Gerald no durmió bien aquella noche. Tenía unas ojeras tan grandes y moradas como las mías cuando abandonó el lecho. Se le iluminó el semblante cuando yo le expresé lo mucho que sentía no poder acompañarles a él y a Na’od a cazar aquel día. Le dije que era porque había prometido a mi esclava Sithy salir con ella para enseñarle el paisaje del país. Mucho me contrariaba privarme de la compañía del gran sahib, pero como tenía entendido que Na’od deseaba llevarle a cazar el timbu, el elefante de los grandes colmillos, y puesto que este animal no solamente tenía unas orejas muy grandes, sino un oído muy fino, cuantos menos fuesen los Que tomasen parte en la expedición para ir a los desiertos habitados por él, sería mejor. Me dijo Na’od para que se lo tradujera a Gerald:
—Dile al sahib que puede creer que no se verán más pisadas que las de él y las mías entre esas malezas, que le llevaré las provisiones de boca y otras cosas que él necesite. De los colmillos no se tendrá que preocupar, porque nadie los tocará hasta que vayan nuestros porteadores a buscarlos.
—¿Nos podemos llevar a la memsahib? —preguntó Gerald.
—No tenemos bastantes escopetas para que pueda cazar ella también. El timbu habita en una tierra seca y poblada de arbustos, que empieza a cuatro millas de aquí, donde no hay mucha caza; y si nos ataca en unión de sus hermanos, y hay que tener en cuenta que es uno de los animales más peligrosos que ha creado Alá, es menester que yo tenga en las manos una buena arma, porque Timur Effendi se llevará la suya, como es natural…
—Sahib, puedes ir a cazar el timbu otro día porque te queda tiempo de sobra aún —le dije después de haber traducido las palabras de Na’od—. Ahora, que si te apetece cazar hoy gamos o búfalos, dejaré para otra ocasión la excursión que quería hacer con mi esclava e iré contigo. De este modo Na’od podrá contar con mi escopeta si se presentasen trances de peligro extraordinario.
—Te lo agradezco; pero me basta con la compañía de Na’od.
—Pero no podrás hablar con él, sahib, puesto que, desconoces su idioma.
—Nos podemos entender por señas, y, además, he aprendido muchas palabras de swahili. Dile a Na’od que si le digo kituo[37] es que me habré cansado de correr por allí y que querré volver al campamento. Dile, también, que sólo quiero perseguir al timbu hasta el mediodía, porque deseo comer con la memsahib.
—Pues te acompañaré con mi esclava hasta el escarpado donde mataste al rinoceronte.
Desde aquel sitio se encaminaron los dos cazadores hacia lo que los naturales del país llaman la región mkwamba, región de suelo arenoso que no conserva la humedad, seca, por tanto, llena de maleza, en la que se ven arbustos enanos. Su extensión no era mayor de diez millas de longitud por media de ancho. Vivían en ella elefantes, rinocerontes, grandes kudus, cierta variedad de cebras, leones y algunos gamos, pocos, de esos que gustan de campárselas por el desierto. Llevaba Na’od dos botellas con agua y el rifle francés de Gerald.
Sithy y yo seguidos por el amigo de ella, Bazizl, flanqueamos la larga escarpa que bordeaba aquella tierra, principalmente por ver desde allí la caza, pero también con la esperanza de matar un leopardo y de tumbar a algún perro salvaje, pues había muchos por allá y molestaban a las fieras.
Como si fuera la luz de los ojos de ella la que alumbrara el paisaje, cuando iba con Sithy, veía África de modo distinto. Solo, me obsesionaba su desnudez, su vivida crueldad. Aquellas vistas se ofrecían a la contemplación bajo la inmensa bóveda de un cielo de cristal azul. Allí los buitres continuamente estaban remontándose en el aire o descendiendo al suelo para devorar los cadáveres de leones, leopardos y perros salvajes; allí se veía a la feroz e insaciable hiena retirarse de mala gana a su cubil; allí se veían charcos de agua tinta en sangre; por allí corrían aquellas manadas de innumerables antílopes y cebras que parecían existir solamente para que sus matadores saciaran en ellos su sed de sangre y que sólo vivían mientras aquellos dormían. Cuando me acompañaba Sithy, veía la africana tierra como Adán debió ver el Edén al darle Dios a Eva. Eva le diría que el tema del universo era la vida, no la muerte. Nos acercamos, y, al contemplar aquella variada fauna, admiramos la obra del Creador. Desde prudente distancia, vimos a un elefante, hembra y madre, correr furiosa tras un león que, inocentemente quizá, se había acercado demasiado al sitio donde estaba su hijo, y que se rio después de la nada gloriosa huida del rey de los animales.
Casi deseé pactar una tregua en mi thar aquella agradable mañana. No pude, y me puse a oír los lejanos ruidos producidos por los disparos de los rifes de Gerald y Na’od. Uno de ellos disparó su arma hacia media mañana, e inmediatamente se oyeron dos tiros seguidos, tirados desde otro sitio un poco más acá o un poco más allá. Una media hora después sonó un tiro aislado, perfectamente audible a través de lo menos tres millas de silenciosa llanura.
—Parece que el sahib se divierte lo suyo cazando —observó Sithy mirando en aquella dirección.
Se volvió porque disparé mi estruendoso escopeta contra la maleza.
—¿Por qué has hecho eso Timur Rajah? —me preguntó, pues no vio ningún animal muerto ni vivo.
—¿No viste a un perro salvaje junto a aquel espino?
—No. Estaba mirando a otra parte.
—No lo toqué.
Cosa de media hora más tarde oímos un tiro de rifle más cerca que los otros; otro después más débil y lejano.
—El sahib y Na’od no andan juntos —comentó Sithy.
—Deben haberse separado, y Na’od estará levantando caza para que la mate el sahib.
—Parece que están muy separados el uno del otro para hacer esto.
—Sin embargo, estoy seguro de que Na’od lo está haciendo.
Luego oímos otro tiro suelto, muy lejano y dos disparos más hechos bastante cerca de nosotros. A largos intervalos se repetía eso por la parte alta, por la baja, más atrás y a través de la mkwambas.
—Para mí, hace ya tiempo que se están haciendo señales el uno al otro —se atrevió a opinar Sithy.
—Puede que si vuelvo a oír un nuevo tiro les conteste yo con otro.
No me respondió ella, y apenas si pude conseguir que mirase a aquellas manadas de animales. El tiro siguiente sonó muy lejos, en lo azul. Yo disparé al aire mi escopeta.
—Me he fijado que no disparaste cuando se oía tirar cerca —observó Sithy.
—¿De veras no disparé? ¡Qué estúpido fui!
—No; fue mucha crueldad.
—Tal vez si el sahib se ha extraviado, aún se perdería más si tratara de encontrarnos.
—En Kafiristán los hombres persiguen a los markhors durante las tempestades de nieve, y los matan, pero los matan fríamente y con rapidez.
—Esto no me lo habías dicho.
—Es que no creí que tuviera que verlo. ¿Se llevado agua para beber el sahib?
—Ahora que me haces pensar en ello recuerdo que Na’od cargó con su botella, como debe hacer todo criado.
—Es un país seco, dijiste tú; no hay agua en las dongas.
—Pero los elefantes irán a algún sitio a beber.
—¡Quién sabe dónde!
Sithy permaneció callada casi una hora. Durante ese tiempo se oyeron tres tiros sueltos más, que no contestó nadie.
—¡Mira, por allí va un avestruz! Su carne es muy buena para comer.
—Ya no quiero las plumas, pero me parece bien matarlo para tener carne.
Apunté y disparé, pero deliberadamente no le alcancé. Ella deslizó su mano en la mía.
—¿Por qué no le mataste, Timur Rajah?
—No me había hecho ningún daño y podremos procurarnos carne cerca del campamento.
Subimos a lo alto de una colina y comimos allí, Sithy escuchó en vano por si se oían más disparos en la mkwamba.
—¿Crees que se habrán encontrado ya? —me preguntó cuando empezamos a ingerir los primeros alimentos.
—Tal vez, O quizá el sahib habrá podido encontrar el camino y ya está de vuelta hacia el campamento.
Cuando nos levantamos para ver pasar a una familia de jirafas, sonó un tiro aislado a escasamente una milla de distancia, y otros dos más lejos, en lo azul.
—No se han reunido, y el sahib no ha ido al campamento a comer con la memsahib.
—Creo que aciertas, Sithy.
—¿No vas a hacer nada para salvarle de esta situación?
—En este momento, no.
—Se te han puesto los ojos grises y muy brillantes.
—¿Sí?
—No te besaría en los labios si siempre tuvieras en ellos ese gesto.
—Puede que no quieras besarme en ellos otra vez. Yo en tu lugar, no lo haría quizá.
—¿No morirá de sed el sahib? ¿No le matará un elefante en la mkwamba?
—Puede que le mate un elefante. El cazar trae a veces estas desgracias. Pero no morirá de sed, no tengas miedo. Na’od le encontrará seguramente antes de que anochezca.
—Timur Rajah, he oído hablar mucho de thar entre las mujeres del harén. Dicen que este o aquel árabe lo hacen. Pero los árabes matan pronto y lo acaban de una vez.
—Yo no soy árabe, Sithy.
—¿Cuántos días pasarán antes de que muera?
—¡Bah, puede que nos sobreviva a los dos! A nosotros nos puede matar un rinoceronte en el momento menos pensado.
—Quiero volver al campamento.
—Volveremos dando rodeos y muy despacio. Tumbaremos los perros salvajes que podamos.
Tiré sobre uno y no le toqué. Me dijo Sithy que había oído una detonación lejana, un ruidito insignificante muy lejano, muy lejos, en contestación a mi disparo. Llegamos a nuestro campamento a media tarde Estaba cortando tiras de la gruesa piel del rinoceronte muerto, para hacer látigos, cuando vino a visitarnos Sukey. Traía un rostro pálido y triste, y la acompañaba su ayah. Me levanté y le hice la más exagerada de las zalemas.
—El sahib no ha vuelto a comer, como me dijo ¿Le has visto tú?
—No, memsahib. Sin duda habrá tenido buena suerte, cazando y por eso no habrá sentido apetito. He oído muchos tiros por la parte que él se fue.
Por lo visto quería decirme algo más.
—¿Qué estás haciendo, Timur Effendi?
—Látigos, memsahib. Los árabes los llaman ku bash, los swahilis kibokas, y uno de estos dura más que dos hechos con piel de hipopótamo. No sé por qué se me ha metido en la cabeza que al sahib habrá de gustarle llevarse unos cuantos a Sind. ¡Dan magníficas lecciones de obediencia!
—Pero me parece un instrumento muy cruel, deben ser muy dolorosos los azotes que con ellos se den.
—Lo mismo es la vida, la Gran Maestra. Pero podría hacerle un bastón, que es algo menos cruel. Con el bastón se puede salir de paseo, y el sahib, si le conviene, podría con él hacer encorvar un poco las espaldas a los que se mostrasen remisos en cumplir las obligaciones que le deben a él.
—Timur, estoy inquieta por él. ¿Podrías mandar a algunos cargadores a buscarle?
—Memsahib, si van ellos solos, ni sabrán encontrarle ni sabrán volver aquí. En este país se perderían. Por lo menos así lo creo yo. Pero iré yo con ellos.
—Me temo mucho que esté herido, que se haya extraviado. Cree que siento de veras el tenerte que pedir a ti que vayas…
—Tengo un placer inmenso, ¡oh, memsahib, bella como la luna!, en servir al sahib. Me llevaré una de las literas por si tuviera la gran desgracia de estar herido. Pero ya será noche oscura cuando estemos de vuelta, y no quisiera dejaros a ti y a mi esclava en el campamento sin armas con que poder defenderos.
—¿Por qué no quieres que vayamos contigo las dos?
—Hay que andar mucho, memsahib; diez millas o más.
—No soy mujer a quien le acobarde andar diez millas.
—También anda mucho mi cobah, memsahib. Es necesario además que te acompañe. ¡Hay que velar por tu honor!
Sithy y la asustada ayah de Sukey querían venir las dos. A los cinco minutos ya estábamos en camino llevándonos ocho porteadores. Apenas habíamos dado la vuelta al primer montículo poblado de arbustos, cuando vimos a los dos cazadores, que venían casi pegados de tan juntos. Cuando les tuvimos a la distancia de una milla, su andar parecía muy lento, y yo, por más que me esforcé, no pude ver un claro entre ellos.
—¡Viene herido! —gritó Sukey—. ¡Se cuelga del brazo de Na’od!
—Pero no gravemente herido, memsahib, si no Na’od le llevaría a cuestas. Yo creo más bien que está muy cansado.
—¡Cansado! —fue lo último que dijo Sukey mientras nos acercábamos a buen paso a los que tan trabajosamente andaban. Aparentemente no nos había visto movernos entre las malezas, y, tan pronto como calculé que mi voz podría llegar hasta ellos, les llamé y les dije a gritos que aguardaran donde estaban. En seguida, Gerald cayó cuan largo era.
Cuando estuvimos cerca de él a la distancia de un tiro de piedra, se incorporó y quedose sentado en el suelo, mi hermano, el comisario del Gobierno de Sind, no vestía ahora el elegante y vistoso uniforme de los lanceros Tatta ni recibía los honores debidos a su rango en una fiesta dada en el palacio del sultán; sus ropas era jirones colgantes, y su cara, y sus manos, y la piel de su cuerpo visible por entre los desgarrones de sus ropas, habían sido lacerados y ensangrentados por espinos africanos largos y punzantes como agujas de afilada de punta. Su atezado rostro, lo contrario que el mío se podía reconocer aún, pero había ahora en él la palidez del fantasma y las señales de la más extrema fatiga.
—Ten cuidado con lo que dices, Gerald —le advirtió Sukey.
Él no contestó, y yo destapé un frasco y se lo entregué.
—Es una bebida prohibida a los que profesan mi Fe, pero yo la guardaba como medicina. Te dará fuerzas y levantará tu espíritu abatido.
—¡Ten cuidado, Gerald! —repitió Sukey.
Gerald echó un largo trago del líquido contenido en el frasco. Luego Na’od le ayudó a levantarse y a meterse dentro de la litera. En seguida emprendimos la marcha hacia el campamento.
Y él no habló hasta que vio el humo de los fuegos.
—Na’od y yo nos separamos, y él llevaba las botellas con el agua. Nos hicimos señales el uno al otro, pero la condenada maleza no permitió que nos encontrásemos. Una o dos veces tomé por señales los disparos del árabe, y me equivoqué de camino.
—¿Por qué dices eso, si no lo crees? Sabes que fue un engaño.
—¡Cállate! No estoy de humor para oír bobadas románticas. Cuando me encontró Na’od venía sin aliento; tanto había corrido. Encendió un fuego para calentarme, pero esta niebla tan densa me impidió verlo. Me salvó la vida. Yo hubiera muerto de sed allí. Ya estaba perdiendo el ánimo cuando él me halló.
«¿Gerald, por qué crees tan fácilmente lo mejor, en vez de lo peor? ¿Oyes susurros en tus oídos que no te atreves a escuchar?».
Yo dije esto para mí, sin hablar alto.
Na’od me dijo en árabe:
—El sahib no comprendió que cada vez que disparaba dos veces, quería decir que se quedase donde estaba.
Repetí esto a Gerald en hindustani añadiendo:
—Es la señal que suele hacerse en esta región de malezas.
—Hubieras tenido que avisármelo, Timur Effendi. Es la primera vez que vengo aquí, como tú sabes. De todos modos, te doy las gracias por la bebida y la litera. Ya se me agotaban las fuerzas.
—¡Oírte darle las gracias, qué horror! —exclamó Sukey, mordiéndose los labios.
—¿No me has pedido tú que tuviese cuidado? —le preguntó a ella con voz que la cólera enronquecía—. No me cantes un estribillo este minuto y al siguiente otro. Ya te he dicho que no veo nada extraño en todo ello. Na’od no es más que un negro que procura portarse lo mejor que sabe y puede. El otro interrumpió su safari para enseñarme la caza. Si nos separamos, si entendí mal sus señales, fue culpa mía. Con un gesto me invitó a seguir por un lado del seco rompiente mientras él lo hacía por el otro. Debíamos reunimos en la kili-ma[38]». Creí haber oído que había dicho kisima, y consultando mi diccionario, comprobé que kisima significa charco de agua y así lo hice observar.
«¡Es asombroso, Gerald, cómo si cambias una letra de una palabra puedes atraer la desgracia!».
—Procura no hablar —dijo Sukey.
—Guárdate tus consejos. Y cosas que yo puedo decir las puedes oír tú.
—Es que yo creía que no podías…
—Yo sé si puedo o no.
—Estás hablando en tono desabrido, y no sabemos de fijo si alguno de ellos entiende el inglés.
—¡Qué me van a entender! ¿Pero es que ignoras todavía que si supiesen un centenar de palabras inglesas ya estarían presumiendo de gran sabiduría delante del sahib? Decir akisima por kili-ma, fue una equivocación muy natural. Se lo dije por señas, además, y él no supo entender estas. He seguido tres millas esa maldita donga, encontrando espinos cada vez más gruesos. Cuando quise volver atrás, me perdí. ¡Aquello era un verdadero laberinto! Yo traté de encontrarle, y él procuró hallarme a mí. Horas y horas de andar bajo un sol abrasador y sin una mala gota de agua con que humedecer la lengua seca. Cuando por fin encontré un pestilente charco lleno de… No te quiero decir de qué, porque sólo de pensarlo ya siento náuseas. Cuando vi ese charco, tuve que echar a correr y ocultarme de un elefante hembra y de su cría. No me quedaban bastantes municiones para tirar sobre aquella bestia. Por todas partes, en aquellas malezas, se veían elefantes y rinocerontes. Por no tropezarme con ellos, cada vez me alejaba más y más de Na’od. Si llego a estar unas horas más en aquel infierno, no sé qué hubiera hecho. ¡Puede que me hubiera vuelto loco! ¡Tal vez me hubiera levantado la tapa de los sesos!
—Sahib, sé lo que te pasa, porque antes me ha pasado a mí —proseguí yo—. Un día que fui herido por un león del desierto, anduve muchas horas por entre montañas de arena.
Me miró con ojos de sueño y al poco rato se durmió. En su tienda, indiqué la conveniencia de que uno de los swahilis le despojara de sus rotos y sucios vestidos y de que se aplicara sobre las erosiones que tenía en la piel algún ungüento para curarlas. Sukey me replicó que si yo mandaba a alguien traer agua caliente ella misma le curaría. Me hablaba con mucha cortesía llamándome Timur Effendi. Antes no me había dado cuenta como ahora de que ella atesorase tantos recursos internos, ni de cómo estos se reflejaban en su belleza. Tenía yo la extraña impresión de que ella estaba ahora menos asustada que Gerald, y si ella no sabía por qué, yo sí. No era porque tuviese menos consciencia del peligro que corrían los dos. En eso iba más lejos ella que él, porque tenía bastante más imaginación que él, y conocía tan bien el Oriente que no podía incurrir en el error de pesar los sucesos con arreglo a las tablas de pesos que pudieran estar colgadas en los muros del edificio donde tenía su sede el Gobierno en Hyderabad. No consideraba nada como improbable porque esas tablas lo dijeran así. Todo el África Central era una vasta improbabilidad. Mas en aquel apurado trance renegaba de ser Sukey, la memsahib del teniente gobernador, y volvía a ser Bachhiya. Como Bachhiya comprendía mejor aquellas cosas y gozaba en cierto modo de la protección del destino. Se le reflejaba en la cara ese estado de ánimo.
Por la mañana comencé a cortar piel de rinoceronte para hacer un bastón de paseo. Poco después de que en el cielo mostrara Febo su radiante faz, vino el sirviente indio de Gerald a traerme el recado de su amo de que fuera a visitarle a su tienda. Allí les hallé a él y a Sukey terminando de almorzar. Estaba el pobre diablo macilento, y, aunque sonreía, no era dueño de ocultar su inquietud.
—«¡Alicum salam, sahib!» —dije, haciéndole una zalema.
—Te doy los buenos días y te ruego que me excuses por no haber ido yo a tu campamento. La verdad es que me duelen tanto los pies, que no puedo calzarme las botas.
Y levantó, para enseñármela, una de aquellas hinchadas extremidades que tenía dentro de felpuda zapatilla.
—¿Luego no podrás cazar hoy, sahib?
—Estas malditas ampollas, que veo me van a seguir escociendo varios días, tienen la culpa. ¡Y no puedo cazar en litera! Pero sí puedo viajar dentro de una, Timur Effendi, para dirigirme hacia la costa.
—Es mucha verdad, sahib, si es que ya te has cansado de cazar.
—Ya he cobrado un precioso leopardo, un león, un rinoceronte, que son tres de los mejores trofeos que aquí se pueden hallar. Si tuviera que quedarme ocioso en el campamento no estaría contento, y la memsahib pasó tan malos ratos con mi excursión de ayer, que no le quedan ganas de seguir aquí. Contamos con tu ayuda, por supuesto, para que sean transportadas nuestras cosas. Puesto que tenías el propósito de esperar a que llegase la otra caravana, si nos dejas unos cuantos porteadores, no te vamos a causar más perjuicios con ello, sino tal vez menos. Quisiera levantar el campamento y emprender la marcha hoy mismo, para hacer la jornada en un solo día.
—No necesitas mucha gente, sahib, para que te lleven la comida y el agua, las literas, las tiendas y tus demás cosas. Te daré esos hombres si insistes en irte.
—He de hacerlo por fuerza, Timur Effendi, y créeme que lo siento. Ya que no puedo continuar cazando, por lo menos me reintegraré a las tareas de mi cargo oficial.
—No me quedo del todo tranquilo dejándoos marchar con sólo dos escopetas para defenderos. Fue una gran suerte el no ser atacados por los rinocerontes en estos días, suceso muy de temer siempre por aquí, puesto que es frecuente que algunos de los porteadores corran alocados a la vista de una de esas fieras y el resultado inevitable es que los animales maten a uno o dos de ellos. Pero me consuela el saber que tú y la memsahib sois excelentes tiradores.
—Tiramos los dos bien, y lo haremos en seguida tan pronto veamos un rinoceronte.
—¿Pero están en buen estado vuestras escopetas, sahib? Una de ellas falló cuando quisiste disparar sobre la leona.
—Fue porque se perdió el pistón fulminante. Ayer no me falló, ni tampoco la otra que llevo de repuesto.
—No estás en lo cierto, sahib. Na’od me ha dicho que muchas veces le costó gran trabajo cargarla. Si hubiera tenido que dispararla contra un rinoceronte, no le hubiese librado de que le ensartara el cuerno de la bestia. Mas puede que él no supiera manejarla como se debe. O tal vez no estaba lo bastante limpia la recámara…
Gerald mandó a su criado que trajera el rifle francés.
—Para demostrarte que no es así y para que puedas quedar tranquilo, voy a tirar contra ese árbol —me dijo.
E introdujo el cartucho, con su correspondiente cápsula de cobre, en el cañón derecho del arma. Levantó el percutor, apoyó la culata en el hombro y apretó el gatillo. ¡No cayó el percutor!
Pálido como un cadáver, repitió en vano las mismas operaciones.
—¡Cuidado, Gerald! —le dijo Sukey sin perder la calma.
Gerald respiró fuerte y no quiso darse por vencido aún.
—No creo que sea difícil de arreglar. ¡Tráeme las herramientas, Kushri!
Cuando se las hubieron traído, Gerald se puso a desmontar el rifle empezando por los cañones. Temblaban sus impacientes manos y le corría el sudor rostro abajo mucho antes de que hubiera podido sacar los tornillos. Sacó de su sitio el muelle y lo estiró con las manos. ¡Se extendía, pero no volvía atrás!
—¡Dios me valga! —exclamó. Hizo un violento esfuerzo por recobrar la calma, y en parte, lo consiguió. Le salió un poco temblona la voz cuando volvió a hablar, para decir—: Timur, sahib, no podemos pensar en usar esta escopeta. Si pudieras prescindir de uno de tus mosquetes y nos lo dieras…
—Cuando se dispara sobre un kifaru con un mosquete no se hace más que enfurecer al animal, sahib. No te queda más remedio que esperar hasta que llegue el capitán de mi caravana, para que él te proteja con su escopeta durante tu viaje.
—Tanto la memsahib como yo estamos dispuestos a correr el riesgo que supone el marcharnos sin armas, ¿verdad, Sukey?
—Sí, puesto que la mala suerte se empeña en seguir persiguiéndonos.
—¡No llames a la mala suerte, memsahib, que aún te podrían suceder más infortunios! Después de todo sólo has conocido dos días verdaderamente desdichados. La verdad es, sahib, que soy responsable de las vidas de los porteadores. Enojaría a mi sultán, y tal vez me mandaría estrangular, si dejara de cumplir con mi deber, Permitiendo que los que tan recientemente han sido sus huéspedes de honor estuvieran atravesando desiertos durante cinco días sin llevar más armas para defenderse que una mala escopeta.
—Somos los huéspedes de honor del sultán, Timur. Y queremos marchar hacia la costa en seguida.
—Habéis sido sus huéspedes de honor, sahib, pero desde que dejasteis atrás sus dominios, sois huéspedes míos y nada más. Tú mismo lo has dicho, sahib: conocéis el país. Y yo no puedo consentir que corran tales peligros. Quédate a cazar un día o dos más. Si la memsahib se aburre demasiado, puedo ser su compañero de caza.
—Hablaré con ella —dijo Gerald tras un largo silencio. Y volviéndose hacia Sukey le preguntó con rapidez—: ¿Te parece bien que le diga que tú, yo y nuestros dos criados estamos dispuestos a marchar solos? Podremos llevarnos el agua que necesitemos.
—No se lo digas. Lo juzgaría un acto de desesperación. Piensa que tendríamos que encender fuegos durante toda la noche, que nos podríamos extraviar, morir de hambre… Ese es nuestro último recurso, y, como lo sabe, no nos dejaría marchar.
—¡Es absurdo lo que dices, Sukey!
—Parece absurdo, pero es la verdad.
—¿Pero qué demonios quiere?
—Lo que te dije anoche.
—Sería cobrar rescate por los dos. Un buen rescate, mucho dinero que lo convertiría en un príncipe árabe que podría desafiar al sultán…
—Aquella deliberada tortura de ayer…
—¡No grites, Sukey!
—¡Ya no importa que grite o no! Mi única esperanza está en el rescate, en darle todo el dinero que tenemos. Lo daría sin pena con tal de verme en Zanzíbar otra vez. Puede ser que con lo que sucedió ayer quería probarte a ti lo indefensos que estamos los dos.
—Puede ser. Pero esto demostraría que teme a la reina o al sultán. No se sienten tan seguros como ellos pretenden darnos a entender. Creo que si le amenazo con…
—Todavía no, Gerald.
—¿Y si le dijera lo de la carta?
—Le harías obrar con más rapidez. Ahora que sí tú crees que es mejor decírselo…
—¿Para cuándo esperas la llegada de la caravana, Timur sahib?
—En cinco o seis días estará aquí, sahib. Tal vez antes.
—Claro que podría pasar agradablemente el tiempo aquí mientras llega esa caravana, y hasta puede que no hubiera necesidad de que nos diera escolta hasta la costa. Te confesaré, no tengo por qué ocultártelo, que me asusté bastante cuando los shenzi arrojaron aquella flecha y que escribí una carta en indostano, para que fuese entregada por Bismilla al sultán. En ella le refería al soberano aquel ataque y le pedía que, si no veía con agrado que yo cazara más allá de las fronteras de su país, enviara a los ascaris en seguida.
—Mi sultán sólo pensará en que gocéis de vuestra excursión, sahib, y seguro estoy de que no sentirá el menor temor de que los shenzis osen atacar a Vuestras Excelencias.
Ya se había encargado Na’od de que ninguna carta de Gerald fuese a parar desde las manos de Bismilla hasta las del sultán; pero me hallaba yo en un estado de ánimo, entonces, que me divertía muchísimo la confianza que tenía mi hermanastro en los efectos que produciría la lectura de aquella carta que nunca llegaría a su destino.
—No le aprietes demasiado —dijo Sukey con viveza—. Déjale tiempo para la reflexión.
—Creo que, a pesar de todo, no dejará de mandar los ascaris, Timur, y con su llegada ahorraremos un viaje a tus gentes —continuó Gerald, desoyendo el buen consejo de su mujer—. Como comprenderás, a tu sultán le puede costar el trono el que algo le ocurra a un embajador sahib.
—Sahib, no sé si debo decirlo.
Si es algo importante y tiene relación con lo que estamos tratando, dilo en seguida, te lo ruego.
—Se decía en la corte del sultán que el tratado que iba a negociar era cosa sin importancia, pues con el sólo se trataba de dar satisfacción a la petición hecha por vuestro cónsul. El que el sultán propusiera a algunos grandes sahibs, los generales sahibs, como embajadores idóneos, era una pura cuestión de fórmula. El sultán tenía verdadero interés en que fuese nombrado, para aquel oficio, cierto alto personaje que era el más apto de todos, y que, según le dijo alguien que acababa de regresar de Sind, sabía hacer justicia a los musulmanes. La verdad es que a mí me dijeron que tú eras el segundo del gobernador de una provincia. Pero si tú, mi huésped, eres un gran personaje, yo no te he tributado todavía los honores que mereces. ¿Habré de llamarte príncipe en lo sucesivo?
Se tornó lívido el rostro de Gerald.
—¡Cállate, Gerald; no contestes! —le advirtió Sukey.
—¿No eres príncipe? Pero, sahib, cuanto más elevado sea tu rango, más cuidados y desvelos me exigirá la protección de tu persona. No te puedo permitir que te vayas hacia la costa sin fuerte escolta y sin buenas armas.
—¡No pronuncies una sola palabra! —volvió a advertirle Sukey—. Puede que te esté provocando a una pelea como pretexto para matarte y para poder alegar después que lo hizo en defensa propia. Esto es tan razonable como todo lo demás.
—¡Es una pesadilla, eso es lo que es!
«Yo también tuve pesadillas, Gerald, la noche de mi marcha desde las montañas de arena. Lloré mientras fui presa de ellas, y Hamyd tuvo que enjugar mis lágrimas para que no tuviera que sufrir la vergüenza de mi llanto al despertar. ¿Tienes los pies hinchados y lastimados, y te dolerían aún más si te pusieras los zapatos, hermano mío? Sé lo que es ese sufrir, porque también a mí me hacían mucho daño aquella noche».
—Memsahib, ¿quieres que te escolte hasta las tierras dónde hay caza para que tu marido, el sahib, pueda contemplar su colección de trofeos? Te puede acompañar tu ayah. Yendo tú sola no sé si podría resistir a la fascinación de tu belleza.
—¡No te muevas, Gerald, por Dios! —suplicó entre sollozos Sukey.
Estremeciose él, pero no se levantó de su asiento.
—¿Qué te pasa, memsahib? Me pareces asustada.
—Timur, un sahib recibe la mayor de las ofensas cuando se habla de la belleza de su esposa como tú lo has hecho. Yo ya le he dicho que tú no conoces nuestras costumbres y que no pretendes ofender.
—Y le has dicho la verdad, memsahib. Él ha de aceptar esto como un respetuoso homenaje de rendida admiración hecho a tu persona, como un cortés cumplido. Bella eres como la luna, ¡oh memsahib! No obstante, quiero ser paladín que defienda los justos derechos de tu esposo a que nadie mancille la honra tuya con el impuro aliento del deseo.
—Así y todo, me quedaré en el campamento con mi esposo.
—Entonces me iré a hacer bastones de paseo y látigos.
Sithy se fue con Bazizl a cazar por las cercanías para que no nos faltara carne comestible. Tuve la amarga impresión de que Sithy salía para no estar en aquellos momentos al lado mío. Gerald y Sukey se pasaron gran parte del día en su tienda. Pero debieron estar vigilando constantemente, porque vieron casi tan pronto como yo una fila de porteadores, conducida por un hombre armado que vestía como los hijos del desierto, que aparecía por el este y pisaba la verde alfombra de hierba de un campo que teníamos enfrente. Ambos estaban a la puerta de su tienda cuando yo me adelanté a recibir a los que venían.
—Es mi caravana, que llega unos días antes —les expliqué mientras echaba a andar—. En seguida veremos lo que hay que hacer para que vosotros podáis marchar hacia la costa.
Aceleré el paso, Hamyd, que ya veía las tiendas, hizo una profunda zalema.
—Mucho siento que me hayas enviado a buscar tan pronto, Seyed Na —me dijo Hamyd—. Disfrutaba grandemente viendo esa cacería desde lejos, y me temo que ahora el juego acabe mal, cuando la memsahib vea mi rostro.
—No creo que te reconozca, Hamyd. Tus huesos están enterrados bajo un montón de piedras en las montañas de arena y tu cara se oculta tras esas barbas admirables que te han crecido. Bájate hasta las cejas el turbante que cubre tu cabeza; así aún te conocerá menos y podremos hacer durar el juego un poco más tiempo antes de que empecemos a trabajar en serio.
—¿Ha sido de tu agrado el juego hasta ahora, amo?
—Sí; pero cuando el ratón no puede ya correr más, el gato se lo come.
—Me gustaría ver correr al ratón un poco más, y he hallado, para ello, un buen ardid. Fingiría que se me podría sobornar, me marcharía con ellos después de anochecer, y, en la oscuridad, yo, el gatito, jugaría un poco con mi ratoncito. Podría suceder que él, enardecido por el juego, se separara de mí. Y entonces, sin antorcha, sin escopeta, entre leones…
Hamyd me miraba con ojos brillantes de perro de presa.
—Pero no juegues mucho rato, Hamyd, que entonces el juego podría acabar demasiado pronto.
—¿Importa eso algo ahora? Entonces tú podrías llevarte a la memsahib a tu tienda, haciendo de tu tienda un harén para tu esposa y tu concubina a la vez, y mañana temprano partiríamos para Somalia. Supón que con sus tiros espanta a los leones; entonces le cansaría a fuerza de dar vueltas y más vueltas hasta llevarlo a la vista de un fuego. A distancia no se daría cuenta del engaño, y yo le diría que lo habían encendido en un campamento de ascaris enviados por el sultán para proteger su persona. Cuando fuera hacia allí, loco de alegría, tú le podrías dar una agradable sorpresa.
—¡Por mis barbas, Hamyd, que es una idea digna de un gitano! Pero…
—No te canses de la cacería, amo, ahora que esta empezada, porque podría ser que no se te presentara otra ocasión como esta de volver a cazar. Si tú lo quieres, yo puedo ingeniármelas para separarle de la memsahib en un momento convenido. Entonces puedes revelarle a ella quién eres e improvisar un tálamo como aquel que hiciste hace tiempo al lado del fuego cerca de la Torre del Silencio y de la orilla del Indo Si sabes entretenerla bien, dudo mucho que dé gritos cuando oiga los de él llamándola.
—Nosotros no somos árabes, Hamyd, y eso no es tan sencillo como a ti te parece. Con el juego que nos propones, si es que ganamos en él, sólo podremos saldar la mitad de nuestra deuda, y por ello no nos indemnizaría ni del tiempo perdido ni de las fatigas sufridas. Es la misma falta que hallé en todos los demás juegos. —¿Es que sientes compasión, sahib?— preguntó Hamyd, mirando al suelo avergonzado.
La pregunta me hizo meditar largo rato.
—No; pero puede ser que lo que siento sea respeto por el género humano en general. Pienso ahora que tal vez haya gastado demasiadas bromas a ese hermano nuestro, juego divertido que en ciertos momentos puso un poco de alegría en mi corazón. ¡Que sean los dioses los que decreten su destino de ahora en adelante!
—Pero los grandes dioses aún serían en sus juegos más crueles que nosotros, ¡oh, sahib! ¡Sabré hacer callar las voces rencorosas de mi corazón! Tú manda, que yo obedeceré.
Pasamos por delante de la tienda de Gerald sin que Hamyd volviera la cabeza para mirar hacia allí. Cuando al caer las sombras de la noche ya ardían los fuegos recién encendidos, fuimos Hamyd y yo a la tienda de mi | medio hermano. Hallamos a Sukey y a él sentados en bancos de madera y esforzándose en dar la impresión de que estaban tranquilos. Hamyd llevaba la cabeza cubierta y buscó un sitio donde le diera la sombra en la cara.
—He hablado con Akbar, capitán de mi caravana, para hallar el mejor modo de que podáis ser conducidos, sin riesgos, hasta la costa —empecé diciendo tras la zalema de rigor.
—Gracias, Timur Effendi —respondió Gerald pon voz velada por la emoción.
—Y te traigo buenas noticias, sahib.
Su cara era horrible de ver en aquel momento.
—Estoy impaciente por oírlas.
—Akbar, que sirvió varios años a un mercader indio en Zanzíbar, sabe hablar el lenguaje vernacular que se habla en los bazares casi mejor que yo.
En el mismo instante que acabé de pronunciar estas palabras, palideció el semblante de mi hermano y experimentó su mano una sacudida nerviosa.
—¿Es cierto lo que dices? —preguntó sin poder respirar apenas.
—Yo creía recordarlo, pero no me atreví a decirte nada hasta no hablar primero con él y estar completamente seguro de ello. Esto quiere decir que tú y la memsahib podréis comunicaros con él en bien de todos.
—Son buenas tus noticias, en efecto, Timur. ¿Cuántos cargadores te parece que necesitaremos?
—Akbar, ya has oído la pregunta. ¿Quieres contestarla tú mismo?
Hamyd volvió la cara y la puso un poco más cerca de la luz.
—No es menester que pasen de cuarenta, Seyed Na.
—¿Crees que podría estar todo listo para marchar mañana al salir el sol, Akbar? —inquirió Gerald.
—No, sahib. Los cargadores se resienten de la fatiga de tanta marcha forzada. Necesitan descansar todo el día de mañana, y tal vez el día siguiente también.
Gerald se levantó del banco y tenía una expresión de frenesí en el rostro. Sukey le tomó una mano. No se oían más ruidos que el del crepitar del fuego y unos aullidos lejanos de zorro.
Se le había ido pasando lentamente a mi hermanastro la cólera que le dominaba, pero para echarse, creí yo, en brazos de la desesperación. Muy digna de estudio era la interesante expresión que había en aquellos momentos en su semblante. Pero yo no tenía ojos más que para mirar a Sukey. Hamyd había vuelto hacia ella su cara iluminada ahora por el resplandor del fuego. Los ojos de ella parecían redondearse, perder toda expresión, como si se esforzara la infeliz en hacer volver a su memoria algún recuerdo fugaz.
—Nada más puesto en razón, Akbar —dijo ella—. Los hombres deben reposar. Convenceré a mi esposo sobre la necesidad de este pequeño retraso en salir.
—Me parece bien, memsahib —respondió el fingido Akbar.
—Gerald, ¿has visto tú a este hombre antes?
—No lo sé. Tengo una vaga impresión de haber oído su voz…
—A mi no me parece árabe. Más bien creo que es indio, y…
—Entonces hablará inglés.
—¡Qué importa si habla nuestra lengua o no! No tardaremos mucho en ver lo que tenga que suceder. Timur solamente estaba esperando la llegada de este hombre. No sé por qué nos ha gastado tantas bromas. Sólo me lo explicaría si odia a los cristianos por no serlo él. ¡Pero se acabaron las bromas! Es preciso que sepamos en seguida a qué atenernos. No puedo seguir en esta incertidumbre. Voy a hacer una prueba ahora mismo.
Gerald parecía atontado.
—¿Y qué sacarás con ello?
—Vas a verlo.
Y Sukey preguntó al falso Akbar:
—¿Nos conocemos de antes tú y yo, Akbar?
—No me atrevería a afirmarlo; pero tu cara me recuerda…
—Yo creo que te acuerdas muy bien. Tú no eres árabe, sino un mahometano de la India. ¿A qué has oído nombrar a Bachhiya, la hija de Webb sahib?
—Es posible, memsahib, pero debe hacer de esto tanto tiempo…
—Yo te recordaré un suceso ocurrido cuatro años atrás. Un hombre hizo salir con engaño fuera de su casa de Hyderabad a mi marido, y él y otro le derribaron y le registraron con intención de encontrar algo que suponían llevaba encima. Los vi, vi sus caras tapadas a la luz del farol. No me hicieron daño a mí, pues ni siquiera llegaron a amordazarme. Respetaron las vidas de los dos. Oí la voz del que habló primero con el chokidar, y más tarde la del otro. Pues bien; creo que uno de ellos eres tú y el otro es Timur.
—¡Qué dices! —exclamó Gerald con ahogada voz.
—Ahora, esposo mío, voy a decir algo más que quiero que oigan estos dos. No sé a qué vinieron allí aquella noche ni quién pudo haberlos mandado. En todo caso fracasaron, pues no encontraron lo que fueron a buscar, porque tú no lo llevabas encima ni lo tenías. Es más, creo que ni ellos mismos sabían lo que iban a buscar. Pero hallaron algo que no esperaban encontrar, y es que Bachhiya sabe cumplir una promesa. No me pusieron la mordaza, pero yo no grité hasta que el chokidar recobró el conocimiento. He de creer que evitaron el ser cogidos, porque el chokidar tardó bastante rato en volver en sí. Por la misma razón pudieron huir de Hyderabad, y, por último, refugiarse en Zanzíbar, para estar más seguros o hacer fortuna.
—¡Eres una loca! —gritó Gerald en inglés—. No son la misma pareja. ¡Te digo que no son ellos! —Su voz comenzó a subir de tono—. Cierra la boca para que no siga diciendo tonterías o…
—¿De qué tienes miedo, Gerald? —preguntó ella, en cuya cara se pintaba el más espantoso de los asombros—. ¡Domina tus nervios, por él amor de Dios! Si son ellos no nos van a matar ahora, porque saben que los hemos descubierto. —Volvió hacia mí aquellos encantadores ojos suyos—. Creo que fue en Zanzíbar donde os enterasteis de que el sahib iba a llegar. Os acordabais de que no os costó mucho trabajo vencerle la vez anterior, aunque no pudisteis llevaros el premio. Pensasteis que ahora le podríais volver a vencer y que esta vez el premio sería mayor. A los dos nos queréis secuestrar para cobrar un rescate. No me extrañaría que, después que nos hayáis obligado a firmar la carta pidiendo el envío del dinero, cuando lo tengáis en vuestras manos, nos degolléis, Pero aquella noche creísteis en mi palabra. ¿Volveréis a creer en ella esta noche también?
—Sí, memsahib.
—Si nos dejáis llegar hasta la costa, yo, Bachhiya, juro por Siva y por Kali, y por el mismo Brahma, que os haré entregar la suma convenida en el sitio que elijáis, y que no haré que salgan en vuestra persecución los ascaris.
Renació la esperanza en Gerald, y esta emoción se reflejó en su rostro.
—Creo en tu palabra, memsahib —respondí yo—. Pero ni Akbar ni yo buscamos un rescate.
—No mientas. ¿De qué serviría el mentir ahora?
—No miento, memsahib.
—Entonces será… Pero esto no tiene sentido. Será entonces que andáis buscando lo de antes…
—Algo que se relaciona con ello, en verdad.
—¡Pero yo no he llevado nunca encima de mí nada que tenga que ocultar! —gritó Gerald—. ¡Ni lo llevo ahora tampoco!
—¿Habré de creer que el gran sahib es también un gran mentiroso?
—¡Juro que nunca he sabido lo que buscabais! Algún espía estúpido os habrá facilitado acerca de mí alguna falsa información, o dicho algo inexacto a algún rey indígena que os habrá designado para que llevéis a cabo esta disparatada misión. Sukey, ¿he sabido yo algo alguna vez…?
—Nada sabía, te lo repito yo, a quien crees, ¿no es verdad?
—Puede que te mintiera a ti, memsahib.
—No me mintió.
—¿No has mentido nunca a Bachhiya, sahib? —preguntó Hamyd.
—¡Bachhiya!
Sukey miraba a Hamyd fijamente, y sus ojos eran lo único que tenían color en su rostro, que tenía en aquel momento la blancura de un mármol.
—Tú misma te diste este nombre…
—¡Bachhiya! ¡Tú…! ¡Tú…!
Mientras sus senos temblaban, un pensamiento que le oprimió el corazón cruzó por su mente, y los ojos de ella claváronse en los míos como dos dardos.
Y en el silencio de la noche se oyó el grito largo y horrible que se escapó de su garganta. Gerald se abalanzó sobre ella, con las manos abiertas, para hacerla callar. Yo me interpuse entre los dos.
—¡Por el amor de Dios, Sukey, dime qué es todo esto! —gritó Gerald.
—¿No lo sabes? ¿Es que no lo ves? ¡Uno de ellos es Hamyd!
Y rompió a llorar desesperadamente.
—¡No es verdad! No estás en tu sano juicio…
—¡Míralos, Gerald, míralos bien! ¡Ojalá no estuviera en mi juicio! ¡Fíjate en ese otro! ¿No le conoces bien? ¡No puede ser él… y es él! ¡Los dos vuelven del sepulcro! ¡Y vuelven a por ti!