temblequeante y encorvada. Como una pesada nadadora que ya no ve la orilla más que a gran distancia, parecía rechazar trabajosamente las olas del tiempo que la sumergían.

Pero, poco a poco, a fuerza de mirar su figura vacilante, incierta como una memoria infiel que ya no puede retener las formas de otro tiempo, llegué a recobrar algo de ellas entregándome al pequeño juego de eliminar los cuadrados, los hexágonos que la edad había superpuesto a sus mejillas. Por otra parte, lo que el tiempo ponía en aquellas mujeres no siempre era sólo figuras geométricas. En las mejillas que, sin embargo, seguían siendo tan parecidas, de la duquesa de Guermantes y al mismo tiempo heterogéneas como un guirlache, distingí una huella de cardenillo, un pequeño fragmento rosa de concha machacada, un grosor difícil de definir, más pequeño que una bola de muérdago y menos transparente que una perla de vidrio.

Algunos hombres cojeaban: se notaba bien que no era por un accidente de coche, sino por un primer ataque y porque ya tenían, como se dice, un pie en la sepultura. En la puerta entreabierta de la suya, algunas mujeres, medio paralizadas, parecía que ya no podían retirar completamente su vestido que se había quedado enganchado en la piedra de la tumba, y no podían enderezarse, inclinadas como estaban, con la cabeza baja, en una curva que era como la que ocupaban actualmente entre la vida y la muerte, ante la caída postrera. Nada podía luchar contra el movimiento de aquella parábola que se las llevaba y, en cuanto intentaban levantarse, temblaban y sus dedos no podían sujetar nada.

Algunas caras, bajo la cogulla de su pelo blanco, tenían ya la rigidez, los párpados cerrados de los que van a morir, y sus labios, agitados por un movimiento perpetuo, parecían mascullar la oración de los agonizantes. A un rostro linealmente él mismo le bastaba, para parecer otro, el pelo blanco en lugar del pelo negro o rubio. Los figurinistas de teatro saben que basta una peluca empolvada para disfrazar perfectamente a alguien y hacerle irreconocible. El joven conde de[44], al que yo había visto en el palco de madame de Cambremer, teniente entonces, el día en que madame de Guermantes estaba en la platea de su prima, conservaba sus rasgos tan perfectamente regulares, incluso más, porque la rigidez fisiológica de la arteriosclerosis exageraba además la rectitud impasible de la fisonomía del dandy y daba a sus rasgos la intensa rotundidad, casi gesticulante a fuerza de inmovilidad, que tendrían en un estudio de Mantegna o de Miguel Ángel. Su tez, en otro tiempo muy colorada, era ahora de una palidez solemne; un pelo plateado, un abdomen ligeramente abultado, una nobleza de dux, una fatiga que llegaba hasta la gana de dormir, todo concurría en él a dar la impresión nueva y profética de la majestad fatal. El rectángulo de su barba blanca, sustituyendo al rectángulo igual de su barba rubia, le transformaba tan perfectamente que, al observar que aquel subteniente que yo había conocido tenía cinco galones, mi primera idea fue felicitarle, no por haber ascendido a coronel, sino por estar tan bien de coronel, disfraz para el cual parecía haber tomado prestado el uniforme, el aire grave y triste del oficial superior que fue su padre. En otro, la barba blanca que sustituía a la barba rubia, como el rostro seguía siendo vivaz, sonriente y joven, no hacía más que hacerle parecer más rojo y más militante, aumentaba el brillo de los ojos y daba al mundano conservado joven el aire inspirado de un profeta. La transformación que el pelo blanco y otros elementos más habían operado, sobre todo en las mujeres, me habría llamado menos la atención si no fuera más que un cambio de color, lo que puede seducir a los ojos, y no un cambio de personas, lo que resultaba más perturbador para la mente. En efecto, «reconocer» a alguien, y más aún, después de no haber podido reconocerle, identificarle, es pensar en dos cosas contradictorias bajo una misma denominación, es admitir que lo que estaba aquí, el ser que recordamos, ya no está, y que lo que está es un ser que no conocíamos; es tener que pensar un misterio casi tan turbador como el de la muerte, de la que, por otra parte, es como el prefacio y el heraldo. Pues estos cambios yo sabía lo que querían decir, lo que preludiaban. Por eso aquel blanco del pelo impresionaba en las mujeres, junto con otros varios cambios. Me decían un nombre y yo me quedaba pasmado al pensar que se aplicaba a la vez a la rubia valsadora que conocí en otro tiempo y a la gruesa dama de cabello blanco que pasaba torpemente junto a mí. Con cierto rosado de la tez, este nombre era quizá lo único de común entre aquellas dos mujeres, más diferentes (la de mi memoria y la de la fiesta Guermantes) que una ingenua y una reina madre de teatro. Para que la vida hubiera podido dar a la valsadora aquel cuerpo enorme, para que hubiera podido amortiguar como con un metrónomo sus torpes movimientos, para que, quizá como única parcela común, con las mejillas, más gruesas desde luego, pero rojizas desde la juventud, hubiera podido sustituir a la ligera rubia por aquel viejo mariscal barrigudo, necesitó realizar más devastaciones y reconstrucciones que para poner una cúpula en lugar de una torre, y cuando pensábamos que semejante trabajo se había operado no en la materia inerte, sino en una carne que sólo insensiblemente cambia, el contraste impresionante entre la aparición presente y el ser que yo recordaba empujaba a este a un pasado más que lejano, casi inverosímil. Resultaba difícil reunir los dos aspectos, pensar las dos personas bajo una misma denominación; pues de la misma manera que nos cuesta trabajo pensar que un muerto fue vivo y que el que estaba vivo está hoy muerto, resulta igualmente difícil, y del mismo género de dificultad (pues la aniquilación de la juventud, la destrucción de una persona llena de fuerza y de ligereza es ya una primera nada), concebir que la que fue joven es vieja, cuando el aspecto de esta vieja, yuxtapuesto al de la joven, parece excluirlo de tal modo que, alternativamente, son la vieja, después la joven, luego otra vez la vieja quienes nos parecen un sueño, y no creemos que esto haya podido nunca ser aquello, que la materia de aquello se haya tornado a su vez en esto, sin refugiarse en otro sitio, gracias a las sabias manipulaciones del tiempo; que es la misma materia no separada del mismo cuerpo, si no tuviéramos el indicio del nombre parecido y el testimonio afirmativo de los amigos, al cual sólo la rosa, estrecha antaño entre el oro de las espigas, abierta ahora bajo la nieve, da una apariencia de verosimilitud.

Y como en la nieve, el grado de blancura del cabello parecía, en general, como un signo de la profundidad del tiempo vivido, de la misma manera que esas cumbres montañosas que, aun apareciendo a los ojos en la misma línea que otras, revelan, sin embargo, el nivel de su altitud por el grado de su nevada blancura. Ahora bien, esto no era exacto para todos, sobre todo para las mujeres. Así, los mechones de la princesa de Guermantes, que cuando eran grises y brillantes como la seda parecían plata en torno a su frente abombada, a fuerza de tornarse blancos habían adquirido un mate de lana y de estopa y parecían grises como una nieve sucia que ha perdido su esplendor.

En cuanto a los viejos cuyos rasgos habían cambiado, procuraban, sin embargo, conservar, fija en ellos en estado permanente, una de esas expresiones fugitivas que se toman para un segundo de pose y con las cuales se intenta, bien sacar partido de una ventaja exterior, o bien paliar un defecto; tenían traza de ser ya inmutables instantáneas de sí mismos.

Toda aquella gente había tardado tanto tiempo en revestir su disfraz que, generalmente, pasaba inadvertido para los que vivían con ellos. En muchos casos, hasta se les concedía un plazo en el que podían seguir bastante tiempo siendo ellos mismos. Pero entonces el disfraz aplazado se operaba más rápidamente; de todas maneras era inevitable. Yo no había encontrado nunca ninguna semejanza entre madame X y su madre, a la que sólo había conocido de vieja, con el aire de un pequeño turco muy chaparro. Y a madame X la había conocido siempre encantadora y derecha y durante mucho tiempo había seguido así, durante mucho tiempo, porque, como una persona que, antes de que llegue la noche, tiene que no olvidar revestir su disfraz de turco, se había quedado retrasada, y por eso se había encogido precipitadamente, casi de repente, y, precipitadamente, había reproducido con fidelidad el aspecto de la vieja turca de que se revistió en otro tiempo su madre.

Encontré allí a uno de mis antiguos compañeros al que, durante diez años, había visto casi todos los días. Alguien pidió que nos volvieran a presentar. Me dirigí hacia él y me dijo, con una voz que reconocí muy bien: «Es una gran alegría para mí al cabo de tantos años». Mas, para mí, ¡qué sorpresa! Aquella voz parecía emitida por un fonógrafo perfeccionado, pues si bien era la de mi amigo, salía de un hombre gordo y con el pelo gris al que yo no conocía, y me parecía, pues, que sólo artificialmente, mediante un truco de mecánica, se había alojado la voz de mi compañero bajo un grueso anciano cualquiera. Sin embargo, yo sabía que era él: la persona que nos presentó al cabo de tanto tiempo el uno al otro no tenía nada de un mistificador. El antiguo camarada me dijo que yo no había cambiado, y comprendí que él no se creía cambiado. Entonces le miré mejor. Y, en realidad, salvo que había engordado tanto, conservaba muchas cosas del tiempo pasado. Sin embargo, yo no podía comprender que fuera él. Entonces procuré recordar. En su juventud tenía los ojos azules, siempre reidores, perpetuamente móviles, en busca, evidentemente, de algo en lo que yo no había pensado, busca que debía de ser muy desinteresada, seguramente la Verdad, perseguida en perpetua incertidumbre, con una especie de travesura, de respeto errante por todos los amigos de su familia. Y, convertido en hombre político influyente, capaz, despótico, aquellos ojos azules que por lo demás no habían encontrado lo que buscaban, se habían inmovilizado, lo que les daba una mirada puntiaguda, como bajo unas cejas fruncidas. Y la expresión de jovialidad, de abandono, de inocencia, se había tornado en una expresión de astucia y de disimulo. Decididamente, me parecía que era otro, cuando de pronto oí, al decir yo una cosa, su risa, su risa loca de antaño, la risa que rimaba con la perpetua movilidad jocunda de la mirada. Algunos melómanos opinan que la música de Z orquestada por X resulta absolutamente distinta. Son matices que el vulgo no capta, pero una risa loca y contenida de un niño bajo un ojo en punta como un lápiz azul bien tallado, aunque un poco torcido, es más que una diferencia de orquestación. La risa cesó; bien me hubiera gustado reconocer a mi amigo, pero de la misma manera que, en La Odisea, Ulises se lanza sobre su madre muerta de la misma manera que un espiritista intenta en vano obtener de una aparición una respuesta que la identifique, de la misma manera que el visitante de una exposición de electricidad que no puede creer que la voz que el fonógrafo restituye inalterada sea espontáneamente emitida por una persona, yo dejé de reconocer a mi amigo.

Pero hay que hacer la reserva de que hasta las medidas del tiempo pueden ser, para ciertas personas, aceleradas o retrasadas. Hacía cuatro o cinco años había encontrado, por casualidad, en la calle a la vizcondesa de Saint-Fiacre (nuera de la amiga de los Guermantes). Sus líneas esculturales parecían asegurarle una juventud eterna. Por otra parte, era todavía joven. Pero, a pesar de sus sonrisas y de sus saludos, no pude reconocerla en una señora de unos rasgos tan alterados que la línea de su rostro no era reconstituible. Es que, desde hacía tres años, tomaba cocaína y otras drogas. Sus ojos, rodeados de negras ojeras, eran casi ojos de loca. Su boca tenía un rictus extraño. Se había levantado, me dijeron, para aquella fiesta, pues se pasaba meses sin abandonar la cama o el canapé. Resulta que el Tiempo tiene trenes expresos y especiales que conducen rápidamente a una vejez prematura. Mas por la vía paralela circulan trenes de retorno, casi igualmente rápidos. Confundí a monsieur de Courgivaux con su hijo, pues parecía más joven de lo que era (debía de haber pasado los cincuenta y no aparentaba ni treinta años). Había encontrado un médico inteligente y había suprimido el alcohol y la sal; volvió a la treintena y aquel día hasta parecía no haber llegado a ella. Es que aquella misma mañana se había cortado el pelo.

Cosa curiosa: el fenómeno de la vejez parecía, en sus modalidades, tener en cuenta ciertos hábitos sociales. Algunos grandes señores, pero que siempre habían vestido la más sencilla alpaca y habían llevado viejos sombreros de paja que no hubieran querido ponerse muchos pequeños burgueses, habían envejecido de la misma manera que los jardineros, que los campesinos en medio de los cuales vivieron. Tenían manchas pardas en las mejillas y la cara amarillenta, oscurecida como se oscurece un libro.

Y pensé también en todos los que no estaban allí, porque no podían, aquellos a quienes su secretaria, queriendo dar la ilusión de su supervivencia, disculpaban con uno de aquellos telegramas que de cuando en cuando entregaban a la princesa, en esos enfermos que llevan años muriéndose, que ya no se levantan, que ya no se mueven, e incluso, en medio de la asiduidad frívola de visitantes atraídos por una curiosidad de turistas o una confianza de peregrinos, con los ojos cerrados, pasando su rosario, rechazando a medias la sábana ya mortuoria, parecen figuras yacentes que el mal ha esculpido hasta el esqueleto en una carne rígida y blanca como el mármol, y tendidos sobre su tumba.

Por otra parte, ¿debía yo pensar que estas particularidades morirían? Siempre consideré nuestro individuo, en un momento dado del tiempo, como un pólipo en que el ojo, organismo independiente aunque compuesto, cuando pasa una partícula de polvo, guiña sin que la inteligencia lo ordene, más aún, en que el intestino, parásito escondido, se infecta sin que la inteligencia se entere; pero también en la duración de la vida, como una serie de yos yuxtapuestos pero distintos que morirían uno tras otro o hasta alternarían entre ellos, como los que en Combray tomaban para mí el lugar uno de otro cuando llegaba la noche. Pero también había visto que esas células morales que componen un ser son más duraderas que él. Había visto los vicios, el valor de los Guermantes reaparecer en Saint-Loup, y también reproducirse en él mismo sus defectos extraños y pasajeros de carácter, como el semitismo de Swann. Podía verlo aún en Bloch. Había perdido a su padre hacía unos años y, cuando le escribí en aquel momento, no pudo contestarme en seguida, pues, además de los grandes sentimientos de familia que suelen existir en las familias judías, la idea de que su padre era un hombre tan superior a todos dio a su amor por él la forma de un culto. No pudo soportar perderlo y tuvo que recluirse cerca de un año en un sanatorio. Respondió a mi pésame en un tono a la vez profundamente sentido y casi altanero: hasta tal punto me consideraba envidiable por haber tratado a aquel hombre superior cuyo coche de dos caballos hubiera él dado de buena gana a algún museo histórico. Y ahora, en su mesa de familia, la misma ira que animaba a monsieur Bloch contra monsieur Nissim Bernard animaba a Bloch contra su suegro. Le hacía en la mesa los mismos desplantes. Lo mismo que al oír hablar a Cottard, a Brichot, a tantos otros, sintiera yo que, por la cultura y la moda, una sola ondulación propaga en toda la extensión del espacio las mismas maneras de decir, de pensar, así, en toda la duración del tiempo, grandes olas de fondo levantan, de las profundidades de los tiempos, las mismas iras, las mismas tristezas, las mismas bravuras, las mismas manías a través de las generaciones superpuestas, pues cada sección tomada en varias de una misma serie ofrece la repetición, como las sombras sobre pantallas sucesivas, de un cuadro tan idéntico, aunque a menudo menos insignificante, como el que enfrentaba de la misma manera a Bloch con su suegro, a monsieur Bloch padre con monsieur Nissim Bernard, y a otros que yo no conocía.

Había hombres que yo sabía que eran parientes de otros y nunca había pensado que tuvieran un rasgo común; admirando el viejo eremita de cabello blanco en que se había convertido Legrandin, de pronto observé en la parte plana de sus mejillas, y puedo decir que lo descubrí con una satisfacción de zoólogo, la constitución de las de su joven sobrino Leonor de Cambremer, que sin embargo no parecía tener ninguna semejanza con él; a este primer rasgo común añadí otro que no había observado en Leonor de Cambremer, después otros que no eran ninguno de los que habitualmente me ofrecía la síntesis de su juventud, de suerte que no tardé en tener de él algo así como una caricatura más verídica, más profunda que si hubiera sido literalmente semejante; el tío me parecía ahora solamente el joven Cambremer que, por diversión, hubiera tomado las apariencias del viejo que en realidad llegaría a ser, y así ya no era sólo lo que los jóvenes de antaño habían llegado a ser, sino lo que llegarían a ser los de hoy lo que con tanta fuerza me daba la sensación del Tiempo.

Desaparecidos los rasgos donde se había grabado, ya que no la juventud, sí la belleza de las mujeres, estas habían procurado hacerse otra con la cara que les quedaba, cambiando el centro, si no de gravedad, al menos de perspectiva, de su rostro, componiendo los rasgos en torno a él con arreglo a otro carácter, comenzaban a los cincuenta años una nueva especie de belleza, como quien emprende con retraso un nuevo oficio, o como quien dedica a producir remolacha una tierra que ya no sirve para la vid. En torno a estos rasgos nuevos hacían florecer una nueva juventud. Sólo las mujeres demasiado bellas o las demasiado feas no podían acomodarse a estas transformaciones. Las primeras, talladas como un mármol de líneas definitivas que no admiten ningún cambio, se pulverizaban como una estatua. Las segundas, las que tenían alguna deformidad de la cara, hasta tenían ciertas ventajas sobre las bellas. En primer lugar, eran las únicas a las que se reconocía en seguida. Se sabía que no había en París dos bocas como aquellas y esto me hacía reconocerlas en aquella fiesta donde ya no reconocía a nadie. Y, además, ni siquiera parecían haber envejecido. La vejez es algo humano; ellas eran monstruos y no parecían haber «cambiado», como no cambia una ballena.

Algunos hombres, algunas mujeres no parecían haber envejecido; tenían el tipo igual de esbelto, la cara igual de joven. Pero si, para hablarles, nos acercábamos mucho a la cara lisa de piel y fina de líneas, entonces la veíamos muy diferente, como ocurre con una superficie vegetal, con una gota de agua o de sangre miradas con microscopio. Entonces distinguía múltiples manchas grasosas sobre la piel que había creído tersa y me la hacían repugnante. Tampoco las líneas resistían a esta lente de aumento. De cerca, se quebraba la de la nariz, se redondeaba, invadida por los mismos círculos aceitosos que el resto de la cara; y, de cerca, los ojos se internaban bajo unas bolsas que destruían el parecido del rostro actual con aquella cara de otro tiempo que habíamos creído encontrar de nuevo. De suerte que, si aquellos invitados eran jóvenes vistos de lejos, su edad aumentaba al engrosar la cara y al observar nosotros sus diferentes planos; dependían del espectador, que tenía que situarse a la debida distancia para ver aquellas caras y dirigirles sólo esas miradas lejanas que disminuyen el objeto como el cristal que elige el óptico para un présbita; en ellas la vejez, como la presencia de los infusorios en una gota de agua, era determinada por el progreso, más que de los años, del grado de la escala en la visión del observador.

Las mujeres procuraban permanecer en contacto con lo que había sido lo más individual de su atractivo, pero muchas veces la materia nueva de su rostro no se prestaba a ello[45]. Daba miedo pensar en los períodos que habían debido transcurrir para que se produjese pareja revolución en la geología de un rostro, ver las erosiones trazadas a lo largo de la nariz, los enormes aluviones que, bordeando las mejillas, rodeaban toda la cara con sus masas opacas y refractarias.

Desde luego algunas mujeres eran todavía muy reconocibles, la cara seguía siendo casi la misma, y no habían hecho más que revestirse, como en obsequio a una armonía adecuada a la estación, la cabellera gris que era su adorno de otoño. Pero en otras, y también en algunos hombres, la transformación era tan completa, la identificación tan imposible —por ejemplo, entre el gran libertino que recordábamos y el viejo monje que teníamos ante los ojos—, que aquellas fabulosas transformaciones hacían pensar, más aún que en el arte del actor, en el de ciertos prodigiosos mimos, cuyo prototipo sigue siendo Fregoli. A la anciana le daban ganas de llorar al darse cuenta de que la indefinible y melancólica sonrisa que antes constituyera su encanto no podía ya irradiar hasta la superficie de aquella máscara de yeso que la vejez le había aplicado. Luego, desanimada de pronto de la posibilidad de agradar, pareciéndole más inteligente resignarse, se servía de ella como de una máscara de teatro para hacer reír. Pero casi todas las mujeres se esforzaban sin tregua por luchar contra la edad y tendían el espejo de su rostro hacia la belleza que se alejaba como un sol poniente y cuyos últimos rayos querían apasionadamente conservar. Para conseguirlo, algunas procuraban aplanar, estirar la blanca superficie, renunciando a la gracia de unos hoyitos amenazados, a la picardía de una sonrisa condenada y ya medio desarmada; mientras que otras, al ver definitivamente desaparecida la belleza y obligadas a refugiarse en la expresión, como quien compensa con el arte de la dicción la pérdida de la voz, se agarraban a una mueca, a una pata de gallo, a una mirada vaga, a veces a una sonrisa que, por la incoordinación de unos músculos que ya no obedecían, les daba la apariencia de estar llorando.

Además, incluso en hombres que sólo habían sufrido un ligero cambio, el bigote blanco, etc., se notaba que no era un cambio positivamente material. Era como si los viéramos a través de un vapor coloreante, de un cristal pintado que cambiara el aspecto de su rostro, pero que, sobre todo, por la turbiedad que le daba, mostrara que lo que nos permitía ver «de tamaño natural» estaba en realidad muy lejos de nosotros, cierto que en una lejanía diferente de la del espacio, pero al fondo de la cual, como en otra orilla, notábamos que a ellos les era tan difícil reconocernos como a nosotros reconocerlos a ellos. Quizá únicamente madame de Forcheville, como si le hubieran inyectado un líquido, una especie de parafina que hincha la piel pero le impide cambiar, parecía una cocotte de otro tiempo «disecada» para siempre.

Partimos de la idea de que las personas siguen siendo las mismas y las encontramos viejas. Pero si partimos de la idea de que son viejas, volvemos a encontrarlas, ya no nos parecen tan mal. En cuanto a Odette, no era solamente esto; conociendo su edad y esperando encontrarse con una mujer vieja, su aspecto parecía un desafío a las leyes de la cronología, más milagroso que la conservación del radium a las de la naturaleza. Si no la reconocí en el primer momento no fue porque había cambiado, sino porque no había cambiado. Dándome cuenta desde hacía una hora de lo nuevo que el tiempo añadía a los seres y que había que restar para encontrarlos como yo los había conocido, ahora hacía rápidamente este cálculo y, sumándole a la antigua Odette los años que habían pasado sobre ella, el resultado que encontré fue una persona que me pareció que no podía ser la que tenía ante los ojos, precisamente porque esta era como la de antes. ¿Qué parte correspondía a los afeites, al tinte? Bajo su pelo dorado completamente liso —un poco un moño alborotado como de muñeca mecánica sobre una cara asombrada e inmutable, también de muñeca—, al que se superponía un sombrero de paja también plano, de la Exposición de 1878 (donde, ciertamente, habría sido entonces, y sobre todo si hubiera tenido entonces la edad de hoy, la más fantástica maravilla), parecía una cupletista que viniera a cantar su número en una revista de fin de año, pero de la Exposición de 1878 representada por una mujer todavía joven.

También pasaba junto a nosotros un ministro anterior a la época de Boulanger, y que lo era de nuevo, dirigiendo a las damas una sonrisa temblona y lejana, pero como aprisionada en los mil lazos del pasado, como un pequeño fantasma paseado por una mano invisible, disminuido de estatura, cambiado en su sustancia y como si fuera una reducción de sí mismo en piedra pómez. Este antiguo presidente del Consejo, tan bien recibido en el Faubourg Saint-Germain, había estado envuelto en causa criminal, execrado por el gran mundo y por el pueblo. Pero gracias a la renovación de los individuos que componen uno y otro, y, en los individuos subsistentes, de las pasiones y hasta de los recuerdos, nadie lo sabía ya y se le rendían honores. Por eso no hay humillación, por grande que sea, a la que no debamos resignarnos fácilmente, sabiendo que, al cabo de unos años, nuestras enterradas faltas no serán ya más que un polvo invisible sobre el que sonreirá la paz jocunda y florida de la naturaleza. Por el juego de equilibrio del tiempo, el individuo momentáneamente tarado se encontrará entre dos capas sociales nuevas que no tendrán para él más que deferencia y admiración, y sobre las cuales se acomodará fácilmente.

Pero es un trabajo que corresponde sólo al tiempo; y en el momento de sus cuitas nada puede consolar a este individuo de que la joven lechera de enfrente haya oído llamarle chéquard[46] a la multitud que le enseñaba el puño cuando entraba en el coche celular, esa joven lechera que no ve las cosas en el plano del tiempo, que ignora que los hombres a quienes inciensa el diario de la mañana fueron en otro tiempo mal vistos y que el hombre que en este momento está al borde de la cárcel y que quizá, pensando en esa joven lechera, no tendrá las palabras humildes que le valdrían su simpatía, será un día celebrado por la prensa y buscado por las duquesas. Y el tiempo aleja de la misma manera las querellas de familia. Y en casa de la princesa de Guermantes se veía un matrimonio en el que el marido y la mujer tenían por tíos, hoy muertos, a dos hombres que no se habían contentado con abofetearse, sino que uno de ellos, para humillar más al otro, le envió como testigos a su portero y a su mayordomo, considerando que unos hombres del gran mundo eran demasiado para él. Pero estas historias dormían en los periódicos de treinta años atrás y nadie las conocía ya. De suerte que el salón de la princesa de Guermantes estaba alumbrado, olvidadizo y florido como un tranquilo cementerio. El tiempo no sólo había destruido en él a antiguas criaturas: había hecho posibles, había creado allí asociaciones nuevas.

Volviendo a aquel hombre político, a pesar de su cambio de sustancia física, tan profundo como las ideas morales que ahora despertaba en el público, en una palabra: a pesar de los años pasados desde que fuera presidente del Consejo, formaba parte del nuevo gabinete, cuyo presidente le dio una cartera, un poco como esos directores de teatro dan un papel a una de sus antiguas compañeras, retiradas desde hace mucho tiempo, pero a la que consideran todavía más capaz que las jóvenes de desempeñar con acierto un papel, sabiendo, además, que se encuentra en difícil situación financiera, y que, con cerca de ochenta años, muestra todavía al público su talento casi intacto con esa continuación de la vida que, después, nos sorprende haber podido comprobar unos días antes de la muerte.

Pero, en cambio, en madame de Forcheville resultaba tan milagroso que ni siquiera se podía decir que había rejuvenecido, sino más bien que, con todos sus carmines, con todos sus tintes, había reflorecido. Más aún que la encarnación de la Exposición Universal de 1878, habría sido en una exposición vegetal de hoy la curiosidad y el punto fuerte. Para mí, por lo demás, no parecía decir: «Soy la Exposición de 1878», sino más bien: «Soy la Avenida de las Acacias de 1892». Parecía que pudiera serlo aún. Además, precisamente porque no había cambiado, parecía vivir apenas. Semejaba una rosa esterilizada. La saludé, buscó durante un tiempo mi nombre en mi cara, como un alumno busca en la del profesor que le examina una respuesta que le sería más fácil encontrar en su propia cabeza. Le dije mi nombre y en seguida, como si, gracias al encantamiento de este nombre, hubiera perdido yo la apariencia de arbusto o de canguro que seguramente me había dado la edad, me reconoció y se puso a hablarme con aquella voz tan particular que a los que la habían aplaudido en los teatrillos les maravillaba, cuando estaban invitados a almorzar con ella, encontrar de nuevo en cada una de sus palabras, durante toda la charla, todo el tiempo que quisieran. Era la misma voz de antes, inútilmente cálida, cautivadora, con una pizca de acento inglés. Y, sin embargo, así como sus ojos parecían mirarme desde una ribera lejana, su voz era triste, casi suplicante, como la de los muertos en La Odisea. Odette hubiera podido actuar todavía en el teatro. Y la felicité por su juventud.