CAPÍTULO II

Una de las primeras noches de mi nuevo regreso, en 1916, queriendo oír hablar de lo único que entonces me interesaba, la guerra, salí después de comer para ir a ver a madame Verdurin, pues era, con madame Bontemps, una de las reinas de aquel París de la guerra que hacía pensar en el Directorio. Como por la siembra de una pequeña cantidad de levadura, en apariencia de generación espontánea, unas mujeres jóvenes iban todo el día con unos altos turbantes cilíndricos, como una contemporánea de madame Tallien, llevando por civismo unas túnicas egipcias rectas, oscuras, muy «guerra», sobre unas faldas muy cortas; llevaban unas correas que recordaban el coturno según Talma, o unas altas polainas que recordaban las de nuestros queridos combatientes; era, decían ellas, porque no olvidaban que debían alegrar los ojos de aquellos combatientes, por lo que todavía se arreglaban, no sólo con vestidos «vaporosos», sino también con alhajas que evocaban los ejércitos con su tema decorativo, aunque la materia no viniera de los ejércitos, ni hubiera sido trabajada en los ejércitos; en lugar de los ornamentos egipcios que recordaban la campaña de Egipto, eran sortijas o pulseras hechas con fragmentos de obuses o cinturones de 75, encendedores formados por dos peniques ingleses a los que un militar había logrado dar en su trinchera una pátina tan bella que el perfil de la reina Victoria parecía trazado por Pisanello; era también porque pensaban constantemente en ellos, decían ellas, que, cuando caía uno de los suyos, apenas le guardaban luto, con el pretexto de que era «un luto en el que entraba el orgullo» lo que permitía un gorro de crespón inglés blanco (del más gracioso efecto y que «autorizaba todas las esperanzas», en la invencible seguridad del triunfo definitivo), sustituir al casimir de antaño por el raso y la muselina de seda, y hasta conservar las perlas, «sin dejar por eso de observar el tacto y la corrección que es inútil recordar a buenas francesas».

Estaban cerrados el Louvre y todos los museos, y cuando se leía en el título de un artículo de periódico: «Una exposición sensacional», se podía estar seguro de que se trataba de una exposición no de cuadros, sino de vestidos, de vestidos destinados por lo demás a «esos delicados goces de arte de los que las parisienses llevaban tanto tiempo privadas». Así renacieron la elegancia y el placer; la elegancia, a falta del arte, quería disculparse como en 1793, año en que los artistas que expusieron en el Salón revolucionario proclamaban que, equivocadamente, parecería «impropio de austeros republicanos que nos ocupemos del arte cuando la Europa coligada asedia el territorio de la libertad». Lo mismo hacían en 1916 los modistos, que, además, por una orgullosa conciencia de artistas, confesaban que «buscar la novedad, huir de la vulgaridad, afirmar una personalidad, preparar la victoria, encontrar para las generaciones de después de la guerra una nueva fórmula de belleza tal era la ambición que los atormentaba, la quimera que perseguían, como se podía comprobar yendo a visitar sus salones deliciosamente instalados en la Rue de la…, donde parece imponerse la consigna de disipar con una nota luminosa y alegre las abrumadoras tristezas de la hora, pero con la discreción que las circunstancias imponen. Las tristezas de la hora —verdad es— podrían acabar con las energías femeninas si no tuviéramos tantos ejemplos de valor y de resistencia que nos hacen meditar. Por eso, pensando en nuestros combatientes, que en el fondo de su trinchera sueñan con más comodidad y más coquetería para la querida ausente que se quedó en el hogar, no dejarán de traernos siempre más primor en la creación de vestidos que respondan a las necesidades del momento. Lo que está en boga —y se comprende— es, sobre todo, las casas inglesas, aliadas por tanto, y este año entusiasma el vestido tonel, cuyo gracioso desgaire nos da a todas un simpático toquecito de rara distinción. Y aun será esta una de las más felices consecuencias de esta triste guerra —añadía el encantador cronista—, y aun será esta (era de esperar: la recuperación de las provincias perdidas, el despertar del sentimiento nacional) una de las más felices consecuencias de esta guerra: haber logrado bonitos resultados en cuestión de toilettes, sin lujo exagerado y de mal gusto, haber creado con tan poca cosa, con naderías, la coquetería. Al vestido de gran modisto editado en varios ejemplares se prefiere en este momento los vestidos hechos en casa porque afirman el espíritu, el gusto y las tendencias de cada cual». En cuanto a la caridad, pensando en todas las miserias nacidas de la invasión, en tantos mutilados, era muy natural que se viera obligada a hacerse «más ingeniosa aún», lo que obligaba a las damas de alto turbante a pasar el final de la tarde en los tés alrededor de una mesa de bridge comentando las noticias del «frente», mientras las esperaban a la puerta sus automóviles con un apuesto militar que charlaba con el botones. Pero no sólo eran nuevos los tocados que remataban las caras con su extraño cilindro. Lo eran también las caras.

Aquellas damas del nuevo sombrero eran mujeres jóvenes llegadas de no se sabía bien dónde y que eran la flor de la elegancia, unas desde hacía seis meses, otras desde hacía dos años, otras desde hacía cuatro. Y estas diferencias tenían para ellas tanta importancia como tenían en el tiempo en que yo debuté en el mundo entre dos familias como los Guermantes y los La Rochefoucauld tres o cuatro siglos de antigüedad probada. La dama que conocía a los Guermantes desde 1914 miraba como a una advenediza a la que presentaban en aquella casa en 1916, le dirigía un saludo de reina madre, la enfocaba con sus impertinentes y declaraba con una mueca que ni siquiera se sabía con seguridad si aquella mujer estaba o no casada. «Todo esto es bastante nauseabundo», concluía la dama de 1914, que hubiera querido que el ciclo de las nuevas admisiones se hubiera cerrado con ella. Aquellas personas nuevas, que a los jóvenes les parecían muy antiguas, y a las que, por otra parte, algunos viejos que no habían vivido sólo en el gran mundo creían reconocer como no tan nuevas, no sólo ofrecían a la sociedad el entretenimiento de la conversación política y la música en la intimidad que le convenía; además, tenían que ser ellas quienes los ofreciesen, pues para que las cosas parezcan nuevas siendo antiguas, y aun siendo nuevas, en arte, en medicina, en mundanidad, se necesitan nombres nuevos. (Por lo demás, eran nuevos en ciertas cosas. Así, por ejemplo, madame Verdurin fue a Venecia durante la guerra, pero, como esas personas que quieren evitar hablar de cosas tristes y de sentimiento, cuando decía que aquello era maravilloso, lo que admiraba no era ni Venecia, ni San Marcos, ni los palacios, todo lo que tanto me gustó a mí y de lo que ella no hacía caso, sino el efecto de los reflectores en el cielo, sobre los cuales daba detalles apoyados con cifras. Así renace, de edad en edad, cierto realismo como reacción contra el arte admirado hasta entonces). El salón Sainte-Euverte era una etiqueta desteñida bajo la cual a nadie hubiera atraído la presencia de los más grandes artistas, de los ministros más influyentes. En cambio todo el mundo corría por escuchar una palabra pronunciada por el secretario de los unos o por el subjefe de gabinete de los otros en casa de las nuevas damas de turbante cuya invasión alada y cacareante llenaba París. Las damas del primer Directorio tenían una reina que eran joven y bella y se llamaba madame Tallien. Las del segundo tenían dos que eran viejas y feas y se llamaban madame Verdurin y madame Bontemps. ¿Quién le hubiera echado en cara a madame Bontemps que su marido desempeñó un papel duramente criticado por L’Echo de Paris en el asunto Dreyfus? Como, en cierto momento, toda la Cámara se había hecho revisionista, fue forzosamente entre antiguos revisionistas, como entre antiguos socialistas, donde hubo que reclutar el partido del orden social, de la tolerancia religiosa, de la preparación militar. En otro tiempo habrían odiado a monsieur Bontemps, porque los antipatriotas tenían entonces el nombre de dreyfusistas. Pero este nombre no tardó en ser olvidado y sustituido por el del adversario de la ley de tres años. Y monsieur Bontemps era uno de los autores de esta ley, luego era un patriota. En el mundo (y este fenómeno social no es más que una aplicación de una ley psicológica mucho más general), las novedades, culpables o no, sólo espantan a la gente hasta que son asimiladas y rodeadas de elementos tranquilizadores. Ocurría con el dreyfusismo como con la boda de Saint-Loup con la hija de Odette, boda que al principio escandalizó. Ahora que en casa de los Saint-Loup se veía a todas las personas «conocidas», así hubiera tenido Gilberta las costumbres de la misma Odette, habrían ido a su casa y habrían aplaudido a la dueña por censurar como una ilustre abuela unas novedades morales no asimiladas. El dreyfusismo se había incorporado ya a una serie de cosas respetables y habituales. En cuanto a preguntarse lo que valía en sí mismo, nadie pensaba ahora en tal cosa para admitirlo, como antes no se pensó para condenarlo. Ya no era shocking, y esto bastaba. Apenas se recordaba que lo había sido, lo mismo que, al cabo de algún tiempo, ya no se sabe si el padre de una muchacha era un ladrón o no. Llegado el caso, se puede decir: «No, ese de que usted habla es un cuñado, o un homónimo. Pero contra el padre no se ha dicho nunca nada». Además, había habido dreyfusismo y dreyfusismo, y el que iba a casa de la duquesa de Montmorency y hacía pasar la ley de tres años no podía ser malo. En todo caso, no hay pecado sin remisión. Este olvido que se concedía al dreyfusismo se concedía a fortiori a los dreyfusistas. De todos modos, en la política ya no los había, puesto que todos lo habían sido en algún momento si querían ser del gobierno, hasta los que representaban lo contrario de lo que el dreyfusismo, en su chocante novedad, había encarnado (en la época en que Saint-Loup iba por mal camino): el antipatriotismo, la irreligiosidad, la anarquía, etc. En consecuencia, el dreyfusismo de monsieur Bontemps, invisible y constitutivo como el de todos los hombres políticos, se veía tan poco como los huesos bajo la piel. Nadie se hubiera acordado de que había sido dreyfusista, pues las personas del gran mundo son distraídas y olvidadizas, también porque había pasado mucho tiempo y ellos hacían como que había pasado más: una de las ideas más de moda era decir que la época de antes de la guerra estaba separada de la guerra por algo tan profundo, de tan larga duración al parecer, como un período geológico, y el propio Brichot, ese nacionalista, cuando aludía al asunto Dreyfus, decía: «En aquellos tiempos prehistóricos». (A decir verdad, este profundo cambio operado por la guerra estaba en razón inversa del valor de los cerebros en que se registraba, al menos a partir de cierto grado. En el plano más inferior, los tontos del todo, las personas de puro placer, no pensaban en que había habido guerra. Pero en la cima, los que se han hecho una vida interior ambiente se preocupan poco de la importancia de los acontecimientos. Para ellos, lo que modifica profundamente el orden de las ideas es sobre todo, con gran diferencia, algo que parece no tener en sí mismo ninguna importancia y que les altera el orden del tiempo retrotrayéndolos a otra época de su vida. Esto se observa prácticamente en la belleza de las páginas que inspira: el canto de un pájaro en el parque de Montboissier, o una brisa impregnada del olor de la reseda son evidentemente hechos de menor cuantía que las fechas más importantes de la Revolución y del Imperio. Sin embargo, inspiraron a Chateaubriand, en las Mémoires d’Outre-Tombe, páginas de un valor infinitamente más grande). Las palabras dreyfusista y antidreyfusista ya no tenían sentido, decían ahora los mismos que se quedarían estupefactos e indignados si les dijeran que, probablemente, dentro de unos siglos, y quizá menos, la palabra boche no tendría más valor que el significado de curiosidad de las palabras sans-culotte o chouan bleu.

Monsieur Bontemps no quería oír hablar de paz mientras Alemania no quedara reducida a la misma fragmentación que en la Edad Media, mientras no se decretara el destronamiento de la casa de Hohenzollern, mientras Guillermo no recibiera doce balas en el cuerpo. En una palabra, era lo que Brichot llamaba un «hasta el fin», el mejor título de civismo que se le podía dar. Desde luego, madame Bontemps había estado los tres primeros días un poco fuera de lugar entre personas que habían dicho a madame Verdurin que deseaban conocerla, y madame Verdurin contestó en un tonillo ligeramente agrio: «El conde, querida», a madame Bontemps, que le decía: «Ese señor que acaba usted de presentarme es el duque de Haussonville», fuera por absoluta ignorancia y ausencia de toda asociación entre el nombre Haussonville y un título cualquiera, o bien, al contrario, por excesivo conocimiento y asociación de ideas con el «Partido de los duques», al que se le había dicho que pertenecía monsieur d’Haussonville, en la Academia. Al cuarto día ya comenzó a estar sólidamente instalada en el Faubourg Saint-Germain. A veces se veían aún en torno suyo los desconocidos fragmentos de un mundo que no se conocía y a los que estaban enterados del huevo de que madame Bontemps había salido les causaban tan poca extrañeza como los trozos del cascarón alrededor del polluelo. Pero a los quince días ya se los había sacudido, y no había pasado un mes cuando decía: «Voy a casa de los Lévy», comprendiendo todo el mundo, sin más precisión, que se trataba de los Lévis-Mirepoix, y ninguna duquesa se iría a la cama sin enterarse por madame Bontemps o por madame Verdurin, al menos a través del teléfono, de lo que decía el comunicado de la noche, de lo que omitía, cómo iban las cosas con Grecia, qué ofensiva se estaba preparando: en una palabra, todo lo que el público no sabría hasta el día siguiente o hasta más tarde, y de lo que ella tendría, por este medio, una especie de ensayo general. En la conversación, madame Verdurin, para comunicar las noticias, decía «nosotros» refiriéndose a Francia. «Pues verá: nosotros exigimos al rey de Grecia que retire del Peloponeso, etc.; nosotros le enviamos, etc». Y en todo lo que hablaba salía a relucir constantemente el G. Q. G.[7] («he telefoneado al G. Q. G..»), abreviatura que pronunciaba con el mismo regodeo con que, en otro tiempo, las mujeres que no conocían al príncipe de Agrigente preguntaban sonriendo, cuando hablaban de él y para demostrar que estaban al corriente: «¿Grigri?», un regodeo que en las épocas tranquilas sólo conocen las mujeres mundanas, pero que en las grandes crisis conoce hasta el pueblo. Nuestro mayordomo, por ejemplo, si se hablaba del rey de Grecia, era capaz, gracias a los periódicos, de decir como Guillermo II: «¿Tino?», mientras que hasta entonces su familiaridad con los reyes había sido más vulgar, inventada por él, como cuando, en otro tiempo, hablando del rey de España, decía: «Fonfonse». También se pudo observar que, a medida que aumentó el número de personas brillantes que comenzaron a tratar a madame Verdurin, fue disminuyendo el número de los que ella llamaba «aburridos». Por una especie de transformación mágica, cualquier «aburrido» que fuera a hacerle una visita y solicitara una invitación pasaba súbitamente a ser una persona agradable, inteligente. Y al cabo de un año el número de los aburridos había quedado reducido en tal proporción que «el miedo y la imposibilidad de aburrirse», que tanto sitio ocuparan en la conversación y tan gran papel desempeñaran en la vida de madame Verdurin, habían desaparecido por completo. Dijérase que, a la vejez, aquella imposibilidad de aburrirse (que, por lo demás, antes aseguraba no haberla experimentado en su primera juventud) la hacía sufrir menos, como ocurre con ciertas jaquecas, con ciertas asmas nerviosas que pierden fuerza al envejecer. Y seguramente aquel miedo de aburrirse habría abandonado por completo a madame Verdurin, por falta de personas aburridas, si no hubiera sustituido, en pequeña medida, a las que ya no lo eran por otras, reclutadas ahora entre los antiguos fieles.

Por otra parte, y terminaremos con las duquesas que ahora trataban a madame Verdurin, iban a buscar en su casa, sin sospecharlo, exactamente lo mismo que en otro tiempo buscaban los dreyfusistas, es decir, un placer mundano compuesto de tal manera que su degustación satisficiera las curiosidades políticas y la necesidad de comentar entre ellos los incidentes leídos en los periódicos. Madame Verdurin decía: «Vengan a las cinco a hablar de la guerra», como antes «a hablar del Affaire»[8], y en el intervalo: «Vengan a oír a Morel».

Pero Morel no tendría que estar allí, porque no estaba en absoluto libre de servicio. Simplemente no se había incorporado y era desertor, pero nadie lo sabía.

Una de las estrellas del salón era Dans les choux, que, a pesar de sus aficiones deportivas, había conseguido que le declararan inútil. Hasta tal punto había llegado a ser para mí el autor de una obra admirable en la que yo pensaba constantemente, que sólo por casualidad, estableciendo una corriente transversal entre dos series de recuerdos, pensaba que era el mismo que dio lugar a que Albertina se fuera de mi casa. Y aun esta corriente transversal llegaba, en cuanto a aquellas reliquias de recuerdos de Albertina, a una vía que se cortaba en pleno erial a varios años de distancia, pues ya no pensaba nunca en ella. Era una vía de recuerdos, una línea que ya no seguía nunca. Mientras que las obras de Dans les choux eran recientes y mi mente frecuentaba y utilizaba siempre esta línea de recuerdos.

Debo decir que conocer al marido de Andrea no era ni muy fácil ni muy agradable y que la amistad que se le consagraba estaba condenada a muchas decepciones. Porque ya entonces estaba muy enfermo y rehuía las fatigas que no le ofrecieran un posible placer. Y entre estas sólo incluía los encuentros con personas que aún no conocía y que, en su ardiente imaginación, se figuraba que podían ser diferentes de los demás. Los que ya conocía sabía de sobra cómo eran, cómo serían, y le parecía que no valían la pena de una fatiga peligrosa, quizá mortal, para él. Era, en suma, muy mal amigo. Y acaso en su afición a las personas nuevas reaparecía algo de la audacia frenética que antaño, en Balbec, ponía en los deportes, en el juego, en todos los excesos de la mesa.

En cuanto a madame Verdurin, a cada paso quería presentarme a Andrea, sin poder admitir que yo la conocía. Por otra parte, Andrea no solía ir con su marido. Era para mí una amiga admirable y sincera, y, fiel a la estética de su marido, que estaba en reacción de los bailes rusos, decía del marqués de Polignac: «Tiene la casa decorada por Bakst; ¡no sé cómo se puede dormir en ella! Yo preferiría Dubuffe». Además, los Verdurin, por el fatal progreso del esteticismo que acaba por morderse la cola, decían que no podían soportar el modern style (además, era muniqués) ni las habitaciones blancas, y sólo les gustaban los antiguos muebles franceses en una decoración oscura[9].

En aquella época, cuando madame Verdurin podía recibir en su casa a quien quisiera, nos extrañaba mucho que se dirigiera indirectamente a una persona a la que había perdido de vista por completo: Odette. Pensábamos que nada podría añadir al brillante medio que había llegado a ser el pequeño grupo. Pero a veces una separación prolongada, a la vez que amortigua los rencores, despierta la amistad. Y, además, el fenómeno en virtud del cual los moribundos pronuncian nombres familiares de tiempos remotos y los ancianos se complacen en sus recuerdos de infancia, ese fenómeno tiene su equivalente social. Para triunfar en el propósito de hacer volver a Odette a su casa, madame Verdurin no se valió, naturalmente, de los «ultras», sino de los amigos menos fieles que habían seguido con un pie en un salón y otro en el otro. Les decía: «No sé por qué ya no la vemos por aquí. Acaso está enfadada, yo no; después de todo, ¿qué le he hecho? Fue en mi casa donde conoció a sus dos maridos. Si quiere volver, sepa que encontrará las puertas abiertas». Estas palabras, que al orgullo de la Patrona le hubiera costado pronunciar si no se las dictara la imaginación, fueron repetidas, pero sin resultado. Madame Verdurin esperó a Odette, y Odette no llegó hasta que ciertos acontecimientos que veremos más adelante determinaron, por muy distintas razones, lo que no pudo lograr la embajada, celosa, sin embargo, de los amigos infieles. Tan raros son los triunfos fáciles y los fracasos definitivos.

Hasta tal punto eran iguales las cosas que reaparecían con la mayor espontaneidad las palabras de antaño: «bien pensants, malpensants». Y como parecían diferentes, como los antiguos comuneros habían sido antirrevisionistas, los más acérrimos dreyfusistas querían que se fusilara a todo el mundo y contaban con el apoyo de los generales, como estos, en los tiempos del Affaire, estuvieron contra Galliffet. A estas reuniones madame Verdurin invitaba a algunas damas un poco recientes, conocidas por las obras de caridad, y que las primeras veces asistían con galas esplendorosas, con grandes collares de perlas que Odette, dueña de uno no menos bello y de cuya exhibición había abusado también ella, miraba con severidad, ahora que, imitando a las damas del Faubourg, iba en «traje de guerra». Pero las mujeres saben adaptarse. Después de tres o cuatro veces se daban cuenta de que las toilettes que ellas habían creído elegantes estaban precisamente proscritas por las personas que lo eran, guardaban sus vestidos de oro y se resignaban a la sencillez.

Madame Verdurin decía: «Esto es desolador, voy a telefonear a Bontemps que haga lo necesario para mañana; otra vez han tachado todo el final del artículo de Norpois y simplemente porque daba a entender que habían echado a Percin». Pues, por la estupidez corriente, todo el mundo presumía de emplear expresiones corrientes y creía demostrar así que estaba a la moda como cuando una burguesa dice refiriéndose a los señores de Bréauté, de Agrigente o de Charlus: «¿Quién? ¿Babal de Bréauté, Grigri, Mémé de Charlus?». Por lo demás, las duquesas hacen lo mismo y se complacían de la misma manera en decir largar, pues, en las duquesas, lo que distingue es el nombre —para los plebeyos un poco poetas—, pero se expresan según la categoría de inteligencia a la que pertenecen y en la que hay también muchísimos burgueses. Las clases de la inteligencia no tienen en cuenta el linaje.

Por otra parte, todos aquellos telefonazos de madame Verdurin no dejaban de tener inconvenientes. Aunque hayamos olvidado decirlo, el «salón». Verdurin, aunque era el mismo en inteligencia y en verdad, se había trasladado momentáneamente a uno de los más grandes hoteles de París, pues la falta de carbón y de luz dificultaba las recepciones de los Verdurin en la antigua mansión, muy húmeda, de los embajadores de Venecia. De todos modos, el nuevo salón no carecía de atractivo. De la misma manera que en Venecia, el espacio, limitado por el agua, determina la forma de los palacios, y que un pedacito de jardín en París es más seductor que un parque en provincias, el estrecho comedor que madame Verdurin tenía en el hotel hacía de una especie de rombo con paredes deslumbradoramente blancas una especie de pantalla sobre la que se destacaban todos los miércoles, y casi todos los días, todas las personas más interesantes, las más diversas, las mujeres más elegantes de París, encantadas de gozar del lujo de los Verdurin, que iba creciendo con su fortuna en una época en la que los más ricos se reducían por no cobrar sus rentas. La forma de las recepciones cambiaba, sin dejar por ello de encantar a Brichot, quien, a medida que se iban ampliando las relaciones de los Verdurin, iba encontrando en tales recepciones goces nuevos y acumulados en un pequeño espacio como sorpresas en un zapato de Reyes Magos. Algunos días, los comensales eran tan numerosos que el comedor del apartamento privado resultaba demasiado pequeño, y daban la comida en el inmenso comedor de la planta baja, donde los fieles, aunque fingían hipócritamente que echaban de menos la intimidad de arriba, en el fondo estaban encantados —al mismo tiempo que formaban camarilla independiente, como antaño en el trencillo— de ser objeto de espectáculo y de envidia para las mesas vecinas. Claro que, en los tiempos habituales de la paz, una crónica de sociedad subrepticiamente enviada a Le Figaro o a Le Gaulois hubiera hecho saber a mucha más gente de la que podía contener el salón del Majestic que Brichot había comido con la duquesa de Duras. Pero como, desde la guerra, los cronistas de sociedad habían suprimido esta clase de informaciones (aunque se desquitaban con los entierros, las reuniones y los banquetes francoamericanos), la publicidad ya sólo podía existir por este medio infantil y restringido, propio de las edades primitivas y anterior al descubrimiento de Gutenberg: ser visto en la mesa de madame Verdurin. Después de la comida subían a los salones de la Patrona y comenzaban las llamadas telefónicas. Pero en aquella época muchos grandes hoteles estaban llenos de espías que anotaban las noticias telefoneadas por Bontemps con una indiscreción sólo corregida, afortunadamente, por la falta de seguridad de sus informaciones, siempre desmentidas por los hechos.

Antes de la hora en que terminaban los tés de la tarde, a la caída del día, claro todavía el cielo, se veían de lejos unas manchitas oscuras que, en la noche azulada, hubieran podido parecer moscardones o pájaros, de la misma manera que cuando se ve de lejos una montaña se puede confundir con una nube, pero nos emociona porque sabemos que esa nube es inmensa, en estado sólido y resistente. Así me emocionaba a mí que la mancha oscura en el cielo estival no fuera ni un moscardón ni un pájaro, sino un aeroplano tripulado por unos hombres que vigilaban sobre París. (El recuerdo de los aeroplanos que viera con Albertina en nuestro último paseo, cerca de Versalles, no entraba para nada en esta emoción, pues el recuerdo de aquel paseo me era ya indiferente).

A la hora de la comida, los restaurantes estaban llenos; y si yo, al pasar por la calle, veía a un pobre soldado de permiso, y que, libre por seis días del peligro permanente de muerte y dispuesto a volver a las trincheras, dirige un instante los ojos a las lunas iluminadas, yo sufría como en el hotel de Balbec cuando unos pescadores nos miraban comer, pero sufría más porque sabía que la miseria del soldado es más grande que la del pobre, pues las reúne todas, y más conmovedora todavía por más resignada, más noble, y aquel soldado, a punto de volverse a la guerra, viendo cómo se tropezaban los emboscados para observar sus mesas, decía encogiéndose de hombros filosóficamente, sin odio: «Nadie diría aquí que hay guerra». Después, a las nueve y media, cuando todavía nadie había tenido tiempo de acabar de comer, se apagaban bruscamente las luces obedeciendo las órdenes de la policía, y a las nueve y treinta y cinco se repetía la aglomeración de los emboscados arrancando los abrigos de manos de los botones del restaurante donde yo había comido con Saint-Loup una noche de permiso, y la escena se desarrollaba en una misteriosa penumbra de proyección de linterna mágica, de uno de aquellos cines a los que se precipitaban los comensales.

Mas, pasada esta hora, para los que, como yo, se habían quedado la noche de que hablo a cenar en su casa y salían para ir a ver a unos amigos, París estaba, al menos en ciertos barrios, aún más oscuro que el Combray de mi infancia; las visitas que se hacían tomaban cierto carácter de visitas entre vecinos del campo. ¡Ah, si Albertina viviera, qué bueno habría sido para mí, las noches en que cenaba fuera de casa, citarla en la calle, bajo los soportales! Al principio no vería nada, sentiría la emoción de creer que faltaba a la cita, y, de pronto vería destacarse de la negra pared uno de sus queridos trajes grises, sus ojos sonrientes al verme, y podríamos pasear abrazados sin que nadie nos viera, sin que nadie nos molestara, y volver luego a casa. Pero ¡ay!, estaba solo y me hacía el efecto de ir a visitar a un vecino en el campo, como una de aquellas visitas que Swann nos hacía después de comer, sin encontrar ya transeúntes en la oscuridad de Tansonville, por el caminito de sirga, hasta la Rue du Saint-Esprit, como yo no los encontraba ahora en las calles convertidas en sinuosos caminos rústicos, desde Sainte-Clotilde hasta la Rue Bonaparte. Por otra parte, como esos fragmentos de paisaje que el tiempo cambiante hace viajar no eran ya contrarrestados por un marco ahora invisible, las noches en que el viento impulsaba una lluvia glacial me creía mucho más a la orilla del mar furioso con el que tanto soñara en otro tiempo, mucho más de lo que me sintiera en Balbec; y hasta otros elementos de la naturaleza que hasta entonces no habían existido en París hacían creer que, apeándonos del tren, acabábamos de llegar de veraneo a pleno campo: por ejemplo, el contraste de luz y de sombra que teníamos tan cerca, en el suelo, las noches de luna. Esta luz de la luna producía esos efectos que las ciudades no conocen, y aun en pleno invierno; sus rayos se extendían sobre la nieve que ningún trabajador quitaba ya, en el Boulevard Haussmann, como se extenderían sobre un glaciar de los Alpes. Las siluetas de los árboles se reflejaban rotundas y puras en aquella nieve de oro azulado, con esa delicadeza que tienen en algunas pinturas japonesas o en algunos fondos de Rafael; se alargaban en el suelo al pie del árbol mismo, como solemos verlas en la naturaleza cuando se pone el sol, cuando este inunda y torna espejeantes las praderas en que los árboles se elevan a intervalos regulares. Mas, por un refinamiento de una delicadeza deliciosa, el prado sobre el cual se extendían esas sombras de árboles, ligeras como almas, era un prado paradisíaco, no verde, sino de un blanco tan deslumbrador por la luna que irradiaba en la nieve de jade, dijérase que era un prado tejido solamente con pétalos de perales en flor. Y en las plazas, las divinidades de las fuentes públicas enarbolando en la mano un surtidor de hielo parecían estatuas de una materia doble en cuya ejecución hubiera querido el artista enmaridar exclusivamente el bronce con el cristal. En aquellos días excepcionales todas las casas eran negras. Pero, en cambio, en la primavera, de cuando en cuando, desafiando los reglamentos de la policía, un hotel particular, o solamente un piso de un hotel, o incluso únicamente una habitación de un piso, no había cerrado los postigos y parecía sostenerse él solo sobre impalpables tinieblas, como una proyección puramente luminosa, como una aparición sin consistencia. Y la mujer que levantando muy alto los ojos, se distinguía en aquella penumbra dorada, tomaba en aquella noche donde estábamos perdidos y donde ella misma parecía reclusa, el encanto misterioso y velado de una visión de Oriente. Después pasábamos y ya nada interrumpía el higiénico y monótono paseo rústico en la oscuridad.

Pensaba yo que desde hacía mucho tiempo no había visto a ninguna de las personas de quienes se ha hablado en esta obra. Sólo en 1914, durante los dos meses que pasé en París, había vislumbrado a monsieur de Charlus y había visto a Bloch y a Saint-Loup, a este solamente dos veces. En la segunda se mostró, desde luego, más él mismo; borró todas las impresiones, poco agradables, de insinceridad que me había producido durante la temporada de Tansonville que acabo de contar, y reconocí en él todas las buenas cualidades de los antiguos tiempos. La primera vez que le vi después de la declaración de guerra, es decir, a principios de la semana siguiente, mientras que Bloch hacía gala de los sentimientos más patrioteros, Saint-Loup, cuando Bloch nos dejó, hablaba de sí mismo con la mayor ironía, por no haberse incorporado al servicio, y casi me chocó la violencia de su tono[10]. «Nada —exclamó con fuerza y jovialmente—, todos los que no se baten, digan lo que digan, es que no tienen ganas de que los maten, es por miedo. —Y con el mismo gesto de seguridad más enérgico aún que el que había subrayado el miedo de los demás, añadió—: Y yo, si no me reincorporo al servicio es simplemente por miedo, ¡ni más ni menos!». Ya había observado yo en diferentes personas que el alarde de sentimientos loables no es el único disimulo de los malos, que hay otro más nuevo: la exhibición de los malos, para que, al menos, no parezca que se quiere ocultarlos. Además, en Saint-Loup esta tendencia era más acusada por su costumbre, cuando había cometido una indiscreción, cuando había dado un mal paso que pudieran reprocharle, de proclamarlo diciendo que lo había hecho adrede. Costumbre que debía de haber tomado, a lo que creo, de algún profesor de la Escuela de Guerra en cuya intimidad había vivido y por el que sentía gran admiración. Así que no vacilé en interpretar aquella salida como una ratificación verbal de un sentimiento que Saint-Loup prefería proclamar ya que había determinado su conducta y su abstención en la guerra que comenzaba. «¿Has oído decir —me preguntó antes de despedirnos— que mi tía Oriana se va a divorciar? Yo no sé absolutamente nada. Se dice eso de cuando en cuando y lo he oído decir tantas veces que esperaré a verlo para creerlo. Te diré que sería muy comprensible. Mi tío es un hombre encantador, no solamente en sociedad, sino con sus amigos, con sus parientes. Y hasta, en cierto modo, tiene mucho más corazón que mi tía, que es una santa, pero que lo hace notar horriblemente. Sólo que es un marido terrible, que no ha dejado nunca de engañar a su mujer, de insultarla, de tratarla mal, de privarla de dinero. Sería tan natural que le deje que esto es una razón para que sea verdad, pero también para que no lo sea, porque al mismo tiempo es una razón para que la gente lo piense y lo diga. Y, además, ¡después de soportarle tanto tiempo! Pero bueno, ya sé que hay muchas cosas que se dicen sin ton ni son, que luego se desmienten y que más tarde resultan ciertas». Esto me hizo pensar en preguntarle si alguna vez se había tratado de casarse él con mademoiselle de Guermantes. Como escandalizado, me aseguró que no, que no era más que uno de esos rumores que surgen de cuando en cuando sin saber por qué, que se apagan de la misma manera y cuya falsedad no hace más prudentes a quienes los creyeron cuando surge un nuevo rumor de boda, de divorcio, o un rumor político, para darle crédito y difundirlo.

No habían pasado cuarenta y ocho horas cuando ciertos hechos me demostraron que estaba absolutamente equivocado en la interpretación de las palabras de Roberto: «Todos los que no están en el frente es porque tienen miedo». Saint-Loup había dicho esto por brillar en la conversación, por hacer originalidad psicológica, mientras no estuviera seguro de que aceptaban su reincorporación. Pero, mientras tanto, hacía cuanto estaba en su mano para que la aceptaran, y en esto era menos original, en el sentido que él creía que había que dar a esta palabra, pero más profundamente francés de Saint-André-des-Champs, más de acuerdo con todo lo mejor que había en aquel momento entre los franceses de Saint-André-des-Champs, señores, burgueses y siervos respetuosos de los señores o insurrectos contra los señores, dos divisiones igualmente francesas de la misma familia, en la rama Francisca y en la rama Morel, de donde salían dos flechas para converger de nuevo en una misma dirección, que era la frontera. A Bloch le había encantado oír la confesión de cobardía de un nacionalista (que, por lo demás, lo era tan poco), y, como Saint-Loup le preguntara si él iba a ir al frente, había adoptado un gesto de gran sacerdote para contestar: «Miope». Pero Bloch cambió completamente de opinión sobre la guerra a los pocos días, cuando vino a verme muy apurado. Aunque «miope», le habían declarado útil para el servicio. Le llevaba yo a su casa cuando encontramos a Saint-Loup, que tenía una cita con un antiguo oficial en el ministerio de la Guerra para que le presentara a un coronel, «monsieur de Cambremer», me dijo. «¡Ah, si te hablo de un antiguo conocido! Tú conoces tan bien como yo a Cancan». Le contesté que sí que le conocía, y también a su mujer, pero que no los estimaba mucho. Mas estaba tan acostumbrado, desde la primera vez que los vi, a considerar a la mujer como una persona notable a pesar de todo, una mujer que conocía a fondo a Schopenhauer y que al fin y al cabo tenía acceso a un medio intelectual que estaba cerrado a su vulgar esposo, que me extrañó de pronto oír a Saint-Loup contestarme: «Su mujer es idiota, te la regalo. Pero él es un hombre excelente que tenía buenas cualidades y que sigue siendo muy agradable». Con aquello de «idiota», Saint-Loup aludía seguramente al desorbitado deseo de la mujer de Cambremer de entrar en el gran mundo, cosa que el gran mundo juzga muy severamente; en cuanto a las cualidades del marido, sin duda se refería a alguna de las que le reconocía su sobrina cuando decía que era lo mejor de la familia. Al menos a él no le importaban las duquesas, pero, en realidad, es esta una «inteligencia» que difiere de la que caracteriza a los pensadores tanto como la «inteligencia» que el público reconoce a un hombre rico «que ha sabido labrarse su fortuna». Pero las palabras de Saint-Loup no me desagradaban por cuanto recordaban que la pretensión anda cerca de la necedad y que la sencillez tiene un gusto un poco escondido pero agradable. La verdad es que yo no había tenido ocasión de saborear la de monsieur de Cambremer. Pero esta es precisamente la causa de que un ser sea tantos seres diferentes según las personas que le juzgan, incluso aparte de las diferencias de juicio. De monsieur de Cambremer yo no había conocido más que la corteza. Y su sabor, que me fue testificado por otros, me era desconocido. Bloch nos dejó delante de su puerta, rebosando amargura contra Saint-Loup, diciéndole que otros, «hijos de papá», con charreteras, contoneándose en los estados mayores, no arriesgaban nada, mientras que él, simple soldado de segunda clase, no tenía ningunas ganas de que «le agujerearan el pellejo por Guillermo».

—Parece ser que está gravemente enfermo, el emperador Guillermo —contestó Saint-Loup. Bloch, que, como todos los que tienen estrechos contactos con la Bolsa, acogía con especial facilidad las noticias sensacionales, añadió:

—Y hasta se dice mucho que ha muerto. —En la Bolsa, todo soberano enfermo, ya sea Eduardo VII o Guillermo II, ha muerto, toda ciudad a punto de ser sitiada es ciudad tomada—. Sólo lo ocultan —añadió Bloch— por no desanimar a la opinión entre los boches. Pero murió anoche. Mi padre lo sabe de buenísima tinta.

Las fuentes de muy buena tinta eran las únicas de las que hacía caso monsieur Bloch padre, quizá porque, por la posibilidad que él tenía, gracias a sus «altas relaciones», de estar en comunicación con ellas, recibiera la noticia aún secreta de que las de Exterior iban a subir o la de que las de Beers iban a bajar. Además, si en aquel momento preciso se registraba un alza en las de Beers u «ofertas» en las de Exterior, si el mercado de las de Beers estaba «firme» y «activo», el de las de Exterior «dudoso», «flojo», y que se estaba «a la expectativa», la fuente de muy buena tinta no dejaba de ser una fuente de muy buena tinta. Por eso Bloch nos anunció la muerte del káiser con un aire misterioso e importante, pero también rabioso. Le irritaba muchísimo oír decir a Roberto «el emperador Guillermo». Creo que ni bajo la cuchilla de la guillotina habrían podido Saint-Loup y monsieur de Guermantes decirlo de otro modo. Dos hombres de la alta sociedad que fueran los únicos seres vivos en una isla desierta, donde no tendrían que ostentar ante nadie sus buenas maneras, se reconocerían en estos detalles de educación, como dos latinistas citarían correctamente una frase de Virgilio. Ni torturado por los alemanes dejaría Saint-Loup de decir «el emperador Guillermo». Y estas buenas maneras son, a pesar de todo, indicio de grandes trabas para la inteligencia. El que no puede desprenderse de ellas sigue siendo un hombre del gran mundo. Por lo demás, esta elegante mediocridad es deliciosa —sobre todo con lo que lleva en sí de generosidad oculta y de heroísmo inexpresado— junto a la vulgaridad de Bloch, a la vez cobarde y fanfarrón, que le gritaba a Saint-Loup: «¿Es que no puedes decir Guillermo a secas? Claro, tienes miedo, ya te ves de rodillas delante de él. ¡Ah! Buenos soldados tendremos en la frontera, les lamerán las botas a los boches. Vosotros sois unos engalonados que sabéis exhibiros en un carrusel, y nada más».

«Ese pobre Bloch se empeña en que yo no haga más que exhibirme», me dijo Saint-Loup sonriendo cuando nos separamos de nuestro compañero. Y me di muy bien cuenta de que exhibirse no era en modo alguno lo que Roberto deseaba, aunque entonces no penetrara en sus intenciones tan exactamente como lo hice después cuando, permaneciendo inactiva la caballería, consiguió servir como oficial de infantería, luego de cazadores a pie y, por último, cuando ocurrió lo que se leerá más adelante. Pero Bloch no se daba cuenta del patriotismo de Roberto sencillamente porque Roberto no lo expresaba en absoluto. Aunque Bloch nos hizo profesiones de fe malévolamente antimilitaristas cuando le dieron por útil, antes, cuando se creía libre por miopía, había hecho las declaraciones más patrioteras. Unas declaraciones que Saint-Loup hubiera sido incapaz de hacer; en primer lugar, por una especie de delicadeza moral que impide manifestar los sentimientos más profundos y que para el que los siente son completamente naturales. En otro tiempo, mi madre no sólo no hubiera vacilado un segundo en morir por mi abuela, sino que habría sufrido horriblemente si le hubieran impedido hacerlo. Pero me es imposible imaginar retrospectivamente en su boca una frase como: «Daría mi vida por mi madre». Tan tácito era Roberto en su amor a Francia que, en aquel momento, yo le encontraba mucho más Saint-Loup (hasta donde yo podía imaginarme a su padre) que Guermantes. También le hubiera preservado de expresar aquellos sentimientos la calidad en cierto modo moral de su inteligencia. Hay en los trabajadores inteligentes y verdaderamente serios cierta aversión por los que ponen en literatura lo que hacen, por los que lo ponderan. Claro que nuestra predilección no iba por instinto a los Cottard o a los Brichot, pero al fin y al cabo teníamos cierta consideración a las personas que sabían a fondo el griego o la medicina y no por eso se creían autorizadas a hacer el charlatán. Ya dije que, aunque todas las acciones de mamá se fundaban en el sentimiento de que hubiera dado su vida por su madre, jamás se formuló este sentimiento a sí misma, y en todo caso le habría parecido no sólo inútil y ridículo, sino chocante y vergonzoso expresarlo a otros; de la misma manera, me es imposible imaginar a Saint-Loup hablándome de su equipo, de las gestiones que tenía que hacer, de nuestras probabilidades de victoria, del escaso valor del ejército ruso, de lo que haría Inglaterra, me es imposible imaginar en su boca ni aun la frase más elocuente dicha por el ministro más simpático ante los diputados en pie y entusiastas. Pero no puedo decir que en este lado negativo que le impedía expresar sus bellos sentimientos no hubiera un efecto del «espíritu de los Guermantes», como tantos ejemplos hemos visto en Swann. Pues aunque yo le encontraba sobre todo Saint-Loup, seguía siendo también Guermantes, y por esto, entre los numerosos móviles que suscitaban su valor, los había que no eran los mismos que los de sus amigos de Doncieres, aquellos jóvenes enamorados de su oficio con los que yo cenaba todas las noches y tantos de los cuales cayeron en la batalla del Marne o en otro sitio al frente de sus hombres.

Los jóvenes socialistas que podía haber en Doncieres cuando yo estaba allí, pero a los que no conocía porque no frecuentaban el medio de Saint-Loup, pudieron darse cuenta de que los oficiales de este medio no eran en modo alguno «aristos» en la acepción altamente orgullosa y bajamente burlona que el «pópulo», los oficiales salidos de las filas, los masones, daban al apodo de «aristo». Y, paralelamente, este mismo patriotismo lo encontraron plenamente los oficiales en los socialistas, a quienes yo les había oído acusar, cuando estaba en Doncieres, en pleno asunto Dreyfus, de ser unos «sin patria». El patriotismo de los militares, tan sincero, tan profundo, tomó una forma definida que ellos creían intangible, indignándose de que la juzgaran con «oprobio», mientras que los patriotas en cierto modo inconscientes, independientes, sin religión patriótica definida, que eran los radicales-socialistas, no supieron comprender la profunda realidad que existía en lo que ellos creían fórmulas vanas y rencorosas.

Seguramente Saint-Loup se había habituado como ellos a desarrollar en sí mismo, como su parte más verdadera, la búsqueda y la concepción de las mejores maniobras para los mayores éxitos estratégicos y tácticos, de modo que, para él como para ellos, la vida de su cuerpo era algo relativamente poco importante que se podía sacrificar fácilmente a aquella parte interior, verdadero núcleo vital en ellos, en torno al que la existencia personal no tenía más valor que el de una epidermis protectora. En el valor de Saint-Loup había elementos más característicos, en los que se podía reconocer fácilmente la generosidad que había sido al principio el encanto de nuestra amistad, y también el vicio hereditario que más tarde se despertó en él, y que, junto a cierto nivel intelectual que no había rebasado, le hacía no sólo admirar el valor, sino llevar la repugnancia por el afeminamiento hasta una cierta embriaguez en el contacto con la virilidad. Vivir al raso con senegaleses que hacían a cada momento el sacrificio de su vida le producía, sin duda castamente, una voluptuosidad cerebral en la que entraba buena parte de desprecio por los «caballeritos almizclados» y que, por opuesta que pueda parecer, no era tan diferente de la que le daba aquella cocaína de la que tanto había abusado en Tansonville, y cuyo heroísmo —como un remedio que sustituye a otro— le curaría. En su valor había, en primer lugar, aquel doble hábito de cortesía que, por una parte, le hacía alabar a los demás y contentarse, en cuanto a sí mismo, con obrar bien sin decir nada, al contrario de un Bloch, que le dijo cuando nos encontramos: «Usted se rajará, naturalmente», y que no hacía nada; y, por otra parte, le impulsaba a no estimar en nada lo que era suyo, su fortuna, su estirpe, su vida misma, a darlo. En una palabra, la verdadera nobleza de su ser.

—¿Tendremos para mucho tiempo? —le dije a Saint-Loup.

—No, creo que será una guerra muy corta —me contestó. Pero en esto, como siempre, sus argumentos eran librescos—. Sin dejar de tener en cuenta las profecías de Moltke, relee —me dijo, como si ya lo hubiera leído— el decreto del 28 de octubre de 1913 sobre la conducción de las grandes unidades; verás que el reemplazo de las reservas del tiempo de paz no está organizado, ni siquiera previsto, lo que no habría dejado de hacerse si la guerra fuera a ser larga.

A mí me parecía que el tal decreto se podía interpretar no como una prueba de que la guerra sería corta, sino como la imprevisión de que lo sería y de lo que sería, por parte de los que lo habían redactado y que no sospechaban ni lo que sería en una guerra estabilizada el tremendo consumo del material de todas clases ni la solidaridad de diversos teatros de operaciones.

Fuera del mundo de la homosexualidad, en las personas más opuestas por naturaleza a la homosexualidad, existe cierto ideal convencional de virilidad, que, si el homosexual no es un ser superior, se encuentra a su disposición para desnaturalizarlo, por lo demás. Este ideal —de ciertos militares, de ciertos diplomáticos— es particularmente exasperante. En su forma más baja es simplemente la rudeza del corazón de oro que no quiere parecer emocionado y que, al separarse de un amigo que acaso va a morir, siente en el fondo unas ganas de llorar que nadie sospecha, porque las disimula bajo una cólera creciente que termina en esta explosión en el momento de separarse: «Vamos, rediós, pedazo de idiota, dame un beso y toma esta bolsa que me está estorbando, so imbécil». El diplomático, el oficial, el hombre que siente que sólo cuenta una gran obra nacional, pero que le tiene afecto al «pequeño» que estaba en la embajada o en el batallón y que ha muerto de unas fiebres o de una bala, presenta la misma inclinación a la virilidad bajo una forma más hábil, más sabia, pero en el fondo igualmente odiosa. No quiere llorar al «pequeño», sabe que muy pronto no se pensará en él más de lo que piensa el cirujano de buen corazón, que, sin embargo, la noche en que muere una enfermita contagiosa, siente una pena que no expresa. A poco escritor que sea el diplomático y cuente esa muerte, no dirá que sintió pena; no; en primer lugar, por «pudor viril», y, además, por habilidad artística que suscita la emoción disimulándola. Un colega y él velarán al moribundo. Ni por un momento dirán que están apenados. Hablarán de los asuntos de la embajada o del batallón, y hasta hablarán de todo eso con más precisión que de costumbre.

B. me dijo: «No olvide que mañana hay revista del general; procure que los hombres estén bien arreglados». Él, tan dulce de costumbre, tenía un tono más seco, observé que evitaba mirarme, yo también estaba nervioso. Y el lector comprende que este tono seco es la pena en las personas que no quieren que se les note la pena, lo que sería simplemente ridículo, pero que es también bastante desesperante y feo, porque es la manera de sentir pena de las personas que creen que la pena no cuenta, que la vida es más seria que las separaciones, etcétera, de modo que dan en las muertes esa impresión de mentira, de vacío, que da un día cada año el señor que nos trae una caja de marrons glacés, y nos dice: «Le deseo muchas felicidades», y lo dice en tono de broma, pero lo dice de todas maneras.

Para acabar el relato del oficial o del diplomático que vela al compañero moribundo, con la cabeza cubierta porque han traído al herido al aire libre, en un momento dado se acabó. «Yo pensaba: hay que volver a preparar las cosas para el zafarrancho, pero no sé por qué, cuando el doctor soltó el pulso, B. y yo, sin ponernos de acuerdo —el sol pegaba fuerte, quizá teníamos calor—, de pie delante de la cama, nos quitamos el kepis». Y el lector se da perfecta cuenta de que no fue por el calor, por el sol, sino por la emoción ante la majestad de la muerte por lo que los dos hombres viriles, que nunca tuvieron en la boca la palabra ternura o la palabra pena, se descubrieron.

El ideal de virilidad de los homosexuales tipo Saint-Loup no es el mismo, pero es igualmente convencional e igualmente falso. En ellos la mentira reside en el hecho de no querer darse cuenta de que en la base de los sentimientos a los que atribuyen otro origen se encuentra el deseo físico. Monsieur de Charlus odiaba el afeminamiento. Saint-Loup admiraba el valor de los jóvenes, la embriaguez de las cargas de caballería, la nobleza intelectual y moral de las amistades de hombre a hombre, enteramente puras, en las que sacrifican la vida el uno por el otro. La guerra que deja las capitales sólo con mujeres, para desesperación de los homosexuales, es por el contrario la novela apasionada de los homosexuales, si son lo bastante inteligentes para forjarse quimeras y no lo suficiente para saber descubrirlas, reconocer su origen, juzgarse. De suerte que cuando ciertos jóvenes se enrolaron simplemente por espíritu de imitación deportiva, lo mismo que un año todo el mundo juega al «diábolo», para Saint-Loup fue más el ideal mismo que él se imaginaba seguir en sus deseos mucho más concretos pero embarullados de ideología, un ideal servido en común con los seres que prefería, en una orden de caballería puramente masculina, lejos de las mujeres, en una orden donde podría exponer la vida por salvar a su ordenanza y morir inspirando a sus hombres un amor fanático. Y así, aunque en su valor hubiera otros muchos ingredientes, se encontraba el hecho de que era un gran señor, y se encontraba también, bajo una forma incognoscible e idealizada, la idea de monsieur de Charlus de que era esencial en un hombre no tener nada de afeminado. Por otra parte, así como en filosofía y en arte, dos ideas análogas sólo valen por la manera como están desarrolladas, y pueden diferir mucho expuestas por Jenofonte o por Platón, así yo, sin dejar de reconocer lo mucho que tienen uno de otro al hacer eso, admiro a Saint-Loup solicitando que le destinen al punto más peligroso, infinitamente más que a monsieur de Charlus evitando llevar corbatas claras.

Le hablé a Saint-Loup de mi amigo el director del Gran Hotel de Balbec, que, según parece, había dicho que al principio de la guerra se produjeron en ciertos regimientos franceses algunas defecciones —que él llamaba «defectuosidades»— y había acusado de haberlas provocado a lo que él llamaba el «militarista prusiano»; incluso llegó a creer, en cierto momento, en un desembarco simultáneo de los japoneses, de los alemanes y de los cosacos en Rivebelle, amenazando a Balbec, y añadió que no había más que «décrépir»[11] (por deguerpir, echar a correr). Este germanófobo decía riendo a propósito de su hermano: «¡Está en las trincheras a veinticinco metros de los boches!», hasta que se supo que él mismo lo era y le metieron en un campo de concentración. «A propósito de Balbec, ¿te acuerdas del antiguo liftier del hotel? —me dijo Saint-Loup, al marcharse, en el tono de quien no supiera mucho quién era y esperaba que yo se lo aclarase—. Se va a enrolar y me ha escrito para que le haga entrar en aviación. —Seguramente el lift estaba harto de subir en la caja cautiva del ascensor y ya no le bastaban las alturas de la escalera del Gran Hotel. Iba a “ponerse los galones”, y no como conserje, pues nuestro destino no siempre es lo que habíamos creído—. Seguramente le recomendaré —añadió Saint-Loup—. Esta mañana, sin ir más lejos, se lo decía yo a Gilberta: nunca tendremos bastantes aviones. Con los aviones veremos lo que prepara el adversario. Con los aviones le quitaremos la mayor ventaja de un ataque, la de la sorpresa; el mejor ejército será quizá el que tenga mejores ojos. Bueno, y la pobre Francisca ¿ha conseguido que declaren inútil a su sobrino?». Pero Francisca, que llevaba mucho tiempo haciendo lo imposible porque declararan inútil a su sobrino, cuando le propusieron una recomendación, a través de los Guermantes, para el general De Saint-Joseph, contestó en un tono desesperado: «¡Oh, no!, eso no serviría para nada, con ese viejo no hay nada que hacer, es de lo peor, es un patriótico», pues Francisca, tratándose de guerra, y por mucho que le doliera, pensaba que no se debía abandonar a los «pobres rusos», puesto que eran «afianzados». El mayordomo, convencido, por otra parte, de que la guerra no duraría más que diez días y acabaría en una victoria aplastante de Francia, no se habría atrevido, por miedo a que le desmintieran los acontecimientos, y ni siquiera habría tenido bastante imaginación para ello, a predecir una guerra larga e indecisa. Pero, de aquella su victoria completa e inmediata, procuraba por lo menos sacar de antemano todo lo que podía hacer sufrir a Francisca. «A lo mejor las cosas van mal, porque parece ser que muchos no quieren ir, mocitos de dieciséis años que lloran». Y, para molestarla, decía cosas desagradables, lo que él llamaba «tirarle una pedrada, lanzarle un apóstrofe». «¡De dieciséis años, Virgen María!» —decía Francisca, y desconfiando un momento—: Pues decían que no los llevarían más que desde los veinte, son todavía unos niños. Naturalmente, los periódicos tienen orden de no decirlo. De todos modos toda la juventud tendrá que ir para allá, y no volverán muchos. Por un lado, será bueno, una buena sangría conviene de cuando en cuando, eso hará prosperar el comercio. ¡Diablo, si hay niños de esos demasiado tiernos que vacilan, se les fusila inmediatamente, doce balas en el pellejo, y a otra cosa! Por un lado, hace falta eso y, además, a los oficiales, ¿qué les importa? Ellos cobran sus pesetas y no piden más. Francisca palidecía de tal modo en estas conversaciones que teníamos miedo de que el mayordomo la hiciera morirse del corazón.

No por eso perdía sus defectos. Cuando venía a verme una muchacha, por mucho que le dolieran las piernas a la vieja criada, si se me ocurría salir un momento de mi cuarto, la veía en lo alto de la escalera, en el ropero, buscando, decía ella, un abrigo mío para ver si no tenía polillas, pero, en realidad, para escuchar. A pesar de todas mis críticas, conservaba su insidiosa manera de preguntar indirectamente, para la cual utilizaba desde hacía algún tiempo un cierto giro: «porque seguramente». No atreviéndose a decirme: «¿Tiene esa señora un hotel?», me decía, alzando tímidamente los ojos como un perro bueno: «Porque seguramente esa señora tiene un hotel particular…», evitando la interrogación franca, más que por finura, por no parecer curiosa. En fin, como los domésticos que más queremos —y sobre todo cuando ya casi no nos hacen los servicios ni nos tienen los respetos de su empleo— siguen, ¡ay!, siendo domésticos y marcan más claramente los límites de su casta (unos límites que nosotros quisiéramos suprimir) a medida que creen penetrar más en la nuestra, Francisca tenía conmigo («para pincharme», diría el mayordomo) esas palabras extrañas que una persona del gran mundo no diría: con una alegría disimulada pero tan profunda como si me aquejara una enfermedad grave, si yo tenía calor y el sudor perlaba mi frente —de lo que yo no hacía caso—: «Pero está usted nadando en sudor», me decía, con el asombro de quien contempla un fenómeno extraño, sonriendo un poco con el desprecio que causa una cosa indecente («va usted a salir y ha olvidado la corbata»), y, sin embargo, con esa voz preocupada de quien se encarga de alarmar a alguien sobre su estado. Cualquiera diría que nadie más que yo en el mundo estuvo nunca nadando en sudor. Además, ya no hablaba bien como antes. Pues, en su humildad, en su tierna admiración por personas que le eran infinitamente inferiores, adoptaba sus feos giros de lenguaje. Como su hija se me quejara de ella diciéndome (no sé de dónde lo había sacado): «Siempre tiene algo que decir, que cierro mal las puertas, y patatatín y patatatán», Francisca creyó seguramente que sólo su incompleta educación la había privado hasta entonces de esta ilustrada manera de hablar. Y varias veces al día oí en sus labios, donde antaño viera florecer el más puro francés: «Y patatatín y patatatán». Por otra parte, es curioso lo poco que varían en una misma persona no sólo las expresiones, sino los pensamientos. Como el mayordomo tomara la costumbre de decir que monsieur Poincaré tenía malas intenciones, no por el dinero, sino porque quiso a todo trance la guerra, lo decía siete u ocho veces al día ante el mismo auditorio habitual y siempre igual de interesado. No cambiaba ni una palabra, ni un gesto, ni una entonación. Aunque no durara más que dos minutos, era invariable, como una comedia. Sus faltas de francés corrompían el lenguaje de Francisca tanto como las faltas de su hija. Creía que lo que tanto molestó un día a monsieur de Rambuteau oír llamar al duque de Guermantes «los edículos Rambuteau» se llamaba pistiéres. Seguramente en su infancia no había oído la «o» y esto le había quedado. Pronunciaba, pues, esta palabra incorrectamente, pero perpetuamente. A Francisca le chocaba al principio, pero acabó por decirlo también, para quejarse de que no hubiera esas cosas para las mujeres como para los hombres. Pero su humildad y su admiración hacia el mayordomo le impedían decir nunca pissotiéres[12], sino —con una ligera concesión a la costumbre— pissetiéres.

Francisca ya no dormía, ya no comía, pedía que le leyeran los comunicados, de los que no entendía nada; se lo pedía al mayordomo, que apenas entendía más que ella y cuyo deseo de atormentar a Francisca quedaba a veces dominado por una alegría patriótica; decía con una risa de simpatía refiriéndose a los alemanes: «La cosa está que arde; nuestro viejo Joffre está empeñado en leur tirer des plans a la cométe»[13]. Francisca no comprendía muy bien de qué cometa se trataba, pero por eso mismo se daba mejor cuenta de que esta frase formaba parte de las simpáticas y originales extravagancias a las que una persona bien educada debe responder con buen humor, por urbanidad y encogiéndose alegremente de hombros como diciendo: «Siempre es el mismo», y atemperaba sus lágrimas con una sonrisa. Por lo menos estaba contenta de que su nuevo dependiente de carnicería, que a pesar de su oficio era bastante miedoso (aunque había empezado en los mataderos), no estuviera en edad de ir a la guerra. De estarlo, Francisca habría sido capaz de ir a ver al ministro de la Guerra para pedirle que le declararan inútil.

El mayordomo no podía imaginar que los comunicados no eran excelentes y que no nos acercábamos a Berlín, pues leía: «Hemos rechazado, con grandes pérdidas para el enemigo, etc.», acciones que él celebraba como nuevas victorias. En cambio, a mí me asustaba la rapidez con que el teatro de estas victorias se acercaba a París, y hasta me asombró que el mayordomo, viendo en un comunicado que había tenido lugar una acción cerca de Lens, no se preocupara al ver en el periódico del día siguiente que la situación había cambiado a favor nuestro en Jouy-le-Vicomte, cuyos accesos dominábamos firmemente. Sin embargo, el mayordomo conocía bien el nombre de Jouy-le-Vicomte, que no estaba tan lejos de Combray. Pero los periódicos se leen como se ama, con una venda en los ojos. No se intenta entender los hechos. Se escuchan las dulces palabras del redactor jefe como se escuchan las palabras de la amante. El vencido está contento porque no se cree vencido, sino vencedor.

En todo caso, yo no me quedé mucho tiempo en París, sino que volví pronto a mi sanatorio. Aunque, en principio, el doctor tratara a los enfermos por el método del aislamiento, me entregaron en dos ocasiones diferentes una carta de Gilberta y otra de Roberto. Gilberta me escribía (era aproximadamente en septiembre de 1914) que, a pesar de su gran deseo de quedarse en París para tener más fácilmente noticias de Roberto, las continuas incursiones de taubes sobre París le habían causado tal espanto, sobre todo por su niña pequeña, que huyó de París en el último tren que aún salía para Combray, que este tren ni siquiera había llegado a Combray y que pudo llegar a Tansonville gracias al carro de un campesino en el que hizo diez horas de un trayecto atroz. «Y figúrese lo que esperaba allí a su vieja amiga —me escribía Gilberta para terminar—. Me había marchado de París huyendo de los aviones alemanes, creyendo que en Tansonville estaría al abrigo de todo. No llevaba allí dos días cuando no se imagina usted lo que ocurría; los alemanes, que invadían la región después de derrotar a nuestras tropas cerca de La Fere, y un estado mayor alemán seguido de un regimiento que se presenta a la puerta de Tansonville y yo me veo obligada a alojarlo, y sin manera de escapar, ni un tren, nada». O el estado mayor se había conducido bien en realidad, o había que ver en la carta de Gilberta un efecto por contagio del espíritu de los Guermantes, que eran de estirpe bávara, emparentados con la más alta aristocracia de Alemania, pero el caso es que Gilberta contaba y no acababa sobre la perfecta educación del estado mayor, y hasta de los soldados, que sólo le habían pedido permiso para coger uno de los «no me olvides» que crecían junto al estanque, buena educación que comparaba con la violencia desordenada de los fugitivos franceses, que antes de que llegaran los generales alemanes habían atravesado la finca destrozándolo todo. El caso es que, si la carta de Gilberta estaba en ciertos aspectos impregnada del espíritu de los Guermantes —otros dirían del internacionalismo judío, lo que probablemente no sería justo, como se verá—, la carta de Roberto que recibí bastantes meses más tarde era mucho más Saint-Loup que Guermantes, reflejando, además, toda la cultura liberal que Roberto había adquirido y, en suma, enteramente simpática. Desgraciadamente, no me hablaba de estrategia como en sus conversaciones de Doncieres y no me decía en qué medida estimaba que la guerra confirmaba o contradecía los principios que entonces me expusiera. A lo sumo, me dijo que desde 1914 se habían sucedido en realidad varias guerras, influyendo las enseñanzas de cada una en la manera de conducir la siguiente. Y, por ejemplo, la teoría de la «penetración» fue completada por la tesis de que, antes de penetrar, había que machacar completamente con la artillería el terreno ocupado por el adversario. Pero después se comprobó que aquello imposibilitaba el avance de la infantería y de la artillería en unos terrenos donde los miles de hoyos de los obuses han producido otros tantos obstáculos. «La guerra —me decía— no escapa a las leyes de nuestro viejo Hegel. Está en perpetuo devenir». Esto era poco para lo que yo hubiera querido saber. Pero lo que más me contrariaba era que no tenía derecho a citarme nombres de generales. Y, además, por lo poco que me decía el periódico, no eran aquellos de los que tanto me preocupaba en Doncieres saber cuáles se comportarían con más valor en una guerra quienes conducían esta. Geslin de Bourgogne, Galliffet, Négrier habían muerto. Pan había dejado el servicio activo casi al principio de la guerra. De Joffre, de Foch, de Castelnau, de Pétain, no habíamos hablado nunca. «Amigo mío —me escribía Roberto—, reconozco que esas consignas, como “no pasarán” o “venceremos”, no son agradables; durante mucho tiempo me han dado tanto dolor de muelas como poilu y lo demás, y desde luego es fastidioso levantar una epopeya sobre unas palabras que son peor que una falta gramatical o una falta de buen gusto, son esa cosa contradictoria y atroz, una afectación, una de esas presunciones vulgares que tanto detestamos, como, por ejemplo, esa gente que cree muy ingenioso decir “la coco” en vez de “la cocaína”. Pero si tú vieras a toda esta gente, sobre todo a la gente del pueblo, a los obreros, a los pequeños comerciantes, que no sospechaban el heroísmo que llevaban dentro y habrían muerto en la cama sin haberlo sospechado, si los vieras correr bajo las balas para socorrer a un compañero, para transportar a un jefe herido, y, heridos ellos mismos, sonreír en el momento que van a morir porque el médico jefe les dice que se ha tomado la trinchera a los alemanes, te aseguro, hijito, que esto da una hermosa idea de los franceses y que hace entender las épocas históricas que en las clases nos parecían un poco extraordinarias. La epopeya es tan magnífica que tú pensarías como yo que las palabras ya no son nada. Rodin o Maillol podrían hacer una obra maestra con una materia horrible que ya no se reconocería. En contacto con tal grandeza, poilu es para mí una cosa de la que ya ni siquiera sé si, al principio, pudo contener una alusión o una burla, como, por ejemplo, cuando leemos “chouans”. Pero ya veo poilu presto para grandes poetas, como las palabras “diluvio”, o “Cristo”, o “bárbaros”, que estaban ya penetradas de grandeza antes de que las usaran Hugo, Vigny o los demás. Te digo que el pueblo, los obreros, es lo mejor que hay, pero todo el mundo está bien. El pobre pequeño Vaugoubert, el hijo del embajador, fue herido siete veces antes de que le mataran, y cada vez que volvía de una expedición sin haber atrapado una bala, parecía que se disculpaba y que decía que no era culpa suya. Era una criatura encantadora. Nos hicimos muy amigos; a los pobres padres les autorizaron a venir al entierro con la condición de no vestir de luto y de no quedarse más de cinco minutos por causa de los bombardeos. La madre, un caballote que quizá conoces, quizá tenía mucha pena, pero no se le notaba nada, pero el pobre padre se encontraba en tal estado que te aseguro que yo, que me he vuelto completamente insensible a fuerza de ver la cabeza del compañero que me está hablando súbitamente destrozada por un torpedo y hasta separada del tronco, no me podía contener al ver el derrumbamiento del pobre Vaugoubert, que no era más que una especie de guiñapo. Por más que el general le dijera que era por Francia, que su hijo se había portado como un héroe, todo esto no servía más que para aumentar los sollozos del pobre hombre, que no podía apartarse del cadáver de su hijo. En fin, por eso hay que habituarse al “no pasarán”; toda esa gente, como mi pobre asistente, como Vaugoubert, han impedido a los alemanes pasar. Quizá a ti te parece que no avanzamos mucho, pero no hay que razonar; un ejército se siente victorioso por una impresión íntima, como un moribundo se siente perdido. Pero sabemos que conseguiremos la victoria y la queremos para dictar una paz justa, no quiero decir solamente justa para nosotros, verdaderamente justa, justa para los franceses, justa para los alemanes».

Claro que el «azote» no había elevado la inteligencia de Saint-Loup por encima de sí misma. De análoga manera que el héroe de una inteligencia mediocre y trivial que escribe poemas durante su convalecencia se sitúa para describir la guerra no al nivel de los acontecimientos, que no son nada en sí mismos, sino de la vulgar estética cuyas reglas siguieron hasta entonces, hablando como hablarían diez años antes de la «sangrienta aurora», del «vuelo estremecido de la victoria», etc., Saint-Loup, por su parte, mucho más inteligente y artista, seguía siendo inteligente y artista, y apuntaba con buen gusto para mí algunos paisajes, mientras estaba inmovilizado al borde de un bosque pantanoso, pero como si estuviera allí cazando patos. Para hacerme comprender ciertos contrastes de sombra y de luz que habían sido «el encanto de su madrugada», me citaba ciertos cuadros que a los dos nos gustaban y no dudaba en aludir a una página de Romain Rolland, hasta de Nietzsche, por esa independencia de las personas del frente que no temían, como los de la retaguardia, pronunciar un nombre alemán, y hasta con esa punta de coquetería en citar a un enemigo que ponía, por ejemplo, el coronel Du Paty de Clam, en la sala de testigos del asunto Zola, en recitar al paso ante Pierre Quillard, poeta dreyfusista de la mayor violencia y al que, por lo demás, no conocía, unos versos de su drama simbolista La flle aux mains coupées. Si Saint-Loup me hablaba de una melodía de Schumann, daba el título en alemán y no andaba con circunlocuciones para decirme que cuando, al amanecer, oyó un primer gorgeo en la orilla de aquel bosque, sintió el mismo arrobo que si le hubiera hablado el pájaro de aquel «sublime Siegfried» que esperaba oír después de la guerra.

Y ahora, a mi segunda vuelta a París, recibí, al día siguiente de llegar, otra carta de Gilberta, que seguramente había olvidado la que he transcrito, o al menos su sentido, pues de su salida de París a finales de 1914 hablaba retrospectivamente de manera bastante distinta. «Quizá no sabe usted, querido amigo —me decía—, que llevo ya dos años en Tansonville. Llegué al mismo tiempo que los alemanes; todo el mundo quería impedirme que me marchara. Me llamaban loca. Pero —me decían— está usted segura en París y se va a esas zonas invadidas, precisamente en el momento en que todo el mundo procura salir de ellas». Yo no ignoraba todo lo que este razonamiento tenía de justo. Pero qué quiere usted, yo no tengo más que una cualidad, que no soy cobarde o, si lo prefiere, que soy fiel, y cuando supe que mi querido Tansonville estaba amenazado, no quise que nuestro viejo administrador estuviera solo para defenderlo, me parecía que mi sitio estaba a su lado. Y gracias a esta resolución he podido salvar más o menos el castillo —cuando todos los de las inmediaciones, abandonados por sus propietarios enloquecidos, han quedado destruidos casi por completo—, y no sólo salvar el castillo, sino las preciosas colecciones que tanto quería mi querido papá. En una palabra, Gilberta estaba ahora convencida de que no había ido a Tansonville, como me escribió en 1914, huyendo de los alemanes y para ponerse a salvo, sino al contrario, para salirles al encuentro y defender contra ellos su castillo. De todos modos, no se quedaron en Tansonville, pero Gilberta no dejó de tener en su casa un vaivén constante de militares que rebasaba con mucho al que le hacía derramar lágrimas a Francisca en la calle de Combray, de llevar, como ella decía, esta vez con toda verdad, la vida del frente. Y los periódicos hablaban con los mayores elogios de su admirable conducta y se trataba de condecorarla. El final de su carta era absolutamente exacto. «No tiene usted idea, querido amigo, de lo que es esta guerra y de la importancia que en ella adquiere una carretera, un puente, una loma. Cuántas veces he pensado en usted, en los paseos, deliciosos gracias a usted, que dábamos juntos por toda esta región hoy asolada, mientras se libran inmensos combates por la posesión de un camino, de un cerro que a usted le gustaba, adonde tantas veces fuimos juntos. Probablemente, usted como yo no se imaginaba que el oscuro Roussainville y el aburrido Méséglise, de donde nos traían las cartas y a donde íbamos a buscar al doctor cuando usted estuvo malo, llegarían a ser lugares famosos. Bueno, querido amigo, han entrado para siempre en la gloria con la misma razón que Austerlitz o Valmy. La batalla de Méséglise ha durado más de ocho meses, los alemanes perdieron en ella más de seiscientos mil hombres, destruyeron Méséglise, pero no lo tomaron. El caminito que tanto le gustaba a usted, que llamábamos la Cuesta de los Majuelos y donde usted decía que se había enamorado de mí cuando era pequeño, cuando le aseguro de verdad que era yo quien estaba enamorada de usted, no puedo decirle la importancia que ha tomado. El inmenso campo de trigo al que va a parar es la famosa cota 307, cuyo nombre ha debido de ver muchas veces en los comunicados. Los franceses volaron el puentecito sobre el Vivonne, que, decía usted, no le recordaba su infancia tanto como usted quisiera, y los alemanes tendieron otros; durante un año, ellos tuvieron medio Combray y nosotros otro medio».

Al día siguiente de recibir esta carta, es decir, la antevíspera del día en que, caminando en la oscuridad, oía el ruido de mis pasos, mientras yo rumiaba todos aquellos recuerdos, Saint-Loup, que había venido del frente y se disponía a volver a él, me hizo una visita de sólo unos segundos, cuyo anuncio me emocionó violentamente. Francisca quiso precipitarse sobre él, esperando que podría conseguir que declararan inútil al tímido dependiente de la carnicería, cuya quinta iba a ser movilizada al año siguiente. Pero ella misma se detuvo por la inutilidad de tal gestión, pues el tímido matarife de animales había cambiado de carnicería desde hacía mucho tiempo. Y bien fuera porque la nuestra temiera perdernos como clientes, bien de buena fe, le dijo a Francisca que no sabía dónde estaba empleado aquel mozo, quien, por lo demás, no sería nunca un buen carnicero. Francisca buscó por todas partes. Mas París es grande, numerosas las carnicerías y, por más que entró en muchas, no pudo encontrar al mozo tímido y ensangrentado.

Cuando Saint-Loup entró en mi cuarto, me acerqué a él con ese sentimiento de timidez, con esa impresión de cosa sobrenatural que producían en el fondo todos los militares de permiso y que sentimos cuando entramos en casa de una persona herida de una enfermedad mortal y que, sin embargo, se levanta, se viste y pasea todavía. Parecía (sobre todo había parecido al principio, pues para quien no había vivido como yo lejos de París llegó la costumbre que quita a las cosas que hemos visto varias veces la raíz de impresión profunda y de pensamiento que les da su sentido real), parecía casi que hubiera algo de cruel en aquellos permisos dados a los combatientes. Las primeras veces nos decíamos: «No querrán volver a marcharse, desertarán». Y en realidad no sólo venían de lugares que nos parecían irreales porque no habíamos oído hablar de ellos más que por los periódicos y no podíamos figurarnos que hubieran podido tomar parte en aquellos combates titánicos y volver con sólo una contusión en el hombro; era de las riberas de la muerte, a las que iban a volver, de donde venían a pasar un momento entre nosotros, incomprensibles para nosotros, llenándonos de ternura y de espanto y de un sentimiento de misterio, como esos muertos que evocamos, que se nos aparecen un segundo, a los que no nos atrevemos a interrogar y que, por lo demás, podrían a lo sumo contestarnos: «No podrías imaginarlo».

Pues es extraordinario hasta qué punto, entre esos salvados del fuego que son los militares de permiso, entre los vivos o los muertos que un médium hipnotiza o evoca, el único efecto del contacto con el misterio consiste en acentuar, si ello es posible, la insignificancia de las palabras. Así abordé yo a Roberto, que tenía aún en la frente una cicatriz, más augusta y más misteriosa para mí que la huella dejada en el suelo por el pie de un gigante. Y no me atreví a preguntarle y no me dijo más que palabras sencillas. Y palabras muy poco diferentes de lo que hubieran sido antes de la guerra, como si, a pesar de ella, la gente siguiera siendo como era; el tono de las conversaciones era el mismo, sólo cambiaba el tema, y no mucho.

Creí entender que Roberto había encontrado en el ejército recursos que le hicieron olvidar poco a poco que Morel se había portado con él tan mal como con su tío. Sin embargo, le seguía teniendo una gran amistad y, de pronto, sentía grandes deseos de verle, pero lo iba aplazando continuamente. A mí me pareció más delicado con Gilberta no indicar a Roberto que, para ver a Morel, no tenía más que ir a casa de madame Verdurin.

Le dije con humildad lo poco que se notaba la guerra en París. Me dijo que hasta en París la cosa resultaba a veces «bastante inusitada». Aludía a una incursión de zepelines registrada la víspera y me preguntó si lo había visto bien, pero como me hubiera hablado en otro tiempo de algún espectáculo de gran belleza estética. Todavía en el frente se comprende que haya una especie de coquetería en decir: «¡Qué maravilla de rosa! ¡Y ese verde pálido!», en el momento en que puede llegar la muerte a cada instante; pero este no era el caso de Saint-Loup, en París, hablando de una incursión insignificante, pero que desde nuestro balcón, en aquel silencio de una noche en que hubo de pronto una fiesta verdadera con cohetes útiles y protectores, toques de clarines que no eran más que teatralidad, etc.[14] Le hablé de la belleza de los aviones que ascendían en la noche.

—Y quizá más aún de los que descienden —me dijo—. Reconozco que es muy hermoso el momento en que suben, en que van a formar constelación, y obedecen en esto a leyes tan precisas como las que rigen las constelaciones, pues lo que te parece un espectáculo es la formación de las escuadrillas, las órdenes que les dan, su salida en servicio de caza, etc. Pero ¿no te gusta más el momento en que, definitivamente asimilados a las estrellas, se destacan para salir en misión de caza o entrar después del toque de fajina, el momento en que hacen apocalipsis, y ni las estrellas conservan ya su sitio? Y esas sirenas, todo tan wagneriano, lo que, por lo demás, era muy natural para saludar la llegada de los alemanes, muy himno nacional, con el Kronprinz y las princesas en el palco imperial, Wacht am Rhein; como para preguntarse si eran en verdad aviadores o más bien valquirias que ascendían. —Parecía complacerse en esta asimilación de los aviadores y de las valquirias, explicándola, por lo demás, con razones puramente musicales—: ¡Claro, es que la música de las sirenas se parecía tanto a la Cabalgata! Decididamente hace falta que lleguen los alemanes para que se pueda oír a Wagner en París.

Desde ciertos puntos de vista la comparación no era falsa[15]. ciudad parecía un negro, y que de pronto pasaba, de las profundidades y de la noche, a la luz y al cielo, donde los aviadores se lanzaban uno por uno a la llamada desgarradora de las sirenas, mientras un movimiento más lento pero más insidioso, más alarmante, pues aquella mirada parecía pensar en el objeto invisible todavía y quizá ya próximo que buscaba, los reflectores se paseaban sin cesar, olfateando al enemigo, sitiándolo con sus luces hasta el momento en que los aviones, orientados, irrumpirían a la caza para cogerlo. Y, escuadrilla tras escuadrilla, cada aviador se lanzaba así desde la ciudad transportada ahora al cielo como una valquiria. Sin embargo, algunos rincones de la tierra a ras de las casas se alumbraban, y le dije a Saint-Loup que, si hubiera estado en casa la víspera, habría podido, a la vez que contemplaba el apocalipsis en el cielo, ver en la tierra (como en el Entierro del conde de Orgaz, del Greco, donde esos diferentes planos son paralelos) un verdadero vaudeville representado por personajes en camisón, que por sus nombres célebres merecerían ser enviados a algún sucesor de aquel Ferrari cuyas crónicas de sociedad tantas veces nos divirtieron, a Saint-Loup y a mí, que nos entreteníamos en inventarlas para nosotros mismos. Y eso mismo hicimos aquel día, como si no hubiera guerra, aunque con un tema muy de guerra, el miedo a los zepelines:

—Reconocido: la duquesa de Guermantes soberbia en su camisón, el duque de Guermantes inenarrable en pijama rosa y albornoz, etc., etc.

—Estoy seguro —me dijo— de que en todos los grandes hoteles han debido de ver a las judías americanas en camisa, apretando sobre sus senos marchitos el collar de perlas que les permitirá casarse con un duque tronado. Esas noches, el Hotel Ritz debe de parecer el hotel del libre cambio.

—¿Te acuerdas —le dije— de nuestras conversaciones de Doncieres?

—¡Ah!, eran los buenos tiempos. ¡Qué abismo nos separa de ellos! ¿Renacerán siquiera alguna vez?

d’un gouffre interdit à nos sondes,

comme montent au ciel les soleils rajeunis

aprés s’être lavés au fond des mers profondes?[16]

—No pensemos en aquellas conversaciones sino para evocar lo gratas que eran —le dije—. Yo trataba de encontrar en ellas cierta clase de verdad. La guerra actual, que lo ha trastornado todo, y sobre todo, según dices tú, la idea de la guerra, ¿invalida lo que entonces me decías sobre aquellas batallas, por ejemplo las batallas de Napoleón que se imitaran en las guerras futuras?

—¡De ninguna manera! —me dijo—; la batalla napoleónica existe siempre, y más aún en esta guerra, en la que Hindenburg está imbuido del espíritu napoleónico. Esos movimientos rápidos de las tropas, sus amagos, ya sea cuando deja sólo una tenue cortina ante uno de sus adversarios para caer con todas sus fuerzas reunidas sobre el otro (Napoleón 1814), ya sea cuando lleva a fondo una diversión que obliga al adversario a mantener sus fuerzas en un frente que no es el principal (como la finta de Hindenburg ante Varsovia mediante la cual los rusos, engañados, concentraron allí su resistencia y fueron batidos en los lagos de Masuria), sus repliegues análogos a aquellos con que comenzaron Austerlitz, Arcola, Eckmühl, todo en él es napoleónico, y aún no ha terminado. Añadiré que si, lejos de mí, intentas interpretar, a medida que se vayan produciendo, los hechos de esta guerra, no debes fiarte demasiado exclusivamente de esa manera especial de Hindenburg para encontrar en ella el sentido de lo que hace, la clave de lo que va a hacer. Un general es como un escritor que quiere hacer cierta obra de teatro, cierto libro, y el libro mismo, con los recursos inesperados que revela aquí, el callejón sin salida que presenta allá, le hace desviarse muchísimo del plan preconcebido. Como una diversión, por ejemplo, sólo se debe hacer en un punto que tiene por sí mismo bastante importancia, supón que la diversión saliera mejor de cuanto se podía esperar, mientras que la operación principal resulta un fracaso; entonces la diversión puede pasar a ser la operación principal. Yo espero a Hindenburg en uno de esos tipos de la batalla napoleónica, la que consiste en separar dos adversarios, los ingleses y nosotros.

Hay que decir, sin embargo, que si la guerra no había aumentado la inteligencia de Saint-Loup, esta inteligencia, conducida por una evolución en la que entraba la herencia en gran parte, había adquirido una brillantez que yo no le había visto nunca. ¡Qué distancia entre aquel joven rubito en otro tiempo cortejado por las mujeres elegantes o que aspiraban a serlo, y el discursivo, el doctrinario que no cesaba de jugar con las palabras! En otra generación, en otra estirpe, como un actor que hace el papel representado en otro tiempo por Bressant o por Delaunay, era como un sucesor —rosa, rubio y dorado, mientras que el otro era mitad muy negro y mitad muy blanco— de monsieur de Charlus. Aunque no se entendiera con su tío sobre la guerra, pues se había situado en aquella fracción de la aristocracia que ponía a Francia por encima de todo, mientras que monsieur de Charlus era en el fondo derrotista, podía demostrar a quien no hubiera visto al «creador del papel» hasta dónde se podía llegar en el menester de razonador.

—Parece que Hindenburg es una revelación —le dije.

—Una revelación vieja —me contestó como un rayo— o una futura revolución. En vez de tratar con cuidado al enemigo, habríamos debido dejar hacer a Mangin, derrotar a Austria y a Alemania y europeizar a Turquía en lugar de montenegrizar a Francia.

—Pero tendremos la ayuda de los Estados Unidos —le dije.

—Mientras tanto, yo no veo aquí más que el espectáculo de los Estados Desunidos. ¿Por qué no hacer concesiones más amplias a Italia por miedo de descristianizar a Francia?

—¡Si te oyera tu tío Charlus! —le dije—. A ti, en el fondo, no te disgustaría que se ofendiera todavía un poco más al Papa, mientras que él piensa con desesperación en el daño que se puede hacer al trono de Francisco José. Y en esto dice que está dentro de la tradición de Talleyrand y del Congreso de Viena.

—La era del Congreso de Viena ya prescribió —me contestó—; a la diplomacia secreta hay que oponer ahora la diplomacia concreta. En el fondo, mi tío es un monárquico impenitente al que harían tragar carpas como madame Molé o escarpas como Arturo Meyer, con tal que carpas y escarpas fuesen estilo Chambord. Por odio a la bandera tricolor, creo que se afiliaría más bien bajo el trapo del Bonnet rouge, que tomaría de buena fe por la bandera blanca.

Caro que todo esto no eran más que palabras, y Saint-Loup estaba lejos de tener la originalidad, a veces profunda, de su tío. Pero era tan afable y encantador de carácter como el otro desconfiado y celoso. Y seguía siendo encantador y rosa como en Balbec, bajo toda su cabellera de oro. Lo único en que su tío no le superaría era aquella mentalidad del Faubourg Saint-Germain tan arraigada en los mismos que creen haberse desprendido totalmente de ella y que les vale a la vez ese respeto de los hombres inteligentes no aristócratas (que sólo en la nobleza florece verdaderamente y que hace tan injustas las revoluciones), unido a una tonta satisfacción de sí mismo. Pero en esta mezcla de humildad y de orgullo, de curiosidades intelectuales adquiridas y de autoridad innata, monsieur de Charlus y Saint-Loup, por caminos diferentes y con opiniones opuestas, habían llegado a ser, con el intervalo de una generación, intelectuales a los que interesa toda idea nueva y conversadores a los que ningún interruptor puede reducir al silencio. De suerte que una persona un poco mediocre podría encontrarlos a ambos deslumbradores y aburridos, según la disposición en que se encontraba.

Mientras recordaba así la visita de Saint-Loup, había caminado haciendo un rodeo demasiado largo; estaba cerca del puente de los Inválidos. Las luces, bastante poco numerosas (por causa de los gothas), se encendían, un poco demasiado pronto, pues se había adelantado demasiado la hora, cuando la noche llegaba todavía bastante de prisa, pero el cambio era para toda la buena estación (como se encienden y se apagan los caloríferos a partir de cierta fecha), y, sobre la ciudad nocturnamente alumbrada, en una parte del cielo —del cielo que ignoraba la hora de verano y la hora de invierno y no se dignaba saber que las ocho y media eran ahora las nueve y media—, en toda una parte del cielo azulenco seguía habiendo un poco de día. En toda la parte de la ciudad que dominan las torres del Trocadero, el cielo parecía un mar inmenso matizado de turquesa y que se retira, dejando ya emerger toda una ligera línea de rocas negras, acaso hasta de simples redes de pescadores alineadas unas junto a otras, y que eran nubes pequeñas. Mar en este momento color turquesa y que lleva con él, sin que lo noten, a los hombres arrastrados en la inmensa revolución de la tierra, de esa tierra en la cual son lo bastante locos para continuar sus propias revoluciones y sus vanas guerras, como la que en este momento ensangrentaba a Francia. Por otra parte, a fuerza de mirar el cielo perezoso y demasiado bello, que no encontraba digno de él cambiar su horario y, perezosamente, prolongaba sobre la ciudad iluminada, en aquellos tonos azulados, su jornada, que se iba retrasando, daba vértigo: ya no era un mar extenso, sino una gradación vertical de glaciares azules. Y las torres del Trocadero, que parecían tan cerca de las gradaciones de turquesa, debían de estar lejísimos, como esas dos torres de ciertas ciudades de Suiza que, desde lejos, parecen tocar la ladera de las cumbres.

Volví sobre mis pasos, pero una vez lejos del puente de los Inválidos ya no era de día en el cielo, y ni siquiera había apenas luz en la ciudad, y tropezando acá y allá contra los cubos de basura, tomando un camino en vez de otro, me encontré, sin pensarlo, siguiendo maquinalmente un dédalo de calles oscuras, en los bulevares. Allí se repitió la impresión de Oriente que acababa de tener, y por otra parte la evocación del París del Directorio sucedió a la del París de 1815. Como en 1815, era el desfile más heterogéneo de los uniformes de las tropas aliadas; y entre ellas, los africanos con falda pantalón de color rojo, los hindúes con turbantes blancos, bastaban para que aquel París por el que paseaba resultase para mí una imaginaria ciudad exótica, en un Oriente a la vez minuciosamente exacto en cuanto a los trajes y al color de los rostros, arbitrariamente quimérico en cuanto al decorado, de la misma manera que Carpaccio convirtió la ciudad en que vivía en una Jerusalén o en una Constantinopla, congregando en ella una multitud cuyo maravilloso abigarramiento no era más polícromo que este. Caminando detrás de dos zuavos que no parecían ocuparse apenas de él, divisé un hombre alto y grueso, con un sombrero blando, una larga hopalanda y en cuya cara malva dudé si debía poner el nombre de un actor o el de un pintor igualmente conocidos por innumerables escándalos sodomitas. En todo caso, estaba seguro de que no conocía al paseante; me quedé, pues, muy sorprendido, cuando sus miradas se encontraron con las mías, de verle azorado y de que, como a propósito, se detuviera y viniera hacia mí como un hombre que quiere demostrar que no le sorprendemos, ni muchos menos, entregándose a una ocupación que él preferiría que se mantuviera en secreto. Por un segundo me pregunté quién me saludaba: era monsieur de Charlus. Puede decirse que la evolución de su mal o la revolución de su vicio estaba en ese punto extremo en que la pequeña personalidad primitiva del individuo, sus cualidades atávicas, son por completo interceptadas por el paso frente a ellas del defecto o del mal genérico que las acompañan. Monsieur de Charlus había llegado lo más lejos posible de sí mismo, o más bien estaba él mismo tan perfectamente enmascarado por lo que había llegado a ser y que no pertenecía a él solo, sino a otros muchos invertidos, que en el primer momento le tomé por otro de ellos, detrás de aquellos zuavos, en pleno bulevar, por otro de ellos que no era monsieur de Charlus, que no era un gran señor, que no era un hombre de imaginación y de talento y que no tenía con el barón otro parecido que ese aire común a todos, un aire que ahora en él, al menos antes de mirarle muy bien, lo cubría todo.

Resulta, pues, que queriendo ir a casa de madame Verdurin, me encontré con monsieur de Charlus. Y, desde luego, no le hubiera encontrado en aquella casa como antaño; su enfado no había hecho sino agravarse y madame Verdurin aprovechaba hasta los acontecimientos presentes para desacreditarle más. Había dicho hacía ya mucho tiempo que le encontraba gastado, acabado, más pasado de moda en sus pretendidas audacias que los más pompiers[17], y ahora resumía esta condenación y le alejaba de todas las imaginaciones diciendo que era «de antes de la guerra». Para el pequeño clan, la guerra había hecho, entre él y el presente, un corte que le relegaba al pasado más muerto. Por otra parte —y esto se dirigía más bien al mundo político que estaba menos enterado—, le presentaba como tan ridículo, tan fuera de la circulación como posición mundana que como valor intelectual. «No ve a nadie, no le recibe nadie», le decía a monsieur Bontemps, al que convencía fácilmente. Desde luego, había algo de verdad en estas palabras. La posición de monsieur de Charlus había cambiado. Cada vez menos interesado por el gran mundo, indisponiéndose siempre con todos por su carácter quisquilloso y, por conciencia de su valor social, desdeñoso de reconciliarse con la mayor parte de las personas que eran la flor y nata de la sociedad, vivía en un relativo aislamiento que no se debía, como la soledad en que murió madame de Villeparisis, al ostracismo impuesto por la aristocracia, pero que para el público resultaba peor por dos razones. La mala fama de monsieur de Charlus, ahora conocida, hacía creer a las personas poco enteradas que era por esto por lo que no le trataban las gentes a quienes él, por su propia voluntad, renunciaba a tratar. Y así, lo que era efecto de su humor atrabiliario, parecía desprecio de las personas sobre las que tal humor recaía. Por otra parte, madame de Villeparisis se valió de un gran escudo: la familia. Pero monsieur de Charlus provocó numerosos enfados entre ella y él. Y eso que no le había parecido carente de interés —sobre todo en el aspecto viejo Faubourg, en el aspecto Courvoisier—. Y apenas sospechaba, él, que había hecho incursiones tan atrevidas hacia el arte, por oposición a los Courvoisier, que lo que en él hubiera interesado más a un Bergotte, por ejemplo, era su parentesco con todo aquel viejo Faubourg, hubiera sido poder describirle la vida casi provinciana de sus primas, de la Rue de la Chaise a la plaza del Palais-Bourbon y a la Rue Garantiere.

Además, madame Verdurin, situándose en otro punto de vista menos trascendental y más práctico, simulaba creer que monsieur de Charlus no era francés. «¿Cuál es su verdadera nacionalidad? ¿No es austríaco?» —preguntaba inocentemente monsieur Verdurin—. «Claro que no, en absoluto» —contestaba la condesa Molé, cuyo primer impulso obedecía al buen sentido más que al rencor—. «Claro que no, es prusiano —decía la Patrona—. Se lo digo yo que lo sé; no nos ha repetido pocas veces que era miembro hereditario de la Cámara de Señores de Prusia y Durchlaucht…». «Pero la reina de Nápoles me dijo…». «Sepa usted que esa es una horrible espía —exclamaba madame Verdurin, que no había olvidado la actitud que la soberana destronada tomó una noche en casa de los Verdurin—. Lo sé sin lugar a dudas; vivía de eso. Si tuviéramos un gobierno más enérgico, toda esa gente debería estar en un campo de concentración. Y mire, haría usted muy bien en no recibir a esa gentecilla, porque yo sé que el ministro del interior los tiene vigilados, y vigilarán el hotel de usted. Nadie me quitará la idea de que Charlus estuvo de espía dos años en mi casa». Y pensando probablemente que se podía abrigar alguna duda sobre el interés que podían tener para el gobierno alemán los informes más circunstanciados sobre la organización del pequeño clan, madame Verdurin, con gesto dulce y perspicaz, como persona que sabe que el valor de lo que dice parecerá mayor si ella no engola la voz para decirlo: «Debo decirles que desde el primer día advertí a mi marido: no me gusta la manera como ese hombre se ha introducido en mi casa. Tiene algo de turbio. Teníamos una propiedad al fondo de una bahía, en un punto muy elevado. Seguramente los alemanes le encargaron preparar allí una base para sus submarinos. Había cosas que me extrañaban y que ahora comprendo. Por ejemplo, al principio, no quería ir en el tren con los otros visitantes asiduos. Yo le había ofrecido muy amablemente una habitación en el castillo. Bueno, pues no: prefirió vivir en Doncieres, donde hay muchísima tropa. Todo eso olía a espionaje a cien leguas».

En cuanto a la primera de las acusaciones contra el barón de Charlus, la de estar pasado de moda, la gente del gran mundo le daba la razón de muy buen grado a madame Verdurin. En realidad, eran ingratos, pues monsieur de Charlus era, en cierto modo, su poeta, el que supo sacar de la mundanidad ambiente una especie de poesía en la que entraba la historia, la belleza, lo pintoresco, lo cómico, la frívola elegancia. Pero la gente del gran mundo, incapaz de comprender esta poesía, no veía ninguna en su vida, la buscaba en otro sitio y ponía a mil pies por encima de monsieur de Charlus a unos hombres que le eran infinitamente inferiores, pero que presumían de despreciar al gran mundo y, en cambio, profesaban teorías de sociología y de economía política. A monsieur de Charlus le encantaba contar chistes involuntariamente típicos y describir las toilettes estudiadamente graciosas de la duquesa de Montmorency, a la que llamaba mujer sublime, por lo cual le consideraban una especie de imbécil algunas mujeres del gran mundo que tenían a la duquesa de Montmorency por una tonta sin interés, que pensaban que los vestidos se hacen para llevarlos, pero sin prestarles, al parecer, ninguna atención, y que ellas, más inteligentes, iban a la Sorbona o a la Cámara de Diputados cuando hablaba Deschanel.

En fin, la gente del gran mundo se había desinflado de monsieur de Charlus, no por haber penetrado demasiado en su raro valor intelectual, sino por no haber penetrado nunca en él. Le encontraban «avant-guerre», pasado de moda, pues los más incapaces de juzgar los méritos son los mismos que más adoptan, para clasificarlos, las órdenes de la moda; no han agotado, ni siquiera rozado, a los hombres de mérito que había en una generación, y ahora tienen que condenarlos en bloque, pues se impone la etiqueta de una generación nueva, a la que tampoco entenderán.

En cuanto a la segunda acusación, la de germanismo, el espíritu juste-milieu de las personas del gran mundo hacía que la rechazaran, pero encontró un intérprete infatigable y especialmente cruel en Morel, que, habiendo sabido conservar en los periódicos y hasta en sociedad el lugar que monsieur de Charlus, con tanto esfuerzo en ambos casos, consiguió para él, sin conseguir después que se lo retiraran, perseguía al barón con un odio más culpable aún porque, cualesquiera que fuesen sus relaciones exactas con el barón, Morel llegó a conocer lo que Charlus ocultaba a tanta gente: su profunda bondad. Había sido tan generoso con el violinista, tan delicado, había tenido con él tales escrúpulos de no faltar a su palabra, que Charlie, al dejarle, se llevó de él no la idea de un hombre vicioso (a lo sumo consideraba el vicio del barón como una enfermedad), sino del hombre con más ideas elevadas que jamás conoció, un hombre de una sensibilidad extraordinaria, una especie de santo. Tan poco lo negaba que, aun enfadado con él, decía sinceramente a unos parientes: «Se le puede confiar a un hijo, pues ejercerá sobre él la mejor influencia». Y cuando, en sus artículos, intentaba hacerle sufrir, de lo que en su pensamiento se burlaba no era del vicio, sino de la virtud del barón. Un poco antes de la guerra, unas croniquillas, transparentes para los que se llamaban iniciados, comenzaron a infligir un gran daño a monsieur de Charlus. De una crónica titulada «Desventuras de una ilustre abuela con nosotros, los viejos tiempos de la baronesa», madame Verdurin compró cincuenta ejemplares para poder prestárselos a sus conocidos, y monsieur Verdurin, afirmando que ni el mismo Voltaire escribía mejor, lo leía en voz alta. Desde la guerra cambió el tono. Ya no se denunciaba únicamente la inversión de monsieur de Charlus, sino también su supuesta nacionalidad germánica: «Frau Bosch», «Frau van den Bosch» eran los sobrenombres habituales de monsieur de Charlus. Una croniquilla de carácter poético llevaba un título tomado de ciertos aires de baile en Beethoven: «Una alemana». Por último, dos noticias: «Tío de América y Tía de Francfort» y «Mozo de retaguardia», que se leyeron en pruebas en el pequeño clan, fueron el regocijo del propio Brichot, que exclamó: «¡Con tal de que la muy alta y muy poderosa señora Anastasia no nos censure!»[18]

A Morel, que estaba en las oficinas de prensa, le parecía, por otra parte —pues la sangre francesa le hervía en las venas como el jugo de uvas de Combray—, que era poca cosa estar en una oficina durante la guerra y acabó por enrolarse, aunque madame Verdurin hizo todo lo posible por convencerle de que se quedara en París. Estaba indignada de que monsieur de Cambremer, a su edad, estuviera en un estado mayor, pues madame Verdurin decía de cualquier hombre que no fuera a su casa: «¿Dónde se las ha arreglado también ese para emboscarse?», y si le decían que ese estaba en primera línea desde el primer día, replicaba sin escrúpulo de mentir o quizá por costumbre de equivocarse: «Nada de eso, no se ha movido de París; está haciendo algo tan peligroso, más o menos, como pasear a un ministro, se lo digo yo, se lo aseguro, lo sé por una persona que le ha visto»; pero tratándose de los fieles ya no era lo mismo, no quería dejarlos ir al frente, consideraba la guerra como una gran «importuna» que los hacía abandonar el campo, el de ella. Por eso daba todos los pasos imaginables para que se quedasen, lo que le proporcionaría el doble placer de tenerlos a comer y, cuando no habían llegado todavía o ya se habían marchado, criticarlos por su inacción. Pero era necesario que el fiel se prestara a ser un emboscado, y estaba disgustadísima de que Morel se mostrara en esto irreductible, sin que sirviera para nada lo que le dijo durante mucho tiempo: «Le digo que sí, que sirve usted en esa oficina, y más que en el frente. Lo que hace falta es ser útil, formar verdaderamente parte de la guerra, estar en ella. Hay los que están en ella y los emboscados. Usted es de los que están en ella, y no se preocupe, que todo el mundo lo sabe, nadie le va a tirar la piedra». Así, en circunstancias diferentes, aun cuando los hombres no eran tan escasos y madame Verdurin no estaba obligada como ahora a tener sólo mujeres en sus reuniones, si uno de ellos perdía a su madre, no vacilaba en convencerle de que no había ningún inconveniente en que siguiera asistiendo a sus recepciones. «El dolor se lleva en el corazón. Si usted quisiera ir al baile [ella no daba bailes], yo sería la primera en disuadirle, pero aquí, en mis pequeños miércoles o en un palco, a nadie le extrañará. Todo el mundo sabe que usted está apenado…». Ahora los hombres eran más escasos, los lutos más frecuentes, innecesarios, además, para impedir la vida mundana, pues ya lo hacía la guerra. Madame Verdurin se aferraba a los que quedaban. Se empeñaba en convencerlos de que eran más útiles a Francia quedándose en París, de la misma manera que antes les habría asegurado que el difunto estaría más contento viéndoles distraerse. A pesar de todo, tenía pocos hombres; quizá le pesaba a veces haber consumado con monsieur de Charlus una ruptura que ya no tenía arreglo.

Monsieur de Charlus y madame Verdurin ya no se trataban, pero madame Verdurin seguía recibiendo y monsieur de Charlus yendo a sus placeres como si nada hubiera cambiado con algunas pequeñas diferencias sin gran importancia: por ejemplo, Cottard asistía ahora a las recepciones de madame Verdurin con un uniforme de coronel de L’ile du reve, bastante parecido al de un almirante haitiano y en el que una ancha cinta azul cielo recordaba la de las «hijas de María»; monsieur de Charlus, ahora en una ciudad donde los hombres ya hechos, que eran los que hasta entonces le gustaban, habían desaparecido, hacía lo que ciertos franceses que, mujeriegos en Francia, vivían en las colonias: primero por necesidad y luego por gusto, se aficionó a los niños.

Y el primero de estos rasgos característicos desapareció bastante pronto, pues Cottard no tardó en morir «frente al enemigo», dijeron los periódicos, aunque no había salido de París, pero murió, en realidad, de exceso de trabajo para su edad, seguido al poco tiempo de monsieur Verdurin, cuya muerte apenó a una sola persona, que fue, quién lo diría, Elstir. Yo había podido estudiar su obra en un aspecto absoluto en cierto modo. Pero, sobre todo a medida que iba envejeciendo, él la relacionaba supersticiosamente con la sociedad que le había proporcionado los modelos y, transformada así en él, por la alquimia de las impresiones, en obra de arte, le dio su público, sus espectadores. Cada vez más inclinado a creer, materialistamente, que una buena parte de la belleza reside en las cosas, Elstir, así como al principio, adoró en su mujer el tipo de belleza un poco llena que había perseguido, acariciado en sus pinturas, en sus tapices, con monsieur Verdurin veía desaparecer uno de los últimos vestigios del cuadro social, del cuadro perecedero —que pasaba tan pronto como las mismas modas vestimentarias que forman parte de él— que sostiene un arte, que certifica su autenticidad, como la Revolución, al destruir las elegancias del siglo XVIII, hubiera podido desolar a un pintor de fiestas galantes o como hubiera podido afligir a Renoir la desaparición de Montmartre o del Moulin de la Galette; pero, sobre todo, en monsieur Verdurin veía desaparecer los ojos, el cerebro que había tenido la visión más justa de su pintura, los ojos, el cerebro donde, en cierto modo, residía, en estado de recuerdo amado, esta pintura. Claro que habían surgido jóvenes aficionados también a la pintura, pero a otra pintura, y que no habían recibido, como Swann, como monsieur Verdurin, lecciones de gusto de Whistler, lecciones de verdad de Monet, que les permitieran juzgar a Elstir con justicia. Por eso Elstir se sentía más solo al morir Verdurin, aunque llevara tantos años enemistado con él, y fue como si se eclipsara un poco de la belleza de su obra con un poco de lo que había de conciencia de esta belleza.

En cuanto al cambio que había afectado a los placeres de monsieur de Charlus, la verdad es que fue intermitente: como sostenía una copiosa correspondencia con el «frente», no le faltaban militares de permiso bastante maduros.

En la época en que yo creía lo que se decía, al oír a Alemania, después a Bulgaria, luego a Grecia hacer profesión de sus intenciones pacíficas, me hubiera inclinado a darles crédito. Pero desde que la vida con Albertina y con Francisca me acostumbró a sospechar en ellas pensamientos y proyectos que no expresaban, ninguna palabra, justa en apariencia, de Guillermo II, de Fernando de Bulgaria, de Constantino de Grecia, engañaba a mi instinto, que adivinaba lo que tramaba cada uno de ellos. Claro es que mis querellas con Francisca o con Albertina no fueron sino disputas particulares que sólo interesaban a esa pequeña célula espiritual que es un ser. Pero así como hay cuerpos de animales, cuerpos humanos, es decir, conjuntos de células cada uno de los cuales es, con relación a una sola de estas, tan grande como el Mont Blanc, así también existen enormes aglomeraciones organizadas de individuos que se llaman naciones; su vida no hace más que repetir, amplificándolas, la vida de las células integrantes; y quien no sea capaz de comprender el misterio, las reacciones, las leyes de la vida, no pronunciará más que palabras vacías cuando hable de las luchas entre naciones. Pero si conoce la psicología de los individuos, entonces esas masas colosales de individuos conglomerados que se enfrentan unos con otros adquirirán a sus ojos una belleza más fuerte que la lucha que nace solamente del conflicto de dos caracteres. Y los verá a la escala en que verían el cuerpo de un hombre de elevada estatura unos infusorios, de los que harían falta más de diez mil para llenar un cubo de un milímetro de lado. De igual manera, la gran figura Francia, llena hasta su perímetro, desde hace algún tiempo, de millones de pequeños polígonos de diversas formas, y la figura Alemania, llena de más polígonos aún, tenían entre ellas esas disputas. Y así, desde este punto de vista, el cuerpo Alemania y el cuerpo Francia, y los cuerpos aliados y enemigos, se comportaban, en cierta medida, como individuos. Pero los golpes que se daban estaban reglamentados por ese boxeo innumerable cuyos principios me expuso Saint-Loup; y como, aun considerándolos como individuos, eran conjuntos gigantescos, la disputa tomaba formas inmensas y magníficas, como si se levantara un océano de millones de olas tratando de romper una línea secular de costas, como si unos glaciares gigantescos intentaran, en sus oscilaciones lentas y destructoras, romper el marco de montañas en que están circunscritos. A pesar de esto, la vida seguía casi igual para muchas personas que han figurado en este relato y especialmente para monsieur de Charlus y para los Verdurin, como si los alemanes no estuvieran tan cerca de ellos, porque la permanencia amenazadora, aunque ahora detenida, de un peligro nos deja por completo indiferentes cuando no nos lo representamos. Las gentes van generalmente a sus diversiones sin pensar nunca que, si cesaran las influencias debilitantes y moderadoras, la proliferación de los infusorios llegaría al máximo, es decir, daría en unos días un salto de varios millones de leguas, pasaría de un milímetro cúbico a una masa un millón de veces más grande que el sol, destruyendo al mismo tiempo todo el oxígeno, todas las sustancias de que vivimos, y ya no habría ni humanidad, ni animales, ni tierra, o sin pensar que una irremediable y verosímil catástrofe podrá producirse en el éter por la actividad incesante y frenética que oculta la aparente inmutabilidad del sol; se ocupan de sus asuntos sin pensar en esos dos mundos, el uno demasiado pequeño, el otro demasiado grande para que perciban las amenazas cósmicas que se ciernen en torno a nosotros.

De esta suerte los Verdurin daban comidas (pronto madame Verdurin sola, pues monsieur Verdurin murió al poco tiempo) y monsieur de Charlus iba a sus placeres, sin pensar que los alemanes estaban a una hora de automóvil de París —verdad es que inmovilizados por una sangrante barrera siempre renovada—. Se dirá que los Verdurin sí pensaban en ello, puesto que tenían un salón político donde se discutía cada noche la situación, no sólo de los ejércitos, sino de las flotas. Pensaban, en efecto, en aquellas hecatombes de regimientos aniquilados, de pasajeros tragados por la tierra; pero una operación inversa multiplica hasta tal punto lo que se refiere a nuestro bienestar y divide por una cifra tan formidable lo que no le concierne, que la muerte de millones de desconocidos nos afecta apenas y casi menos desagradablemente que una corriente de aire. Madame Verdurin, lamentándose por sus jaquecas de no tener croissants que mojar en su café con leche, acabó por conseguir que Cottard le diera una receta para que se los hicieran en cierto restaurante del que hemos hablado. Esto fue casi tan difícil de conseguir de los poderes públicos como el nombramiento de un general. Volvió a tomar su primer croissant la mañana en que los periódicos publicaron el naufragio del Lusitania. Sin dejar de mojar el croissant en el café con leche y de dar papirotazos a su periódico para que se mantuviera abierto sin que ella tuviera necesidad de sujetarlo con la mano de mojar el croissant, decía: «¡Qué horror! Esto es más horrible que las más horribles tragedias». Pero la muerte de todos aquellos ahogados debía de verla ella reducida a un milésimo, pues mientras, con la boca llena, hacía estas desoladas reflexiones, el aire que sobrenadaba en su cara, traído a ella probablemente por el sabor del croissant, tan eficaz contra la jaqueca, era más bien un aire de plácida satisfacción.

En cuanto a monsieur de Charlus, su caso era un poco diferente, pero peor aún, pues iba más allá de no desear apasionadamente la victoria de Francia: más bien deseaba, sin confesárselo a sí mismo, si no que Alemania triunfara, al menos que no fuera aplastada como todo el mundo deseaba. La causa de esto era que, en esas querellas, las grandes aglomeraciones de individuos llamadas naciones se comportan ellas mismas, en cierta medida, como individuos. La lógica que las conduce es absolutamente interior y está perpetuamente refundida por la pasión, como las personas enfrentadas en una disputa amorosa o doméstica, como la riña de un padre con su hijo, de una cocinera con su patrona, de una mujer con su marido. El que no tiene razón cree tenerla —como era el caso de Alemania—, y el que la tiene da a veces argumentos que le parecen irrefutables sólo porque responden a su pasión. En estas disputas de individuos, para estar convencido del derecho de cualquiera de las partes, lo más seguro es ser esa parte, pues un espectador no lo aprobará jamás tan completamente. Ahora bien, en las naciones, el individuo, aunque forme verdaderamente parte de la nación, no es más que una célula del individuo-nación. La propaganda es una palabra vacía de sentido. Si les hubieran dicho a los franceses que iban a ser derrotados, ningún francés sentiría mayor desesperación que si le dijeran que le iban a matar los bertas. La verdadera propaganda nos la hacemos a nosotros mismos con la esperanza, que es una figura del instinto de conservación de una nación, cuando se es verdaderamente un miembro vivo de esa nación. Para seguir ciego sobre lo que tiene de injusto la causa del individuo Alemania, para reconocer en todo momento lo que tiene de justo la causa del individuo Francia, lo más seguro no era para un alemán no tener juicio, para un francés tenerlo: lo más seguro para uno o para otro era tener patriotismo. Monsieur de Charlus, que tenía raras cualidades morales, que era asequible a la compasión, generoso, capaz de afecto, de fidelidad, en cambio, por diversas razones —entre las cuales podía figurar la de haber tenido una madre duquesa de Baviera—, no tenía patriotismo. Pertenecía, por consiguiente, al cuerpo Francia y al cuerpo Alemania. Si yo careciera de patriotismo, en vez de sentirme una célula del cuerpo Francia, creo que mi manera de juzgar la querella no habría sido la misma que hubiera podido ser en otro tiempo. En mi adolescencia, cuando creía exactamente lo que me decían, seguramente, al oír al gobernador alemán proclamar su buena fe, me habría inclinado a no ponerla en duda; pero sabía desde hacía mucho tiempo que nuestros pensamientos no siempre están de acuerdo con nuestras palabras; no sólo había descubierto un día, desde la ventana de la escalera, un Charlus que no sospechaba, sino que, sobre todo, había visto en Francisca y después, ¡ay!, en Albertina, cómo se formaban juicios y proyectos tan contrarios a sus palabras, que yo, aunque simple espectador, no hubiera dejado que ninguna de las palabras, justas en apariencia del emperador de Alemania, del rey de Bulgaria, engañara a mi instinto, el cual adivinaría, como en cuanto a Albertina, lo que tramaban en secreto. Pero, en fin, no puedo más que suponer lo que habría hecho si no fuera actor, si no fuera una parte del actor Francia, como, en mis disputas con Albertina, mi mirada triste o mi garganta oprimida eran una parte de mi individuo apasionadamente interesado por mi causa: no podía llegar a desentenderme. Monsieur de Charlus se desentendía por completo. Y, desde el momento en que no era más que un espectador, todo debía inclinarle a ser germanófilo, puesto que, no siendo verdaderamente francés, vivía en Francia. Era muy inteligente, y, en todos los países los más numerosos son los tontos; no cabe duda de que, viviendo en Alemania, los tontos alemanes, defendiendo tontamente y con pasión una causa injusta, le habrían irritado; pero, viviendo en Francia y defendiendo los franceses tontamente y con pasión una causa justa, no le irritarían menos. La lógica de la pasión, aunque esté al servicio del mejor derecho, no es nunca irrefutable para el que no está apasionado. Monsieur de Charlus denunciaba con inteligencia cada razonamiento falso de los patriotas. La satisfacción que causa a un imbécil su derecho y la certidumbre del éxito nos irritan profundamente. A monsieur de Charlus le irritaba el optimismo triunfante de los que no conocían como él a Alemania y su fuerza, de los que creían cada mes que iba a quedar aplastada al mes siguiente y, pasado un año, estaban igualmente seguros en un nuevo pronóstico, como si no hubieran hecho con la misma seguridad otros no menos falsos, pero los habían olvidado, diciendo, si se lo recordaban, que no era lo mismo.

En fin, como monsieur de Charlus era compasivo, la idea de un vencido le hacía daño, estaba siempre a favor del débil, no leía las crónicas judiciales por no tener que sufrir en su carne las angustias del condenado y por la imposibilidad de asesinar al juez, al verdugo y a la multitud encantada de ver que «la justicia se había cumplido». En todo caso, estaba seguro de que Francia no podía ya ser vencida, y en cambio sabía que los alemanes pasaban hambre, que, un día u otro, tendrían que rendirse sin condiciones. También esta idea le resultaba más desagradable por el hecho de vivir en Francia. Después de todo, sus recuerdos de Alemania eran lejanos, mientras que los franceses que hablaban del aplastamiento de Alemania con una alegría que le desagradaba eran personas cuyos defectos conocía, de cara antipática. En estos casos compadecemos más a los que no conocemos, a los que imaginamos, que a los que están muy cerca de nosotros en la vulgaridad de la vida cotidiana, a menos que seamos completamente ellos, a menos que formemos una sola carne con ellos; el patriotismo hace ese milagro, estamos por nuestro país como estamos por nosotros mismos en una querella amorosa. Por eso la guerra era para monsieur de Charlus un cultivo extraordinariamente fecundo de sus odios, que en él nacían en un instante y duraban muy poco tiempo, pero en este poco tiempo sería capaz de entregarse a todas las violencias. Al leer los periódicos, el tono triunfal de los cronistas que presentaban cada día a Alemania en el suelo, «la bestia en la agonía, reducida a la impotencia», cuando era demasiado cierto lo contrario, le enfurecía por su estupidez alegre y feroz. En aquel momento los diarios los hacían en parte personas conocidas que encontraban en esto una manera de «incorporarse al servicio»: los Brichot, los Norpois, el mismo Morel y Legrandin. Y monsieur de Charlus estaba deseando encontrárselos, abrumarlos con sus amargos sarcasmos. Siempre muy enterado de las taras sexuales, las conocía en algunos que, pensando que eran ignoradas en ellos, se complacían en denunciarlas en los soberanos de los «Imperios de presa», en Wagner, etc. Estaba deseando encontrarse frente a frente con ellos, refregarles la nariz en su propio vicio delante de todo el mundo y dejar deshonrados y jadeantes a aquellos que se ensañaban con un vencido.

Monsieur de Charlus tenía, demás, otras razones especiales para ser germanófilo. Una de ellas era que, hombre del gran mundo, había vivido mucho entre la gente del gran mundo, entre la gente honorable, entre los hombres de honor, gente que nunca estrechará la mano a un sinvergüenza: conocía su delicadeza y su dureza, los sabía insensibles a las lágrimas de un hombre al que hacen expulsar de un círculo o con el que se niegan a batirse, aunque su acto de «limpieza moral» causara la muerte de la madre del apestado. A pesar suyo, por mucha admiración que tuviera por Inglaterra, por la admirable manera como entró en la guerra, aquella Inglaterra impecable, incapaz de mentira, impidiendo que entraran en Alemania el trigo y la leche, era un poco esta nación de hombre de honor, de testigo patentado, de árbitro en asuntos de honor; mientras que sabía que personas taradas, canallas como algunos personajes de Dostoyevski, pueden ser mejores, y nunca he comprendido por qué identificaba con ellos a los alemanes, pues la mentira y la trampa no bastan para suponer un buen corazón, un buen corazón que los alemanes no parecen haber demostrado.

Un último rasgo completará la germanofilia de monsieur de Charlus: se debía, y por una reacción muy curiosa, a su «charlismo». Los alemanes le parecían muy feos, quizá porque eran un poco demasiado de su sangre; le entusiasmaban los marroquíes, pero, sobre todo, los anglosajones, en quienes veía como estatuas vivas de Fidias. Ahora bien, en él el placer no era completo sin cierta idea cruel, cuya fuerza yo no conocía entonces en toda su intensidad; al hombre que él amaba lo veía como a un delicioso verdugo. Al tomar partido contra los alemanes le hubiera parecido que obraba como en las horas de voluptuosidad, es decir, en sentido contrario a su naturaleza compasiva, o sea, inflamado por el mal seductor y aplastando la fealdad virtuosa. Así ocurrió también cuando mataron a Rasputin, muerte que, por otra parte, sorprendió por el fuerte sello de color ruso, en una cena a lo Dostoyevski (impresión que habría sido todavía más fuerte si el público no hubiera ignorado de todo aquello lo que monsieur de Charlus sabía perfectamente), porque la vida nos decepciona de tal modo que acabamos por creer que la literatura no tiene ninguna relación con ella y nos asombra ver que las preciosas ideas que hemos visto en los libros se manifiestan, sin miedo de estropearse, gratuitamente, naturalmente, en plena vida cotidiana, y, por ejemplo, que una cena, un asesinato, acontecimientos rusos, tienen algo de ruso.

La guerra se prolongaba indefinidamente y los que habían anunciado de buena fuente, hacía ya unos años, que habían comenzado las negociaciones de paz, especificando las cláusulas del tratado, no se tomaban el trabajo, cuando hablaban con nosotros, de disculparse por sus falsas noticias. Las habían olvidado y estaban dispuestos a propagar sinceramente otras que olvidarían con la misma rapidez. Era la época en que había continuamente incursiones de los gothas; el aire chisporroteaba continuamente en una vibración vigilante y sonora de aeroplanos franceses. Pero a veces resonaba la sirena como una desgarradora llamada de Walkyrie —única música alemana que se oyera desde la guerra— hasta que los bomberos anunciaban que había terminado la alarma, mientras, a su lado, la fajina, como un chicuelo invisible, comentaba a intervalos regulares la buena nueva y lanzaba al aire su grito de júbilo.

Monsieur de Charlus estaba asombrado de ver que incluso personas como Brichot, que antes de la guerra eran militaristas y reprochaban sobre todo a Francia no serlo bastante, no se contentaban con reprochar a Alemania los excesos de su militarismo, sino hasta su admiración por el ejército. Cierto es que cambiaban de opinión desde el momento en que se trataba de amortiguar la guerra contra Alemania y denunciaban con razón a los pacifistas. Pero, por ejemplo, Brichot, que, a pesar de su afección de la vista, aceptó dar cuenta en conferencias de ciertas obras aparecidas en los países neutrales, hizo un gran elogio de la novela de un suizo en la que se hace burla, como simiente de militarismo, de dos niños que caen en una admiración simbólica ante un dragón. Esta burla tenía que desagradar, por otras razones, a monsieur de Charlus, quien pensaba que un dragón puede ser algo muy bello. Pero, sobre todo, no comprendía la admiración de Brichot, si no por el libro que el barón no había leído, al menos por su espíritu tan diferente del que animaba a Brichot antes de la guerra. Entonces, todo lo que hacía un militar estaba bien para él, así fuese las irregularidades del general De Boisdeffre, las tergiversaciones y maquinaciones del coronel Du Paty de Clam, las falsificaciones del coronel Henry. Por alguna mutación extraordinaria (y que no era en realidad sino otra cara de la misma pasión muy noble, la pasión patriótica, obligada, de militarista que era cuando luchaba contra el dreyfusismo, cuya tendencia era antimilitarista, a hacerse casi antimilitarista porque ahora luchaba contra la Germania supramilitarista), Bichot exclamaba: «¡Oh, qué espectáculo tan mirífico y digno de atraer a la juventud de un siglo todo brutalidad, que no conoce más que el culto a la fuerza: un dragón! ¿Se puede imaginar lo que será la vil soldadesca de una generación formada en el culto a esas manifestaciones de fuerza brutal?». Por eso Spitteler, queriendo oponerlo a este odioso concepto del sable por encima de todo, ha desterrado simbólicamente a lo profundo de los bosques, ridiculizado, calumniado, solitario, al personaje soñador llamado por él el Estudiante Loco, en quien el autor encarna deliciosamente la dulzura, desgraciadamente pasada de moda, pronto olvidada se podrá decir, si no se acaba con el atroz reinado de su viejo dios, la dulzura adorable de las épocas de paz.

«Vamos —me dijo monsieur de Charlus—, usted conoce a Cottard y a Cambremer. Cada vez que los veo me hablan de la extraordinaria falta de psicología de Alemania. Entre nosotros, ¿cree usted que han tenido hasta ahora gran preocupación por la psicología, y que ni siquiera ahora la tengan? Le aseguro que no exagero. Así se trate del alemán más grande, de Nietzsche, de Goethe, oirá a Cottard hablar de la habitual falta de psicología que caracteriza a la raza teutona. Claro que hay en la guerra cosas que me dan más penas, pero confiese usted que es enervante. Norpois es más sagaz, lo reconozco, aunque desde el principio no ha hecho más que equivocarse. Pero ¿qué quieren decir esos artículos que provocan el entusiasmo universal? Querido señor mío, usted sabe tan bien como yo lo que vale Brichot, al que quiero mucho, incluso después del cisma que me separó de su pequeña iglesia y por el cual le veo mucho menos. Pero, en fin, tengo cierta consideración por ese regente de colegio, buen orador y muy culto, y reconozco que es muy meritorio que, a su edad y capitidisminuido como está, pues lo está muy sensiblemente desde hace años, haya vuelto, como él dice, “al servicio”. Pero una cosa es la buena intención y otra el talento, y Brichot no lo ha tenido nunca. Confieso que comparto su admiración por ciertas grandezas de la guerra actual. En todo caso, es extraño que un partidario ciego de la antigüedad como Brichot, que no encontraba bastantes sarcasmos para Zola porque veía más poesía en un matrimonio de obreros, en la mina, que en los palacios históricos, o para Goncourt, que pone a Diderot por encima de Homero y a Watteau por encima de Rafael, no cese de repetirnos que las Termópilas, que Austerlitz mismo, no son nada al lado de Vauquois. Por lo demás, esta vez el público, que se resistió a los modernistas de la literatura y del arte, sigue a los de la guerra, porque es moda pensar así y, además, a los pequeños espíritus les pasma no la belleza, sino la enormidad de la acción. Sólo se escribe ya kolossal con una sola k, pero en el fondo eso ante lo cual se arrodilla la gente es colosal. A propósito de Brichot, ¿ha visto usted a Morel? Me dicen que desea volver a verme. No tiene más que dar los primeros pasos, yo soy el más viejo, no me toca a mí comenzar».

Por desgracia, anticipémonos a decirlo, monsieur de Charlus se encontró al día siguiente en la calle frente a frente con Morel, el cual, para darle celos, le cogió por el brazo, le contó historias más o menos ciertas, y cuando monsieur de Charlus, trastornado, sintió la necesidad de que Morel se quedara aquella noche con él, de que no fuera a otro sitio, Morel vio a un compañero y dijo adiós a monsieur de Charlus, el cual, con la esperanza de que esta amenaza, que desde luego no iba a cumplir jamás, obligara a Morel a quedarse, le dijo: «Ten cuidado, me vengaré», y Morel, riéndose, le dejó plantado palmoteando en el cuello y cogiendo por la cintura a su asombrado compañero.

Las palabras que me decía monsieur de Charlus sobre Morel demostraban sin duda hasta qué punto el amor —y muy persistente tenía que ser el del barón— hace al enamorado más crédulo y menos orgulloso (al mismo tiempo que más imaginativo y más susceptible). Pero cuando monsieur de Charlus añadía: «Es un muchacho que se vuelve loco por las mujeres y no piensa más que en eso», decía más verdad de lo que él creía. Lo decía por amor propio, por amor, porque los demás pudieran creer que a las relaciones de Morel con él no habían seguido otras del mismo género. Claro que yo no le creía, pues había visto a Morel dar por cincuenta francos una de sus noches al príncipe de Guermantes, cosa que monsieur de Charlus ignoró siempre. Y si Morel, al ver pasar a monsieur de Charlus, sentado él en una terraza de café con sus compañeros, lanzaba con ellos unos grititos especiales, señalaba al barón con el dedo y producía esos cloqueos con los que la gente se burla de un viejo invertido (excepto los días en que, por necesidad de confesión, procuraba tropezarse con él para tener ocasión de decirle tristemente: «¡Oh, perdón!, reconozco que he obrado con usted de una manera indecente»), yo estaba convencido de que lo hacía por esconder su juego; de que cada uno de sus denunciadores públicos, solo frente a él, hubiera hecho todo lo que él le pidiera. Me engañaba. Si un impulso singular condujo a la inversión a hombres como Saint-Loup, que tan lejos estaban de ella —y esto en todas las clases—, un impulso en sentido inverso apartó a otros de estas prácticas en las que eran muy habituales. En algunos el cambio se operó por tardíos escrúpulos religiosos, por la emoción sentida cuando se produjeron ciertos escándalos, o por el temor de enfermedades inexistentes en las que les habían hecho creer, con toda sinceridad, unos parientes que solían ser porteros o criados, sin sinceridad unos amantes celosos que creyeran conservar así para ellos solos a un joven al que, por el contrario, hicieron separarse de ellos mismos igual que de los demás. Así, por ejemplo, el antiguo liftier de Balbec no hubiera aceptado por ningún precio unas proposiciones que ahora le parecían tan graves como las del enemigo. En cuanto a Morel, si rechazaba a todo el mundo, sin excepción —en lo que monsieur de Charlus había dicho sin saberlo una verdad que justificaba a la vez sus ilusiones y destruía sus esperanzas—, era porque, dos años después de dejar a monsieur de Charlus, se enamoró de una mujer con la que vivía y que, con más voluntad que él, supo imponerle una fidelidad absoluta. Y Morel, que en los tiempos en que monsieur de Charlus le daba tanto dinero había dado por cincuenta francos una noche al príncipe de Guermantes, no habría aceptado ahora de este ni de ningún otro ningún dinero, así le ofrecieran cincuenta mil francos. A falta de honor y de desinterés, «su mujer» le inculcó cierto respeto humano, que llegaba hasta la bravata y la ostentación de que todo el dinero del mundo le importaba un comino cuando se lo ofrecían con ciertas condiciones. Es decir, que el juego de las diferentes leyes psicológicas se las arregla para compensar en la floración de la especie humana todo lo que, en uno o en otro sentido, por la plétora o por la rarefacción, determinaría su aniquilamiento. Así ocurre con las flores, donde una misma sabiduría, descubierta por Darwin, regula los modos de fecundación oponiéndolos sucesivamente unos a otros.

«Y ocurre una cosa rara» —añadió monsieur de Charlus con aquella vocecita chillona que tomaba a veces—. «A algunas personas que parecen muy felices todo el día, que toman excelentes cócteles, las oigo decir que no llegarán al final de la guerra, que el corazón no lo resistirá, que no pueden pensar en otra cosa, que se morirán de repente. Y lo más extraordinario es que así ocurre en efecto. ¡Es curioso! ¿Es cosa de alimentación, porque no ingieren más que cosas mal preparadas, o porque, por demostrar su abnegación, se entregan a unas tareas inútiles pero que destruyen el régimen que las conservaba? El caso es que observo un número sorprendente de esas extrañas muertes prematuras, prematuras al menos para el gusto del difunto. Ya no recuerdo de qué le estaba hablando. Sí, de que Norpois admiraba esta guerra. Pero ¡qué manera más rara de hablar de ella! En primer lugar, ¿se ha fijado usted en esa pululación de expresiones nuevas que, cuando acaban por gastarse a fuerza de emplearlas todos los días —pues verdaderamente Norpois es infatigable, creo que la muerte de mi tía Villeparisis le dio una segunda juventud—, son inmediatamente reemplazadas por otros lugares comunes? Recuerdo que antes se entretenía usted en apuntar esos modos de lenguaje que aparecían, se mantenían y luego desaparecían: “El que siembra vientos recoge tempestades”; “ladran, luego cabalgamos”; “dadme buena política y os daré buenas finanzas”, decía el barón Louis; hay síntomas que sería exagerado tomar por lo trágico pero que conviene tomar en serio; trabajar para el rey de Prusia (por cierto que esta ha resucitado, lo que era inevitable). Bueno, pues ¡cuántas he visto morir desde entonces! Hemos tenido “el trapo de papel”, “los imperios de presa”, “la famosa Kultur que consiste en asesinar mujeres y niños indefensos”, “la victoria pertenece, como dicen los japoneses, al que sabe sufrir un cuarto de hora más que el otro”, “los germano-tureneses”, “la barbarie científica”, si queremos ganar la guerra, según la fuerte expresión de Lloyd George, en fin, incontables, y “la acometividad de las tropas, y el arrojo de las tropas”. Hasta a la sintaxis del excelente Norpois le ha infligido la guerra una alteración tan profunda como a la fabricación del pan o a la rapidez de los transportes. ¿Ha observado usted que ese excelente hombre, empeñado en proclamar sus deseos como una verdad a punto de realizarse, no se atreve, sin embargo, a emplear el futuro puro y simple, que correría el peligro de ser desmentido por los acontecimientos, y ha adoptado como signo de este tiempo el verbo saber?». Le confesé a monsieur de Charlus que no entendía bien qué quería decir.

Debo consignar aquí que el duque de Guermantes no compartía en modo alguno el pesimismo de su hermano. Era, además, tan anglófilo como anglófobo era su hermano. Por último, tenía a monsieur Caillaux por un traidor que merecía mil veces el fusilamiento. Cuando su hermano le pedía pruebas de esta traición, monsieur de Guermantes contestaba que si no hubiera que condenar más que a los que firman un papel donde declaran «he traicionado», jamás se castigaría el delito de traición. Mas para el caso de no tener ocasión de volver sobre el asunto, diré también que, pasados dos años, el duque de Guermantes, animado por el más puro anticaillautismo, se encontró con un agregado militar inglés y su mujer, un matrimonio notablemente letrado con el que hizo amistad, como en tiempos del asunto Dreyfus con las tres damas encantadoras; que, desde el primer día, tuvo el estupor, hablando de Caillaux, cuya condena creía segura y el delito patente, de oír decir al matrimonio encantador: «Pero probablemente le absolverán, no hay nada contra él». Monsieur de Guermantes intentó alegar que monsieur de Norpois, en su declaración, dijo mirando a Caillaux aterrado: «Es usted el Giolitti de Francia, sí, señor Caillaux, es usted el Giolitti de Francia». Pero el matrimonio letrado y encantador sonrió, ridiculizó a monsieur de Norpois, citó pruebas de su chaladura y concluyó diciendo que había dicho aquello «ante monsieur Caillaux aterrado», decía Le Figaro, pero, en realidad, probablemente ante monsieur Caillaux burlón. Las opiniones del duque de Guermantes no tardaron en cambiar. Atribuir este cambio a la influencia de una inglesa no es tan extraordinario como podría parecer si se hubiera profetizado incluso en 1919, cuando los ingleses llamaban siempre a los alemanes los hunos y reclamaban una condena feroz contra los culpables. La opinión de aquel matrimonio también había cambiado y aprobaban cualquier decisión que pudiera contristar a Francia y ayudar a Alemania.

Volviendo a monsieur de Charlus: «Pues sí —replicó cuando le dije que no le entendía—, pues sí: en los artículos de Norpois “saber”[19] es el signo del futuro, es decir, el signo de los deseos de Norpois y, por lo demás, de los deseos de todos nosotros —añadió quizá sin una completa sinceridad—. Ya comprenderá usted que si “saber” no fuera simple signo del futuro, se entendería en rigor que el sujeto de ese verbo pudiera ser un país. Por ejemplo, cada vez que Norpois dice: “América no sabría permanecer indiferente ante estas repetidas violaciones del derecho”, “la monarquía bicéfala no sabría dejar de arrepentirse”, es claro que tales frases expresan los deseos de Norpois (como los míos, como los de usted), pero, en fin, aquí el verbo puede conservar, a pesar de todo, su antiguo sentido, pues un París puede “saber”, América puede “saber”, la monarquía “bicéfala” puede “saber” (a pesar de la eterna “falta de psicología”). Pero la duda ya no es posible cuando Norpois escribe: “Esas devastaciones sistemáticas no sabrían persuadir a los neutrales”, “la región de los Lagos no sabría dejar de caer en muy breve plazo en manos de los Aliados”, “los resultados de estas elecciones neutrales no sabrían reflejar la opinión de la gran mayoría del país”. Y es claro que esas devastaciones, esas regiones y esos resultados de votos son cosas inanimadas que no pueden “saber”. Con esta fórmula, Norpois dirige simplemente a los neutrales la conminación de que salgan de la neutralidad (una conminación a la que lamento comprobar que no parecen obedecer) o a las regiones de los Lagos de que no pertenezcan a los boches —monsieur de Charlus ponía en pronunciar la palabra boche la misma clase de intrepidez que pusiera antaño en el trenecillo de Balbec en hablar de los hombres a quienes no les gustan las mujeres—. Además, ¿ha observado usted con qué ardides comienza siempre Norpois desde 1914 sus artículos dirigidos a los neutrales? Empieza por declarar que, naturalmente, Francia no tiene por qué inmiscuirse en la política de Italia (o de Rumania o de Bulgaria, etcétera). Que a esas potencias, y sólo a ellas, les conviene decidir, con toda independencia y sin consultar más que a su interés nacional, si deben o no deben salir de la neutralidad. Pero, aunque estas primeras declaraciones del artículo (lo que en otro tiempo se llamaría el exordio) son tan desinteresadas, la continuación suele serlo mucho menos». «Sin embargo —dice en sustancia Norpois a continuación—, está muy claro que sólo las naciones que se hayan puesto al lado del Derecho y de la justicia sacarán un beneficio material de la lucha. No se puede esperar que los Aliados recompensen, adjudicándoles territorios en los que se levanta desde siglos la queja de sus hermanos oprimidos, a los pueblos que, siguiendo la política del menor esfuerzo, no hayan puesto su espada al servicio de los Aliados». Dado este primer paso hacia un consejo de intervención, nada detiene ya a monsieur Norpois, y no es sólo el principio, sino la época de la intervención sobre lo que da consejos cada vez menos disimulados. «Desde luego —dice haciéndose lo que él mismo llamaría “el buen apóstol”—, sólo a Italia y a Rumania incumbe decidir el momento oportuno y la forma en que les convendrá intervenir. Pero no pueden ignorar que tergiversando demasiado se exponen a dejar pasar el momento. Ya los cascos de la caballería rusa hacen estremecerse de indecible espanto a la Germania acorralada. Es de toda evidencia que los pueblos que no hayan hecho más que volar tras el carro de la victoria, cuya resplandeciente aurora se divisa ya, no tendrán en modo alguno derecho a la misma recompensa que pueden todavía, si se apresuran, etc». Es como se dice en el teatro: «Quedan poquísimas entradas. ¡Aviso a los rezagados!». Razonamiento tanto más estúpido cuanto que Norpois lo rehace cada seis meses, y dice periódicamente a Rumania: «Ha llegado la hora de que Rumania sepa si quiere o no realizar sus aspiraciones nacionales. A poco que espere, se expone a que sea demasiado tarde». Y en los tres años que lleva diciéndolo no sólo no ha llegado todavía el «demasiado tarde», sino que cada vez se van aumentando más las ofertas que se hacen a Rumania. De la misma manera invita a Francia, etc., a intervenir en Grecia como potencia protectora porque el tratado que unía a Grecia y Serbia no se ha cumplido. Y, de buena fe, si Francia no estuviera en guerra y no deseara la colaboración o la neutralidad benévola de Grecia, ¿se le ocurriría la idea de intervenir como potencia protectora, y el sentimiento moral que la impulsa a protestar porque Grecia no ha cumplido sus compromisos con Serbia no se calla también desde el momento en que se trata de la violación igualmente flagrante de Rumania y de Italia que, creo que con razón, como también Grecia, no han cumplido sus deberes, menos imperativos y menos amplios de lo que se dice, de aliados de Alemania? La verdad es que la gente lo ve todo a través de su periódico, ¿y cómo podría ser de otro modo si no conocen personalmente a las gentes ni los hechos de que se trata? En tiempos del Affaire, que tan curiosamente le apasionaba a usted, en una época de la que se ha convenido decir que nos separan siglos, pues los filósofos de la guerra han acreditado que se ha roto todo vínculo con el pasado, a mí me chocaba ver cómo personas de mi familia concedían toda su estimación a anticlericales antiguos comuneros que su periódico les había presentado como antidreyfusistas, y abominaban de un general de abolengo y católico, pero revisionista. No me extraña menos ver ahora a todos los franceses execrar al emperador Francisco José, al que veneraban, y con razón, se lo digo yo, que le he conocido mucho y que se digna tratarme como primo. ¡Ah!, no le he escrito desde la guerra —añadió como confesando valientemente una falta que sabía muy bien que nadie le iba a reprochar—. Sí, el primer año, y una sola vez. Pero qué quiere usted, eso no varía en nada mi respeto por él, tengo aquí muchos jóvenes parientes que se baten en nuestras líneas y a quienes les parecería muy mal, estoy seguro, que yo sostuviera una correspondencia seguida con el jefe de una nación en guerra con nosotros. Qué quiere usted, que me critique el que quiera —añadió como exponiéndose bravamente a mis reproches—; no he querido que llegara a Viena en este momento una carta con la firma de Charlus. La crítica más grave que yo dirigiría al viejo soberano es que un señor de su rango, jefe de una de las casas más antiguas y más ilustres de Europa, se haya dejado manejar por ese hidalgüelo, por lo demás muy inteligente, pero al fin y al cabo un simple advenedizo, que es Guillermo de Hohenzollern. No es esta una de las anomalías menos chocantes de esta guerra. Y como, en cuanto se volvía a poner en el punto de vista nobiliario, que para él en el fondo lo dominaba todo, monsieur de Charlus llegaba a unos infantilismos inauditos, me dijo, con el mismo tono con que me hubiera hablado del Marne o de Verdun, que había cosas capitales y muy curiosas que no debería omitir el que escriba la historia de esta guerra. «Por ejemplo —me explicó—, todo el mundo es tan ignorante que nadie ha reparado en esta cosa tan importante: el gran maestre de la orden de Malta, que es un puro boche, sigue viviendo en Roma, donde, en su calidad de gran maestre de nuestra orden, goza del privilegio de extraterritorialidad. Es interesante —añadió como diciéndome: ya ve usted que no ha perdido el tiempo al encontrarme. Le di las gracias y adoptó el aire modesto de quien no exige remuneración—. ¿Qué es lo que le estaba diciendo? ¡Ah, sí!, que la gente odia ahora a Francisco José guiándose por su periódico. En cuanto al rey Constantino de Grecia y al zar de Bulgaria, el público ha oscilado, en diversas ocasiones, entre la aversión y la simpatía, porque se decía sucesivamente que se pondrían al lado de la Entente o de lo que Brichot llama los Imperios centrales. Es como cuando Brichot nos repite a cada momento que “va a llegar la hora de Venizelos”. Yo no dudo que Venizelos sea un hombre de Estado de gran capacidad, pero ¿quién nos dice que los griegos desean tanto a Rumania? Nos dicen que este quería que Grecia cumpliera sus compromisos con Serbia. Había que saber qué compromisos eran esos y si iban más allá que los que Italia y Rumania se han creído en el derecho de violar. En cuanto ala manera como Grecia cumple sus tratados y respeta su Constitución, le damos una importancia que seguramente no le daríamos si no fuera nuestro interés. Si no fuera por la guerra, ¿cree usted que las potencias “garantizadoras” se preocuparían ni siquiera por la disolución de las cámaras? Lo único que yo veo es que se va retirando el apoyo al rey de Grecia para poder echarle o encerrarle el día en que ya no tenga ejército para defenderle. Le digo que el público juzga al rey de Grecia y al rey de los búlgaros únicamente por los periódicos. ¿Y cómo podrían pensar sobre ellos sino por los periódicos, puesto que no los conocen? Yo los he visto muchísimas veces, los he conocido mucho, cuando Constantino de Grecia, que era una pura maravilla, era diádoco. Siempre pensé que el emperador Nicolás le tenía un enorme afecto. En el buen sentido, naturalmente. La princesa Christian hablaba de esto abiertamente, pero es una mala pécora. En cuanto al zar de los búlgaros, es un granuja, una figura decorativa, pero muy inteligente, un hombre notable. Me quiere mucho».

Monsieur de Charlus, que podía ser tan agradable, resultaba odioso cuando abordaba estos temas. Ponía en ellos la satisfacción que nos molesta ya en un enfermo que nos habla siempre de su buena salud. Siempre pensé que, en el trenecillo de Balbec, los asiduos que tanto deseaban las confesiones ante las cuales él se escabullía, no hubieran podido soportar esta especie de ostentación de una manía e, incómodos, respirando mal como en un cuarto de enfermo o ante un morfinómano que sacara su jeringuilla delante de nosotros, habrían sido ellos quienes cortaran las confidencias que creían desear. Además, la gente estaba harta de oír acusar a todo el mundo, y probablemente muchas veces sin ninguna prueba, y oírselo a alguien que se excluía él mismo de la categoría especial a la que, sin embargo, era sabido que pertenecía y en la que tanto le gustaba colocar a los demás. Por último, monsieur de Charlus, tan inteligente, se había hecho a este respecto una pequeña filosofía estrecha (en la que había quizá un poquito de las curiosidades que Swann encontraba en «la vida») que lo explicaba todo por esas causas especiales y donde, como siempre que se va a parar al propio defecto, el barón estaba siempre no sólo por debajo de sí mismo, sino excepcionalmente satisfecho de sí mismo. Y él, tan grave, tan noble, dijo, con la sonrisa más tonta, la siguiente frase: «Como existen fuertes presunciones sobre el emperador Guillermo del mismo género que sobre Fernando de Cobourg, quizá es esa la causa de que el zar Fernando se pusiera al lado de los “Imperios de presa”. Y en el fondo es muy comprensible, con una hermana se es siempre indulgente, no se le niega nada. Creo que sería esta una bonita explicación de la alianza de Bulgaria con Alemania». Y monsieur de Charlus rio mucho tiempo esta estúpida explicación, como si le pareciera muy ingeniosa, cuando la verdad es que, aun cuando se basara en hechos ciertos, sería tan pueril como las reflexiones que el barón hacía sobre la guerra cuando la juzgaba como señor feudal o como caballero de San Juan de Jerusalén. Terminó con una observación más justa: «Lo raro es —dijo— que ese público que sólo juzga así de los hombres y de las cosas de la guerra por los periódicos está convencido de que juzga por sí mismo».

En esto tenía razón monsieur de Charlus. Me contaron que había que ver los momentos de silencio y de duda que tenía madame de Forcheville, semejantes a los que requiere no ya el simple enunciado, sino la formación de una opinión personal, antes de decir, en el tono de un sentimiento íntimo: «No, no creo que tomen Varsovia»; «tengo la impresión de que no podrá pasar otro invierno»; «lo que yo no quisiera es una paz coja»; «si quiere que le diga la verdad, yo a quien temo es a la Cámara»; «sí, a pesar de todo creo que podremos romper el frente». Y Odette tomaba un airecillo en extremo amanerado para decir: «Yo no digo que las tropas alemanas no se batan bien, pero les falta lo que se llama temple». Para pronunciar esta palabra hacía con la mano el gesto de amasar y con los ojos ese guiño de los pintorcillos cuando emplean un término de taller. Y, sin embargo, su lenguaje era, más aún que antes, el poso de su admiración por los ingleses, a los que ya no tenía necesidad de contentarse con llamarles como antes «nuestros vecinos del otro lado de la Mancha» o a lo sumo «nuestros amigos los ingleses»; ahora les llamaba «nuestros leales aliados». Huelga decir que no dejaba de citar, viniera o no a cuento, la expresión de fairplay, para indicar que los ingleses consideraban a los alemanes jugadores incorrectos, y «lo que hace falta es ganar la guerra, como dicen nuestros magníficos aliados». A lo sumo asociaba bastante torpemente el nombre de su yerno con todo lo que se refería a los soldados ingleses y al gusto que él sentía viviendo en la intimidad de los australianos, lo mismo que de los escoceses, de los neozelandeses y de los canadienses. «Mi yerno Saint-Loup conoce ahora el argot de todos los valientes tommies, sabe hacerse entender por los de los más lejanos dominions y lo mismo fraterniza con el general que manda la base que con el más humilde private».

Creo que este paréntesis sobre madame de Forcheville, mientras bajo por los bulevares junto a monsieur de Charlus, me autoriza a otro más largo aún, pero útil para describir esta época, sobre las relaciones de madame Verdurin con Brichot. Pues si al pobre Brichot le trataba monsieur de Charlus con tan poca indulgencia (porque el barón era a la vez muy perspicaz y más o menos inconscientemente germanófilo), peor aún le trataban los Verdurin. Estos eran, sin duda, patrioteros, por lo que les debían de gustar los artículos de Brichot, que, por otra parte, no eran inferiores a otros muchos con los que se deleitaba madame Verdurin. Mas, en primer lugar, acaso se recordará que, ya en la Raspeliere, Brichot, que tan gran hombre pareciera en otro tiempo a los Verdurin, había pasado a ser, si no una cabeza de turco como Saniette, al menos el objeto de sus burlas apenas disimuladas. Por otra parte, seguía siendo en aquel momento un fiel entre los fieles, lo que le aseguraba una parte de las ventajas tácitamente asignadas por los estatutos a todos los miembros fundadores o asociados del pequeño grupo. Pero a medida que —acaso a favor de la guerra, o bien por la rápida cristalización de una elegancia tanto tiempo retardada pero todos cuyos elementos necesarios y que permanecieran invisibles saturaban desde hacía tiempo el salón de los Verdurin— se abría este salón a un mundo nuevo, mientras que a los fieles que antes sirvieran de cebo a este mundo nuevo se les invitaba cada vez menos, un fenómeno paralelo se producía con Brichot. A pesar de la Sorbona, a pesar del Instituto, su notoriedad no había rebasado, hasta la guerra, los límites del salón Verdurin. Pero cuando se puso a escribir casi diariamente aquellos artículos ornados de aquella falsa brillantez que tantas veces le vimos derrochar para los fieles, ricos, por otra parte, de una erudición muy real y que, como verdadero sorboniano, no intentaba disimular, aunque la rodeara de formas más o menos humorísticas, el «gran mundo» se quedó literalmente deslumbrado. Además, por una vez, otorgaba sus favores a alguien que estaba lejos de ser una nulidad y que podía llamar la atención por la fertilidad de su inteligencia y los recursos de su memoria. Y mientras tres duquesas iban a pasar la velada a casa de madame Verdurin, otras tres se disputaban el honor de tener a comer en su casa al gran hombre, el cual aceptaba la invitación de una de ellas, sintiéndose más libre porque madame Verdurin, exasperada por el éxito que los artículos de Brichot tenían en el Faubourg Saint-Germain se cuidaba de no invitar nunca a Brichot cuando iba a su casa alguna persona brillante que él no conocía aún y que se apresuraría a atraérsele. Y así fue como el periodismo (al que Brichot se limitaba, en suma, a dar tardíamente, con honor y a cambio de unos emolumentos soberbios, lo que había derrochado toda su vida gratis y de incógnito en el salón de los Verdurin, pues sus artículos no le costaban más trabajo que sus charlas, tan diserto y sabio era) habría conducido a Brichot, y aun pareció que le condujo, en cierto momento, a una gloria indiscutible… si no hubiera existido madame Verdurin. Desde luego, los artículos de Brichot estaban lejos de ser tan notables como creían las gentes del gran mundo. Bajo la pedantería del letrado asomaba en todo momento la vulgaridad del hombre. Y junto a unas imágenes que no querían decir absolutamente nada («los alemanes ya no podrán mirar de frente a la estatua de Beethoven; Schiller ha debido de estremecerse en su tumba; la tinta que rubricó la neutralidad de Bélgica estaba apenas seca; Lenin habla, pero el viento de la estepa se lleva sus palabras»), aparecían trivialidades como: «Veinte mil prisioneros es una cifra; nuestro mando sabrá abrir el ojo, el bueno; queremos vencer, ni más ni menos». Pero, mezclado con todo esto, ¡cuánto saber, cuánta inteligencia, cuántos razonamientos exactos! Pero madame Verdurin no empezaba nunca a leer un artículo de Brichot sin la previa satisfacción de pensar que iba a encontrar en él cosas ridículas, y lo leía con la atención más sostenida para estar segura de que no se le escaparan. Desgraciadamente, era cierto que había algunas. Y ni siquiera esperaba a encontrarlas. La cita más afortunada de un autor verdaderamente poco conocido, al menos en la obra a que Brichot se refería, se enarbolaba como prueba de la pedantería más indefendible, y madame Verdurin esperaba con impaciencia la hora de la comida para provocar las carcajadas de sus invitados. «Bueno, ¿qué dicen ustedes del Brichot de esta noche? Me he acordado de ustedes leyendo la cita de Cuvier. De veras creo que se está volviendo loco».

—Yo no lo he leído todavía —decía Cottard.

—¿De veras no lo ha leído todavía? Pues no sabe las delicias que se pierde. Le aseguro que es para morirse de risa. Y, contenta en el fondo de que alguien no hubiera leído todavía el artículo de Brichot para tener ocasión de destacar ella misma los detalles ridículos, madame Verdurin le decía al mayordomo que trajera Le Temps, y leía en voz alta poniendo mucho énfasis en las frases más sencillas. Después de comer, durante toda la velada, seguía esta campaña antibrichotista, pero con falsas reservas. «No lo digo muy alto por miedo de que allí —decía señalando a la condesa Molé— se admire eso. La gente del gran mundo es más ingenua de lo que se cree». Madame Molé, a quien querían hacerle notar, hablando fuerte, que hablaban de ella, al mismo tiempo que se esforzaban en indicarle, bajando la voz, que no querían que las entendiera, renegaba cobardemente de Brichot, al que, en realidad, comparaba con Michelet. Le daba la razón a madame Verdurin, y, para terminar, sin embargo, con algo que le parecía indiscutible, decía: «Lo que no se le puede negar es que está bien escrito».

—¿Le parece a usted bien escrito? —decía madame Verdurin—. A mí me parece escrito por un cerdo, audacia que hacía reír a la gente del gran mundo, más aún porque madame Verdurin, como asustada ella misma por la palabra cerdo, la había pronunciado muy bajito, tapándose la boca con la mano. Su rabia contra Brichot iba en aumento porque este ostentaba ingenuamente la satisfacción de su éxito, a pesar de los accesos de mal humor que le producía la censura, cada vez que, como él decía con su costumbre de emplear las palabras nuevas para demostrar que no era demasiado universitario, censuraba una parte de su artículo. Delante de él madame Verdurin no dejaba ver demasiado, salvo una cierta seriedad que un hombre más perspicaz no hubiera dejado de advertir, el poco caso que hacía de lo que escribía. Sólo una vez le reprochó que escribiera tan a menudo «yo». Y, en efecto Brichot tenía la costumbre de escribirlo continuamente; en primer lugar, porque, por costumbre de profesor, empleaba continuamente expresiones como «yo concedo que», y hasta por decir «reconozco que», «afirmo que»: «Yo afirmo que el enorme desarrollo de los frentes exige, etc.». Pero, sobre todo, porque, antiguo antidreyfusista militante que olía la preparación germánica mucho antes de la guerra, escribía muy a menudo: «Yo denuncié desde 1897»; «yo señalé en 1901»; «yo advertí en mi folletito hoy rarísimo (habent sua fata libelli)», y conservó la costumbre. Se sonrojó fuertemente con la observación de madame Verdurin, observación que le hizo en un tono agrio. «Tiene usted razón, señora. Alguien que no quería a los jesuitas más que los quería monsieur Combes, aunque no ha tenido prefacio de nuestro dulce maestro en escepticismo delicioso, Anatole France, que, si no me equivoco, fue adversario mío… antes del diluvio, dijo que el yo es siempre odioso». A partir de este momento Brichot sustituyó el yo por el se, pero el se no impedía al lector ver que el autor hablaba de sí mismo y permitió al autor no dejar de hablar de sí mismo, de comentar la menor de sus frases, de hacer un artículo sobre una sola negación, siempre al abrigo de se. Por ejemplo, si Brichot decía, aunque fuera en otro artículo, que los alemanes habían perdido valor, comenzaba así: «No se disimula aquí la verdad. Se ha dicho que los ejércitos alemanes habían perdido valor. No se ha dicho que ya no tenían gran valor. Menos aún se escribirá que ya no tienen ningún valor. Tampoco se dirá que el terreno ganado, si no es, etc.». En fin, con sólo enunciar todo lo que él no diría, con recordar todo lo que había dicho años atrás, y lo que Clausewitz, Jomini, Ovidio, Apolonio de Tiana, etc., dijeron hace más o menos siglos, Brichot habría podido formar fácilmente la materia de un grueso volumen. Es de lamentar que no lo publicara, pues estos artículos tan nutridos son hoy difíciles de encontrar. El Faubourg Saint-Germain, advertido por madame Verdurin, comenzó por reírse de Brichot en su casa, pero, una vez fuera del pequeño clan, siguió admirando a Brichot. Después se puso de moda burlarse de él como estuvo de moda admirarle, y las mismas que seguían interesándose en secreto por él cuando leían sus artículos, se reían de ellos cuando ya no estaban solas, por no parecer menos listas que las otras. Jamás se habló tanto de Brichot como en esta época en el pequeño clan, pero por burla. Tomaban como criterio de la inteligencia de cualquier recién llegado lo que pensaba de los artículos de Brichot; si contestaba mal la primera vez, no se recataban de enseñarle en qué se conocía que las personas son inteligentes.

—En fin, pobre amigo mío, todo eso es espantoso y tenemos que lamentar algo más que artículos aburridos. Se habla de vandalismo, de estatuas destruidas. Pero ¿acaso la destrucción de tantos maravillosos jóvenes, que eran incomparables estatuas polícromas, no es también vandalismo? ¿Acaso una ciudad que no tendrá ya hombres hermosos no será como una ciudad en la que hubieran destruido toda su estatuaria? ¿Qué gusto puedo tener yo en ir a comer al restaurante si me sirven unos viejos bufones apolillados que se parecen al padre Didon, o unas mujeres con toca qué me hacen creer que he entrado en el Bouillon Duval[20]? Claro, querido, y creo que tengo derecho a hablar así porque, después de todo, la Belleza es la Belleza en una materia viva. ¡Gran placer ser servido por unos seres raquíticos, con lentes, que se les lee en la cara el caso de exención! Al contrario de lo que ocurría siempre antes, si en un restaurante se quiere posar la vista en alguien que esté bien, no hay que mirar a los camareros que sirven, sino a los clientes que consumen. Pero se podía volver a ver un sirviente, aunque cambiasen a menudo, ahora que vaya usted a saber quién es, cuándo volverá ese teniente inglés que viene quizá por primera vez y que quizá le matarán mañana. Cuando Augusto de Polonia, como cuenta el encantador Morand, el delicioso autor de Clarisse, cambió uno de sus regimientos por una colección de cerámica china, hizo a mi parecer un mal negocio. Piense usted que todos aquellos lacayos que medían dos metros de estatura y que ornamentaban las escaleras monumentales de nuestras más bellas amigas han sido muertos, voluntarios en su mayoría porque les repetían que la guerra iba a durar dos meses. ¡Ah!, no conocían como yo la fuerza de Alemania, la virtud de la raza prusiana —dijo dejándose llevar de su inclinación. Después, dándose cuenta de que había dejado traslucir demasiado su punto de vista—: Más que Alemania, lo que yo temo para Francia es la guerra misma. La gente de la retaguardia se imagina que la guerra es solamente un gigantesco match de boxeo, al que asisten de lejos por los periódicos. Pero esto no tiene ninguna relación. Es una enfermedad que, cuando parece conjurada en un punto, reaparece en otro. Hoy quedará liberado Noyon, mañana no tendremos ni pan ni chocolate, pasado mañana el que se creía muy tranquilo y aceptaría, llegado el caso, una bala que no imagina enloquecerá al leer en los periódicos que llaman a su quinta. En cuanto a los monumentos, una obra maestra única como Reims no es su desaparición lo que más me espanta, es, sobre todo, la destrucción de tal cantidad de conjuntos vivos que hacían instructivo y encantador el último pueblo de Francia.

Pensé en seguida en Combray, pero en otro tiempo creí rebajarme a los ojos de madame de Guermantes confesando la modesta posición que mi familia ocupaba en Combray. Me pregunté si no se la revelarían a los Guermantes monsieur de Charlus, o Legrandin, o Swann, o Saint-Loup, o Morel. Pero esta misma preterición era menos penosa para mí que unas explicaciones retrospectivas. Lo único que deseaba era que monsieur de Charlus no hablara de Combray.

—No quiero decir nada malo de los americanos —continuó—; parece ser que son inagotablemente generosos, y como en esta guerra no ha habido director de orquesta, como cada cual ha entrado en la danza mucho tiempo después del otro y los americanos empezaron cuando estábamos casi liquidados, pueden tener un ardor que cuatro años de guerra han apagado en nosotros. Incluso antes de la guerra amaban a nuestro país, nuestro arte, pagaban muy caras nuestras obras maestras. Muchas están hoy en su país. Pero precisamente este arte desarraigado, como diría monsieur Barres, es todo lo contrario de lo que constituía el delicioso atractivo de Francia. El castillo explicaba la iglesia, que a su vez, porque la iglesia había sido un lugar de peregrinación, explicaba la canción de gesta. No tengo por qué hablar ahora de mis orígenes y de mis alianzas, y por lo demás no se trata de esto. Pero recientemente, por una cuestión de intereses, y a pesar de cierta frialdad que hay entre el matrimonio y yo, tuve que ir a hacer una visita a mi sobrina Saint-Loup, que vive en Combray. Combray no era más que una pequeña ciudad como hay tantas. Pero nuestros antepasados estaban representados como donantes en ciertas vidrieras, y en otras estaban inscritas nuestras armas. Teníamos allí nuestra capilla, nuestras tumbas. Esa iglesia fue destruida por los franceses y por los ingleses porque servía de observatorio a los alemanes. Toda esa mezcla de historia superviviente y de arte que era Francia se destruye, y la cosa no ha terminado todavía. Claro que no voy a cometer la ridiculez de comparar, por razones de familia, la destrucción de la iglesia de Combray con la de la catedral de Reims, que era como el milagro de una catedral gótica que recreara naturalmente la pureza de la estatuaria antigua, o con la de Amiens. No sé si a estas horas habrán roto el brazo levantado de San Fermín. En ese caso ha desaparecido de este mundo la más alta afirmación de la fe y de la energía.

—Su símbolo, señor —le contesté—. Y yo adoro tanto como usted ciertos símbolos. Pero sería absurdo sacrificar al símbolo la realidad que simboliza. Las catedrales deben ser adoradas hasta el día en que, para preservarlas, haya que renegar de las verdades que enseñan. El brazo levantado de San Fermín en un gesto de mando casi militar decía: Seamos destruidos si el honor lo exige. No sacrifiquéis hombres a unas piedras cuya belleza procede precisamente de haber fijado un día verdades humanas.