—Comprendo lo que quiere decirme —me replicó monsieur de Charlus—, y monsieur Barres, que nos ha hecho hacer, desgraciadamente, tantas peregrinaciones a la estatua de Estrasburgo y a la tumba de monsieur Déroulede, ha estado emocionante y gracioso cuando escribió que la misma catedral de Reims era menos importante que la vida de nuestros infantes. Aserto este que hace bastante ridícula la ira de nuestros periódicos contra el general alemán que mandaba allí y que decía que la catedral de Reims valía menos para él que la vida de uno de sus soldados. Por lo demás, lo que es exasperante y desolador es que cada país dice lo mismo. Las razones en las que se fundan las asociaciones industriales de Alemania para declarar la posesión de Belfort indispensable para preservar su nación contra nuestras ideas de desquite son las mismas que las de Barres al exigir Maguncia para protegernos contra las veleidades de invasión de los boches. ¿Por qué la restitución de Alsacia-Lorena le pareció a Francia un motivo insuficiente para hacer la guerra, un motivo suficiente para continuarla, para declararla de nuevo cada año? Usted parece creer que la victoria está ya segura para Francia; yo lo deseo de todo corazón, no lo dude. Pero, en fin, desde que los aliados, con razón o sin ella, se creen seguros de vencer (naturalmente, yo estaría encantado de esta solución, pero veo, sobre todo, muchas victorias en el papel, victorias pírricas, con un costo que no nos dicen) y los boches no se creen ya seguros de vencer, vemos a los alemanes tratando de acelerar la paz, a Francia prolongando la guerra, esa Francia que es la Francia justa y tiene razón para hacer oír palabras de justicia, pero que es también la dulce Francia y debería hacer oír palabras de piedad, aunque sólo fuera por sus propios hijos y porque las flores que renazcan cada primavera iluminen otra cosa que no sean tumbas. Sea franco, querido amigo, usted mismo me hizo una teoría sobre las cosas que sólo existen gracias a una creación perpetuamente recomenzada. La creación del mundo no se hizo de una vez para siempre, me decía usted; se hace necesariamente cada día. Pues bien, si usted es de buena fe, no puede exceptuar de esta teoría la guerra. Por más que nuestro excelente Norpois escriba (sacando uno de esos accesorios de retórica que tan caros le son, «el alba de la victoria» y «el General Invierno»): «Ahora que Alemania ha querido la guerra, la suerte está echada», la verdad es que cada mañana se declara de nuevo la guerra. Luego el que quiere continuarla es tan culpable como el que la empezó, quizá más, pues el primero quizá no preveía todos sus horrores. Y nada nos dice que una guerra tan prolongada, aunque su resultado sea victorioso, carezca de peligro. Es difícil hablar de cosas que no tienen precedente y de las repercusiones sobre el organismo de una operación que se intenta por primera vez. Cierto que, generalmente, las novedades que nos alarman se pasan muy bien. Los republicanos más prudentes pensaban que era una locura la separación de la Iglesia. Ha pasado sin dificultad. Dreyfus, rehabilitado; Picquart, ministro de la Guerra, sin que nadie se llame a escándalo. Pero ¡qué no puede temerse de una fatiga como la de una guerra ininterrumpida durante varios años! ¿Qué harán los hombres a la vuelta? ¿No les habrá enloquecido o destrozado la fatiga? Todo eso podría resultar mal, si no para Francia, al menos para el gobierno, puede que hasta para la forma de gobierno. Usted me dio a leer en otro tiempo el admirable libro Aimée de Coigny, de Maurras. Me extrañaría mucho que alguna Aimée de Coigny no esperara del desarrollo de la guerra que hace la República lo que en 1812 esperó Aimée de Coigny de la guerra que hacía el Imperio. Si existe la Aimée actual, ¿se realizarán sus esperanzas? Yo no lo deseo. Volviendo a la guerra misma, el primero que la empezó ¿es el emperador Guillermo? Lo dudo mucho. Y silo es, qué otra cosa ha hecho que Napoleón, por ejemplo, cosa que a mí me parece abominable, pero que me asombra que inspire tanto horror a los turiferarios de Napoleón, a los que el día de la declaración de guerra exclamaron como el general Pau: «Esperaba este día desde hace cuarenta años. Es el más hermoso de mi vida». Dios sabe que nadie protestó con más energía que yo cuando se dio en la sociedad un lugar desproporcionado a los nacionalistas, a los militares, cuando todo amigo de las artes era acusado de ocuparse de cosas funestas ala patria, cuando toda civilización no belicosa era deletérea. Un hombre del auténtico gran mundo apenas contaba al lado de un general. Una loca estuvo a punto de presentarme a monsieur Syveton. Me dirá usted que lo que yo me esforzaba por mantener no eran más que las reglas mundanas. Pero estas reglas, a pesar de su aparente frivolidad, quizá hubieran impedido muchos excesos. Yo he honrado siempre a los que defienden la gramática o la lógica. Pasados cincuenta años, la gente se da cuenta de que ha conjurado grandes peligros. Nuestros nacionalistas son los más germanófobos, los más intransigentes de los hombres. Pero al cabo de quince años su filosofía ha cambiado por completo. En realidad, propugnan la continuación de la guerra. Pero no es más que por exterminar una raza belicosa y por amor a la paz. Pues una civilización guerrera, que hace quince años les parecía tan hermosa, ahora les horroriza; no sólo reprochan a Prusia haber hecho predominar en ella el elemento militar, sino que en todo tiempo piensan quedas civilizaciones militares fueron destructoras de todo lo que ahora les parece tan valioso, no sólo las artes, sino hasta la galantería. Basta que uno de sus críticos se convierta al nacionalismo para que resulte, sin más, un amigo de la paz. Está convencido de que en todas las civilizaciones guerreras la mujer tenía un papel humillado y bajo. No se atreven a contestarle que las «damas» de los caballeros de la Edad Media y la Beatriz de Dante estaban quizá en un trono tan elevado como las heroínas de monsieur Becque. Yo espero encontrarme un día de estos sentado a la mesa después de un revolucionario ruso o simplemente después de uno de nuestros generales que hacen la guerra por odio a la guerra y para castigar a un pueblo por cultivar un ideal que, hace quince años, ellos mismos consideraban el único tonificante. Hace unos meses todavía se honraba al infortunado zar porque reunió la conferencia de La Haya. Pero ahora que se saluda a la Rusia libre se olvida el título que permitía glorificarle. Así gira la rueda del mundo. Y, sin embargo, Alemania emplea las mismas expresiones que Francia hasta tal punto que parece que la cita; no se cansa de decir que «lucha por la existencia». Cuando leo: «Luchamos contra un enemigo implacable y cruel hasta obtener una paz que nos garantice en el futuro contra toda agresión y para que la sangre de nuestros bravos soldados no haya corrido en vano», o bien: «Quien no está con nosotros está contra nosotros», no sé si esta frase es del emperador Guillermo o de monsieur Poincaré, pues, con algunas variantes, uno y otro la han pronunciado veinte veces, si bien debo confesar que, en este caso, ha sido el emperador quien ha imitado al presidente de la República. Si Francia no hubiera seguido siendo débil, quizá no habría tenido tanto empeño en prolongar la guerra, pero, sobre todo, Alemania no habría tenido acaso tanta prisa por terminarla si no hubiera dejado de ser fuerte. De ser tan fuerte, pues fuerte ya verá usted que lo es todavía.

Monsieur de Charlus había tomado la costumbre de hablar muy alto, por nerviosismo, por buscar salidas para unas impresiones de las que —no habiendo cultivado ningún arte— tenía que desprenderse, como un aviador de sus bombas, aunque fuera en pleno campo, allí donde sus palabras no llegaban a nadie, y sobre todo en el mundo donde caían también al azar y donde le escuchaban por snobismo, porque creían en él, y, hasta tal punto tiranizaba al auditorio, puede decirse que por fuerza y hasta por miedo. En los bulevares esta arenga era, además, una prueba de desprecio por los transeúntes, que no le hacían bajar la voz, como no le hacían desviar su camino. Pero llamaba la atención, sorprendía, y sobre todo hacía inteligibles a unas personas que volvían la cabeza aquellas palabras que podían hacernos detener por derrotistas. Se lo dije a monsieur de Charlus sin otro resultado que el de provocar su hilaridad.

—Reconocerá usted que sería gracioso —dijo—. Después de todo —añadió—, quién sabe, cualquiera de nosotros está expuesto cada noche a salir en los sucesos del día siguiente. En fin, ¿por qué no me van a fusilar a mí en los fosos de Vincennes? Lo mismo le ocurrió a mi tío abuelo el duque de Enghien. La sed de sangre noble enloquece a cierto populacho, que en esto se muestra más refinado que los leones. Ya sabe usted que a estos animales les bastaría, para echarse sobre ella, que madame Verdurin tuviera un arañazo en las narices. En lo que, en mi juventud, llamaríamos sus napias.

Y se echó a reír a carcajadas como si estuviéramos solos en un salón.

A veces, viendo a unos individuos bastante sospechosos que al paso de monsieur de Charlus salían de la sombra y se concentraban a cierta distancia de él, pensaba yo si le sería más agradable dejándole solo o no dejándole, como ocurre cuando encontramos a un viejo propenso a frecuentes ataques epileptiformes y, al ver por la incoherencia del paso la inminencia probable de un ataque, nos preguntamos si nuestra compañía es deseada como un apoyo o más bien temida como un testigo al que se quisiera ocultar la crisis y cuya sola presencia bastará quizá para apresurarla, mientras que quizá la calma absoluta lograra conjurarla. Pero la posibilidad del acontecimiento del que no sabemos si debemos apartarnos o no, se revela en el enfermo por las vueltas que da como un hombre borracho, mientras que, en monsieur de Charlus, estas diversas posiciones divergentes, señal de un posible incidente en el que no estaba bien seguro si el barón deseaba o temía que mi presencia le impidiera producirse, las ocupaba, como por un ingenioso truco de teatro, no el barón mismo, que seguía hacia delante muy derecho, sino todo un círculo de comparsas. De todos modos, creo que prefería evitar el encuentro, pues me llevó a una calle transversal, más oscura que el bulevar, y en la que, sin embargo, no dejaba este de verter, a menos que afluyeran hacia él, soldados de todas las armas y de todas las naciones, aflujo juvenil, compensador y consolador para monsieur de Charlus, de aquel reflujo de todos los hombres en la frontera que, neumáticamente, hizo el vacío en París en los primeros tiempos de la movilización. Monsieur de Charlus no cesaba de admirar los brillantes uniformes que pasaban ante nosotros y que hacían de París una ciudad tan cosmopolita como un puerto, tan irreal como un decorado de pintor que sólo ha levantado unas arquitecturas como un pretexto para agrupar los trajes más variados y más esplendorosos. Conservaba todo su respeto y todo su afecto a ciertas grandes damas acusadas de derrotismo, como en otro tiempo a las que fueron acusadas de dreyfusismo. Sólo lamentaba que, al rebajarse a hacer política, hubieran dado lugar «a las polémicas de los periodistas». Para él nada había cambiado en relación con ellas. Pues su frivolidad era tan sistemática que el linaje, unido a la belleza y a otros prestigios, era lo duradero, mientras que la guerra, como el asunto Dreyfus, eran modas vulgares y pasajeras. Así fusilaran a la duquesa de Guermantes por intento de paz separada con Austria, él la consideraría siempre tan noble y no más degradada que como vemos hoy a María Antonieta por haber sido condenada a la guillotina. En aquel momento, monsieur de Charlus, noble como una especie de Saint-Vallier o de Saint-Mégrin, iba erguido, rígido, solemne, hablaba gravemente, no se le notaba, por un momento, ninguna de esas maneras que denuncian a los de su gremio. Y, sin embargo, ¿por qué no puede haber ninguno que tenga alguna vez una voz absolutamente normal? Hasta cuando se aproximaba al tono más grave, la suya era desafinada, necesitada de un afinador. Por otra parte, monsieur de Charlus no sabía literalmente qué hacer, y levantaba a menudo la cabeza con el pesar de no tener unos prismáticos, que por lo demás no le hubieran servido de mucho, pues, por causa de los zepelines de la víspera, que habían alertado la vigilancia de los poderes públicos, había militares en mayor número que de costumbre, los había hasta en el cielo. Los aeroplanos que, unas horas antes, viera yo poner en el cielo azul unas manchas oscuras como insectos, pasaban ahora como luminosos brulotes en la noche, más profunda aún por la extinción parcial de los reverberos. La mayor impresión de belleza que nos hacían sentir aquellas estrellas humanas y fugaces era quizá sobre todo hacer mirar al cielo, hacia el cual levantamos poco los ojos habitualmente. En aquel París cuya belleza había visto yo, en 1914, amenazada y casi sin defensa, por el enemigo que se acercaba, había ciertamente, ahora como entonces, el mismo esplendor antiguo de una luna cruelmente, misteriosamente serena, que derramaba en los monumentos todavía intactos la inútil belleza de su luz; pero como en 1914, y más que en 1914, había también otra cosa, luces diferentes, resplandores intermitentes que, fueran de los aeroplanos, fueran de los reflectores de la torre Eiffel, sabíamos dirigidos por una voluntad inteligente, por una vigilancia amiga que producía aquella misma clase de emoción, que inspiraba aquella misma especie de gratitud y de calma que yo había experimentado en el cuarto de Saint-Loup, en la celda de aquel claustro militar donde tantos corazones fervientes y disciplinados ejercitaban antes de que se consumase un día, sin la menor vacilación, en plena juventud, su sacrificio.

Después de la incursión de la antevíspera, en la que el cielo estuvo más agitado que la tierra, se calmó como el mar después de una tempestad. Mas, como el mar después de una tempestad, no había recobrado aún su calma absoluta. Todavía ascendían aeroplanos como cohetes a reunirse con las estrellas, y los reflectores paseaban lentamente, en el cielo parcelado como un pálido polvo de astros, de errantes vías lácteas. Pero los aeroplanos iban a insertarse en medio de las constelaciones, y al ver aquellas «estrellas nuevas» hubiéramos podido creernos efectivamente en otro hemisferio. Monsieur de Charlus me dijo su admiración por aquellos aviadores, y como no podía menos de dar libre curso a su germanofilia lo mismo que a sus otras inclinaciones, a la vez que las negaba, explicaba:

—De todos modos, debo añadir que admiro lo mismo a los alemanes que suben en sus gothas. Y en los zepelines, ¡qué valor hace falta! Son unos héroes, simplemente unos héroes. ¿Qué importa que tiren sobre civiles, puesto que las baterías tiran contra ellos? ¿Le dan a usted miedo los gothas y el cañón?

Le dije que no, y quizá me equivocaba. Como la pereza me había acostumbrado a ir aplazando mi trabajo para el día siguiente, me figuraba que podía ocurrir lo mismo con la muerte. ¿Cómo se va a tener miedo de un cañón cuando se está convencido de que ese día no nos alcanzará? Por otra parte, vistas aisladamente aquellas ideas de bombas lanzadas, de muerte posible, no añadían para mí nada trágico a la imagen que yo me formaba del paso de las aeronaves alemanas, hasta que una de ellas, sacudida, segmentada a mis ojos por las oleadas de bruma de un cielo agitado, de un aeroplano que, aunque le sabía mortífero, lo imaginaba sólo estelar y celeste, viera una noche el gesto de la bomba lanzada hacia nosotros. Pues la realidad originaria de un peligro se percibe únicamente en esa cosa nueva, irreductible a lo que ya sabemos, que se llama una impresión y que muchas veces, como en este caso, se resume en una línea, una línea que describía una intención, una línea en la que había el poder latente de una realización que la deformaba, mientras que en el puente de la Concordia, en torno al aeroplano amenazador y acorralado, y como si se reflejaran en las nubes las fuentes de los Champs-Elysées, de la plaza de la Concordia y de las Tullerías, los surtidores luminosos de los proyectores se doblaban en el cielo, líneas plenas de intenciones también, de intenciones previsoras y protectoras, de hombres poderosos y sabios a los que, como una noche en el cuartel de Doncieres, estaba yo agradecido de que su fuerza se dignara tomarse el trabajo, con aquella precisión tan bella, de velar por nosotros.

La noche era tan hermosa como en 1914, y París estaba tan amenazado como entonces. La luna parecía como un suave magnesio continuo que permitía tomar, por última vez, unas imágenes nocturnas de aquellos bellos conjuntos como la plaza Vendóme, la plaza de la Concordia, a los que el miedo que yo tenía de los obuses que acaso iban a destruirlos daba por contraste, en su belleza todavía intacta, una especie de plenitud, y como si se tendieran hacia adelante, ofreciendo a los golpes sus arquitecturas indefensas.

—¿No tiene usted miedo? —repitió monsieur de Charlus—. Los parisienses no se dan cuenta. Me dicen que madame Verdurin da reuniones todos los días. Sólo lo sé porque lo dicen, yo no sé absolutamente nada de ellos, he roto por completo —añadió bajando no solamente los ojos como si pasara un telegrafista, sino también la cabeza, los hombros, y levantando el brazo con el gesto que significa, si no «yo me lavo las manos», al menos «no puedo decirle nada» (aunque yo nada le preguntaba)—. Ya sé que Morel sigue yendo mucho a esa casa —me dijo, y fue la primera vez que volvió a hablarme de él—. Dicen que añora mucho el pasado, que desea reconciliarse conmigo —añadió, demostrando a la vez la misma credulidad del hombre del Faubourg que dice: «Se habla mucho de que Francia está tratando más que nunca con Alemania y hasta de que se han iniciado ya las negociaciones» y del enamorado que no se da por vencido ni por los mayores sofiones—. En todo caso, si lo desea, no tiene más que decirlo, yo soy más viejo que él, no me toca a mí dar el primer paso.

Y, desde luego, no necesitaba decirlo, tan evidente era. Pero, además, ni siquiera era sincero, y por eso se sentía uno tan violento por monsieur de Charlus, pues se notaba que al decir que no le tocaba a él dar el primer paso, lo que hacía era darlo, esperando que yo me ofreciese a encargarme de la reconciliación.

Yo conocía, por supuesto, esta credulidad, inocente o fingida, de las personas enamoradas de alguien o que, simplemente, no son recibidas en casa de alguien, y atribuyen a ese alguien un deseo que, sin embargo, no ha manifestado, a pesar de fastidiosas solicitaciones. Mas por el acento súbitamente trémulo con que monsieur de Charlus tartamudeó estas palabras, por la mirada turbia que vacilaba en el fondo de sus ojos, tuve la impresión de que allí había otra cosa que una simple insistencia. No me equivocaba, y contaré en seguida los dos hechos que me lo demostraron retrospectivamente (me anticipo en muchos años al segundo de estos hechos, posterior a la muerte de monsieur de Charlus, muerte que no se produjo hasta mucho después, y tendremos ocasión de volver a verle varias veces muy diferente de como le hemos conocido, y sobre todo la última vez, en una época en que había olvidado por completo a Morel). En cuanto al primero de estos hechos, se produjo sólo dos o tres años después de la noche en que yo bajé por los bulevares con monsieur de Charlus. En fin, a los dos años de aquella noche encontré a Morel. Pensé en seguida en monsieur de Charlus, en la alegría que le daría volver a ver al violinista, e insistí para que fuera a verle, aunque sólo fuese una vez.

—Ha sido bueno con usted —le dije—, ya es viejo, puede morir, hay que olvidar las viejas querellas y borrar las huellas de la riña. —Morel pareció enteramente de mi opinión en cuanto a que la reconciliación era deseable, pero se negó categóricamente a hacer ni una sola visita a monsieur de Charlus—. Hace usted mal —le dije—. ¿Es por testarudez, por pereza, por maldad, por amor propio mal entendido, por virtud (tenga la seguridad de que no será atacada), por coquetería?

Entonces el violinista, contrayendo la cara para una confesión que seguramente le costaba mucho, me contestó temblando:

—No, no es nada de todo eso; la virtud me tiene sin cuidado; ¿por maldad?, al contrario, empiezo a tenerle lástima; tampoco por coquetería, sería inútil; ni por pereza, me paso días enteros sin nada que hacer. No, no es por nada de eso; es, no se lo diga nunca a nadie y soy un loco por decírselo: es, es… es… ¡por miedo! —y se echó a temblar con todos sus miembros. Le dije que no le entendía—. No, no me pregunte, no hablemos más, usted no le conoce como yo, puedo decir que no le conoce en absoluto.

—Pero ¿qué daño puede hacerle? Y menos cuando ya no habrá rencor entre ustedes. Y, además, usted sabe que en el fondo es muy bueno.

—¡Diablo, ya lo creo que lo sé! Y la delicadeza y la rectitud misma. Pero déjeme, no me hable más de eso, se lo ruego, da vergüenza decirlo: ¡tengo miedo!

El segundo hecho ocurrió después de la muerte de monsieur de Charlus. Me trajeron unos recuerdos que me dejó y una carta con triple sobre, escrita lo menos diez años antes de su muerte. Pero había estado gravemente enfermo, había tomado sus disposiciones, luego se restableció antes de caer más tarde en el estado en que le veremos el día de una fiesta en casa de la princesa de Guermantes. Y la carta, que estaba en una caja fuerte con los objetos que legaba a algunos amigos, había permanecido allí siete años, siete años durante los cuales olvidó enteramente a Morel. La carta, escrita con una letra fina y firme, decía así:

Mi querido amigo: Los caminos de la providencia son desconocidos. A veces se vale del defecto de un ser mediocre para impedir que caiga la supereminencia de un justo. Usted conoce a Morel, de dónde salió, a qué cima quise yo elevarle, es decir, a mi nivel. Usted sabe que él prefirió volver no al polvo y a la ceniza de donde cualquier hombre, es decir, el verdadero fénix puede renacer, sino al fango donde se arrastra la víbora. Se dejó caer, lo que me preservó a mí de descender. Usted sabe que en mis armas figura la misma divisa de nuestro Señor: Inculcabis super leonem et aspidem, con un hombre que tiene bajo sus pies, como soporte heráldico, un león y una sierpe. Ahora bien, si yo pude pisotear así al propio león que soy yo, fue gracias a la serpiente y a su prudencia, a la que hace un momento llamé, ligeramente, un defecto, pues la profunda sabiduría del Evangelio hace de ella una virtud, al menos una virtud para los demás. Nuestra serpiente de los silbidos en otro tiempo armoniosamente modulados, cuando había un encantador —muy encantado por lo demás—, no era sólo musical y reptilesca: llegaba hasta la cobardía esa virtud que hoy tengo por divina, la Prudencia. Fue esa divina prudencia la que le hizo resistir a las invitaciones que le envié para que volviera a verme, y no tendré yo paz en este mundo ni esperanza de perdón en el otro si no se lo confieso a usted. En esto fue él el instrumento de la Sabiduría divina, pues yo estaba decidido, no saldría vivo de mi casa. Uno de los dos tenía que desaparecer. Estaba resuelto a matarle. Dios le aconsejó la prudencia para librarme de un crimen. Estoy seguro de que la intercesión del Arcángel Miguel, mi santo patrono, desempeñó en esto un gran papel y le suplicó que me perdone por haberle abandonado tanto durante muchos años y haber respondido tan mal a las innúmeras bondades que me ha demostrado, muy especialmente en mi lucha contra el mal. Debo a este Siervo de Dios, lo digo en la plenitud de mi fe y de mi inteligencia, que el Padre celestial inspirara a Morel que no viniera. Y ahora soy yo el que me muero.

Su devoto amigo, Semper idem,

P. G. Charlus

Entonces comprendí el miedo de Morel; cierto que en esta carta había mucho de orgullo y de literatura. Pero la confesión era verdadera. Y Morel sabía mejor que yo que el «ribete casi de loco» que madame de Guermantes encontraba en su cuñado no se limitaba, como yo había creído hasta entonces, a aquellas momentáneas exteriorizaciones de rabia superficial e inoperante.

Pero hay que volver atrás. Bajo por los bulevares con monsieur de Charlus, que acaba de tomarme como una especie de intermediario para negociaciones de paz entre él y Morel. Al ver que no contesto: «Además, no sé por qué no toca; con el pretexto de la guerra, ya no se hace música, pero se baila, se come fuera de casa. Las fiestas cumplen lo que, si los alemanes siguen avanzando, será quizá los últimos días de nuestra Pompeya. Y esto será lo que le salve de la frivolidad. A poco que la lava de algún Vesubio alemán (sus cañones de marina no son menos terribles que un volcán) venga a sorprenderlas en su toilette y eternice su gesto interrumpiéndolo, los niños se instruirán pasado el tiempo mirando en los libros de clase ilustrados a madame Molé disponiéndose a ponerse una última capa de pintura antes de ir a comer a casa de una cuñada, o a Sosthènes de Guermantes acabando de pintarse sus cejas falsas; será tema de clase para los futuros Brichot; pasados diez siglos sobre la frivolidad de una época, llega a ser materia de la más grave erudición, sobre todo si la ha conservado intacta una erupción volcánica o unas materias análogas a la lava proyectadas por bombardeo. ¡Qué documentos para la historia futura cuando unos gases asfixiantes análogos a los que emitía el Vesubio y unos derrumbamientos como los que enterraron Pompeya conserven intactas todas las últimas[21] imprudentes que todavía no han mandado para Bayonne sus cuadros y sus estatuas! Por otra parte, ¿no es ya, desde hace un año, cada noche, una Pompeya en fragmentos esas gentes que se refugian en los sótanos, y no para llevarse de ellos alguna vieja botella de Mouton Rothschild o de Saint-Emilion, sino para esconder con ellos lo más valioso que poseen, como los sacerdotes de Herculano sorprendidos por la muerte en el momento en que llevaban los vasos sagrados? Es siempre el apego al objeto lo que determina la muerte del poseedor. París no fue fundado, como Herculano, por Hércules. Pero ¡cuántas semejanzas resaltan! Y esta lucidez que nos es dada no es sólo de nuestra época, todas la han tenido. Así como yo pienso que podemos sufrir mañana la suerte de las ciudades del Vesubio, estas pensaban que las amenazaba la suerte de las ciudades malditas de la Biblia. En una casa de Pompeya se encontró esta reveladora inscripción: Sodoma, Gomorra».

No sé si fue este nombre de Sodoma y las ideas que despertó en él, o si fue la palabra «bombardeo», lo que hizo que monsieur de Charlus levantara un momento los ojos al cielo, pero en seguida los bajó de nuevo.

—Yo admiro a todos los héroes de esta guerra —dijo—. Mire, querido amigo, los soldados ingleses, a los que al principio de la guerra consideraba yo, con cierta ligereza, unos simples jugadores de fútbol lo bastante presuntuosos como para medirse con los profesionales —¡y qué profesionales!—, ya ve usted, nada más que estéticamente son ni más ni menos que unos atletas de Grecia, tal como se lo digo, de Grecia, querido amigo, son los mancebos de Platón, o más bien espartanos. Tengo un amigo que estuvo en Ruán, donde tienen su campamento, y ha visto maravillas, verdaderas maravillas de las que no tenemos ni idea. Ya no es Ruán, es otra ciudad. Claro es que existe también el antiguo Ruán con los santos demacrados de la catedral. También esto es bello, desde luego, pero es otra cosa. ¡Y nuestros poilus[22]! No sé decirle el sabor que yo encuentro a nuestros poilus, a los pequeños parigots[23], mire, como ese que pasa, con su aire tan despabilado y tan gracioso. A veces los paro, entablo una pizca de conversación con ellos, ¡qué gracia, qué buen sentido! Y los provincianos, ¡qué divertidos, qué simpáticos, con su «r» arrastrada y su jerga de pueblo! Yo he vivido siempre mucho en el campo, he dormido en las casas de labranza, sé hablarles, pero nuestra admiración por los franceses no debe hacernos menospreciar a nuestros enemigos, sería rebajarnos nosotros mismos. Y no sabe usted qué soldado es el soldado alemán, no le ha visto como yo desfilar a paso de revista, al paso de la oca, unter den Linden. —Y volviendo al ideal de virilidad que me esbozara en Balbec y que con el tiempo había tomado en él una forma más filosófica, empleando, por otra parte, razonamientos absurdos, que a veces, hasta cuando acababa de mostrar su superioridad, dejaba ver la trama demasiado endeble del simple hombre del gran mundo, aunque hombre del gran mundo inteligente, añadió—: Mire, ese soberbio mocetón que es el soldado boche es un ser fuerte, sano, que no piensa más que en la grandeza de su país: Deutschland über alles, lo que no está tan mal, mientras que nosotros, mientras ellos se preparaban virilmente, nos hemos hundido en el diletantismo. —Esta palabra significaba probablemente para monsieur de Charlus algo así como literatura, pues en seguida, sin duda recordando que yo era aficionado a las letras y tuve en cierto momento la intención de dedicarme a ellas, me dio un golpecito en el hombro (aprovechando el ademán para apoyarse en mí, hasta hacerme tanto daño como en otro tiempo, cuando yo estaba haciendo el servicio militar, el retroceso del «76» contra el omóplato), me dijo para suavizar el reproche—: Sí, nos hemos hundido en el diletantismo, todos, usted también, recuérdelo, usted también puede decir como yo su mea culpa, hemos sido demasiado diletantes. —Por sorpresa ante el reproche, por falta de rapidez para la respuesta, por deferencia hacia mi interlocutor, por reacción afectuosa ante su amistosa bondad, le contesté como si, en efecto, yo también tuviera que darme golpes de pecho, siguiendo su invitación, lo que era perfectamente estúpido, pues yo no tenía ni sombra de diletantismo que reprocharme—. Bueno —me dijo—, le dejo —el grupo al que había escoltado de lejos había acabado por abandonarnos—, me voy a la cama como un señor muy viejo, teniendo en cuenta, además, que la guerra ha cambiado, por lo visto, todas nuestras costumbres, uno de esos aforismos idiotas que tanto le gustan a Norpois.

Yo sabía que monsieur de Charlus, al volver a casa, no dejaba por eso de estar en medio de soldados, pues había transformado su hotel en hospital militar, cediendo, por otra parte, así lo creo, mucho más que a las necesidades de su imaginación, alas de su buen corazón.

Hacía una noche transparente, sin un soplo de brisa; yo me figuraba que el Sena, corriendo entre sus puentes circulares, formados por su estructura y por su reflejo, debía de parecer el Bósforo. Y la luna, símbolo quizá de aquella invasión que predecía el derrotismo de monsieur de Charlus, o bien de la cooperación de nuestros hermanos musulmanes con el Ejército de Francia, aquella luna delgada y curva como un cequí, parecía poner el cielo parisiense bajo el signo oriental de la media luna.

Sin embargo, por un momento aún, monsieur de Charlus, al despedirse, me apretó la mano hasta aplastármela, lo que es una particularidad alemana en las personas que sienten como el barón, y siguió unos instantes amasándomela, diría Cottard, como si monsieur de Charlus quisiera dar a mis articulaciones una agilidad que no habían perdido. En ciertos ciegos el tacto suple, hasta cierto punto, a la vista. En este caso, no sé muy bien qué sentido sustituía. Quizá pensaba que no hacía más que estrecharme la mano, como seguramente creía que no hacía más que ver a un senegalés que pasaba en la sombra y no se dignó darse cuenta de que era admirado. Pero en ambos casos el barón se equivocaba, pecaba por exceso de contacto y de mirada.

—¿No está ahí todo el Oriente de Decamps, de Fromentin, de Ingres, de Delacroix? —me dijo, inmovilizado todavía por el paso del senegalés—. Sabrá usted que a mí las cosas y las personas no me interesan nunca más que como pintor, como filósofo. Además, soy muy viejo. Pero ¡qué lástima que, para completar el cuadro, no sea uno de nosotros dos una odalisca!

Cuando el barón me dejó, lo que se me quedó en la imaginación no fue el Oriente de Decamps ni siquiera de Delacroix, sino el viejo Oriente de Las mil Y una noches que tanto me habían gustado, y, perdiéndome poco a poco en el laberinto de aquellas calles negras, pensaba en el califa Harun Al Rashid en busca de aventuras por los barrios perdidos de Bagdad. Por otra parte, el calor del tiempo y de la marcha me dio sed, pero desde hacía tiempo todos los bares estaba cerrados, y, por la penuria de gasolina, los pocos taxis que encontraba, conducidos por levantinos o por negros, ni siquiera se tomaban el trabajo de contestar a mis señas. El único sitio donde hubiera podido hacer que me sirvieran una bebida y recuperar fuerzas para volver a casa habría sido un hotel. Pero en la calle a que había llegado, bastante lejos del centro, todos los hoteles estaban cerrados desde que los gothas lanzaban sus bombas sobre París. Lo mismo ocurría en casi todas las tiendas, cuyos dueños, por falta de empleados o por miedo, habían huido al campo dejando en la puerta un aviso habitual escrito a mano y anunciando la reapertura para una época lejana y, por lo demás, problemática. Los otros establecimientos que habían podido sobrevivir anunciaban de la misma manera que no abrían más que dos veces por semana. Se notaba que la miseria, el abandono, el miedo habitaban todo aquel barrio. Por eso me sorprendió más ver que entre aquellas casas abandonadas había una donde la vida parecía haber vencido al miedo, a la quiebra, manteniendo la actividad y la riqueza. Detrás de los postigos cerrados de cada ventana, la luz, tamizada, obedeciendo las órdenes de la policía, revelaba, sin embargo, una completa despreocupación de la economía. Y a cada momento se abría la puerta para dejar entrar o salir a algún visitante. Era un hotel que (por el dinero que sus propietarios debían de ganar) provocaría, sin duda, la envidia de todos los comerciantes vecinos; también provocó mi curiosidad cuando, a unos quince metros de mí, es decir, demasiado lejos para que pudiera distinguirle en la profunda oscuridad, vi salir rápidamente a un militar.

Una cosa me impresionó, y no fue su cara, que yo no veía, ni su uniforme, disimulado en una gran hopalanda, sino la extraordinaria desproporción entre el número de puntos diferentes por donde pasó su cuerpo y los pocos segundos en que se realizó aquella salida, que parecía la de un sitiado que intentara escapar. De modo que pensé, aunque no lo reconocí formalmente, no diré ni siquiera en el tipo, en la esbeltez, en el modo de andar ni en la rapidez de Saint-Loup, sino en la especie de ubicuidad que le era tan característica. El militar capaz de ocupar en el espacio tantas posiciones diferentes en tan poco tiempo desapareció, sin verme, en una calle transversal, y yo me quedé preguntándome si debía entrar o no en aquel hotel cuya modesta apariencia me hizo dudar mucho que fuera Saint-Loup el que había salido. Recordé involuntariamente que Saint-Loup había sido acusado injustamente de un asunto de espionaje porque se encontró su nombre en las cartas que llevaba encima un oficial alemán. La autoridad militar le hizo plena justicia. Pero yo, a mi pesar, relacioné aquel recuerdo con lo que estaba viendo. ¿Sería aquel hotel un lugar de citas para espías?

Ya hacía un momento que había desaparecido el oficial cuando vi entrar a simples soldados de varias armas, lo que reforzó mi suposición. Por otra parte, tenía muchísima sed. Era probable que allí me dieran de beber, y de paso, a pesar de mis temores, aproveché para intentar satisfacer mi curiosidad. Pero no pienso que fue la curiosidad de aquel encuentro lo que me decidió a subir la pequeña escalera de unos cuantos peldaños al final de la cual estaba abierta, seguramente por causa del calor, la puerta de una especie de vestíbulo. Al principio creí que no iba a poder satisfacer mi curiosidad, porque, desde la escalera donde yo estaba en la sombra, vi llegar a varias personas pidiendo una habitación, a las que contestaban que no había ninguna. Y era evidente que aquellas personas no tenían contra ellas nada más que no formar parte del nido de espionaje, pues en seguida llegó un marino y se apresuraron a darle el número 28. Pude ver sin que me vieran a algunos militares y a dos obreros charlando tranquilamente en una habitacioncita ahogada, pretenciosamente decorada con retratos femeninos en colores, recortados de revistas ilustradas.

Aquella gente charlaba tranquilamente, exponiendo ideas patrióticas:

—Qué quieres, haremos lo que los compañeros —decía uno.

—¡Ah! Claro que yo pienso que no me van a matar —contestaba, a unas palabras que yo no había oído, otro que, según pude comprender, se incorporaba al día siguiente a un puesto peligroso—. No tendría ninguna gracia, a los veintidós años, y con sólo seis meses de servicio —exclamaba en un tono que expresaba, más aún que el deseo de vivir mucho tiempo, la conciencia de razonar exactamente, y como si el hecho de no tener más que veintidós años debiera darle más probabilidades de que no le mataran y fuera imposible que le mataran.

—En París es estupendo —decía otro—; nadie diría que hay guerra. Y tú, Julito, ¿sigues con la idea de enrolarte?

—Claro que me enrolo, tengo ganas de ir a pegarles un poco a todos esos cochinos boches.

—Pero Joffre es un hombre que se acuesta con las mujeres de los ministros, no es un hombre que ha hecho algo.

—Es triste oír estas cosas —dijo un aviador un poco mayor, y, dirigiéndose al obrero que acababa de contar aquello—: Le aconsejo que no hable así en primera línea, los poilus le despacharían rápido.

La trivialidad de las conversaciones no me animaba mucho a seguir escuchando, y me disponía a entrar o a volver a bajar cuando me sacaron de mi indiferencia estas palabras que me hicieron estremecerme:

—¡Estupendo! El patrón no vuelve. Claro, no sé dónde iba a encontrar cadenas a estas horas.

—Pues el otro ya está atado.

—Está atado, desde luego, lo está y no lo está; si yo estuviera atado así podría desatarme.

—Pero el candado está cerrado.

—Claro que está cerrado, pero en realidad se puede abrir. Lo que pasa es que las cadenas no son bastante largas. No me vas a explicar a mí lo que es eso; le he atizado ayer toda la noche; la sangre me corría por las manos.

—¿También te toca a ti esta noche?

—No, a mí no. Le toca a Mauricio. Pero me tocará el domingo; me lo ha prometido el patrón.

Ahora comprendí por qué se necesitaban brazos fuertes de marino. Si habían rechazado a unos tranquilos burgueses, aquel hotel no era sólo un nido de espías. Allí se iba a cometer un crimen atroz si no se llegaba a tiempo para descubrirlo y hacer detener a los culpables. Sin embargo, todo aquello conservaba, en aquella noche tranquila y amenazada, una apariencia de sueño, de cuento, y con un orgullo de justiciero y una voluptuosidad de poeta entré deliberadamente en el hotel.

Me llevé ligeramente la mano al sombrero y las personas presentes, sin moverse, contestaron con más o menos cortesía a mi saludo.

—¿Podrían decirme a quién debo dirigirme? Quisiera que me dieran una habitación y me subieran algo de beber.

—Espere un momento, el patrón ha salido.

—Pero arriba está el encargado —insinuó uno de los conversadores.

—Pero ya sabes que no se le puede molestar.

—¿Cree usted que me darán una habitación?

—Creo que sí.

—El 43 debe de estar libre —dijo el joven que estaba seguro de que no le iban a matar porque tenía veintidós años. Y se corrió un poco en el sofá para hacerme sitio.

—Si abriéramos un poco la ventana, ¡hay un humo aquí! —dijo el aviador, y, en efecto, todos tenían su pipa o su cigarrillo.

—Sí, pero entonces hay que cerrar primero los postigos, ya sabe usted que está prohibida la luz por causa de los zepelines.

—Ya no vendrán zepelines. Los periódicos han dicho que los han echado todos abajo.

—¡Ya no vendrán, ya no vendrán!, ¿qué sabes tú? Cuando tengas como yo quince meses de frente y hayas echado abajo tu quinto avión boche, podrás hablar. Los periódicos no dicen más que mentiras. Ayer volaron sobre Compiègne y mataron a una madre de familia con sus dos hijos.

—¡A una madre de familia con sus dos hijos! —exclamó con ojos ardientes y un gesto de profunda compasión el mozo que creía que no le iban a matar y que, por lo demás, tenía una cara enérgica, franca y muy simpática.

—No hay noticias de Julito. Su madrina no ha recibido carta desde hace ocho días, y es la primera vez que pasa tanto tiempo sin escribir.

—¿Quién es su madrina?

—Es la señora que tiene el retrete público un poco más abajo del Olimpia.

—¿Se acuestan juntos?

—¡Qué cosas dices! Es una mujer casada, de lo más seria. Le manda dinero todas las semanas porque tiene buen corazón. ¡Es una mujer magnífica!

—¿Le conoces tú, a Julito?

—¡Que si le conozco! —contestó con calor el mozo de veintidós años—. Es uno de mis mejores amigos. A pocos estimo como a él, y buen compañero, siempre dispuesto a hacer un favor. ¡Buena desgracia sería si le hubiera ocurrido algo!

Alguien propuso una partida de dados, y por la prisa febril con que el joven de veintidós años movía los dados y gritaba los resultados, con los ojos fuera de las órbitas, se veía fácilmente que tenía temperamento de jugador. No sé muy bien lo que luego le dijo uno, pero exclamó en un tono de profunda piedad:

—¡Julito un chulo! Bueno, él dice que es un chulo. No. ¡Es incapaz de serlo! Yo le he visto pagar a su mujer, sí, pagarla. Bueno, yo no digo que Juana la argelina no le diera algo, pero no le daba más de cinco francos, una mujer que estaba en una casa, que ganaba más de cincuenta francos diarios. ¡Coger cinco francos! Bien tonto tiene que ser un hombre, y ahora que él está en el frente, ella tiene mucho trabajo, lo reconozco, pero gana lo que quiere, y no le manda un céntimo. ¡Julito un chulo! Por esa cuenta hay muchos que se pueden llamar chulos. No sólo no es un chulo, sino que para mí es hasta un imbécil.

El mayor de la pandilla, y al que el patrón había encargado al parecer, por su edad, de mantener ciertas formas, había ido un momento al retrete y no oyó más que el final de la conversación. Pero me miró, visiblemente contrariado por el efecto que había debido de producirme. Sin dirigirse especialmente al joven de veintidós años, que era el que acababa de exponer aquella teoría del amor venal, dijo generalizando:

—Habláis demasiado y demasiado alto; la ventana está abierta y a esta hora hay personas que están durmiendo. Sabéis muy bien que si el patrón entrara y os oyera hablar así, no le gustaría nada.

Precisamente en este momento se oyó abrir la puerta y todos se callaron creyendo que era el patrón, pero no era más que un chófer extranjero al que todo el mundo hizo una gran acogida. Pero el mozo de veintidós años, al ver una soberbia cadena de reloj que el chófer exhibía sobre su chaqueta, le lanzó una mirada interrogadora y maliciosa, frunciendo luego el entrecejo y dirigiéndome a mí un guiño severo. Comprendí que la primera mirada quería decir: «¿Qué es eso, la has robado? Te felicito». Y la segunda: «No digas nada, porque a ese tipo no le conocemos». De pronto entró el patrón sudando, cargado con varios metros de gruesas cadenas de hierro con las que se podía atar a varios forzados, y dijo:

—¡Menudo peso llevo! Si no fuerais tan holgazanes, no tendría que ir yo mismo.

Le dije que deseaba una habitación.

—Sólo por unas horas. No he encontrado coche y estoy un poco malo. Pero quisiera que me subieran algo de beber.

—Perico, vete a la bodega a buscar grosella y di que preparen el número 43. ¡Otra vez llama el 7! Dicen que están malos. ¡Malos, malos!, son gente que toma coco[24]; parecen medio locos; hay que echarlos a la calle. ¿Han puesto sábanas en la 22? ¡Bueno, otra vez el 7; vete a ver qué pasa! Vamos, Mauricio, ¿qué haces ahí? Sabes que te están esperando; sube al 14 bis. ¡Ligero!

Y Mauricio salió rápidamente, siguiendo al patrón, que, un poco fastidiado de que yo hubiera visto las cadenas, desapareció llevándoselas.

—¿Cómo vienes tan tarde? —preguntó el joven de veintidós años al chófer.

—Cómo tan tarde; si llego con una hora de anticipación. Pero da mucho calor andar. No tengo cita hasta las doce.

—¿Por quién vienes?

—Por Pamela la fascinadora —dijo el chófer oriental, que, al reírse, descubrió unos dientes muy bonitos y muy blancos.

—¡Ah! —exclamó el mozo de veintidós años.

No tardaron en hacerme subir a la habitación 43, pero la atmósfera era tan desagradable y mi curiosidad tan grande que, después de beber el refresco de grosella, bajé de nuevo la escalera y luego, cambiando de idea, la volví a subir y, rebasando el piso de la 43, llegué hasta arriba. De pronto, de una habitación que estaba aislada al final de un pasillo, me pareció que salían unos gemidos abogados. Me dirigí rápidamente en aquella dirección y apliqué el oído a la puerta.

—¡Te lo suplico, perdón, perdón, piedad, desátame, no me pegues tan fuerte! —decía una voz—. Te beso los pies, me humillo, no lo volveré a hacer. Ten compasión.

—¡No, sinvergüenza —replicó otra voz—, y como chillas y te arrastras de rodillas, te vamos a amarrar sobre la cama, nada de compasión! —y oí el ruido de unas disciplinas, probablemente con clavos, pues siguieron unos gritos de dolor. Entonces me di cuenta de que en aquella habitación había un tragaluz en el que habían olvidado correr la cortina; caminando callandito en la sombra llegué hasta el tragaluz, y, encadenado sobre un lecho como Prometeo sobre su roca, recibiendo los golpes de unas disciplinas (con clavos, en efecto) que le infligía Mauricio, vi, ante mí, ensangrentado y cubierto de equimosis, demostrativas de que no era la primera vez de este suplicio, a monsieur de Charlus.

De pronto se abrió la puerta y entró alguien que, afortunadamente, no me vio: era Jupien. Se acercó al barón con gesto respetuoso y una sonrisa de inteligencia.

—Bueno, ¿no me necesita?

El barón pidió a Jupien que hiciera salir un momento a Mauricio. Jupien le echó con la mayor desenvoltura.

—¿No pueden oírnos? —dijo el barón a Jupien, que le contestó que no. El barón sabía que Jupien, inteligente como un hombre de letras, no tenía en absoluto espíritu práctico, hablaba siempre ante los interesados con medias palabras que no engañaban a nadie y con apodos que todo el mundo conocía.

—Un momento —interrumpió Jupien, que había oído sonar una campanilla en la habitación número 3.

Era un diputado de Acción Liberal que salía. Jupien no tenía necesidad de ver el cuadro, pues conocía su campanillazo; el diputado iba allí todos los días después de almorzar. Aquella vez había tenido que cambiar la hora, pues al mediodía había casado a su hija en Saint-Pierre-de-Chaillot. Por eso fue por la noche, pero tenía que marcharse temprano por, su mujer, que se preocupaba cuando volvía tarde, sobre todo en aquel tiempo de bombardeos. Jupien quería acompañarle a la salida por deferencia a la calidad de honorable, pero sin ningún interés personal. Pues aunque aquel diputado, que repudiaba las exageraciones de L’Action Française (de todos modos era incapaz de entender una línea de Charles Maurras o de Léon Daudet), estaba bien con los ministros, halagados porque les invitaba a sus cacerías, Jupien no se habría atrevido a pedirle el menor apoyo en sus problemas con la policía. Sabía que, si se arriesgara a hablar de esto al legislador afortunado y cobarde, no evitaría con ello la más inofensiva inspección policíaca y, en cambio, perdería instantáneamente al más generoso de sus clientes. Después de acompañar hasta la puerta al diputado, que se había bajado el sombrero hasta los ojos y alzado el cuello, y que, deslizándose rápidamente como lo hacía en sus programas electorales, creía esconder la cara, Jupien volvió a subir a donde estaba monsieur de Charlus y le dijo: «Era monsieur Eugenio». En la casa de Jupien, como en las casas de salud, llamaban a las personas sólo por el nombre de pila, aunque al cliente asiduo, fuera por satisfacer su curiosidad o por aumentar el prestigio de la casa, le dijeran al oído el apellido verdadero. Sin embargo, Jupien ignoraba a veces la verdadera personalidad de sus clientes, se imaginaba y decía que tal era bolsista, tal noble, tal artista, errores pasajeros y encantadores para los erróneamente nombrados, y acababa por resignarse a ignorar siempre quién era monsieur Víctor. Y Jupien, por dar gusto al barón, tenía la costumbre de hacer lo contrario de lo que habitualmente se hace en ciertas reuniones. «Le voy a presentar a monsieur Lebrun» (al oído: «Él da ese nombre de monsieur Lebrun, pero en realidad es el gran duque de Rusia»). A la inversa, Jupien se daba cuenta de que para monsieur de Charlus no era aún bastante presentarle un mozo de lechería. Y murmuraba guiñando el ojo: «Es mozo de lechería, pero en el fondo es, sobre todo, uno de los apaches más peligrosos de Belleville». (Había que ver el tono picaresco con que Jupien decía «apache»). Y como si no bastaran estas referencias, procuraba añadir algunos «méritos»: «Ha sido condenado varias veces por robo y atraco de casas de campo, ha estado en Fresnes por haberse peleado —el mismo tono picaresco— con transeúntes a los que ha dejado medio muertos y ha estado en el bat d’Af[24a]. Mató a su sargento».

Al barón le molestaba un poco Jupien, pues sabía que en aquella casa que su factótum había comprado por encargo suyo para que la dirigiera un subordinado, todo el mundo, por las torpezas del tío de mademoiselle d’Oloron, conocía más o menos su personalidad y su nombre (sólo que muchos creían que era un sobrenombre y, pronunciándolo mal, lo habían deformado, de suerte que la salvaguarda del barón fue la propia estupidez de aquellos y no la discreción de Jupien). Pero a monsieur de Charlus le parecía más sencillo dejarse tranquilizar por las seguridades de Jupien, y, creyendo que no podían oírlos, le dijo:

—No quería hablar delante de ese chiquito, que es muy simpático y hace lo que puede, pero no le encuentro bastante brutal. Su cara me gusta, pero me llama sinvergüenza como si fuera una lección aprendida.

—¡Oh, no!, nadie le ha dicho nada —contestó Jupien sin darse cuenta de la inverosimilitud de esta afirmación—. Además, estuvo comprometido en la muerte de una portera de la Villette.

—¡Ah!, eso es bastante interesante —dijo sonriendo el barón.

—Pero precisamente tengo aquí al matarife, al hombre de los mataderos que se le parece; ha venido por casualidad. ¿Quiere probarle?

—¡Ah, sí!, ya lo creo.

Vi entrar al hombre de los mataderos, que, en efecto, se parecía un poco a «Mauricio», pero lo más curioso es que los dos tenían algo de un tipo que yo no había definido nunca, pero que me di perfecta cuenta de que existía en la cara de Morel; tenían cierto parecido, si no con Morel tal como yo le había visto, al menos con cierto rostro que unos ojos que vieran a Morel de manera distinta a como le viera yo podían componer con sus rasgos. Y cuando yo formé interiormente, con rasgos tomados de mis recuerdos de Morel, aquella maqueta de lo que podía representar para otro, me di cuenta de que aquellos dos jóvenes, uno de los cuales era un dependiente de joyería y otro un empleado de hotel, eran vagos sucedáneos de Morel. ¿Había que deducir de esto que monsieur de Charlus, al menos en cierta forma de sus amores, seguía siendo fiel a un mismo tipo y que el deseo que le hizo elegir uno tras otro a aquellos dos jóvenes era el mismo que le hiciera parar a Morel en el andén de la estación de Doncieres; que los tres se parecían un poco al efebo cuya forma, tallada en el zafiro que eran los ojos de monsieur de Charlus, daba a su mirada ese algo tan particular que me asustó el primer día en Balbec? ¿O que su amor por Morel modificó el tipo que buscaba y, para consolarse de su ausencia, buscaba ahora hombres que se le pareciesen? Hice otra suposición: que acaso entre Morel y monsieur de Charlus no habían existido, a pesar de las apariencias, sino relaciones de amistad y el barón hacía ir a casa de Jupien a unos jóvenes que se pareciesen a Morel lo suficiente para que pudieran darle la ilusión de que gozaba con él. Verdad es que, pensando en todo lo que monsieur de Charlus hizo por Morel, esta suposición parecería poco probable si no supiéramos que el amor nos lleva no sólo a los mayores sacrificios por el ser amado, sino a veces hasta el sacrificio de nuestro deseo mismo, que por otra parte se satisface tanto menos fácilmente cuando el ser amado se da cuenta de que amamos más. Lo que quita también a esta suposición la inverosimilitud de que, a primera vista, parece adolecer (y aunque sin duda no corresponde a la realidad) radica en el temperamento nervioso, en el carácter profundamente apasionado de monsieur de Charlus, semejante en esto al de Saint-Loup, y que, al principio de sus relaciones con Morel, debió de desempeñar el mismo papel, en más decente, y negativo, que en los comienzos de las relaciones de su sobrino con Raquel. Las relaciones con una mujer amada (y esto puede extenderse al amor por un joven) pueden ser platónicas por una razón ajena a la virtud de la mujer o a la naturaleza poco sensual del amor que esta inspira. Esta razón puede ser que el enamorado, demasiado impaciente, no sepa, por el exceso mismo de su amor, esperar con una simulación suficiente de indiferencia el momento en que logrará lo que desee. Vuelve continuamente a la carga, no cesa de escribir a la mujer amada, intenta a cada momento verla, ella le rechaza, él se desespera. Entonces ella comprende que si le concede su compañía, su amistad, estos bienes parecerán ya tan considerables al que los creyó inasequibles, que la mujer puede evitarse el dar más, y aprovechar un momento en que el hombre no pueda pasar sin verla, en que quiera, cueste lo que cueste, terminar la guerra, imponiéndole una paz cuya primera condición será el platonismo de las relaciones. Por otra parte, durante todo el tiempo que ha precedido a este pacto, el enamorado, siempre ansioso, siempre a la espera afanosa de una carta, de una mirada, ha dejado de pensar en la posesión física cuyo deseo le atormentó primero, pero que se gastó en la espera y ha cedido el sitio a unas necesidades de otro orden, por otra parte más doloroso si no se satisfacen. Entonces el placer que el primer día se esperaba de las caricias, se recibe más tarde, muy desnaturalizado, en forma de palabras amistosas, de promesas de presencia que después de los efectos de la incertidumbre, a veces simplemente después de una mirada cernida por todas las nieblas de la frialdad y que rechaza tan lejos a la persona que se cree no volver a ver nunca, determinan deliciosos alivios. Las mujeres adivinan todo esto y saben que pueden permitirse el lujo de no darse jamás a aquellos en quienes notan, si han estado demasiado nerviosos para ocultárselo los primeros días, el incurable deseo que de ellas sienten. La mujer que, sin dar nada, recibe mucho más de lo habitual cuando se da, es muy afortunada. Los grandes nerviosos creen así en la virtud de su ídolo. Y la aureola de que la rodean es, por tanto, un producto de su excesivo amor, pero, como se ve, un producto muy indirecto. Entonces existe en la mujer lo que existe en estado inconsciente en los medicamentos disfrazados sin saberlo, como son los soporíferos, la morfina. No son aquellos a quienes procuran el placer del sueño o un verdadero bienestar los que los necesitan; no son estos los que los comprarían a precio de oro, a cambio de todo lo que el enfermo posee: son otros enfermos (por lo demás acaso los mismos, pero que, pasados unos años, ya son otros) a quienes el medicamento no hace dormir, a quienes no causa ninguna voluptuosidad, pero que, mientras no lo tienen, son presa de una agitación que quieren suprimir a todo trance, así fuera a costa de la vida.

En cuanto a monsieur de Charlus, cuyo caso entra al fin y al cabo, con la ligera diferenciación debida a la similitud del sexo, en las leyes generales del amor, por más que perteneciera a una familia más antigua que los Capetos, por más que fuera rico, por más que le buscara en vano una sociedad elegante, y que Morel no fuera nada, por más que le dijera a este, como me dijo a mí mismo: «Yo soy príncipe, quiero su bien», a pesar de todo esto era Morel el que mandaba si no quería rendirse. Y para que no quisiera rendirse, quizá bastaba que se sintiera amado. La repulsión que los grandes sienten por los snobs que quieren a todo trance tratarse con ellos la siente el hombre viril por el invertido, la mujer por cualquier hombre demasiado enamorado. Monsieur de Charlus no sólo tenía todas las ventajas, sino que se las hubiera propuesto inmensas a Morel. Pero es posible que todo esto se estrellara contra una voluntad. En este caso de monsieur de Charlus ocurriría como con esos alemanes, a los que pertenecía por lo demás por sus orígenes, que, en la guerra de aquel momento, eran sin duda vencedores en todos los frentes, como el barón repetía un poco excesivamente de buen grado. Mas ¿de qué les servía su victoria, puesto que, después de cada una, encontraban a los Aliados resueltos a negarles lo único que ellos, los alemanes, desearían obtener: la paz y la reconciliación? Así entraba Napoleón en Rusia pidiendo magnánimamente a las autoridades que se acercaran a él. Pero nadie se presentaba.

Bajé y volví a entrar en la pequeña antesala donde Mauricio, sin saber si volverían a llamarle y a quien había mandado Jupien que esperara por si acaso, estaba jugando una partida de cartas con un compañero. Los asistentes estaban muy preocupados por una cruz de guerra que se había encontrado en el suelo y no se sabía quién la había perdido, a quién devolverla para evitar al titular un castigo. Después hablaron de la bondad de un oficial que se había dejado matar por salvar a su ordenanza. «Después de todo hay gente buena entre los ricos. Yo me dejaría matar con gusto por un tipo como ese», dijo Mauricio, que, evidentemente, no ejecutaba sus terribles flagelaciones contra el barón más que por un hábito mecánico, por los efectos de una educación descuidada, por la necesidad de dinero y por cierta inclinación a ganarlo de una manera que pasaba por ser menos costosa que el trabajo y lo era quizá más. Pero, como temía monsieur de Charlus, acaso era un buen corazón y, al parecer, un mozo de una admirable valentía. Casi tenía lágrimas en los ojos al hablar de la muerte de aquel oficial, y el joven de veintidós años no estaba menos emocionado.

—¡Ah, sí!, son unos tipos muy majos. Unos infelices como nosotros no tenemos gran cosa que perder, pero un señor que tiene montones de criados, que puede ir a tomar su piscolabis todos los días a las seis, eso sí que es bueno. Ya podemos pitorrearnos, pero cuando se ve morir a un tipo así, se siente un no sé qué. Dios no debía permitir que se mueran ricos como esos; además, son muy útiles para el obrero.

Aunque sólo sea por una muerte como esa, habrá que matar a todos los boches hasta que no quede uno. ¡Y lo que han hecho en Lovaina, y cortarles las manos a unas criaturitas! No, yo no sé, yo no soy mejor que otro cualquiera, pero primero me dejo meter una bala en la chola que obedecer a unos bárbaros como esos; porque esos no son hombres, son unos verdaderos salvajes, no me vas a decir lo contrario.

Después de todo, aquellos mozos eran unos patriotas. Sólo uno, ligeramente herido en el brazo, no estuvo a la altura de los demás, pues, como tenía que volver a incorporarse pronto, dijo:

—¡Diablo, esta no ha sido una herida de las buenas! —la que sirve para que declaren inútil a un soldado, como madame Swann decía en otro tiempo: «Me las he arreglado para pescar la dichosa influenza».

Se abrió la puerta y entró el chófer que había salido un momento a tomar el aire.

—¿Es que ya se acabó? Pues no ha durado mucho —dijo al ver a Mauricio, al que creía zumbando aún a aquel señor que, por alusión a un periódico que se publicaba en aquella época, apodaban «el hombre encadenado».

—No ha durado mucho para ti, que te has ido a tomar el aire —contestó Mauricio, molesto porque notaran que no había complacido arriba—. Pero si tú tuvieras que sacudir a brazo suelto como yo con este calor… Si no fuera por los cincuenta francos que me da…

—Y, además, es un hombre que habla bien; se ve que sabe mucho. ¿Dice que esto acabará pronto?

—Dice que no se podrá con ellos, que la cosa acabará sin que gane nadie.

—¡Recristo, pero entonces es un boche!

—Ya os he dicho que hablabais demasiado alto —dijo el más viejo a los otros al verme—. ¿Ha terminado usted con la habitación?

—¡A ver si te callas; tú no eres aquí el amo!

—Sí, ya he terminado; venía a pagar.

—Es mejor que le pague al patrón. Mauricio, vete a buscarle.

—Pero yo no quiero molestarle a usted.

—No es molestia.

Mauricio subió y volvió diciéndome:

—Ahora baja el patrón. —Le di dos francos por la molestia. Enrojeció de alegría—. ¡Ah, muchas gracias! Se los mandaré a mi hermano que está prisionero. No, no lo pasa muy mal. Depende mucho de los campos.

Mientras tanto, dos clientes muy elegantes, de frac y corbata blanca debajo de los abrigos —por el acento, muy ligero, me parecieron rusos—, estaban parados en el umbral deliberando si debían entrar. Se veía que era la primera vez que acudían allí, seguramente les indicaron el lugar, y parecían vacilar entre el deseo, la tentación y un miedo tremendo. Uno de ellos —un joven muy guapo— repetía al otro cada dos minutos con una sonrisa medio interrogadora, medio destinada a convencer: «¡Bueno, y qué! Después de todo, ¿qué nos importa?». Pero aunque quisiera decir que después de todo no les importaban las consecuencias, es probable que sí les importaran, pues aquellas palabras no eran seguidas de ningún movimiento para entrar, sino de una nueva mirada al otro, de la misma sonrisa y del mismo después de todo qué nos importa. Este después de todo qué nos importa era un ejemplo entre mil de aquel magnífico lenguaje, tan diferente del que habitualmente hablamos y en el que la emoción desvía lo que queríamos decir y pone en su lugar una frase muy diferente, emergida de un lago desconocido en el que viven esas expresiones sin relación con el pensamiento y que por eso mismo le revelan. Recuerdo que una vez Albertina, como Francisca entrara sin que la hubiéramos oído, en un momento en que mi amiga estaba pegada a mí toda desnuda, dijo sin pensar queriendo avisarme: «Mira, aquí tenemos a la guapa Francisca». Francisca, que ya no veía muy bien y atravesaba la habitación bastante lejos de nosotros, seguramente no se hubiera dado cuenta de nada. Pero aquellas palabras tan anormales de «la guapa Francisca», que Albertina no había pronunciado jamás, demostraron por sí mismas su origen; Francisca las notó elegidas al azar por la emoción, no necesitó mirar nada para verlo todo y se fue murmurando en su dialecto la palabra «poutana». Otra vez, pasado mucho tiempo, cuando Bloch era ya padre de familia y con una hija casada con un católico, un señor mal educado le dijo a esta que le parecía haber oído decir que era hija de un judío y le preguntó el nombre. La mujer, que había sido mademoiselle Bloch desde su nacimiento, contestó, pronunciando a la alemana como lo hubiera hecho el duque de Guermantes, que se llamaba «Bloch» (pronunciando la ch no como una c o una k, sino como la ch germánica).

Volviendo a la escena del hotel (en el que los dos rusos se habían decidido a entrar: «después de todo, qué nos importa»), no había regresado aún el patrón cuando volvió Jupien a quejarse de que se hablaba demasiado alto y los vecinos protestarían. Pero se quedó pasmado al verme.

—Salid todos.

Todos se levantaban ya cuando le dije:

—Será mejor que estos jóvenes se queden aquí y que yo me vaya con usted un momento fuera.

Me siguió muy azorado. Le expliqué por qué había entrado allí. Había clientes que preguntaban al patrón si no podía proporcionarles un criado, un monaguillo, un chófer negro. A aquellos viejos locos les interesaban todas las profesiones, en la tropa todas las armas, y los aliados de todas las naciones. Algunos reclamaban sobre todo canadienses, quizá bajo el encanto, a su pesar, de un acento tan ligero que no se sabe si es de la vieja Francia o de Inglaterra. Los escoceses eran muy buscados, por su faldita y porque a tales deseos se suelen asociar ciertos sueños lacustres. Y como en toda locura ponen las circunstancias ciertos rasgos particulares, eso si no la agravan, un viejo que seguramente había satisfecho ya todas sus curiosidades preguntaba con insistencia si no le podrían poner en comunicación con un mutilado. Se oyeron en la escalera unos pasos lentos. Por una indiscreción muy propia de su índole, Jupien no pudo menos de decirme que era el barón que bajaba, que había que evitar a todo trance que me viera, pero que si yo quería entrar en la habitación contigua al vestíbulo donde estaban los jóvenes, él abriría el montante, truco que había inventado para que el barón pudiera ver y oír sin ser visto, y que, decía, ahora se aplicaría a favor mío y en contra de él. «Pero no se mueva». Y después de meterme en la oscuridad, me dejó. De todos modos no tenía otra habitación que darme, pues, a pesar de la guerra, su hotel estaba lleno. La que yo acababa de dejar la había tomado el vizconde de Courvoisier, que había podido dejar la Cruz Roja de XXX por dos días y había hecho una escapada para expansionarse una hora en París antes de ir a reunirse en el castillo de Courvoisier con la vizcondesa, a la que diría que no había podido tomar el tren correspondiente. No sospechaba que monsieur de Charlus estaba a unos metros de él, y tampoco lo sospechaba este, pues nunca había encontrado a su primo en casa de Jupien, el cual ignoraba la personalidad del vizconde, cuidadosamente disimulada.

Y, en efecto, en seguida entró el barón, andando con bastante dificultad por causa de las heridas, aunque seguramente estaba acostumbrado a ellas. Aunque su sesión de placer había terminado ya y sólo entraba para dar a Mauricio el dinero que le debía, dirigía a todos aquellos jóvenes reunidos una mirada circular tierna y curiosa y se proponía gozar con cada uno el placer de una despedida perfectamente platónica pero amorosamente prolongada. Volví a ver en él, en toda la vivaz frivolidad bien demostrada ante aquel harén que parecía casi intimidarle, aquellos movimientos de cintura y de cabeza y aquellas miraditas que me impresionaron la noche de su primera entrada en la Raspeliere, unas gracias heredadas de alguna abuela que yo no había conocido, y que, en su vida ordinaria, disimulaba bajo expresiones más viriles, pero que, en ciertas circunstancias en que quería agradar a un medio inferior, hacían asomar coquetonamente a su cara y a sus gestos el deseo de parecer una gran dama.

Jupien los había recomendado a la benevolencia del barón jurándole que todos ellos eran barbeaux[25] de Belleville y que, por un luis, funcionarían con su propia hermana.

Jupien mentía y a la vez decía la verdad. Mejores, más sensibles de lo que él decía al barón, aquellos hombres no pertenecían a una raza salvaje. Pero los que así lo creían les hablaban, sin embargo, con la mayor buena fe, como si aquellos tipos hubiesen de tener la misma. Ya puede un sádico creerse con un asesino, que su alma pura, su alma de sádico, no cambia por eso, y se queda estupefacto ante la mentira de esas gentes, que no tienen nada de asesinos, pero que desean ganar fácilmente unos cuartos, y cuyo padre, cuya madre o cuya hermana resucitan y vuelven a morirse alternativamente, porque se cortan en la conversación que tienen con el cliente al que quieren dar gusto. El cliente, en su ingenuidad, se queda pasmado, pues, con su arbitrario concepto del chulo, y entusiasmado con los numerosos asesinatos de que le cree capaz, se desconcierta ante una contradicción y una mentira que sorprende en sus palabras.

Todos parecían conocerle, y monsieur de Charlus se detenía mucho tiempo con cada uno, hablándoles en lo que él creía su lenguaje, a la vez por una pretenciosa afectación de color local y por un placer sádico de mezclarse en una vida crapulosa.

—Oye, tú, es un asco, te he visto delante del Olimpia con dos cajas de cartón. Eso es para que te den el dinero. De esa manera me engañas.

Afortunadamente para el mozo a quien se dirigía esta frase, no tuvo tiempo de declarar que nunca aceptaría dinero de una mujer, lo que habría amortiguado la excitación de monsieur de Charlus, y reservó su protesta para el final de la frase diciendo: «No, yo no le engaño».

Estas palabras causaron a monsieur de Charlus un vivo placer, y como, sin él quererlo, el tipo de inteligencia que le caracterizaba por naturaleza brotaba a través del que él simulaba, se volvió hacia Jupien:

—Es simpático que me diga eso. ¡Y qué bien lo dice! Lo dice como si fuera verdad. Después de todo, ¿qué más da que sea verdad o no si consigue hacérmelo creer? ¡Qué ojitos más bonitos tiene! Mira, te voy a dar dos buenos besos por la molestia, chiquito. Pensarás en mí en las trincheras. ¿No es demasiado duro?

—¡Caray, hay días, cuando le pasa a uno al lado una granada!… —Y el mozo se puso a imitar el ruido de la granada, de los aviones, etc.—. Pero no hay más remedio que hacer como los demás, y puede estar usted seguro de que llegaremos hasta el final.

—¡Hasta el final! ¡Cualquiera sabe hasta qué final! —dijo melancólicamente el barón, que era «pesimista».

—Ya ve que Sarah Bernhardt lo ha dicho en los periódicos: Francia irá hasta el final. Los franceses se harán matar hasta el último.

—Yo no dudo ni por un momento que los franceses se hagan matar valientemente hasta el último —dijo monsieur de Charlus como si fuera la cosa más sencilla del mundo, y aunque él, por su parte, no tuviera intención de hacer nada, pero pensando corregir con aquello la impresión de pacifismo que daba cuando se dejaba llevar—. Yo no lo dudo, pero sí me pregunto hasta qué punto puede madame Sarah Bernhardt hablar en nombre de Francia… ¡Ah!, me parece que no conozco a ese delicioso joven —añadió reparando en otro mozo al que no había reconocido o al que quizá no había visto nunca. Le saludó como hubiera saludado a un príncipe en Versalles, y, aprovechando la ocasión de tener un placer suplementario y gratuito (como cuando yo era pequeño y mi madre iba a hacer un pedido a la casa Boissier o a la casa Gouache, cogía un caramelo, ofrecido por una de las señoras del mostrador, de uno de los recipientes de vidrio entre los que reinaban), cogió la mano del encantador mozo y apretándosela mucho tiempo, a la prusiana, clavándole los ojos sonriendo durante el tiempo interminable que ponían antaño los fotógrafos para retratarnos cuando la luz era mala—: Monsieur, estoy encantado de conocerle. Tiene un pelo muy bonito —dijo dirigiéndose a Jupien. Luego se acercó a Mauricio para entregarle sus cincuenta francos, pero, abrazándole previamente por la cintura, le dijo—: No me habías dicho nunca que habías apuñalado a una portera de Belleville.

Y monsieur de Charlus jadeaba extasiado acercando su cara a la de Mauricio.

—¡Oh, señor barón! —exclamó el chulo, al que habían olvidado advertir—, ¿cómo puede usted creer semejante cosa? —Bien porque el hecho fuera en efecto falso, o porque, siendo cierto, a su autor le pareciera sin embargo abominable y de los que convenía negar, insistió—: ¿Tocar yo a un semejante? A un boche, sí, porque estamos en guerra, ¡pero a una mujer, y encima una mujer vieja!

Esta declaración de principios virtuosos le hizo al barón el efecto de una ducha fría; se alejó secamente de Mauricio, entregándole, desde luego, su dinero, pero en la actitud de despecho de quien ha sido engañado, que no quiere crear problemas y paga, pero no está contento. La mala impresión del barón fue aún mayor por la manera con que el beneficiario le dio las gracias, pues le dijo:

—Voy a mandar esto a mis viejos y guardaré también un poco para mi hermano, que está en el frente.

Estos sentimientos tiernos decepcionaron a monsieur de Charlus casi tanto como le molestó la manera de expresarlos, de un aldeanismo un poco convencional. Jupien les advertía a veces que tenían que ser más perversos. Entonces uno de ellos, como quien confiesa una cosa satánica, aventuraba: «Mire, barón, no me creerá, pero cuando yo era un crío miraba por el ojo de la cerradura cómo se besaban mis padres. ¿Verdad que es vicioso? Usted creerá que es un cuento, pero no, le juro que es tal como se lo digo». Y monsieur de Charlus estaba a la vez desesperado y exasperado por aquel esfuerzo ficticio de perversidad que no revelaba más que tontería e inocencia. Y ni siquiera el ladrón, el asesino más decidido le hubiera contentado, pues estos no hablan de su crimen; y, además, en el sádico, por bueno que pueda ser, más aún, cuanto mejor sea, hay una sed de maldad que los perversos que actúan con otros fines no pueden satisfacer.

Ya no sirvió para nada que el joven, comprendiendo demasiado tarde su error, dijera que no podía tragar a los «guindillas» y llevara la audacia hasta decir al barón: «Arréglame una cita», pues el encanto se había disipado. Aquello olía a falso, como en los libros de los autores que se esfuerzan por hablar argot. En vano detalló el mozo todas las «cochinadas» que hacía con su mujer; a monsieur de Charlus sólo le impresionó lo poquita cosa que eran tales cochinadas. Y no sólo por falta de sinceridad. Nada más limitado que el placer y el vicio. En realidad, se puede decir en este sentido, cambiando el de la expresión, que no se hace más que girar en el mismo círculo vicioso.

En aquella casa, si bien creían príncipe a monsieur de Charlus, en cambio lamentaban mucho la muerte de alguien del que los chulos decían: «No sé cómo se llama, parece ser que es un barón» y que no era otro que el príncipe de Foix (el padre del amigo de Saint-Loup). Su mujer creía que pasaba mucho tiempo en el círculo, pero en realidad pasaba horas en la casa de Jupien charlando, contando historias del gran mundo delante de los golfos. Era un gran mozo como su hijo. Es raro que monsieur de Charlus ignorase, seguramente porque le había conocido siempre en el gran mundo, que compartía sus aficiones. Hasta se decía que en otro tiempo las practicó con su propio hijo (el amigo de Saint-Loup), todavía un colegial, lo que probablemente era falso. Al contrario, muy enterado de unas costumbres que muchos ignoran, se preocupaba mucho de qué gente trataba su hijo. Un día que un hombre, además de baja extracción, siguió al joven príncipe de Foix hasta el hotel de su padre, donde echó una carta por la ventana, el padre la recogió. Pero aquel hombre, que, aristocráticamente, no pertenecía al mismo mundo que monsieur de Foix, sí pertenecía en otro aspecto. No le fue difícil encontrar entre cómplices comunes un intermediario que hizo callar a monsieur de Foix demostrándole que era el hijo de este quien había provocado aquel atrevimiento de un hombre de edad. Y era posible. Pues el príncipe de Foix había podido preservar a su hijo de las malas compañías, pero no de la herencia. De todos modos, el joven príncipe de Foix, como su padre, permaneció ignorado en este aspecto por la gente del gran mundo, aunque fuera más lejos que nadie con los de otro.

«¡Qué sencillo es! Nadie diría que es barón», dijeron algunos asiduos de la casa cuando salió monsieur de Charlus, a quien Jupien acompañó hasta la calle, recibiendo las quejas del barón sobre la virtud del joven. Por el gesto descontento de Jupien, que debió haber aleccionado al mozo de antemano, se echaba de ver que aquel le iba a dar un buen recorrido al falso asesino.

—Es todo lo contrario de lo que me dijiste —le advirtió monsieur de Charlus a Jupien con el fin de que Jupien aprovechara la lección para otra vez—. Parece un buen muchacho; los sentimientos que expresa son sentimientos de respeto por su familia.

—Pues no está bien con su padre —objetó Jupien—. Viven juntos, pero cada uno sirve en un bar diferente. —La verdad es que esto, como crimen, era poca cosa después de lo del asesinato, pero a Jupien le cogió desprevenido. El barón no dijo nada más, pues, aunque le gustaba que le prepararan los placeres, quería darse a sí mismo la ilusión de que no eran preparados—. Es un verdadero bandido; le ha dicho eso para engañarle; usted es demasiado ingenuo —añadió Jupien para disculparse, pero no hacía más que herir el amor propio de monsieur de Charlus.

—Dicen que tiene un millón diario para gastarse —dijo el joven de veintidós años, sin que esto le pareciera inverosímil. Pronto se oyó rodar el coche que venía a buscar a monsieur de Charlus. En aquel momento vi entrar con un andar lento, junto a un militar que evidentemente salía con ella de una habitación vecina, a una persona que me pareció una señora de bastante edad, con una falda negra. No tardé en ver mi error: era un sacerdote. Se trataba de esa cosa tan rara, y en Francia absolutamente excepcional, que es un mal sacerdote. Evidentemente, el militar se estaba burlando de su compañero por lo poco adecuada que resultaba su conducta a su hábito, pues el cura, con un aire grave y levantando hacia su repulsivo rostro un dedo de doctor en teología, dijo sentenciosamente:

—Qué quiere usted, yo no soy un —yo esperaba que dijera «un santo»—, un ángel.

Por lo demás, ya no le quedaba más que marcharse y se despidió de Jupien, que, después de acompañar al barón, acababa de subir, pero, por distracción, el mal sacerdote se olvidó de pagar la habitación. Jupien, que nunca perdía el control, agitó el cepillo en el que ponía la contribución de cada cliente y lo hizo sonar diciendo:

—¡Para los gastos del culto, señor cura!

El siniestro personaje se disculpó, soltó su moneda y desapareció.

Jupien entró a buscarme en el oscuro antro donde no me atrevía a moverme.

—Mientras yo subo a cerrar la habitación, entre un momento en el vestíbulo donde mis mozos están sentados esperando; como usted es un huésped, la cosa es muy natural.

Estaba allí el patrón y le pagué. En este momento entró un joven vestido de smoking y preguntó al patrón con aire autoritario:

—¿Podré disponer de León mañana por la mañana a las once menos cuarto en vez de a las once, porque estoy invitado a comer?

—Depende del tiempo que le tenga el cura —contestó el patrón.

Esta respuesta no pareció satisfacer al joven del smoking, que parecía ya dispuesto a echar pestes contra el cura, pero, cuando me vio, su ira pareció cambiar de dirección; dirigiéndose al patrón:

—¿Quién es? ¿Qué significa esto? —murmuró en voz baja pero enfurruñada. El patrón, muy contrariado, explicó que mi presencia no tenía ninguna importancia, que yo era un huésped. Al joven vestido de smoking no pareció en modo alguno satisfacerle esta explicación. No cesaba de repetir:

—Es muy desagradable, son cosas que no debieran ocurrir; ya sabe usted que eso me molesta muchísimo, y llegará a conseguir que no vuelva a poner aquí los pies.

Sin embargo, el cumplimiento de esta amenaza no pareció inminente, pues el joven se marchó furioso, pero recomendando que León procurara estar libre a las once menos cuarto, o a las diez y media si era posible. Jupien volvió a buscarme y bajó conmigo hasta la calle.

—No quisiera que me juzgara mal —me dijo—; esta casa no me produce tanto dinero como usted cree; me veo obligado a admitir huéspedes decentes; verdad es que con estos solos no haría más que comerme el dinero. Aquí ocurre lo contrario de los Carmelitas: gracias al vicio vive la virtud. No, si he tomado esta casa, o más bien si se la hice tomar al gerente que usted ha visto, ha sido únicamente por hacer un favor al barón y por distraerle en sus últimos años.

Jupien no quería hablar sólo de las escenas de sadismo como las que yo había visto y del ejercicio mismo del vicio del barón. Este, hasta para la conversación, para acompañarle, para jugar a las cartas, sólo estaba a gusto con personas del pueblo que le explotaban. Desde luego, el snobismo de la canalla se puede comprender tan bien como el otro. Por otra parte, habían estado unidos mucho tiempo, alternando, en casa de monsieur de Charlus, que no encontraba a nadie lo bastante elegante para sus relaciones mundanas ni lo bastante del género apache para las otras. «Detesto el tipo medio —decía—; la comedia burguesa es afectada; yo necesito o las princesas de la tragedia clásica o la sal gorda. Nada de términos medios, o Fedra o Los saltimbanquis». Pero al final se rompió el equilibrio entre estos dos snobismos. Fuera por cansancio de viejo o por extensión de la sensualidad a las relaciones más triviales, el barón ya no vivía más que con «inferiores», adoptando así, sin querer, la sucesión de alguno de sus grandes antepasados: el duque de La Rochefoucauld, el príncipe de Harcourt, el duque de Berry, a quienes Saint-Simon nos muestra pasándose la vida con sus lacayos, que les sacaban cantidades enormes, compartiendo sus juegos, hasta el punto de que cuando alguien tenía que ir a verlos se sentía violento por aquellos grandes señores al encontrarlos familiarmente sentados jugando a las cartas o bebiendo con su servidumbre.

—Es, sobre todo —añadió Jupien—, por evitarle disgustos, porque el barón, sabe usted, es un niño grande. Incluso ahora que tiene aquí todo lo que puede desear, todavía va a la ventura a hacer el travieso. Y con lo generoso que es, la cosa podría traer consecuencias en estos tiempos que corremos. Pues ¿no se murió de miedo el otro día un botones de hotel por todo el dinero que el barón le ofrecía por ir a su casa? (¡A su casa, qué imprudencia!). Ese muchacho, que además le gustan sólo las mujeres, se tranquilizó cuando se dio cuenta de lo que querían de él. Ante aquellas promesas de tanto dinero creyó que el barón era un espía. Y se quedó muy descansado cuando vio que no le pedían entregar a su patria, sino su cuerpo, lo que quizá no es más moral, pero es menos peligroso y sobre todo más fácil.

Escuchando a Jupien pensaba yo: «¡Qué lástima que monsieur de Charlus no sea novelista o poeta! No para describir lo que viera, sino el punto en que se encuentra un Charlus con relación al deseo que provoca en torno suyo los escándalos, que le fuerza a tomar la vida en serio, a poner emociones en el placer, que le impide pararse, inmovilizarse en una visión irónica y exterior de las cosas, que abre continuamente en él una nueva corriente dolorosa. Casi cada vez que se declara recibe una humillación, eso si no se expone incluso a la cárcel». No es la educación de los niños, es la de los poetas la que se hace a bofetadas. Si monsieur de Charlus hubiera sido un novelista, la casa que le procuró Jupien, al reducir los riesgos en tales proporciones, al menos (pues siempre era de temer una incursión de la policía) los riesgos frente a un individuo de cuyas disposiciones, en la calle, no estaba seguro el barón, habría sido para él una desgracia. Pero monsieur de Charlus no era en arte nada más que un dilettante, que no pensaba en escribir y no tenía aptitudes para ello.

—Además, ¿tendré que confesarle —prosiguió Jupien— que no tengo grandes escrúpulos en esa clase de ganancias? Ya no puedo ocultarle que lo que aquí se hace me gusta, que es la afición de mi vida. Y ¿está mal recibir un salario por cosas que no nos parecen culpables? Usted sabe más que yo, y seguramente me dirá que Sócrates creía que no podía recibir dinero por sus lecciones. Pero en nuestro tiempo los profesores de filosofía no piensan lo mismo, ni los médicos, ni los pintores, ni los dramaturgos, ni los directores de teatro. No vaya usted a creer que en este oficio no se conoce más que canallas. Desde luego, el director de un establecimiento como este no recibe más que a hombres, como una gran cocotte, pero recibe a hombres sobresalientes en todos los géneros y que, en igualdad de posición, son generalmente de los más finos, de los más sensibles, de los más atractivos de su profesión. Le aseguro que esta casa se podría transformar en seguida en una oficina de inteligencia, en una agencia de noticias.

Pero yo seguía bajo la impresión de los golpes que había visto recibir a monsieur de Charlus.

Y, en realidad, conociendo bien a monsieur de Charlus, su orgullo, su saciedad de los placeres mundanos, sus caprichos, que pasaban fácilmente a pasiones por hombres del último orden y de la peor especie, se puede comprender muy bien que la misma gran fortuna que, en manos de un advenedizo, le habría encantado porque le permitía casar a su hija con un duque e invitar a altezas a sus cacerías, a monsieur de Charlus le placía poseerla porque le permitía mandar en uno o quizá en varios establecimientos donde estaban permanentemente unos jóvenes con los que se recreaba. Quizá ni siquiera hiciera falta su vicio para esto; era el heredero de tantos grandes señores, príncipes de la sangre o duques, de los que Saint-Simon nos cuenta que no trataban a nadie «que se pudiera nombrar» y pasaban el tiempo con los criados, a los que daban cantidades enormes.

—Por lo pronto —le dije a Jupien—, esta casa es cosa muy distinta, más que una casa de locos, puesto que la locura de los alienados que en ella viven es una locura puesta en escena, reconstituida, visible, es un verdadero pandemónium. Como el califa de Las mil y una noches, yo creí que llegaba a punto de socorrer a un hombre al que estaban azotando, y lo que vi realizado ante mí es otro cuento de Las mil y una noches, aquel en que una mujer transformada en perra se hace azotar voluntariamente para recuperar su primitiva forma.

Jupien parecía muy turbado por mis palabras, pues comprendía que había visto flagelar al barón. Se quedó silencioso un momento mientras yo paraba un fiacre que pasaba; después, de pronto, con el ingenio que tantas veces me sorprendiera en un hombre que se había hecho a sí mismo, cuando con tan graciosas palabras nos recibía a Francisca o a mí en el patio de nuestra casa:

—Habla usted de muchos cuentos de Las mil y una noches —me dijo—; pero yo conozco uno que no deja de tener relación con un libro que creo haber visto en casa del barón —aludía a una traducción de Sésamo y los lirios, de Ruskin, que yo le mandé a monsieur de Charlus—. Si algún día siente usted la curiosidad de ver no digo cuarenta, sino una docena de ladrones, no tiene más que venir aquí; para saber si yo estoy, no tiene más que mirar a la ventana de arriba, pues dejo mi ventana abierta y alumbrada para indicar que estoy en casa, que se puede entrar; es mi Sésamo. Digo solamente Sésamo. Pues los lirios, si es eso lo que quiere, le aconsejo que vaya a buscarlos a otro sitio.

Y saludándome con cierta impertinencia, pues una clientela aristocrática y una camarilla de jóvenes que él dirigía como un pirata le habían dado cierta familiaridad, iba a separarse de mí cuando el ruido de una detonación, una bomba que las sirenas no habían anunciado, le hizo aconsejarme que me quedara un momento más con él. En seguida empezaron los disparos de cortina, tan violentos que se notaba que el avión alemán estaba muy cerca, justamente encima de nosotros.

Instantáneamente, las calles se quedaron enteramente oscuras. Sólo de cuando en cuando un avión enemigo que volaba bastante bajo iluminaba el punto donde quería lanzar una bomba. Yo no encontraba ya mi camino. Pensé en aquel día en que, yendo a la Raspeliere, encontré un avión, como un dios que hiciera encabritarse a mi caballo. Pensaba que ahora el encuentro sería diferente y que el dios del mal me mataría. Apresuraba el paso para huir de él como un viajero perseguido por el macareo giraba en círculo en las plazas tenebrosas, de donde no podía salir. Hasta que me alumbraron las llamas de un incendio y pude encontrar mi camino mientras crepitaban sin parar los cañonazos. Pero mi pensamiento se había desviado hacia otro objeto. Pensaba en la casa de Jupien, quizá reducida ahora a cenizas, pues había caído una bomba muy cerca de mí cuando yo acababa de salir de aquella casa sobre la que monsieur de Charlus hubiera podido escribir proféticamente la palabra «Sodoma», como lo hiciera, con no menos presciencia o quizá al iniciarse la erupción volcánica ya comenzada la catástrofe, el desconocido habitante de Pompeya. Pero ¿qué importaban sirena y gothas a los que habían ido allí en busca del placer? El marco social, el marco de la naturaleza que rodea nuestros amores, ya casi no pensamos en él. La tempestad reina en el mar, el barco da bandazos a uno y otro lado, del cielo caen torrentes desviados por el viento, y nosotros concedemos cuando más un segundo de atención, por hacer frente a la molestia que nos causa, a esa inmensa decoración en la que somos tan poca cosa, nosotros y el cuerpo al que intentamos acercarnos. La sirena anunciadora de las bombas ya no perturbaba a los asiduos de Jupien más de lo que les hubiera perturbado un iceberg. Y hasta el peligro físico amenazante los liberaba del miedo enfermizo que los perseguía desde hacía tiempo. Ahora bien, es un error creer que la escala de los miedos corresponde a la de los peligros que los inspiran. Se puede tener miedo de no dormir y no sentir ninguno de un duelo serio, de una rata y no de un león. Durante unas horas los guardias no se ocuparían más que de la vida de los habitantes, cosa tan poco importante, y no se arriesgarían a deshonrarlos. Varios, más que por recobrar su libertad moral, se sintieron tentados por la oscuridad producida de pronto en las calles, y aun algunos de aquellos pompeyanos sobre los que caía ya el fuego del cielo descendieron a los andenes del metro, negros como catacumbas. Sabían que allí no estarían solos. Pero la oscuridad que lo envuelve todo como un nuevo elemento produce el efecto, irresistiblemente tentador para ciertas personas, de suprimir la primera fase del placer y de hacernos entrar directamente en un dominio de caricias al que, por lo general, sólo se llega al cabo de algún tiempo. Sea una mujer o un hombre el objeto codiciado, aun suponiendo que la entrada en contacto sea fácil e inútiles los escarceos que en un salón se eternizan (al menos en pleno día), por la noche (aun en una calle por poco alumbrada que esté) hay por lo menos un preámbulo en que sólo los ojos se anticipan al goce, en que el miedo a los transeúntes y hasta a la misma persona que se busca impiden hacer otra cosa que mirar, que hablar. En la oscuridad, todo ese viejo juego queda abolido, y las manos, los labios, el cuerpo pueden entrar en acción desde el primer momento si se es mal recibido. Siempre queda la disculpa de la oscuridad misma, y de los errores a que esta da lugar. En el caso contrario, esta respuesta inmediata del cuerpo que no se retira, que se aproxima, nos da de la mujer (o del hombre) a quien nos dirigimos en silencio una idea de que está libre de prejuicios, llena de vicio, idea que aumenta el goce de haber podido morder el fruto al pie mismo del árbol sin codiciarlo con los ojos y sin pedir permiso. Sin embargo, la oscuridad persiste; inmersos en este elemento nuevo, los visitantes de Jupien, creyendo haber viajado, haber venido a asistir a un fenómeno natural como un macareo o como un eclipse, y a gozar, en lugar de un placer preparado y sedentario, el de un encuentro fortuito en lo desconocido, celebraban, con los estampidos volcánicos de las bombas, al pie de un mal lugar pompeyano, unos ritos secretos en las tinieblas de las catacumbas.

Se habían reunido en una misma sala muchos hombres que no quisieron huir. No se conocían entre ellos, pero se veía que eran, sin embargo, aproximadamente del mismo mundo, rico y aristocrático. El aspecto de cada uno tenía algo de repugnante que debía de ser la no resistencia a placeres degradantes. Uno de ellos, enorme, tenía la cara llena de manchas rojas como un borracho. Me enteré de que al principio no lo era y en cambio gozaba haciendo beber a chicos jóvenes. Mas, por miedo a ser movilizado (aunque parecía pasar ya de la cincuentena), y siendo ya muy grueso, se puso a beber continuamente para ver de rebasar el peso de cien kilos, por encima del cual se daba a un hombre por inútil. Y ahora, convertido en pasión lo que antes fuera cálculo, dondequiera que le dejaran y por mucho que le vigilaran, iba siempre a parar a una taberna. Pero en cuanto se puso a hablar me di cuenta de que, aunque de mediana inteligencia, era hombre de mucho saber, de educación y de cultura. Entró también otro, este del gran mundo, muy joven y de gran distinción física. A decir verdad, no se le notaba todavía ningún estigma exterior de un vicio, pero sí, lo que es más turbador, signos interiores. Muy alto, muy guapo, su elocución revelaba una inteligencia muy diferente de la de su vecino el alcohólico y, sin exagerar, verdaderamente notable. Pero todo lo que decía iba acompañado de una expresión que hubiera convenido a una frase diferente. Como si, aun poseyendo el tesoro completo de las expresiones del rostro humano, viviera en otro mundo, manifestaba estas expresiones en un orden inadecuado, parecía ir marcando al azar sonrisas y miradas sin relación con las palabras que oía. Si todavía vive, y seguramente vive, espero por él que fuera víctima, no de una enfermedad duradera, sino de una intoxicación transitoria. Es probable que si hubiéramos pedido a todos aquellos hombres su tarjeta de visita nos encontráramos con la sorpresa de que pertenecían a una alta clase social. Pero algún vicio, y el más grande de todos la falta de voluntad que impide resistir a ninguno, los reunía allí, verdad es que en habitaciones separadas, pero todas las noches, me dicen, de suerte que si las mujeres del gran mundo conocían sus nombres, habían perdido poco a poco de vista sus caras, y ya no tenían nunca ocasión de recibir sus visitas. Aquellos hombres recibían todavía invitaciones, pero la costumbre los llevaba al lugar nefando y heterogéneo. Por lo demás, se recataban poco, al contrario de los pequeños ordenanzas de hotel, obreros, etc., que les servían en su placer. Y aparte de otras muchas razones fáciles de adivinar, se comprende por esta: para un empleado de comercio, para un criado, ir allí era como para una mujer a la que creen honesta ir a una casa de citas; algunos que confesaban haber ido a aquel lugar aseguraban que nunca más habían vuelto, y el mismo Jupien, interviniendo para proteger su reputación o evitar competencias, afirmaba: «¡Oh, no, no viene a mi casa, no querría venir aquí!». Para hombres del gran mundo es menos grave, sobre todo porque las otras personas del gran mundo no concurren a esos lugares, no saben lo que es y no se ocupan de la vida del que va. Mientras que en una casa de aviación, si han ido allí ciertos ajustadores, sus compañeros, que los espían, no irían por nada del mundo de miedo a que se supiera.

Mientras me iba acercando a mi casa, pensaba en lo pronto que la conciencia deja de colaborar en nuestras costumbres, a las que deja desarrollarse sin ocuparse de ellas, y en lo mucho que nos sorprenderían, mirados simplemente desde fuera y suponiendo que alcancen a todo el individuo, los actos de unos hombres cuyo valor moral o intelectual puede desarrollarse independientemente en un sentido muy distinto. Esto era, desde luego, un vicio de educación, o una carencia de toda educación, unido a una tendencia a ganar dinero de una manera, si no la menos penosa (pues muchos trabajos debían de ser, a fin de cuentas, más llevaderos, pero ¿no se teje el enfermo, por ejemplo, con manías, con privaciones y con remedios, una existencia mucho más penosa que la que le produciría la enfermedad misma, a menudo ligera, contra la cual cree luchar así?), en todo caso la menos laboriosa posible, lo que llevó a aquellos «jóvenes» a hacer con toda inocencia, digámoslo así, y por un módico salario, cosas que no les causaban ningún placer y que al principio debieron de producirles gran repugnancia[26]. Esto induciría a creerlos esencialmente malos, pero no sólo fueron en la guerra unos soldados maravillosos, unos incomparables «valientes», sino que, en muchos casos, fueron en la vida civil buenos corazones, si no unas excelentes personas. Hacía mucho tiempo que ya no se daban cuenta de lo que podía tener de moral o de inmoral la vida que llevaban, porque era la vida de su medio. Así, cuando estudiamos ciertos períodos de la historia antigua, nos sorprende ver seres individualmente buenos participando sin escrúpulo en asesinatos en masa, en sacrificios humanos, que probablemente les parecían cosas naturales. Seguramente al que lea dentro de dos mil años la historia de nuestra época le extrañará encontrar igualmente ciertas conciencias tiernas y puras bañadas en un medio vital que le parecerá monstruosamente pernicioso y al cual se acomodaban. Por otra parte, yo conocía pocos hombres, y aun puedo decir que no conocía hombre ninguno tan dotado como Jupien en cuanto a inteligencia y sensibilidad; pues aquel delicioso «saber» que constituía la trama espiritual de sus palabras no le venía de nada de lo que se aprende en el colegio, de ninguna de esas culturas de universidad que hubieran podido hacer de él un hombre tan notable, cuando tantos jóvenes del gran mundo no sacan de ellas ningún provecho. Era su simple sentido innato, su gusto natural, lo que, con raras lecturas al azar, sin guía, en momentos perdidos, le hizo componer aquel hablar tan preciso en el que se manifestaban y mostraban su belleza todas las simetrías del lenguaje. Pero el oficio que desempeñaba se podía, con razón, considerar, aparte de uno de los más lucrativos, el último de todos. En cuanto a monsieur de Charlus, por mucho que su orgullo aristocrático desdeñara el «qué dirán», ¿cómo es posible que ciertos sentimientos de dignidad personal y de respeto a sí mismo no le obligaran a negar a su sensualidad ciertas satisfacciones en las que, al parecer, no podría haber más excusa que la demencia completa? Mas en él, como en Jupien, la costumbre de separar la moral de toda una clase de acciones (lo que, por lo demás, debe de ocurrir también en muchas funciones, a veces en la de juez, a veces en la de hombre de Estado, y en otras más) debía de ser tan vieja que el hábito (sin pedir ya nunca su opinión al sentido moral) había ido agravándose de día en día, hasta aquel en que este Prometeo consentidor se hizo atar por la Fuerza a la roca de la pura Materia.

Yo me daba cuenta, desde luego, de que esta era una nueva fase de la enfermedad de monsieur de Charlus, enfermedad que, desde que yo la percibiera, y a juzgar por las diversas etapas que yo había visto, siguió su evolución con una rapidez progresiva. El pobre barón no debía de estar ahora muy lejos del final, de la muerte, suponiendo que esta no fuera precedida, según las predicciones y los votos de madame Verdurin, por un encarcelamiento que, a su edad, no podría sino apresurar la muerte. Pero quizá he dicho inexactamente «roca de la pura Materia». En esta pura Materia es posible que sobrenadara todavía un poco de Espíritu. Aquel loco sabía bien, a pesar de todo, que era presa de una locura, y, sin embargo, jugaba en aquellos momentos, porque sabía bien que el que le flagelaba no era más malo que el niño que en los juegos de batallas es designado por la suerte para hacer el prusiano, y sobre el que todo el mundo cae con un ardor de patriotismo verdadero y de odio fingido. Presa de una locura en la que, de todos modos, entraba un poco de la personalidad de monsieur de Charlus. Incluso en estas aberraciones, la naturaleza humana (como en nuestros amores, en nuestros viajes) revela también la necesidad de creencia con exigencias de verdad. Cuando yo le hablaba a Francisca de una iglesia de Milán —ciudad a la que probablemente no iría ella nunca— o de la catedral de Reims —¡aunque fuera de la de Arras!—, que ella no podría ver porque estaban más o menos destruidas, envidiaba a los ricos que podían permitirse el espectáculo de semejantes tesoros, y exclamaba con un pesar nostálgico: «¡Ah, qué hermoso debe de ser eso!», ella que, llevando tantos años en París, no había sentido nunca la curiosidad de ir a ver Notre-Dame. Y es que Notre-Dame formaba precisamente parte de París, de la ciudad donde transcurría la vida cotidiana de Francisca y donde, en consecuencia, le habría sido difícil a nuestra vieja criada situar los objetos de sus sueños —como difícil me habría sido a mí si el estudio de la arquitectura no me hubiera corregido, en ciertos puntos, de los instintos de Combray—. En las personas a las que amamos hay, inmanente en ellas, cierto sueño que no siempre sabemos discernir pero que perseguimos. Tal era mi creencia en Bergotte, en Swann, que me hizo amar a Gilberta, mi creencia en Gilberto el Malo, que me hizo amar a madame de Guermantes. ¡Y qué gran extensión de mar fue reservada en mí mismo amor más doloroso, más individual al parecer, por Albertina! Por lo demás, debido precisamente a ese algo individual al que nos agarramos encarnizadamente, los amores a las personas son ya un poco aberraciones. (Y las mismas enfermedades del cuerpo, al menos las que dependen un poco del sistema nervioso, ¿no son una especie de gustos particulares o de miedos particulares contraídos por nuestros órganos, por nuestras articulaciones, que así han tomado a ciertos climas un horror tan inexplicable y tan obstinado como la inclinación de ciertos hombres hacia las mujeres que, por ejemplo, llevan unos impertinentes, o por las caballistas de circo? Ese deseo que despierta cada vez la presencia de una caballista de circo, ¿quién podría decir a qué sueño duradero e inconsciente va unido, inconsciente y tan misterioso como lo es, por ejemplo, para quien sufriera toda su vida accesos de asma, la influencia de cierta ciudad, semejante en apariencia a las demás, y en la que por primera vez respira libremente?).

Ahora bien, las aberraciones son como amores donde la tara enfermiza lo ha cubierto todo, lo ha ganado todo. Hasta en la más insensata, se sigue reconociendo el amor. En la petición de monsieur de Charlus de que le sujetaran los pies y las manos con argollas bien fuertes, de que le consiguieran la barra de justicia y, según me dijo Jupien, unos feroces accesorios que era difícilísimo encontrar, aun dirigiéndose a marineros —pues servían para infligir suplicios cuyo uso ha quedado abolido incluso allí donde la disciplina es más rigurosa, a bordo de los barcos—, en el fondo de todo esto había en monsieur de Charlus todo su sueño de virilidad, demostrado, llegado el caso, por actos brutales, y toda la iluminación interior, invisible para nosotros, pero de la que el barón proyectaba así algunos reflejos, de cruces de justicia, de torturas feudales, que su imaginación medieval decoraba. En este mismo sentimiento decía a Jupien cada vez que llegaba: «Por lo menos, esta noche no habrá alarma, pues me veo desde aquí calcinado por ese fuego del cielo como un habitante de Sodoma». Y simulaba miedo a los gothas, aunque no sentía ni sombra de miedo, pero lo hacía para tener un pretexto, cuando sonasen las sirenas, para precipitarse a los refugios del metro, donde esperaba algún placer de roces en la noche, con vagos sueños de subterráneos medievales y de in pace. En el fondo, su deseo de ser encadenado, de ser flagelado, revelaba, en su fealdad, un sueño tan poético como, en otros, el deseo de ir a Venecia o de tener amantes bailarinas. Y a monsieur de Charlus le interesaba tanto la ilusión de realidad que aquel sueño le daba que Jupien tuvo que vender la cama de madera que estaba en la habitación 43 y sustituirla por una cama de hierro que iba mejor con las cadenas.

Por fin, tocaron fajina cuando yo llegué a casa. Un chicuelo comentaba el ruido de los bomberos. Encontré a Francisca subiendo de la bodega con el mayordomo. Me creía muerto. Me dijo que había estado Saint-Loup, disculpándose, a ver si, en la visita que me hizo por la mañana, se le había caído la cruz de guerra. Pues se acababa de dar cuenta de que la había perdido y como tenía que incorporarse a su unidad a la mañana siguiente, se le ocurrió ir a ver si, por casualidad, estaba en mi casa. Buscó por todas partes con Francisca y no encontró nada. Francisca creía que había debido de perderla antes de ir a verme, pues, decía ella, le parecía —habría podido jurarlo— que no la llevaba cuando estuvo por la mañana. Se equivocaba. ¡Así es el valor de los testimonios y de los recuerdos! De todos modos, la cosa no tenía gran importancia. A Saint-Loup le estimaban tanto sus oficiales como le querían sus hombres, y la cosa se arreglaría fácilmente. Por otra parte, me di cuenta en seguida, por la manera poco entusiasta con que hablaron de él, de que a Francisca y al mayordomo les había producido Saint-Loup una impresión mediana. Desde luego, todos los esfuerzos que el hijo del mayordomo y el sobrino de Francisca hicieron por emboscarse los hizo Saint-Loup en sentido inverso, y con éxito, por estar en la línea de mayor peligro. Pero Francisca y el mayordomo, juzgando por sí mismos, no podían creerlo. Estaban convencidos de que los ricos están siempre al abrigo. Además, aunque hubieran sabido la verdad sobre el valor heroico de Roberto, no les habría impresionado. Roberto no decía «boches», les había elogiado la bravura de los alemanes, no atribuía a la traición el hecho de que no hubiéramos vencido desde el primer momento. Y esto era lo que ellos hubieran querido oír, lo que les habría parecido prueba de valor. Aunque seguían buscando la cruz de guerra, los encontré fríos respecto a Saint-Loup. Yo, que sospechaba dónde quedó olvidada aquella cruz de guerra[27], aconsejé a Francisca y al mayordomo que se fueran a la cama. Pero el mayordomo nunca tenía prisa por dejar a Francisca desde que, gracias a la guerra, encontró un medio, más eficaz aún que la expulsión de las hermanas y el asunto Dreyfus, para torturarla. Aquella noche, y cada vez que yo los vi durante los días que quedaron de mi estancia en París antes de salir para otro sanatorio, oí al mayordomo decir a Francisca, espantada:

—No tienen prisa, claro, esperan a que la pera esté madura, pero el día que lo esté tomarán París, y ese día no habrá piedad.

—¡Señor, Virgen María! —exclamaba Francisca—, no tienen bastante con haber invadido a la pobre Bélgica. Bastante que ha sufrido ella cuando la conquistaron.

—¡Sí, sí, Bélgica! Pero lo que han hecho en Bélgica no será nada en comparación, Francisca. —Y como la guerra lanzó al mercado de la conversación de la gente del pueblo una cantidad de términos que sólo habían conocido por los ojos, por la lectura de los periódicos y cuya pronunciación ignoraban, el mayordomo añadía—: No comprendo cómo puede estar tan loco el mundo… Ya verá, Francisca, ya verá cómo preparan otro ataque de más vergadura que todos los demás.

Ya que no en nombre de la piedad por Francisca y del buen sentido estratégico, me rebelé al menos por la gramática, declarando que se debía pronunciar envergadura, pero no conseguí más que hacer repetir a Francisca la terrible frase cada vez que yo entraba en la cocina, pues el mayordomo se complacía, tanto como en asustar a su compañera, en demostrar a su amo que, aunque antiguo jardinero de Combray y simple mayordomo, era un buen francés según la regla de Saint-André-des-Champs, que la Declaración de los derechos del hombre le daba el de pronunciar vergadura con toda independencia y de no dejarse mandar en un punto que no formaba parte de su servicio, y sobre el que, por consiguiente, desde la Revolución, nadie tenía nada que decirle, puesto que era igual a mí.

Tuve, pues, la contrariedad de oírle hablar a Francisca de una operación de gran vergadara con una insistencia destinada a demostrarme que esta pronunciación no era efecto de la ignorancia, sino de una decisión bien deliberada. Confundía el gobierno y los periódicos en un mismo «se» lleno de desconfianza, diciendo: «Se habla de las pérdidas de los boches, no se habla de las nuestras, que parece que son diez veces mayores. Se nos dice que ya no pueden más, que ya no tienen qué comer, y yo creo que tienen cien veces más que nosotros. Que no nos vengan con monsergas. Si no tuvieran qué comer no se batirían como el otro día, que nos mataron cien mil muchachos de menos de veinte años». El hombre exageraba así continuamente los triunfos de los alemanes, como antes exagerara los de los radicales; contaba al mismo tiempo sus atrocidades para que aquellos triunfos le dolieran aún más a Francisca, quien ya no paraba de decir: «¡Ay, Santa Madre de los Ángeles! ¡Ay, María Madre de Dios!», y a veces, para fastidiarla de otra manera, el mayordomo decía: «De todos modos, allá nos andamos; lo que nosotros hacemos en Grecia no es más bonito de lo que ellos han hecho en Bélgica. Ya verá usted cómo vamos a poner a todo el mundo contra nosotros y a tener que luchar con todas las naciones», cuando era exactamente lo contrario. Los días en que las noticias eran buenas, se desquitaba asegurando a Francisca que la guerra duraría treinta y cinco años, y, en previsión de una posible paz, aseguraba que esta paz duraría sólo unos meses y en seguida habría unas batallas en comparación de las cuales las de ahora no serían más que un juego de niños, tanto que después de ellas no quedaría nada de Francia.

La victoria de los aliados parecía, si no próxima, al menos casi segura, y desgraciadamente hay que confesar que esto no le gustaba nada al mayordomo. Pues como había reducido la guerra «mundial», como todo lo demás, a la que él sostenía sordamente contra Francisca (aunque, a pesar de esto, la quería, como podemos querer a la persona a quien nos complacemos en hacer rabiar todos los días ganándole en el dominó), la Victoria se realizaba para él en el aspecto de la primera conversación en que tendría el berrinche de oír a Francisca decirle: «Por fin se acabó, y tendrán que darnos más de lo que nosotros les dimos el 70». Por lo demás, el mayordomo creía siempre que ese día fatal llegaría, pues un patriotismo inconsciente le hacía creer, como a todos los franceses víctimas del mismo espejismo que yo desde que estaba enfermo, que la victoria —como mi curación— llegaría al día siguiente. Se anticipaba anunciando a Francisca que esta victoria llegaría quizá, pero que el corazón le dolía de pensarlo, pues detrás de la victoria vendría la revolución y después la invasión. «¡Ah, esta maldita guerra! Los únicos que se repondrán pronto de ella serán los boches, Francisca, ya les ha hecho ganar cientos de miles de millones. Pero que nos suelten a nosotros un centavo, vaya negocio. Quizá lo pondrán en los periódicos —añadía por prudencia y por lo que pudiera ocurrir— para calmar al pueblo, como dicen desde hace tres años que la guerra va a terminar mañana».

Estas palabras perturbaban mucho a Francisca, porque, en efecto, después de haber creído a los optimistas más que al mayordomo, veía que la guerra, aquella guerra que iba a terminar en quince días a pesar de «la invaisión de la pobre Bélgica», continuaba, que no se avanzaba, fenómeno de estabilización de los frentes cuyo sentido no comprendía ella bien, y que, además, uno de los innumerables «ahijados» a quienes daba todo lo que ganaba en nuestra casa le contaba que le habían ocultado esto o lo otro. «Todo esto caerá sobre el obrero —concluía el mayordomo—. Le quitarán su finquita, Francisca». «¡Ay, Señor Dios!». Pero a estas desgracias remotas el mayordomo prefería otras más próximas y devoraba los periódicos con la esperanza de anunciar a Francisca una derrota. Esperaba las malas noticias como huevos de Pascua, pensando que la cosa iría lo bastante mal para asustar a Francisca, pero no tanto como para hacerle sufrir a él. Así, una incursión de zepelines le encantaría para ver a Francisca esconderse en las bodegas y porque estaba convencido de que en una ciudad tan grande como París no iban a caer las bombas precisamente en nuestra casa.

Por otra parte, Francisca volvía a ratos a su pacifismo de Combray. Casi dudaba de las «atrocidades alemanas». «Al principio de la guerra nos decían que esos alemanes eran unos asesinos, unos bandoleros, unos criminales, unos bbboches…». (Si ponía varias bes a los boches es porque la acusación de que los alemanes eran unos asesinos le parecía, después de todo, plausible, mientras que el ser unos boches resultaba para ella casi inverosímil por su enormidad. Sólo que era bastante difícil entender qué sentido misteriosamente espantoso daba Francisca a la palabra boche, pues se trataba del principio de la guerra, y también por el gesto de duda con que pronunciaba esta palabra. Pues la duda de que los alemanes fuesen unos criminales podía ser, en realidad, infundada, pero, desde un punto de vista lógico, no implicaba contradicción. Mas ¿cómo dudar de que fuesen boches, si esta palabra, en el lenguaje popular, significa precisamente alemán? Quizá no hacía sino repetir en estilo indirecto las violentas palabras que había oído entonces, y en las cuales la palabra boche se acentuaba con especial energía). «Yo me creía todo eso —decía—, pero ahora me pregunto si no somos nosotros tan canallas como ellos». Este pensamiento blasfemo había sido taimadamente elaborado en Francisca por el mayordomo, el cual, al ver que su compañera sentía cierta inclinación por el rey Constantino de Grecia, se había cuidado de hacerle creer que nosotros le matábamos de hambre hasta el día que cediera. Por eso la abdicación del soberano conmovió mucho a Francisca, que llegaba a decir: «No somos nosotros mejores que ellos. Si nosotros estuviéramos en Alemania, haríamos lo mismo».

Por lo demás, yo la vi poco en aquellos días, pues Francisca iba mucho a casa de aquellos primos de los que mamá me dijo un día: «Pues sabrás que son más ricos que tú». Y se vio esa cosa tan bella que fue tan frecuente en aquella época en todo el país y que, si hubiera un historiador para perpetuar tal recuerdo, demostraría la grandeza de Francia, su grandeza de alma, su grandeza según Saint-André-des-Champs, una grandeza que revelaron tantos civiles supervivientes en la retaguardia no menos que los soldados caídos en el Marne. En Berry-au-Bac cayó un sobrino de Francisca que lo era también de aquellos sus primos millonarios, antiguos grandes taberneros retirados mucho tiempo atrás después de hacerse ricos. Este sobrino, pequeño tabernero sin fortuna, movilizado a los veinticinco años, dejó a su mujer sola frente al pequeño bar creyendo volver a los pocos meses. Le mataron, y entonces se vio esto. Los primos millonarios de Francisca, que no eran nada de la mujer del sobrino muerto, dejaron el campo donde llevaban diez años retirados y volvieron a ser taberneros, sin querer cobrar un céntimo; todas las mañanas, a las seis, la mujer millonaria, una verdadera señora, se vestía como «la señorita», dispuestas ambas a ayudar a su sobrina y prima política. Y llevaban tres años limpiando vasos y sirviendo consumiciones desde la mañana hasta las nueve y media de la noche, sin un día de descanso. En este libro donde no hay ni un solo hecho que no sea ficticio, donde no hay un solo personaje «con clave», donde todo ha sido inventado por mí según las necesidades de mi demostración, debo decir en elogio de mi país que únicamente los parientes millonarios de Francisca que dejaron su retiro para ayudar a la sobrina desamparada son personas reales, personas que existen. Y convencido de que su modestia no se ofenderá, por la sencilla razón de que nunca leerán este libro, transcribo aquí su nombre verdadero con infantil placer y profunda emoción, ya que no puedo citar los nombres de tantos otros que debieron de actuar de la misma manera y por los cuales ha sobrevivido Francia: se llaman con un nombre muy francés, Lariviere. Si hubo algunos míseros emboscados como el imperioso joven de smoking que vi en casa de Jupien y cuya única preocupación era saber si podría disponer de Léon a las diez y media «porque estaba invitado a comer», los redimen por la innumerable multitud de todos los franceses de SaintAndré-des-Champs, todos los sublimes soldados a los que yo equiparo los Lariviere.

El mayordomo, para atizar las inquietudes de Francisca, le enseñaba viejas Lectures pour tous que había encontrado y en la cubierta de las cuales (eran números de antes de la guerra) figuraba la «familia imperial de Alemania». «Aquí está nuestro señor de mañana», decía el mayordomo a Francisca señalándole a «Guillermo». Francisca entornaba los ojos y luego pasaba al personaje femenino situado al lado de él y decía: «¡Esta es la Guillerma!».

Mi marcha de París se retrasó por una noticia que, por la dolorosa impresión que me causó, me incapacitó por algún tiempo para ponerme en camino. Me enteré de la muerte de Saint-Loup, caído a los dos días de volver al frente, cuando protegía la retirada de sus hombres. No hubo hombre con menos odio que él a un pueblo (y en cuanto al emperador, por razones particulares, y quizá falsas, pensaba que Guillermo II había procurado impedir la guerra más bien que desencadenarla). Tampoco odiaba el germanismo: las últimas palabras que oí salir de su boca, seis días antes, eran las que comienzan un lied de Schumann y que me tarareaba en mi escalera, en alemán, tanto que, por los vecinos, le hice callar. Habituado por una buena educación suprema a limpiar su conducta de toda apología, de toda invectiva, de toda frase, evitó ante el enemigo, como en el momento de la movilización, lo que hubiera podido asegurar su vida con aquella inhibición de sí mismo ante los demás que simbolizaban todas sus maneras, hasta su manera de cerrar la portezuela de mi coche cuando me acompañaba, descubierto, cada vez que yo salía de su casa. Permanecí varios días encerrado en mi cuarto pensando en él. Recordaba su llegada a Balbec la primera vez, cuando, vestido con prendas de lana blancuzca, con sus ojos verdosos y movedizos como el mar, atravesó el hall que daba acceso al gran comedor cuyos ventanales miraban al mar. Recordé aquel ser especial que me pareció entonces, aquel ser del que tanto deseé ser amigo. Este deseo se cumplió más allá de lo que nunca pude creer, sin producirme, sin embargo, entonces casi ningún gozo, y después me di cuenta de todos los grandes méritos y también de otra cosa que aquella apariencia elegante ocultaba. Todo esto, lo bueno y lo malo, lo dio sin tasa, todos los días, y el último yendo a tomar una trinchera, por generosidad, por poner al servicio de los demás todo lo que poseía, lo mismo que una noche se corrió en los canapés del restaurante para no molestarme. Y, en suma, haberle visto tan poco, en sitios tan variados, en circunstancias tan diversas y separadas por tantos intervalos, en aquel hall de Balbec, en el café de Rivebelle, en el cuartel de caballería y en las comidas militares de Doncieres, en el teatro donde abofeteó a un periodista, en casa de la princesa de Guermantes, no hacía sino darme de su vida unos cuadros más rotundos, más claros, de su muerte una pena más lúcida, de lo que nos suelen dar personas más amadas, pero a las que vemos tan continuamente que la imagen que conservamos de ellas no es ya más que una indecisa media entre una infinidad de imágenes insensiblemente diferentes, y también porque en nuestro cariño colmado no hay, como cuando se trata de los que sólo hemos visto en momentos limitados, en encuentros inacabados a pesar de ellos y a pesar de nosotros, la ilusión de la posibilidad de un afecto mayor del que sólo las circunstancias nos han privado[28]. A los pocos días de aquel en que le vi corriendo detrás de su monóculo, e imaginándole entonces tan orgulloso, en aquel hall de Balbec, había otra forma viva que vi por primera vez en la playa de Balbec y que ya tampoco existía más que en estado de recuerdo: era Albertina, pisando la arena aquella primera tarde, indiferente a todos y marina, como una gaviota. Me enamoré de ella tan pronto que, para poder salir juntos todos los días, no fui nunca a ver a Saint-Loup desde Balbec. Y, sin embargo, la historia de mis relaciones con él llevaba también el testimonio de que, en un tiempo, dejé de amar a Albertina, puesto que si fui a vivir una temporada cerca de Roberto, en Doncieres, fue por la pena de ver que madame de Guermantes no correspondía al sentimiento que me inspiraba. Su vida y la de Albertina, que tan tarde conocí, las dos en Balbec, y que tan pronto terminaron, se cruzaron apenas; fue a él, me decía yo, viendo cómo el ágil ir y venir de los años va tejiendo hilos entre recuerdos nuestros que al principio parecen más independientes, fue a él a quien mandé a ver a madame Bontemps cuando Albertina me dejó.

Y, además, resultaba que sus dos vidas tenían cada una un secreto paralelo y que yo no había sospechado. Ahora el de Saint-Loup me causaba quizá más tristeza que el de Albertina, cuya vida había llegado a serme tan extraña. Pero no podía consolarme de que la suya, como la de Saint-Loup, hubieran sido tan cortas. Ella y él solían decirme, cuidándose de mí: «Tú, que estás enfermo». Y fueron ellos quienes se murieron, ellos de quienes, separadas por un intervalo al fin tan breve, comparaba yo la imagen última, frente a la trinchera, en el río, con la imagen primera que, incluso la de Albertina, sólo contaba para mí por su asociación con la del sol poniente sobre el mar.

Francisca recibió la noticia de la muerte de Saint-Loup con más compasión que la de Albertina. Asumió inmediatamente su papel de plañidera y comentó la memoria del muerto con lamentaciones, con trenos desesperados. Hacía ostentación de su pena y sólo ponía una cara seca, volviendo la cabeza, cuando yo, sin querer, dejaba ver la mía, que ella aparentaba no haber visto. Pues, como a muchas personas nerviosas, el nerviosismo de los demás, sin duda muy parecido al suyo, le horripilaba. Ahora le gustaba hacer notar sus menores tortícolis, un ligero desvanecimiento, un golpe que se había dado. Pero si yo hablaba de uno de mis males, ella, estoica y grave, hacía como que no había oído. «¡Pobre marqués! —decía, aunque no podía menos de pensar que había hecho lo imposible para no ir al frente y, una vez movilizado, para huir del peligro—. ¡Pobre señora! —añadía pensando en madame de Marsantes—, ¡cuánto habrá llorado al enterarse de la muerte de su hijo! Si siquiera hubiera podido verle, pero acaso es mejor que no haya podido, porque tenía la nariz partida por la mitad, estaba todo descabalado». Y los ojos de Francisca se llenaban de lágrimas, pero a través de ellas se percibía la curiosidad cruel de la campesina. Sin duda, Francisca compadecía de todo corazón el dolor de madame de Marsantes, pero lamentaba no conocer la forma que este dolor había tomado y no poder disfrutar del espectáculo y de la aflicción de tal dolor. Y como le hubiera gustado mucho llorar y que yo la viese llorar, dijo para entrenarse: «¡Me da una pena!». También espiaba en mí las señales de la pena con una avidez que me hizo simular cierta sequedad al hablar de Roberto. Y, seguramente más por espíritu de imitación y porque había oído decir eso, pues en las cocinas hay clichés tanto como en los cenáculos, repetía, no sin poner en ello la satisfacción de un pobre: «Todas sus riquezas no le han impedido morir como otro cualquiera, y ya no le servirán para nada». El mayordomo aprovechó la ocasión para decir a Francisca que desde luego era triste, pero que aquello no tenía ninguna importancia comparado con los millones de hombres que caían todos los días a pesar de todos los esfuerzos que hacía el gobierno por ocultarlo. Pero esta vez el mayordomo no consiguió aumentar el dolor de Francisca como creyera, pues Francisca le contestó: «Es verdad que mueren también por Francia, pero son desconocidos; siempre es más interesante cuando conocemos al muerto». Y Francisca, que gozaba llorando, añadió: «No dejen de avisarme si hablan de la muerte del marqués en el periódico».

Mucho antes de la guerra, Roberto me decía a menudo con tristeza: «¡Oh!, de mi vida no hablemos, soy hombre condenado de antemano». ¿Aludía al vicio que hasta entonces consiguiera ocultar a todo el mundo, pero que él conocía y cuya gravedad se exageraba acaso de la misma manera que los niños que practican el amor por primera vez, o que hasta, antes de esto, buscan el placer solos, se imaginan que son como la planta que no puede diseminar su polen sin morir inmediatamente? ¿Acaso esta exageración, en Saint-Loup como en los niños, se debía, como a la idea del pecado con la que no se está aún familiarizado, a que una sensación completamente nueva tiene una fuerza casi terrible que luego se irá atenuando, o es que tenía el presentimiento de su fin prematuro, justificándolo quizá con la muerte de su padre, desaparecido bastante joven? Desde luego, ese presentimiento parece imposible. Pero la muerte parece sujeta a ciertas leyes. Por ejemplo, muchas veces se diría que los seres nacidos de padres que mueren muy viejos o muy jóvenes tienen casi por fuerza que desaparecer a la misma edad, arrastrando los padres hasta los cien años penas y enfermedades incurables, pereciendo los hijos, a pesar de una vida feliz e higiénica, en la fecha inevitable y prematura, llevados por un mal tan oportuno y tan accidental (por muy profundas raíces que pueda tener en el temperamento) que parece ser sólo la formalidad necesaria para la realización de la muerte. Y ¿no sería posible que aun la misma muerte accidental —como la de Saint-Loup, por lo demás relacionada con su carácter quizá de más formas de las que he creído que debía decir— estuviera, también ella, escrita de antemano, que fuera conocida únicamente por los dioses, invisible para los hombres, pero revelada por una tristeza medio inconsciente, medio consciente (e incluso, en esta última medida, expresada a los demás con esa completa sinceridad que ponemos en anunciar desgracias a las que, en nuestro fuero interno, creemos escapar y que, sin embargo, llegarán), propia del que la lleva y la percibe constantemente en sí mismo, como una divisa, como una fecha fatal?

Debió de estar hermoso en aquellas últimas horas. Él, que siempre en esta vida, hasta sentado, hasta andando en el salón, parecía estar conteniendo el empuje de una carga, disimulando con una sonrisa la voluntad indomable que había en su cabeza triangular, por fin se había lanzado a la carga. La torre feudal, ya sin sus libros, había vuelto a ser torre militar. Y este Guermantes había muerto más él mismo, o más bien más de su raza en la que se fundía, en la que ya no era más que un Guermantes, como resultó simbólicamente visible en su entierro en la iglesia de San Hilario, de Combray, toda cubierta de tapices negros sobre los que se destacaba en rojo, bajo la corona cerrada, sin iniciales de nombres de pila ni de títulos, la G del Guermantes que, por la muerte, había tornado a ser.

Aun antes de ir a este entierro, que no tuvo lugar en seguida, escribí a Gilberta. Acaso debí escribir a la duquesa de Guermantes, pero pensaba que recibiría la muerte de Roberto con la misma indiferencia que le vi manifestar ante la de tantos otros que parecían haber estado tan unidos a su vida, y que quizá, con su espíritu Guermantes, hasta procuraría demostrar que no tenía la superstición de los lazos de la sangre. Yo estaba demasiado enfermo para escribir a todo el mundo. En otro tiempo creí que Roberto y ella se querían bien, en el sentido en que se dice esto en el gran mundo, es decir, que, cuando estaban juntos, se decían cosas tiernas que sentían en aquel momento. Pero Roberto, lejos de ella, no vacilaba en calificarla de idiota, y ella, aunque sentía a veces al verle un placer egoísta, era incapaz de tomarse la más ligera molestia, de poner en juego su crédito, ni en la menor medida, por hacerle un favor, ni siquiera por evitarle un daño. La maldad que demostró respecto a él, negándose a recomendarle al general Saint-Joseph cuando Roberto iba a partir de nuevo para Marruecos, probaba que el afecto que le había mostrado con ocasión de su boda no era más que una especie de compensación que no le costaba nada. Por eso me extrañó mucho enterarme de que, enferma ella cuando murió Roberto, se creyeran obligados a ocultarle durante varios días, con el más falaz de los pretextos, los periódicos que daban noticia de aquella muerte, con el fin de evitarle el choque que le produciría. Pero mayor fue mi sorpresa al enterarme de que, cuando al fin se vieron obligados a decirle la verdad, la duquesa lloró todo un día, cayó enferma y tardó mucho tiempo —más de una semana, lo que era mucho para ella— en consolarse. Cuando supe esta pena, me conmovió. Aquello hizo que todo el mundo pudiera decir, y que yo pueda asegurar, que existía entre ellos una gran amistad. Pero recordando cuántas pequeñas maledicencias, cuánta mala voluntad para hacerse un favor había encerrado aquella amistad, pienso lo poco que es en el mundo una gran amistad.

Por otra parte, al poco tiempo, en una circunstancia más importante históricamente, aunque afectara menos a mi corazón, madame de Guermantes se mostró a mi parecer con un perfil más favorable. Ella, que, de soltera, dio pruebas de tanta impertinente audacia, como acaso se recuerda, con la familia imperial de Rusia, y que, casada, les habló siempre con una libertad que daba lugar a veces a que la motejaran de falta de tacto, fue quizá la única, después de la Revolución rusa, que dio pruebas de una atención sin límites a las grandes duquesas y a los grandes duques. El mismo año que precedió a la guerra molestó considerablemente a la gran duquesa Wladimiro llamando siempre a la condesa de Hohenfelsen, esposa morganática del gran duque Pablo, «la Gran Duquesa Pablo». Lo cual no impidió que, apenas iniciada la Revolución rusa, a nuestro embajador en Petersburgo, monsieur Paléologue («Paléo» para el mundo diplomático, que tiene, como el otro, sus abreviaturas supuestamente ingeniosas), le acribillara con telegramas la duquesa de Guermantes, que quería tener noticias de la gran duquesa María Pavlovna. Durante mucho tiempo las únicas pruebas de simpatía y de respeto que recibió constantemente esta princesa le llegaron exclusivamente de madame de Guermantes.

Saint-Loup, si no por su muerte, al menos por lo que había hecho en las semanas que la precedieron, causó penas más grandes que la de la duquesa. En efecto, al día siguiente de la noche en que yo le vi, y dos días después de que el barón dijo a Morel: «Me vengaré», los pasos que dio Saint-Loup por encontrar a Morel tuvieron éxito, es decir, dieron por resultado que el general a cuyas órdenes debía estar Morel se dio cuenta de que este era desertor, mandó buscarlo y detenerlo y para disculparse con Saint-Loup por el castigo que iba a sufrir una persona por quien este se interesaba, le escribió advirtiéndoselo. Morel no dudó que su arresto fue provocado por el rencor de monsieur de Charlus. Recordó las palabras: «Me vengaré», pensó que la venganza era aquello y solicitó hacer ciertas revelaciones. «Desde luego, he desertado —declaró—. Pero ¿tengo yo toda la culpa de haber sido llevado por mal camino?». Contó sobre monsieur de Charlus y sobre monsieur d’Argencourt, con el que también estaba enfadado, unas historias que, en realidad, no le concernían a él directamente, pero que estos señores, en la doble expansión de amantes y de invertidos, le habían contado, lo que hizo detener a la vez a monsieur de Charlus y a monsieur d’Argencourt. Esta detención causó quizá menos dolor a ambos que enterarse de lo que ignoraban: que eran rivales, y la instrucción reveló que tenían muchos más, oscuros, cotidianos, reclutados en la calle. De todos modos, los soltaron en seguida. También soltaron a Morel, porque la carta que el general escribió a Saint-Loup le fue devuelta con esta indicación: «Fallecido, muerto por la patria». El general, queriendo hacer algo por el difunto, se limitó a mandar a Morel al frente; Morel se portó con valentía, se salvó de todos los peligros y, acabada la guerra, volvió con la cruz que monsieur de Charlus solicitara inútilmente para él en otro tiempo y que, indirectamente, obtuvo ahora por la muerte de Saint-Loup. Después, recordando aquella cruz de guerra perdida en casa de Jupien, muchas veces he pensado que si Saint-Loup hubiera sobrevivido le habría sido fácil salir diputado en las elecciones que siguieron a la guerra, pues la espuma de bobería y el relumbrón de gloria que dejó tras sí, y en la que, si un dedo de menos abolía siglos de prejuicios, permitiendo entrar mediante una boda brillante en una familia aristocrática, la cruz de guerra, aunque fuera ganada en las oficinas, bastaba para entrar, mediante una elección triunfal, en la cámara de diputados, casi en la Academia francesa. La elección de Saint-Loup, por causa de su «sagrada» familia, hubiera hecho verter a monsieur Arthur Meyer torrentes de lágrimas y de tinta. Pero quizá amaba al pueblo demasiado sinceramente para llegar a conquistar los sufragios del pueblo, aunque seguramente este, en obsequio a sus blasones, le habría perdonado sus ideas democráticas. Desde luego, Saint-Loup las habría expuesto con éxito ante una cámara de aviadores. Seguro que estos héroes le habrían comprendido, y también algunos rarísimos espíritus selectos. Pero, gracias a la estúpida confianza del Bloque nacional, habían sobrenadado los antiguos canallas de la política, que siempre son reelegidos. Los que no pudieron entrar en una cámara de aviadores postularon, al menos, para entrar en la Academia francesa, los sufragios de los mariscales, de un presidente de la República, de un presidente de la Cámara, etc. No habrían sido favorables a Saint-Loup, pero lo eran a otro cliente de Jupien, el diputado de Acción Liberal, que fue reelegido sin competidor. No se quitaba el uniforme de oficial de reserva, aunque la guerra había terminado hacía ya tiempo. Su elección fue saludada con alegría por todos los periódicos que habían hecho la «unión» sobre su nombre, por las damas nobles y ricas que, por un sentimiento de conveniencias y por miedo a los impuestos, no llevaban más que guiñapos, mientras que los hombres de la Bolsa compraban continuamente diamantes, no para sus mujeres, sino porque, perdida toda confianza en el crédito de ningún país, se refugiaban en esta riqueza palpable, y, así, hacían subir las de Beers en mil francos. Tanta estupidez irritaba un poco, pero la irritación contra el Bloque nacional disminuyó cuando, de pronto, se vio a las víctimas del bolchevismo, a las grandes duquesas en harapos cuyos maridos fueron asesinados en una carretilla, apedreados los hijos después de haberlas dejado sin comer, de haberlos hecho trabajar en medio de los abucheos, arrojados a los pozos porque creían que tenían la peste y podían contagiarla. Los que lograron huir reaparecieron de pronto…[28a]