Las pesadillas que sueñan los condenados son aquellas en que las cosas monstruosas, negadas por el alma, están al lado de las cosas comunes y familiares. En un banco construido con las maderas de los cajones que antes contuvieron víveres y a un lado de una mesa que por patas tenía tocones de árbol, estaba sentada Sukey, apretándose con las manos las sienes y dando terribles gritos entremezclados con desgarradores sollozos. Los gritos llegaron hasta lejos, y, excitadas por ellos, se acercaron al campamento las hienas, a las que dio en el olfato el olor a carne fresca, pues comenzaron a aullar, a lloriquear, a reírse como esos feroces animales ríen. En los breves e intermitentes silencios se oía el crepitar del fuego y la voz de Gerald. Este, para calmar a Sukey, no le dio el consabido y cariñoso bofetón, ni le arrojó agua a la cara, ni le sacudió el cuerpo; muy al contrario, le puso una mano en el hombro, se inclinó sobre ella, repitió varias veces «¡cálmate!, ¡cálmate!».
Sabía yo que, en aquel momento, mi hermanastro era un cuerpo sin alma. Era como si Gerald hubiera dejado salir adrede el alma de su morada, que es el cuerpo, para que su espíritu funcionase, como mejor pudiese, fuera de Gerald y sin Gerald. Daba, pues, la impresión de pesadilla de que era un ser dual, su alma, su ser interno, salía huyendo del escenario donde se representaba el drama en el que él era protagonista, y su concha, su cuerpo, sostenía un combate espantoso con la fugitiva.
Me pareció que aquel tono suave y de enfermiza sensiblería en que hablaba Gerald produjo finalmente en Sukey efectos sedantes, que lo extremadamente grotesco de aquel tono hizo que la mujer volviera a tener alguna clase de consciencia. Dejó de gritar, y sus manos se agarraron al tablero de la mesa. Volvió muy lentamente la cabeza, hizo como un hociquito con los labios y, con los ojos hinchados por el llanto y algo deslumbrados por la luz del fuego, se puso a mirar a su marido.
—Puede que tengas razón y que uno de ellos sea Hamyd, Sukey —dijo Gerald a su mujer, con calma y como convencido—. Nunca obtuvimos pruebas de la muerte de tu criado, como tú sabes, y he pensado muchas veces que se lo habían llevado los yezedis. Sin duda, todos estos años se los ha pasado en la esclavitud, sirviendo a algún emir del Norte. Es posible que este emir creyese que yo tenía en mi poder un documento importante, y puesto que no tendría nada de extraño que Hamyd le hubiese dicho que me conocía, para apoderarse de ese papel, envió a él y a otro hombre que no era más que un espía. Hay muchos árabes en la costa, y el espía puede que fuera un persa.
«¡Gerald, tu cerebro, abandonado por tu espíritu, ha trabajado muy de prisa!».
Sukey estaba rígida en su asiento.
—Me dijiste que viste bastantes restos del cuerpo del otro…
—Lo que vi bastaba para identificarlo.
—Y fue…
—Uno o dos huesos y su calavera. En los maxilares de esta calavera faltaban los dientes que él había perdido, y aquel que llevaba forrado de oro, había sido arrancado. Además, hallé el turbante que se había puesto, el cual estaba atravesado por una bala por la parte que encajaba con la del cráneo que recibió el balazo. Ya ves, preciosa, cómo tenía que ser él…
La cara de Sukey tenía una expresión horrible. Se apretaba con la mano la boca como si sintiera fuertes náuseas y quisiera contener el vómito; pero no se tapaba la boca por eso, sino por disimular un grito. Todo lo que oímos nosotros fue un largo gemido salido de lo más hondo de un pecho de mujer.
Ella se quitó la mano de la boca y dijo lentamente:
—Ya no gritaré más, Gerald. Pero no es cosa de que me ponga a reír. Sigue hablándome. Dime algo, lo que quieras. Sobre todo no pares de hablar.
—Te darás cuenta de que son fantasías…
—¿Fantasías, Gerald? Todo son realidades ahora.
—¡No digas eso! ¡Escucha, Sukey, si vuelves a repetir eso, te cruzo la cara!
—¡Pégame, y bien fuerte! Me harás un favor. ¡Dame de golpes hasta hacerme perder el sentido! Pero habré de despertar un momento u otro… y tú también.
Gerald dejó caer el brazo que levantó cuando amenazó con abofetear a su consorte. En su cara, un instante antes del todo inexpresiva como si hubiera perdido él todo vestigio de personalidad, se pintó la resolución del desesperado. Dio un suspiro y siguió hablando.
—La calavera era la de él. No se podía uno equivocar viéndola, Sukey. Además, había mucha sangre en el suelo…
—Dijo él que había sido herido en la cara por un león del desierto. Nos lo dijo, ¿no te acuerdas? Te lo repetirá si se lo vuelves a preguntar. Está allí, ¡míralo!
—Calla y cálmate, Sukey. No pierdas la serenidad, las huellas que se veían por allí demostraban que había sido rodeado por sus matadores. Las gentes que vivían en aquel sitio se enteraron del modo que había sido muerto, porque muchos detalles de la muerte que les dieron llegaron finalmente a Hyderabad. No hay ni una sola probabilidad de que esté vivo, y si lo estuviera, ¿crees tú que lo hubiéramos encontrado aquí? No olvides que estamos en el África Central, que yo vine aquí recomendado personalmente al sultán para concluir ese tratado y con motivo de…
—Te has olvidado de una cosa, Gerald. De los orígenes de todo ello. Es para reírse; pero a mí no me hace reír.
—Estás trastornada, Sukey. No hables y escúchame.
—Tú no quieres oír la verdad, pero no tendrás más remedio que oírla. Te has olvidado de lo más importante. Y no podrás hacerlo, Gerald, cuando te acuerdes de muchas cosas más, cuando te acuerdes de que… ¡Rom es gitano!
Gerald, con la mano abierta, dio un fuerte golpe en la boca de Sukey. Luego, presa de un terror de muerte, se volvió hacia mí. Yo no le miraba a él, miraba a Hamyd.
—No saques tu cuchillo, hermano mío —le dije a Hamyd, sin perder la calma.
—Siento lo que he hecho —gritó Gerald en hindustani—, pero mis nervios ya no pueden resistir más los gritos de ella.
—Eso no lo hace un gran sahib como tú —dije yo.
—Perdóname, Sukey. Pero ya lo ves. No es Rom. Si hubiera sido él, me hubiera…
—¿Dado un golpe y tirado al suelo? No, no lo hará, porque es gitano. Ya sabes tú que no te hará caer al suelo de un golpe. Te hará algo peor, pero cuando esté preparado para ello, que ahora no lo está. No, no se contentará con darte ahora un puñetazo que te haga caer. Quiere divertirse a tu costa un poco más de tiempo, y eso se lo impediría.
—¡Por el amor de Dios, Sukey!
—¡No esperes que Dios te escuche ahora!
—Pero ¡mírale, mujer! ¡Si no se parece en nada al otro…!
—¡Mira tú bien a los dos! ¿A qué vinieron a nuestra casa aquella noche, Gerald? ¿Habrán hallado las pruebas de que fueron delatados? Debieron enterarse de ello en el instante mismo en que los quisieron matar. ¿Y quién mandó que los mataran? Ellos vinieron a indagar, y vinieron a nuestra casa. ¿Te parece que era sitio da venir a indagar allí? Rom te idolatraba, Gerald. Tenía que procurarse pruebas irrebatibles…
—Es mi propio hermano, Sukey…
—Tu medio hermano nada más, y además, no es de pura raza blanca. ¿Hallaría las pruebas aquella noche? ¿O las ha hallado ahora, cuando ve los esfuerzos que haces por creerle muerto? ¡Oh, y esto es por mí, porque tú me quieres para ti! ¡Gerald! ¡Pero no, no puede ser, tú no lo hiciste! Tú le odiabas con toda tu alma, pero no pudiste…
—Sukey, tú sabes que yo no podía…
—No, no lo sé. Quisiera creer que no fuiste tú. Pero él está seguro de lo contrario, y si no puedes presentar ninguna prueba que demuestre tu inocencia…
—Si Rom viviese sabría…
—¡Si Rom viviese! ¡Está vivo, allí le tienes! Son él y Hamyd, que están tan vivos como tú y yo. Puedes hablarle, si quieres. Yo no puedo.
Gerald se volvió hacia mí, con los brazos temblándole y pegados a sus costados.
—Timur Effendi, ¿comprendes el inglés?
—Antes conocía esa lengua, sahib, pero he estado ocho años sin poder hablar en ella. ¿Ocho años?
—Y algunos meses. Mucho tiempo, sahib.
—Pregúntale cuándo le hicieron esa herida en la cara, Gerald —le dijo Sukey.
—Hace ocho años y algunos meses, memsahib.
—Bien, Gerald, ¿qué dices ahora?
—Timur, te sigo llamando así todavía, si por un milagro eres tú mi medio hermano Rom y fuiste delatado a los yezedis, es concebible que sospeches del hombre que se ha casado con tu novia, aunque este hombre sea medio hermano tuyo. Puede que nos hayas tendido un lazo para hacernos venir aquí con el fin de obtener las pruebas que necesitas, como dice Sukey. Lo que me has hecho pasar y sufrir hasta aquí podría ser una tentativa tuya de acabar con mis nervios y hacerme confesar lo que tú quieres. Pero si aún queda un poco de bondad en tu corazón, dile a ella que es sólo una mera sospecha y que no tienes ninguna prueba de…
Se interrumpió Gerald, y ella y él contuvieron la respiración.
—Ya no queda bondad en mi corazón, sahib. —Respondí yo.
—Pero no tienes ninguna prueba. Es una acusación sin fundamento. Y yo sigo creyendo aún que tú no eres Rom…
—Mucho tiempo atrás, sahib, antes de que bebiera en la copa de la muerte como dirían los mahometanos, yo era Rom.
Gerald dio dos lentos pasos en torno a la mesa y en dirección a mí. Hubo de pararse y agarrarse con la mano al canto de aquel tosco mueble para no perder el equilibrio.
—Pruébame antes que eres Rom para que pueda creerlo —dijo con clara y firme voz.
—¡No exijas eso, Gerald! —suspiró Sukey.
—Si es Rom él mismo comprenderá que tengo perfecto derecho a que me lo demuestre, y el deber de exigirlo. No puedo tolerar que un extraño pretenda ser…
—¡Cállate! ¡No le des tú mismo armas contra ti! ¿No comprendes que hablando así estás haciendo justamente lo que él quiere que hagas? Un sahib no debe perder la serenidad ni dejar ver su miedo, Gerald. ¡Nunca hubiera creído que tuviera que ver esto! Me volveré loca si no te callas. Siéntate. Si te callas, yo haré lo que tú me pidas, todo lo que tú quieras. Tú temes que él me separe de ti. Tú temes que un inocente pueda pagar culpas que no ha cometido. Si tú no le mandaste matar, yo seguiré contigo, Gerald. Si no eres culpable, no te podrá hacer ningún daño. Siéntate, por favor.
Cuando muy ceremoniosamente se sentó en un taburete al lado de ella, dijo una cosa espantosa. Dijo «¡Demonio de mujer!».
—¿Dudas de mi inocencia, Sukey?
—Ten paciencia un momento —dijo Sukey, sin contestar a su pregunta—. Rom, ¿quieres sentarte al otro lado de la mesa? Y tú, Hamyd, siéntate también, hazme el favor. No faltáis al respeto al sahib sentándoos.
Sukey cerró los ojos apretando con fuerza los párpados, abrió mucho la boca y dejó salir el aliento sin ruido.
Yo cogí un taburete y me senté, pero Hamyd permaneció en pie detrás mío.
—No está bien que me siente con mi sahib en presencia de otros, memsahib —dijo Hamyd en urdu.
Muy lejos en la oscuridad. Mi montañesa de Kafiristán tenía sobre los hombros una cabeza muy equilibrada.
Na’od se retiró. Yo saqué de entre las páginas del libro un papel que puse en las manos de Sukey.
—Eso es una copia fidedigna del mensaje que llevó mi antiguo sais. Abdullah a los hombres de la tribu Rindi, parientes de Kambar Malik —le dije a Sukey.
Sukey acercó el papel a la luz del fuego y lo leyó con detenida atención.
—Gerald, ¿quieres hacerme el favor de copiar en tu librito de notas unas cuantas palabras de urdu? Te las voy a leer en voz alta.
—Me niego rotundamente a ello. Tú no puedes pedirme eso, Sukey. Si Rom me acusa de ese crimen, si está trastornada su mente por lo mucho que ha sufrido, si se obstina en creerme culpable, estoy dispuesto a que me juzgue un tribunal inglés.
—Me temo Gerald que no te van a permitir eso. Vas a ser juzgado ahora mismo. Si eres inocente, haz todo lo que de ti dependa para demostrarlo, y…
—Repito que me niego a someterme a esa prueba.
—¿Te has fijado en cómo ha sido escrita la palabra que quiere decir «blanco»?
—No conozco bien la ortografía de ese vocablo, pero me parece ver una falta.
—Aquí está el diccionario que robé a la biblioteca de los lanceros Tatta en Lahore. Este volumen estaba en el estante en que se guardan los libros donados por Gerald cuando dejó el regimiento.
—¿Es este el diccionario que tú tenías, Gerald?
—¡Qué sé yo! ¿Cómo quieres que lo sepa?
—Veo tu exlibris en él.
—Entonces puede que sea el mío, porque yo tuve uno que me pedía prestado todo el mundo.
—Busca la palabra abyas —dije yo.
Sukey lo hizo. Pude observar que el semblante de Gerald no se alteró.
—Está escrita lo mismo que en este papel.
—¿Y a eso llamas tú una prueba? —preguntó mi medio hermano—. Todos mis compañeros de armas cogían este diccionario cuando les venía en gana. Mi hermano, creo yo, tendría que sospechar, no dé mí, sino de uno de sus enemigos.
—Sukey, nunca sospeché de Gerald antes de hallar este diccionario. Hasta entonces, para mí, eran tres los sospechosos, Clifford Holmes, Henry Bingham y tu padre. Hube de descartar a Henry, porque con sus escasos conocimientos de urdu no hubiera podido escribir esta carta.
—Por supuesto que Henry no la escribió; pero Clifford…
—Fue entregada a Abdullah en su propia casa, a última hora de la noche del día que yo partí. Y precisamente aquella noche Clifford estaba hospitalizado sufriendo los efectos de una fuerte dosis de morfina. Quedaba solamente tu padre…
—Puede que a mi padre te lo eliminara yo. Aquella noche no pude pegar los ojos, después que tú te fuiste. Aunque tú me dijiste que no era peligrosa tu misión, yo tenía miedo…
—A eso le llamo yo tener doble vista —interrumpió Gerald.
—Yo creo que la tenía, porque todavía era Bachhiya. Y puede que lo siga siendo aún. Pero papá no salió de su habitación la noche aquella.
—Después de todas estas eliminaciones resulta que a tenerme que confesar yo culpable. ¿Por qué no me defiendes, Sukey? ¡Dios Todopoderoso, no parece sino que mi esposa sea mi propio juez! Dices que Henry no pudo haberlo hecho, que tu padre tampoco. Yo no creo que lo haya hecho ninguno de ellos dos. ¿Pero no ves que este hombre está loco? Mi hermano ha perdido razón. Ha padecido tanto, que esto se ha convertido una obsesión suya. No escuches nada más de lo diga, y cállate. ¿No comprendes que es capaz de éter cualquier locura si tú aún le das alas para que acuse?
—Tan cuerdo le veo ahora como antes. Tú sí que puede ser que hayas perdido el juicio, y yo voy en camino de ello.
—Nunca estuvo en sus cabales. Todo esto es pura basura. La misma astucia que emplea ahora es propia de un perturbado mental…
—¿Qué contestas a eso tú, Rom?
—Que tú sabes, Sukey, si estoy loco o si estoy cuerdo.
—Creo que lo sé. Tu clase de demencia es haber hecho esto de este modo en un lugar donde están aullando las hienas. Hay en ello una coincidencia espantosa. Me afecta a mí un poco, Rom, en daño mío. Por lo menos, me nubla el entendimiento. Cuando fuimos amantes, cuando me conociste como Bachhiya, y lo era entonces, los dos creíamos en el destino. Tú no nos seguiste a Zanzíbar, tú estabas ya en África cuando vinimos nosotros, estabas aquí desde mucho antes. Que nos hayamos encontrado aquí…
——No te tortures más pensando en esto, Bachhiya. He sido yo el que os ha hecho venir.
—¡Eso no es verdad, Sukey! —gritó Gerald fuera sí—. Ahí tienes otra prueba de que no razona normalmente. Me hizo nombrar, me requirió el sultán para negociar ese tratado y tener ocasión de agradecerme de algún modo la ayuda que yo he prestado siempre a los peregrinos mahometanos para que consiguieran barcos en los que trasladarse a los lugares santos.
—Ha sido él quién te ha hecho venir, Gerald, y tú has venido. Ha sido él quien propuso que tú me trajeras para ir a cazar, y tú me has traído. Ha sido él quien nos ha hecho salir de las tierras de soberanía del sultán; él quien nos ha hecho quedar aquí cuando hizo que marchara Bismilla, y aquí nos hemos quedado. No había shenzis por estos lugares, y la flecha la arrojó Hamyd, Los que hicieron sonar el tambor fueron sus propios hombres. Ahora lo veo todo claro. Ni él está loco ni en esto interviene el destino, esto es únicamente cosa de Rom. Sigue con tu relato, Rom.
—Me convencí de que tu padre era inocente. Hamyd observó su rostro y me aseguró que él no era culpable.
—Y con esto quedaron eliminadas las tres personas de quienes tú sospechabas —dijo Gerald con inmensa amargura al parecer—. ¿Y no se te ocurrió pensar en una posible venganza de alguna mujer medio casta que tuviese motivo para odiarte? Tú siempre has tenido muchas mujeres, y a todas las dejabas cuando te cansabas de ellas. Pudo algún indiscreto oficinista indígena de los que prestaban servicio en las oficinas del Cuartel General enterar a esa enemiga tuya de que ibas a cumplir una misión a…
—Había empezado a decir Sukey, que tenía otra prueba de que tu padre no había sido. El hombre que entregó el mensaje a Abdullah fue visto. La mujer que lo vio dijo que era un sahib joven. Tengo en mi poder copia de la declaración que prestó esta mujer, bajo juramento, ante un cadí. El hombre que fue adonde vivía Abdullah arrojó el escrito, junto con una bolsa que contenía cien rupias, al dormitorio del que fue mi criado a través de la ventana de esta habitación. La bolsa que contenía las monedas hizo mucho ruido al caer, y el hombre, para no ser visto, tuvo que escapar corriendo y saltando por encima de la puerta de la valla. Al saltar se le enganchó el calzón en un clavo. Se encontraron pedazos de tela, y examinándolos se vio en uno de ellos la costura que lleva la pernera por la parte de dentro, había un poco de sangre por donde había caído y permanecido sin poderse levantar cosa de un minuto; no había duda de que el clavo le había desgarrado la carne de la parte interna de la pierna a lo largo de la costura del pantalón, y, como es lógico, sangró algo. Por los pedazos de la tela recogidos se vio que el clavo debió haberle herido desde donde la pernera del calzón se une con la bota hasta más arriba de la rodilla. El clavo dejaría señales allí donde se clavó…
No seguí hablando, porque vi algo en los ojos de Sukey. Esta, muy lentamente, volvió su rostro hacia Gerald y le dijo:
—¿Por qué hiciste eso?
—¿El qué?
—No te hagas el desentendido. Sé muy bien lo que pregunto. Soñé una vez que lo habías hecho, un sueño espantoso del que no había vuelto a acordarme hasta ahora. Por eso vinieron a nuestra casa. Y te quitaron los pantalones, ¿te acuerdas? No hicieron aquello porque sí, no. Hallaron lo que buscaban. Vieron lo que yo vi una noche mientras tú dormías. ¿Cómo podrás defenderte ahora, Gerald?
—Ni quiero hablar ni quiero seguir escuchando más —dijo mi hermanastro levantándose de un salto—. ¡Lo que me faltaba, ver a mi propia esposa admitiendo absurdos de esta clase! Pero hubiera debido saberlo, porque tú siempre le quisiste a él, y a mí, no. Me voy a mi tienda. Y tú puedes irte a la suya, si quieres. Estoy conforme en ser juzgado en Inglaterra, pero a esto de aquí no me quiero someter más, y…
Gerald anduvo velozmente los pocos pasos que había desde allí hasta su tienda. La oscuridad que había en la entrada del pabellón ocultó a mi hermanastro apenas un segundo. Cuando volvió a salir llevaba al hombro aquel rifle que se cargaba por la boca de los cañones.
Dos zancadas le bastaron para volver al sitio donde ardía el fuego, y el resplandor de este, al darle en la cara, me permitió observar la horrorosa expresión de odio que se pintaba en ella. Ello no obstante, Gerald daba muestras de perfecta serenidad. Sukey no gritó, porque no se atrevió a hacerlo.
—Ahora me toca a mí, Rom —dijo él con calma.
Yo no contesté.
—Voy a mandar a Kushri a que recoja todas las armas de fuego que haya en tu campamento. Tú darás orden a tus hombres de que se las entreguen. No hablarás en árabe. Dirás solamente toa bunducki. Estas palabras, Rom, cochino gitano, también han sido tomadas del diccionario que hacen editar los misioneros. Las harás juntar en una litera cuando salgamos de aquí. Vas a decir a tus hombres ahora mismo que nos lleven a Sukey y a mí hasta la orilla del río.
Oí lo que dijo mi medio hermano, a pesar de que en aquel dramático momento estuve más atento a los movimientos que hizo una figurita humana que surgió en la sombra por detrás de la tienda de Gerald, que no a las palabras de este. Si no hubiera sido porque el resplandor del fuego se reflejó en una cabellera del color del lino; si no porque este mismo resplandor hizo brillar débilmente el acero de un cañón de mosquete, no hubiera reconocido a Sithy. Sukey no vio a la joven, porque tenía la mirada fija en Gerald.
—¿Me has oído, Rom? ¡Date prisa si no quieres recibir un balazo en el vientre! Llama a Na’od, pero no pronuncies más que la sola palabra de su nombre.
—¡Na’od!
—¡Seyed Na! —respondió Na’od, que vino corriendo hacia mí.
No hubo detonación de arma de fuego. Por lo visto, Sithy había apretado el gatillo del mosquete en vano. Después, Sithy, fue acercándose a hurtadillas hacia nosotros por el lado de la tienda, cogiendo el mosquete por el cañón como si fuera una tranca. Si ella hubiera sabido lo del cañón del mosquete hubiera podido hacer un arma mucho más peligrosa.
—Gerald, ¿qué he de decir a Na’od? —pregunté yo—. No sabe hablar ni en inglés ni en indostano.
—Habla por señas. Me haces zalemas, para que vea él quién es el amo aquí. Mejor aún; levántate del taburete y arrodíllate a mis pies. Esto lo entenderá bien… Sukey vio por fin a Sithy que estaba a pocos pasos detrás de Gerald con su tranca levantada. Con solo gritar y señalar con la mano hubiera podido avisar a su marido del peligro que corría. Pero los únicos movimientos que hizo consistieron en separar lentamente los dedos de ambas manos.
—Si intentas matarme, Gerald, si llegas a matarme, declara a Sukey…
El pie de Sithy pisó una ramita, que al romperse hizo ruido. Cuando Gerald fue a volverse, ella dio un salto hacia adelante y pegó a mi medio hermano con el mosquete. Gerald recibió el golpe en un hombro y cayó al suelo. Dando un grito, Sithy tiró el mosquete que tenía en sus manos y arrebató de las de Gerald el rifle de este, se apartó de mi medio hermano y le encaró el arma.
—¡Bandkey[39]»! —gritó Sukey, levantándose de un salto.
Sin hacerle caso, con espantosa rapidez, Sithy apuntó con aquel enorme rifle al pecho de Gerald y apretó el gatillo.
Ni siquiera salid una llamarada de aquella arma. Sithy apretó el otro gatillo con el mismo resultado. Entonces arrojó al suelo el rifle y se volvió hacia mí con la cara encendida y los ojos centelleando de furor.
—No te enfades, Sithy —le dijo yo—. Hemos descargado todas las armas por temor a los accidentes.
—¿Por qué no me lo dijiste, barnshoot?
Barnshoot era el más amplio y posiblemente el más obsceno de los insultos que pueden decirse en lengua hindustani, y yo ignoraba que lo conociese ella. Me dijo, además:
—¿Por qué me dejaste que pegara al sahib si él no te podía hacer ningún daño a ti? ¡A ti hubiera debido pegarte, porque te has burlado de mí! ¡Quédate, quédate con tu memsahib, que ha sido mujer suya también, y así no podrás olvidarte de él en toda tu vida! Yo me voy a nuestros pabellones, pero ¡no entres en ellos en toda la noche si no quieres que te mate!
Sin decir más, con la cabeza erguida, y llevando el mosquete en alto, Sithy echó a andar hacia nuestra tienda. Tropezó con un cajón de comida y ello me dio a entender que iba medio ciega. Echó a andar hacia nuestra tienda. Tropezó con un cajón de comida, y ello me dio a entender que iba medio ciega.