XL

Na’od ayudó a Gerald a levantarse y a sentarse de nuevo en el banco. No parecía que tuviera el hombro roto ni daba señales de sufrir dolor alguno; pero la lividez de su cara y la apagada mirada de sus ojos indicaban que estaba sumido en el más profundo estupor, Sukey esperaba inmóvil el fin de todo aquello. Las hienas contestaron entonces a los gritos que había dado Sithy, y, si no hubiéramos tenido la atención ocupada en otras cosas, hubiéramos podido oír, al cabo de poco rato, el rugir de un león.

Gerald se recobró y miró a Sukey.

—Ahora veo bien claro que te pones de parte de él —dijo con no fingida y profunda amargura.

—¿Porque no te avisé que tenías detrás a Sithy dispuesta a atacarte? No sabía que estuviera tu rifle descargado, Gerald.

—Sithy hubiera podido matarme.

—Es cierto; pero yo no lo creí ni un momento. Y no te quise avisar porque si lo hubiese hecho tú hubieras tirado para matar a Rom. Convéncete de que es él quien tiene más derecho a vivir, por ser tú el más culpable.

—Entonces le crees a él, y a mí no.

—Ya no es cuestión de creer a nadie. Tú has sido juzgado y estás convicto de tu crimen. Si hubiera necesitado una prueba más de tu culpabilidad, y ya no falta ninguna más, me la hubiera dado el verte con rifle en las manos.

—Yo no iba a matarle, y él va a matarme a ahora.

—Ni de lo uno ni de lo otro estoy segura.

—¡Mátame, pues, Rom! ¿Por qué no me matas acabamos de una vez? Ya no tengo miedo a morir.

Aún extrañándome de ello, le creí.

—¿Confiesas por fin? Yo no ganaré nada con confesión, pero tú podrías salir ganando algo.

—Sí, confieso, yo lo hice. Y lo hice para impedir que un bastardo, un gitano, se casara con la memsahib que yo amaba. No había otro medio de impedir que ella se casara contigo. Yo te odiaba, por supuesto; siempre te he odiado. Mamá me enseñó a odiarte hace tanto tiempo, que no me acuerdo de nada de lo que pudo ocurrir antes. Vale más que me mates ahora mismo, pues prefiero que me quites la vida antes que comparecer ante un tribunal para ser juzgado, o que alguien se entere de esto.

—Esto no es tan fácil de hacer como parece. ¿Cuál será la suerte de Sukey?

—¿La suerte de ella? Se irá contigo, tanto si vive como si muero.

—¿Me quieres todavía, Sukey?

—Te querré siempre, Rom, y te necesitaré siempre.

—¿Amas a Gerald?

—Sí, porque él me necesita.

—¿A quién de los dos quieres más?

—A ti, por supuesto. Y tú, ¿me sigues amando?

—Lo mismo que antes.

—¿Quieres que vuelva contigo?

—¿Volverías conmigo tú?

—Yo sí. Pero si matas a Gerald, no lo haré, Rom. No me tendrás nunca más.

—¿Y si le dejo vivir?

—Me iré contigo ahora mismo. Mi casamiento con él no es válido. Ningún hombre tiene derecho legal a nada, y menos a retener a una esposa, obtenida mediante un crimen.

Me enjugué el frío sudor que me bañaba la frente.

—Siempre pensé que el matar o no matar a Gerald sería una decisión penosa de tomar. Si yo fuera el único perjudicado, tomar una decisión sería cosa fácil para mí.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Que tu marido está jugando una nueva carta, Sukey.

—No lo creas. Se acabaron los juegos ya —dijo ella.

Me volví hacia Hamyd, y le dije en hindustani:

—Veo ahora, Hamyd, que el daño que el sahib nos ha hecho a los dos es la obra de un hombre enloquecido. Estaba enloquecido por el odio. La ley no le eximiría de responsabilidad por esta clase de locura; pero, como considero que la cometió por razón del pecado de mi padre, yo renuncio, por mi parte, a tomar venganza de él. El mal que ha hecho desde entonces lo ha hecho con el fin de justificar y ocultar el daño mucho mayor que otro cometió. A ti no te odiaba, Hamyd, y, sin embargo, te envió también a la muerte. La deuda que tú tienes que cobrarte de él es mucho más grande que la mía, lo veo ahora que mis ojos no están ciegos. Eres tú, pues, quien ha de decir si debe vivir o morir.

—En su locura de odio hacia ti, sahib, buscó mi muerte también —contestó Hamyd al instante.

—Ya os he dicho que prefiero mil veces la muerte a comparecer ante un tribunal.

—Si eres entregado a la justicia serás ahorcado. Yo juré que lo haría para pagar la deuda contraída con todos los hombres; pero me doy cuenta de que no puedo obrar rectamente en este caso. Tampoco puedo ver rectamente a mucha distancia. Voy a pedir que se me perdone por no poder cumplir con mi deber con la sociedad. ¡Pido a Dios que me ilumine para que pueda saber cuál es mi deber!

Llorando, Sukey me rodeó el cuello con sus brazos y me besó con dulzura.

—No sé si hago bien o hago mal no entregándote a los jueces para que te impongan el castigo que mereces —proseguí—. No tengo derecho a creer que yo entiendo este pleito mejor de lo que lo entendería un tribunal de justicia militar. Si no te entrego puede que sea debido a que quiero recobrar a Sukey. Sí, esa es la razón, estoy seguro de ello.

—A pesar de tu clemencia o de tu debilidad, no sé lo que es, perdonándole la vida, creo que llegarás a ser un gran hombre —me dijo Sukey.

—Esto es lo que tú querías —dijo Gerald en un tono de gran aspereza.

—No aspiro a ser un gran hombre, pero quiero que se tenga buena memoria de mí y servir bien. Te impondré una o dos condiciones, Gerald. Sukey ha dicho que tú habías hecho del ser sahib una religión (por supuesto que ella ahora sabe el motivo de ello), y ya es demasiado tarde para que obres de otro modo. Por esta razón tendrás que renunciar a tu cargo oficial. Podrás volver a Inglaterra y vivir del producto de las rentas que te produzcan tus bienes, sin ocuparte en cosa otra alguna que no sea el administrar tu patrimonio. Quiero que me devuelvas los bienes y el dinero que heredaste de mí cuando se me declaró difunto, porque me los dejó mi padre quien me quería y despreciaba su mundo social lo mismo que yo.

—¡Dios mío! —exclamó Gerald, ocultando la cabeza entre sus brazos y echándose a llorar.

Sukey le puso una mano en el hombro; luego, la retiró y se volvió hacia mí.

—Rom, has dicho que querías que volviera contigo ¿Estás bien seguro de ello?

—Sí.

—Habrás oído lo que dijo Sithy. Este hombre ha sido mi esposo ocho años seguidos.

La pausa que siguió a estas palabras fue penosa, y cambió totalmente la expresión del rostro adorable de Sukey. ¿Se sentiría culpable ella también?

—¿Tanto tiempo hace? —pregunté yo.

—Poco tiempo esperé, ¿verdad, Rom?

—¿Ibas a ser madre?

—No. Pero él se parecía tanto a ti en muchos aspectos… o, por lo menos, así lo creí yo entonces. ¿Podía yo dudar de tu muerte? En tu mente nació la diabólica idea de lo de la calavera, porque eso lo hiciste tú, no lo niegues, y ¿no lo hiciste para que yo me convenciera, y se convenciera la persona que te había traicionado, de que tú habías muerto? Gerald no hubiera sido capaz de dejarme libre, pero tú, sí.

—Sí, te dejé libre. Pero ahora recuerdo que, mientras esperaba que me dieran muerte, intenté enviarte otro mensaje. Traté de poner en tu mente el pensamiento de que te fijases con quién te casabas para sustituirme a mí. Quise advertirte de que si elegías al asesino, algo terrible…

—¿Del pago que recibiría? Lo recibí. ¿No lo recibí, Rom? Y quizá aún no lo haya recibido por completo.

—Aquel aviso no llegó hasta ti. ¿Cómo iba a llegar si tenía que atravesar el desierto? ¿No se te ocurrió pensar que alguien hubiese podido encargar a una banda de yezedis…?

—No se me ocurrió porque no quise pensar en ello. Ya te he dicho que había soñado que habías sido delatado —y aquí hizo una pausa para respirar penosamente— y que habías sido delatado por el propio Gerald. Se repitió este sueño varias noches, antes de que yo me casara con él. Hubiera debido creer ese sueño.

—¿Y por qué no has vuelto a acordarte de ese sueño hasta esta noche?

—Porque lo olvidé…, puede que a propósito.

—Y aunque te hubieras acordado de él, ¿es que podías creerlo? Tú no podías imaginarte, como no podía imaginármelo yo tampoco, que el culpable fuese Gerald. A ti no te doy ninguna culpa. Y perdóname, Sukey, porque había perdido algo el juicio. Te quiero y deseo que vuelvas conmigo.

—Si en tu cabeza y en tu corazón existe la más pequeña duda de eso que afirmas, me quedaré con Gerald. Yo soy ahora la única persona que puede hacerte bien. Esto puede ser, de ahora en adelante, el objeto de mi vida.

—Nunca he tenido la menor duda de ello.

—Pero si la tienes, déjame seguir con él. Porque de lo contrario, me harías una gran injusticia. Rom, no estaría bien que me fuera contigo, se opondría a ello esto. Y me enseñó el talismán de plata. Tú me diste esta moneda de plata, y yo todavía creo en este talismán prodigioso.

—También creo yo en él, Sukey. Si lo que turba tu corazón es Sithy, desecha ese mal pensamiento. No ha sido nunca mi concubina; es una chiquilla muy espiritual como tú sabes, y que no tiene más que dieciséis años. No me acercaré a ella esta noche, porque no quiero engañarla ni que sufra por culpa mía, y mañana le hablaré acerca de su porvenir. Esta muchacha está destinada a gozar de un futuro muy dichoso.

Gerald, a quien al oírme decir esto se le puso la cara del color de la ceniza, me miró.

—Esta noche —dijo respirando como un agonizante—, esta noche, Rom, tú vas a…

—Sí, voy a ocupar tu tienda con Sukey esta noche. El lugar elegido para nuestra cita está aquí, y mañana emprenderemos el viaje de vuelta. Ha habido un momento en que me ha detenido un poco eso que tú solías llamar buen gusto. Pero después he pensado que no tenía necesidad de guardar consideraciones al buen gusto. Podría esperar a que Sukey viniera a mí, pero no quiero hacerlo, porque ya llevo demasiado tiempo esperando. Esto significa para nosotros tres una vuelta completa de timón.

—Olvidas a los swahilis que nos están observando. Me interesa la buena reputación de Sukey, no la mía, y no quisiera que las gentes blancas de Zanzíbar…

—Mientras concluyo otros arreglos que voy a hacer, me ocuparé también de arreglar esto. Ha sucedido de un modo extraordinariamente repentino. Tiene sus alicientes en una noche de luna como esta, aunque no es tan peligroso como el cazar. Te dejaré una docena de porteadores con antorchas para que te construyan una boma en el sitio donde Bazizl mató un kongoni para que no nos faltara carne comestible en el campamento. Sólo está a media milla de aquí; Hamyd y Na’od se quedarán contigo allí; llevarán ellos mantas para ti y Hamyd tendrá uno de los rifles. Se apagarán las luces y habrá terminado un capítulo de tu vida, y unas horas después nacerá un nuevo día.

—Sí…, si…

Gerald no miraba ni a Sukey ni a mí.

—No sé las disposiciones que voy a tener que tomar para el viaje. De todos modos, sería mejor que Sukey y tú os digáis ahora todo lo que tengáis que deciros.

—¿Queréis entrar en la tienda para ello?

—Le acompañaré hasta la boma y regresaré después con los porteadores —respondió Sukey.

—Está bien. Voy a dar órdenes a los hombres.

Dejé a los dos. En pocos minutos los hombres hicieron un puñado de mwenge, de esas antorchas hechas con junquillos que arden lentamente. Dos de esas antorchas resplandecían de un modo fantástico a la fría luz de la pálida luna cuando el grupo de hombres puso en marcha. Yo me quedé junto al fuego, con el alma y el cuerpo entumecidos, unos minutos, y penetré luego en la tienda de Gerald. Allí dentro, a la luz de la linterna, comencé a hacer una tarea que se me había ocurrido un poco antes, tarea nada importante que no era sino un simbólico viaje de vuelta a un mundo perdido hacía largo tiempo; una cosa que quizá gustaría a Sukey; algo para que fuera recordado y que contribuyera a derribar las barreras alzadas entre nosotros dos en aquellos largos años. Estuve manejando las herramientas de Gerald y apenas supe lo que estuve haciendo hasta que, deslumbrándome con la linterna, me miré espejo que en la tienda había. ¡Mi cara ya no se parecía en nada a la de Rómulo Brook!

Me asee, puse en orden un poco la tienda y apagué la linterna. Tal vez estuve pensando que Sukey preferiría entrar en ella, para reunirse conmigo si estaba a oscuras; pero no lo sé a punto fijo, porque, en aquellos instantes todos mis pensamientos fueron lentos y oscuros. Bajé el toldo de la entrada de la tienda para que los portadores no me viesen al volver. Estaba rendido de cansancio, y, luego de desnudarme, me dejé caer sobre el colchón de hierbas del ancho lecho que me había hecho el fundís… Para construir una sólida boma se necesitaban dos horas de trabajo. Hubiera debido pedir Sukey que no se fuese… Deseé que mis ojos, que estaban abiertos del todo, se cerrasen…

Pero debieron cerrarse unos minutos sin que yo me diera cuenta, Un sueño breve, feliz, se estaba tejiendo lentamente todavía en mi cerebro, cuando apartaron la cortina de la tienda. Pude ver entonces los poco brillantes resplandores rojizos de un fuego que se extinguía; seguí viendo palidecer a aquellas vacilantes llamas hasta que unas manos ágiles terminaron de atar fuertemente las cuerdas de la cortina. Oí cerca de mí ruidos muy suaves, como crujidos de seda, como los que hacen las ropas al caer. Y sentí a mi lado un cuerpecito cálido, fragante y vigoroso. Y unos labios rebosantes de amor y de vida buscaron los míos.

Despierto ya, despierto del todo y sintiéndome vivir como nunca, todavía seguía recordando el sueño que había tenido un momento antes. ¡No había sabido que era mi sueño más querido hasta que Sithy entró allí para convertirlo en realidad!

FIN