Na’od se había parado a la puerta de mi pabellón.
—Timur Effendi, aunque ahora eso importe poco, tengo que decirte que el color del veneno que ponen en sus flechas los shenzis es gris y no amarillo —me dijo.
—Lo tendré en la memoria por si hace falta más adelante.
—He de decirte también que lo que vi esta noche fue solamente la sombra de un león en la tierra, no su silueta. El shauri no era que Bismilla y sus hombres se fuesen, sino que el sahib y la memsahib se quedaran aquí sin ellos. Esto causó no pocas molestias al effendi.
—Ninguna molestia, Na’od; sólo hacer trabajar unos cuantos brazos unas pocas horas. ¿No te divertiste con ello?
—De veras que me divertí. ¿Pero qué vendrá después, Timur Effendi? Un niño que estuviera en mi lugar comprendería que esto no es el fin, sino el principio.
—Na’od, ¿por qué el orgulloso y astuto somalí se ausenta de sus desiertos para ir a trabajar sin descanso y achicharrarse de calor en la costa azaniana?
—Para ganar dinero y ahorrarlo, y regresar con lo ahorrado a sus desiertos para vivir como un jeque rodeado de muchas mujeres, ir bien vestido, comer bien.
—Tú hace mucho tiempo que vives en el desierto ¿Has ahorrado ya lo que necesitas para vivir de ese modo?
—Seyed Na, aún tendrá que pasar bastante tiempo antes de que reúna la suma que me hace falta, unas seiscientas rupias.
—¿Estarías dispuesto, si te doy setecientas rupias, a obedecerme en todo lo que te mande durante siete días? El séptimo día te entregaría el dinero en plata, con la única condición de que te fueras de aquí directamente a Somalia sin pasar por Sa’dani. No se te exigirá que te manches las manos de sangre.
—Ya se mancharon antes y no lo he olvidado. ¿Es esto thar, Timur Effendi?
—Puede que lo sea.
—Estamos lejos de los dominios del sultán. El sahib es un gran sahib, pero es también un giaour. Yo soy muy aficionado a esta clase de juegos. Escuchar es obedecer.
Al entrar en el pabellón de Sithy hallé a otra persona que también tenía algo que decir. Sithy se había metido en la cama, pero no estaba echada, sino sentada en ella. Una vela encendida colocada sobre una caja iluminaba sus brillantes cabellos y ponía en sus ojos, interesantes destellos de luz.
—He oído a los leones esta noche —dijo ella—, y también te he oído a ti.
—¿Tuviste miedo de los leones?
—No mucho, porque estabas tú allí. Pero si hubiera sido el sahib hubiera tenido miedo de ti. El no conoce como te conozco yo.
—Es un sahib muy valiente, Sithy.
—Ya lo vi cuando se puso al lado del jeque Bismilla. Casi siempre es más valiente que tú.
—¿Por qué había de tenerme miedo, entonces?
—No lo sé. Al principio creí que era porque te había robado tu cobah.
Hablaba con tranquilidad, no con la estudiada calma del sahib, sino porque esto era en ella presencia de espíritu natural. Yo me tuve que esforzar mucho para hablar en el mismo tono que Sithy.
—¿Crees tú que la memsahib es mi cobah?
—Un niño de teta que supiese lo que yo sé lo vería tan claro como yo. Hace mucho tiempo que la conociste como mujer; es más, yo creo que es tu verdadera esposa. Tú fuiste antes un sahib, porque eres una especie de griego, y ella fue tu memsahib, no la suya. Es por eso que has cambiado tu nombre y te has hecho árabe. Shaitan debe haber cambiado tu cara.
—¿Y tú crees que aún hay razones más poderosas para que él tenga miedo de mí?
—Estoy segura de ello, Timur Rajah. Tú me dijiste que, para ella, tú eras uno que había bebido en la copa de la muerte, y esto es verdad. Ella está tan cierta de tu muerte que si ahora cuando estás en su presencia ve en tu mirada, o nota en tu voz o en tu olor algo que resucitase en su memoria recuerdos de ti, son estos recuerdos como flores que se marchitan en acabando de nacer.
—Yo huelo como un árabe, Sithy.
—No, no hueles a árabe. Hueles a timbak y, a veces, a ajo o a incienso; pero bajo estos olores hay uno que yo percibo en la oscuridad. ¿No tienen las memsahibs buen olfato?
—No es de buena educación, entre las memsahibs, el tener buen olfato, Dios sabe por qué. Como no hacen uso de sus narices, cuando sus narices huelen un lobo no hacen caso de sus narices.
—De todos modos yo doy por cierto que el sahib nato.
—Querrás decir que intentó darme muerte.
—Yo creo que el que murió a sus manos fue el que estaba dentro de tu cuerpo.
—Hizo eso, Sithy, para decirlo de algún modo; pero aquel muerto ha vuelto de la Tierra de las Sombras. Y si cuentas algo de esto a la memsahib harás más penosa mi tarea.
—Más penosa, sí; pero será hecha a pesar de todo. No soy tan tonta como eso, Timur Rajah, porque si no ya me hubieras apartado de tu lado antes de ahora. Esperaré a ver qué pasa.
—¿Qué harás para entretenerte mañana?
—¿Qué haré, mi señor? Pasar el día corriendo saltando, como «m’palla». Bazizl y yo tenemos la esperanza de que podremos procurar carne a los porteadores.
—Me alegro de que hayas venido conmigo, Sithy desde Kafiristán hasta aquí —le dije, inclinándome para besar sus labios que estaban anhelantes como los de una chiquilla y eran encantadores como los de una mujer.
Tan pronto salió el sol, el jeque Bismilla, sus swahili y el intérprete malayo se pusieron en marcha hacia Pangani. Varios cargadores fueron a buscar, para traerla al campamento, la cabeza y parte de la piel del rinoceronte que había matado Gerald. Se utilizaba aquella piel para hacer con ella bonitos látigos color de ámbar Le dije a Gerald que, si él daba su permiso para ello, Na’od les guiaría a él y a su memsahib a lo largo de las dongas para buscar leones, y que yo les seguiría, y actuaría de intérprete cuando ellos no pudieran entenderse por signos con los indígenas, encargándome, además, de los cargadores y de los desolladores para que no se perdieran los trofeos de caza. Gerald aceptó mi proposición, pero, con gran sorpresa de él, Sukey le anunció que cojeaba por haber andado demasiado y que se quedaría todo aquel día en el campamento para descansar y entretenerse charlando con Sithy. Gerald se llevaría su rifle de percusión, que era un arma en que tenía mucha confianza; Na’od la escopeta construida en Francia, que mi hermanastro había comprado para Sukey, y yo el rifle que tenía para matar elefantes.
Los buitres revoloteaban sobre los animales muertos por los leones o bajaban hasta donde estos estaban en toda la llanura. Cuando tropezamos con las primeras víctimas de esta clase, vimos a bastantes pájaros de muerte posados en las ramas de los árboles, mientras que bandadas compuestas de veintenas de ellos volaban dando vueltas por encima de nuestra cabezas; el hecho de que no bajaran a devorar lo que quedaba de los cuerpos de los animales muertos indicaba que el matador no andaba lejos de allí. Uno de los desolladores me dijo que Na’od había visto al animal, poca duda tenía yo, sin embargo, no me sorprendió el ver que se llevaba a Gerald de allí inmediatamente y que se encaminaba con él hacia otra colina. Na’od había recibido instrucciones de poner todo su saber y entender en levantar caza digna del sahib.
A menos de un octavo de milla de distancia de la próxima colina había otra de poca elevación, y Na’od dejó a Gerald al pie de esta ultima mientras él echaba una ojeada a las inmediaciones. Los cargadores y yo subimos a aquella altura, y, una vez arriba, tuve que rendirme a la evidencia de que Na’od se había excedido en su cometido de buscar a mi medio hermano buena caza. En un espacio al descubierto de la espesura había tres leones echados y dos levantados. Los gandules, los que estaban tumbados, eran un macho ya viejo, otro joven y una leona de color muy claro. Aquellos tres, a mi juicio, no se podían comparar, en cuanto a la ferocidad de su aspecto, con los otros dos que estaban alerta y en pie, que eran otra leona de color más oscuro y un cachorro del tamaño de un perro pastor de Escocia. Gerald no había visto aún a ninguna de las cinco fieras, pero yo creía que las vería y que no tardaría más que muy pocos segundos en verlas.
Na’od caminaba a la derecha de Gerald, dispuesto a coger con la mano izquierda la escopeta descargada y entregar con la diestra al cazador otra cargada, y por esa razón estaba unos pocos pies más lejos de la espesura. Los dos iban muy juntos para defenderse mejor.
Ya me había acercado yo a unas cincuenta yardas del flanco exterior de ellos cuando el macho viejo y su joven compañera salieron por el extremo opuesto de su albergue. Gerald los oyó y echó a correr para verlos.
Cuando Gerald paró de correr y apuntó con su escopeta, las dos bestias se hallaban a treinta yardas de distancia y se alejaban saltando, a toda velocidad. No era fácil detenerlos ni tirar sobre ellos; pero Gerald lo hizo magníficamente, y el león cayó y quedó inmóvil.
Al ver esto, medio esperaba yo que la leona madre atacara a Gerald o a Na’od, porque los cargadores no habían necesitado que les mandase nadie quedarse atrás.
Era lo que ocurría más frecuentemente en semejantes casos. Como era el que estaba más cerca, Gerald sería probablemente el elegido. En vez de atacar, la leona se ocultó y fue su compañera, la leona de color oscuro que salió, rugiendo y saltando, por un claro de la espesura. Más tarde supe que tal conducta no era extraña en la reina de los animales. Aparentemente, las leonas sienten muy profundamente los sentimientos de fraternidad, y una leona estéril se nombra a sí misma protectora de una compañera que tiene cachorros.
Gerald, como era su costumbre, disparó primero el cañón derecho de su escopeta sobre el que corría. Era evidente que recordaba que sólo le quedaba una bala su arma, porque apuntaba con ella premeditadamente pero apretó el gatillo y el rifle falló.
Se volvió para tomar el otro rifle que tendría preparado Na’od; pero Na’od que hubiera debido correr con él, para no separarse de su lado, había quebrantado la primera ley de los portadores de escopetas y se hallaba ahora a diez yardas del flanco de Gerald. En aquel preciso instante la leona se lanzó sobre él.
Gerald obraba todavía con inteligencia a pesar llevar el terror de la muerte encima de él. La leona con la cabeza gacha y la cola tiesa como el mango una escoba, corría a acometer a su enemigo como perro de presa, con la andadura más rápida que se conoce en la Tierra en un ser que tenga cuatro patas a menos que este no sea un leopardo de Asia cuando se lanza contra su víctima. Si Gerald hubiera vuelto la espalda a la fiera y tratado de huir hubiera sido alcanzado y derribado por esta antes de que hubiese podido dar veinte pasos. Pero, en vez de escapar, tiró el arma inútil que tenía en las manos y se dirigió hacia Na’od gritando «¡El rifle! ¡El rifle!», con toda la fuerza de sus pulmones. Mas Na’od no se apresuró a acercarse a él y, posiblemente, no hubiese tenido tiempo de coger la escopeta.
Lo que no vio Gerald es que peligraba la propia vida de Na’od; sin embargo, este parecía tardar mucho en echarse el arma a la cara. Yo había hecho un disparo que no alcanzó a la bestia. Por fin bajo la nube de humo que salía de mi descargada escopeta, vi que Na’od apuntaba con la suya y que del cañón de su escopeta brotaba una llamarada. La leona cayó a menos de cuatro yardas de los pies de Gerald.
Se hinchó el pecho de Gerald una vez, y luego mi hermanastro arrancó el arma de las manos de Na’od.
Llevaba el rostro chorreando sudor. Gritó:
—¡Maldito seas! ¡Maldito seas!
—¡Sahib!
—¡Ten cuidado con lo que dices, sahib! —grite yo—. ¡Es así cómo le agradeces que te haya salvado la vida!
—No hubiera tenido que salvármela si hubiera estado donde tenía que estar.
—¡Pero, sahib, si cuando echaste a correr le mandaste que no se moviese!
—¿Qué pretendes con decirme una mentira como esa?
—Carga las dos escopetas, sahib, porque la tuya solo tiene un cañón que pueda disparar y mi arma no es de dos cañones. Podría ser que quedasen más leones a la espesura.
Sus manos temblaban al cargar las armas. En la mía puse pólvora y bala. Cuando estuvo cargada también la de Na’od, Gerald cogió una piedra y la arrojó furiosamente contra las malezas. Evidentemente, la leona madre y su cría se habían escapado por el lado opuesto, pues ninguna otra fiera salió a atacar ni se oyeron ruidos siquiera. Gerald, todavía pálido, se acercó a mí grandes zancadas.
—¿Por qué has dicho, Timur, que mandé a Na’od que no se moviese cuando eché a correr para disparar sobre el león?
—Sahib, dijiste, «¡Kaa!». Los dos te oímos decirlo. —Me volví hacia Na’od y le pregunté en árabe—: No dijo «¿¡Kaa!»?
—Bien claramente, Timur Effendi —respondió Na’od suavemente.
—Yo me creí que quería tirar él sólo sobre el león para tener la satisfacción y la gloria de haberlo hecho sin ayuda de nadie.
Repetí a Gerald la contestación de Na’od, añadiendo, por mi parte, lo siguiente:
—Está también muy indignado de que le hayas hablado con tan áspera voz. No es un cargador a quien se puede tratar de cualquier modo, sino un jefe somalí de antigua familia y nombre.
—Pues no conozco siquiera esa palabra. Si dije kaa fue solamente porque me salió un sonido parecido al aclararme la garganta.
—Entonces fue meramente una equivocación afortunada, sahib. Has matado un león y vivirás para matar otros.
—¡Pero salvándome la vida un negro!
—Yo creo, sahib, que has contraído con él una gran deuda de agradecimiento, y que le debes, además excusas por tus duras palabras de antes.
—Tendría que saber que yo no sé hablar swahili.
—¿Cómo quieres que sepa eso, sahib, si te ha visto sentado con aquel librito en las manos? Un diccionario, ¿no se llama así? Los sahibs misioneros de Zanzíbar también usan libritos como ese.
—Le debo algo por haber matado una endiablada leona. Le daré cien rupias.
—No te aceptaría ni una sola rupia, y un regalo tan magnífico mucho menos. Lo que quiere es que le pidas perdón, que le des las excusas que son debidas a un jefe por un gran sahib.
—Dile que si se escapó de mi garganta un sonido que pareciera que decía kaa, estoy arrepentido de haberle maldecido y que le agradezco su oportuno disparo.
Transmití el mensaje con mucha ceremonia.
—Pero todavía no entiendo por qué no pude hacer fuego por este maldito cañón. —Volvió a escoger la escopeta y la examinó escrupulosamente—. ¡Pero que veo! El pistón fulminante no está.
—Sin duda se cayó, sahib.
—No puede haberse caído.
—Entonces debe ser que cuando cargaste la escopeta delante de la tienda esta mañana te olvidaste de poner uno en su sitio.
—Nunca he cometido esa equivocación antes.
—Que Alá prohíba que la vuelvas a hacer, porque nos pusiste en peligro a todos.
No me pareció que tomara lo que le dije en su verdadero sentido. Cuando los cargadores trajeron el león grande y forzando la sonrisa le tendieron las manos ensangrentadas diciendo baksheesh, les dio las monedas que era costumbre dar, de malísima gana. Simba mbilí dijo uno de los hombres levantados dos dedos, visto lo cual todos los demás tendieron sus palmas nuevamente.
—Di a esos sucios negros que la leona la mató Na’od y no yo.
—Na’od te la dará muy gustoso, sahib, para aumentar el número de tus trofeos.
—No la quiero.
—Me parece que no te has fijado en su piel, sahib. Es casi tan fina como la de un leopardo, y los desnudos pies de la memsahib la pisarían con placer cuando ella sale, rosada como la aurora, del baño.
—Timur, no me agrada que se hable de los pies desnudos de la memsahib —dijo Gerald conteniendo su enojo.
Mientras los hombres despellejaban al león, Gerald muy erguido y solo, penetró en el bosque. A pesar de no haberse disipado enteramente el humo de los disparos hechos unos minutos antes, observé yo que mi pariente había visto un gudu grande con una cornamenta que de sólo mirarla cortaba la respiración. La pieza estaba quieta, aunque muy distante; pero, como Gerald a causa del enojo que sentía estaba nerviosísimo, no acertó al animal, que desapareció.
—Seguramente le has tocado, sahib —le dije acercándome a él—. Seguro estoy de haber oído el impacto de la bala. Se ha alejado un poco, porque le has herido en el corazón, y ahora debe yacer entre las malezas. Enviaría a los hombres para que lo viesen si no estuviesen ocupados con el noble león.
—Iré a verlo yo mismo. Gracias.
Tardó casi media hora en volver.
—¿No le has encontrado, sahib?
—No, era un mal sitio para buscarlo por allí.
—Tal vez fuera el eco del disparo lo que yo oí, que a veces se parece al ruido que hace la bala al chocar con un cuerpo blando. Sin duda te duraba aún el nerviosismo que te produjo el ataque de la leona y se te desvió el arma.
—No tengo costumbre de ponerme nervioso por nada —contestó él.
Un risueño desollador le entregó el hueso de la buena suerte, escasamente más grande que la carena de la pechuga en las aves, del cuello del animal sacrificado, pero no sirvió de nada aquel amuleto cuando, después de haber andado una milla más, él y Na’od se internaron en las espesuras para ver si podían cazar al acecho un a magnífico ejemplar de búfalo macho. Luego que hube mandado al campamento a dos de los cargadores para que dejaran allí la piel del león muerto, me di prisa en alcanzar a los cazadores, y, al pasar la bestia cerca de mí, la asusté y la hice huir, resoplando, con la velocidad de un rayo. Al llegar al lado de Gerald, este estaba rojo y se le veía fatigado por el esfuerzo hecho.
—¿Has visto ese búfalo, Timur?
—Sí, sahib, y es el más hermoso que he visto en mi vida. ¡Lástima que no hayas podido cobrarlo!
—Tú tienes la culpa por haberlo asustado.
—¿Quién iba a figurarse que tú andabas tras él? Tú y Na’od sois muy expertos cazadores, y, como no os había visto ni oído, supuse que estabais más lejos. El cazar tiene estos contratiempos, sahib, que, por otra parte, son la mitad del juego.
—Para consolarme de esta pérdida y restaurar mis fuerzas voy a dar buena cuenta de unas tajadas que traigo.
Me volvió la espalda, tomó de las manos de un sirviente una fiambrera y una cantimplora con agua, y se sentó sobre una piedra a comer el contenido de la primera, apartado de nosotros.
Esperamos pacientemente a que terminara de alimentarse, y luego Na’od le hizo bajar una donga donde había un charco grande de agua, que es siempre buen sitio para cazar. Se veían por allí las huellas de una pequeña manada de búfalos, en la que por lo menos había un macho, que conducían a un terreno cenagoso. Aunque el sol había secado las huellas, Na’od afirmó que eran recientes. ¿Quería seguirlas el sahib? Podrían llevarles a una región llena de malezas donde se correría gran peligro de ser atacados por sorpresa. Si el sahib no se había repuesto todavía de la impresión que le causó el ataque de la leona, iría Na’od solo, que flanquearía la manada y asustaría a los animales para que el sahib pudiera tirar sobre ellos desde terreno descubierto.
Apenas si se inmutó Gerald cuando le repetí aquello.
—Dile a ese sirviente tuyo que se cree imprescindible que yo no conozco el miedo y que puedo ir a cualquier parte que él vaya.
Lo que dijo Gerald era sin duda verdad, pero había muchos sitios por los que él no podía pasar con tanta facilidad. Seguí a la pareja de cazadores a través de una maleza cada vez más densa hasta que vimos el primer montón de estiércol; Gerald no tocó con el dedo el estiércol, pero yo lo hice y lo hallé duro y frío como una piedra. Después me volví a terreno alto y me puse a fumar en una pipa de barro, como las que se vendían en aquellos días en los bazares y usaban con frecuencia los árabes cuando no tenían a mano sus hookas. Al rato regresaron los dos, Na’od con sus desnudas piernas mojadas y sucias de barro, pero moviéndose con la característica sangre fría del somalí. No pude ver un solo arañazo en su lustrosa piel negra. Los calzones de Gerald estaban hechos trizas y chorreaban agua lo mismo que sus botas; llevaba la camisa rasgada, y la lividez de una veintena de arañazos contrastaba con la palidez de su cara y de sus manos.
«Los arañazos no dejan cicatrices. Gerald. ¡No penetran tanto en la carne como el clavo de un gallinero!».
Aunque hacía casi una hora que se había ido, yo dije a mi hermanastro:
—Has vuelto muy pronto, sahib.
No me contestó.
—Timur Effendi, oímos búfalos todo en rededor nuestro, pero no vimos otra cosa que un becerro —me dijo Na’od.
No me sorprendió esto. El cenagal estaba sin duda lleno de búfalos, pero los alemanes y los ingleses que practican la caza mayor en tierras sudafricanas saben bien que no hay que arriesgarse por espesuras como aquellas.
—He visto otras huellas, quizá más recientes, yendo más hacia abajo —dije yo, seguro de que las habría ¿Quiere probar otra vez el sahib?
—Gracias, pero quiero volver al campamento.
A la vuelta ocurrió un solo incidente desagradable. Estuvimos viendo jirafas todo el día, pero Gerald desdeñó el disparar sobre ellas, porque quería cazar fieras nada más, e incluso llegó a decir una vez que dejaba aquella caza menor para la memsahib.
Cambió de parecer cuando casi columbrábamos las tiendas, porque vio un gigantesco ejemplar de jirafa que mordisqueaba pacíficamente las hojas de la copa de un árbol. Dijo Gerald que le hacían falta dos animales de aquellos, uno para adorno del comedor, tan alto de techo, que su antiguo regimiento tenía en Lahore. La bestia no se había dado cuenta de nuestra presencia y el matarla era un puro juego de niños. La jirafa, por otra parte, es el animal más fácilmente cazable de toda la caza mayor que hay en África.
—Dice el sahib que quiere matar la jirafa —le dije yo a Na’od.
—Dile al gran sahib que no debe hacerlo, porque este animal es sagrado para los shenzis, y si lo hace podrían atacar nuestro campamento —respondió Na’od.
Repetí sus palabras a Gerald.
—¡Que se vayan al diablo los shenzis!
Usó la palabra dozakh que era buen hindustani angloíndio.
—No debes hacerlo, sahib. Puedes matar las alimañas peligrosas si quieres correr tú solo el riesgo de ello; pero nuestro sultán se enfurecería con nosotros si te permitiéramos provocar a los hombres salvajes.
—En estas tierras no manda el sultán.
—Pero nosotros somos súbditos suyos, sahib.
—Esto es de lo más intolerable que… —comenzó a decir en inglés, y se interrumpió estremeciéndose— Timur, ya te dije que me hizo tambalear cuando la otra jirafa. Ahora veo que lo hizo intencionadamente.
—¡No quiso hacerte ningún daño, Protector de los Pobres! Es que no tenía medios de decirte que las twigas son sagradas.
Cuando entramos en el campamento, Sukey salió de su tienda con la cara radiante.
—¡Qué hermoso león! —Se detuvo y le preguntó a su marido abriendo mucho los ojos—: ¿Qué te pasa, Gerald?
—Te lo diré después.
Gerald se sentó a la mesa y pidió que le trajeran té caliente.
—¡Traes una cara! No será que…
Yo estaba mirando como extendían la piel del león desde un sitio en que podía oír bien lo que hablaba la pareja que estaba sentada a la mesa cuando mi hermanastro, después de apurar la taza de té, comenzó a contar los infortunios del día, diciendo antes:
—Ha sido un día malo del todo.
—No pensarás…
Sukey no acabó la frase.
—¿Pensar qué, Sukey?
—¿No hicieron lo que pudieron los que te acompañaban?
—No tengo motivos para quejarme de su modo de cazar. Cobardes no son. Y lo que parece insolencia en ellos no es, muchas veces, más que estupidez.
—Los árabes no son gente estúpida, y tú lo sabes, Gerald.
—Todas las razas de color son estúpidas cuando no saben donde les aprieta el zapato.
—Los árabes no son exactamente gentes de color a mi parecer.
—No sigas, Sukey. Si quieres hablar como un hombre de ciencia, tampoco te parecerán los madrassi tan negros como tu sombrero. La verdad es que no tengo reparo en tratar con las gentes de color. Esos somalíes me agradan, pues, aunque algo romos de inteligencia, son honrados y sumisos. Me llevo bien con ellos porque, ellos me comprenden y yo los comprendo. Son esas gentes que no son puramente blancas… ni lo uno ni lo otro…
Sukey dejó de mirar a Gerald y volvió la cara un poco. Una sola mirada de soslayo mía bastó para convencerme de lo seria que estaba. Sukey habló luego muy de prisa.
—No creo que sea insolencia premeditada. Saben que contarás todos los incidentes de la cacería al sultán Probablemente esto se debe a la barrera que interpone el lenguaje y a que obran de un modo diferente que los indios.
—Yo con uno de los guías tendría bastante, con el negro, si el amarillo se quisiese quedar en el campamento. Na’od pertenece a una tribu que es, en parte árabe, y mostró un poco de arrogancia cuando le maldije hoy; pero si hubiera estado con él solo, se hubiera portado como un negro cualquiera y…
—¿Le maldijiste?
—Sí. ¿Por qué te extraña?
—¿Hizo algo malo?
—Cometió una estupidez y encima aún se puso a cacarear orgullosamente como un gallo. Entendió que le había dicho Kaa. Hube de decirle que no había tenido la menor intención de ofenderle.
—Mucho me asombraría que se hubiese sentido ofendido de verdad.
—¿Por qué dices eso, Sukey?
—Porque yo no puedo creer que se ofendan tan fácilmente. Tanto al uno como al otro los veo obrar con perfecto dominio de sí mismos.
—Vienes a parar a lo que estoy diciendo yo. El negro es un buen cazador, y nada tonto, además. Me empeñe en ir a los cenagales y por eso me perdí excelentes ocasiones de matar búfalos. Me quedaré con él, uno para librarme del otro, y me arreglaré con los swahili para poder seguir cazando. Tan seguro de sí mismo obró el otro, que casi estuvo insolente. Quizá no lo hiciera con intención, pero a mi modo de ver pisó el borde de la insolencia con una indecente observación que hizo acerca de la piel de la leona. Por eso yo digo que los casi blancos…
Otra vez le cortó la palabra Sukey, que le preguntó aparentando ingenuidad:
—¿Qué dijo sobre la piel de la leona? No me lo has contado.
—Me da reparo repetirlo. Si hubiera creído que lo decía con intención, si no hubiera creído que era un producto natural de una obscena mente asiática, y ya sabes tú que ellos llevan eso en la masa de la sangre…
—¿Qué dijo? Cuéntamelo. Puedo oír esa indecencia, si indecencia es, con tal que tú la repitas con cierta delicadeza.
—Verás, yo no quise llevarme la piel de la leona; y entonces él me dijo que tus pies desnudos hallarían suave esa piel cuando, al salir tú, rosada como la aurora, de tomar tu baño, la pisaras. Él debió creer que me estaba halagando con eso; pero yo te juro, Sukey, que estuve a punto de darle un golpe en la mandíbula.
—Y te hubieras expuesto a que te abrieran el pecho con un cuchillo.
—No lo creas. Si dejas que un indígena se tome confianzas estás perdido, porque tú le darás una y él se tomará mil. Pero ninguno de ellos pondrá voluntariamente el cuello dentro del lazo de la soga que ha de ahorcarlo. Para que se atrevan con un sahib han de ser, por lo menos, veinte contra uno. Si le hubiera derribado de un buen puñetazo, se hubiera levantado del suelo con tristeza, pero convertido en un hombre escarmentado y, por tanto, más sabio.
—¿Y tú crees que el otro hubiera permanecido con los brazos cruzados entre tanto? ¡Gerald, que ahora no estamos en Sind! Si no puedes refrenar tu carácter, pase lo que pase y oigas lo que oigas, será mejor que nos marchemos de aquí cuanto antes. El negro es carne y uña del otro hombre. Eso que dijo… Bueno; eso que dijo es una pequeña venganza que se toma sobre mí. Tú mismo acabas de decirlo, no se pueden dar confianzas. Yo le gasté aquella bromita acerca de su esclava… Pero, con todo, estas cosas no suelen decirlas los indígenas. No he conocido nunca a ningún árabe, pero lo que es a los mahometanos me los sé de memoria.
—Luego hubiera debido pegarle.
—No digas tonterías. Tú no puedes pegar a nadie, Gerald, estando tan lejos de todas partes como estamos.
—Está bien, preciosa; pero ya conoces el viejo dicho de que «la Reina tiene un brazo muy largo». Y ese sujeto no lo ignora.
—Mira a tu alrededor. Menos los dos criados indios, todos los que venían con nosotros desde un principio se han marchado. Estamos enteramente rodeados de caras nuevas. Todo ocurrió del modo más natural del mundo ya lo sé.
—¡No empieces a ver fantasmas, Sukey!
—No los veo, y que no los veo lo prueba lo que ha pasado con tu rifle. Tú estás extrañado de haberte olvidado de poner el pistón fulminante, e insinuaste que alguien debió tocar la escopeta antes de salir tú de aquí. Pero cuando tenías casi encima a la leona el negro la mató. Si el plan hubiera sido secuestrarte para cobrar un rescate por ti, no hubieran robado el pistón. El que sale a cazar se expone a ser destruido por una fiera. Si hubieran querido quitarte la vida, no hubieran matado a la leona.
—¿Y por qué habían de querer matarme?
—No quieren tu muerte. Eso bien claro está. Las dos acciones se contradicen la una con la otra. Has tenido un mal día. Eso es todo.
Y Sukey tocó con la mano la moneda de plata de seis peniques que colgaba de su brazalete.
—Eso sería todo si no hubiera, además, un árabe demasiado altanero. Para mí es que está molesto porque no le invité a sentarse la noche pasada. Por eso se ensoberbeció un poco cuando maldije al negro y cuando quise matar la jirafa.
—No es por eso, Gerald, que no te dejaron matar a la jirafa. Es por otras razones, y esto te lo demuestra el hecho de que el hombre te impidió que apuntaras bien. No creo que fuera tampoco, porque les diera lástima el pobre animal. Hiciste mal, Gerald, en no invitarle a sentarse. Es nuestro huésped. Fue una desatención imperdonable.
—Un sahib tiene que hacer guardar las distancias a los que no son de su condición…
—Creo, Gerald, que no he sido la esposa que te convenía.
—¿Por qué lo dices?
—Porque cuando nos casamos ya tenías muy arraigado en tu alma eso de ser sahib. A mí me pareció eso siempre un grave obstáculo para que llegaras a ser un gran hombre. Conociendo a los indígenas como yo los conozco, abrigué la esperanza de que te corregiría de ese defecto, porque a mis ojos lo es. No he podido. En ese aspecto aún has empeorado. Pareces confiar en ello exclusivamente. Se está convirtiendo en ti en una especie de religión horrible.
El rostro de Gerald palideció, aunque yo creo que yo creo que no lo notó.
—Mujer, no creo haberme portado tan mal.
—Gerald, si quieres de veras encumbrarte, este es el momento, y no lo debes desperdiciar. De ello depende tu porvenir, en todo lo que te queda de vida, y el mío igualmente. El coronel Jacob y papá obtuvieron para el cargo de comisario del distrito de Hyderabad. Los dos querían verte de gobernador en Sind, porque aptitudes para ello no te faltan. Si otro ha ocupado ese puesto antes que tú ha sido porque…
—Porque el coronel Jacob actuó en la sombra en contra mía. ¡Es cuanto se puede esperar de un medio casta!
—Quisiera que dejaran de hablar de medio castas, de medio blancos, y de poner en tu cara esa expresión que veo en ella ahora. Tu propio hermano, que ha muerto, no era puramente blanco, era de esa casta que tú desprecias.
Sukey se puso en pie y entró en la tienda.