XXXVI

Hamyd y yo, solamente mirando lo que podíamos ver de lo que hacía Gerald, ya nos divertimos; también nos entretuvo lo que hacían los demás. En el primer día de cacería, nos mantuvimos a media milla de distancia de Gerald, sin correr el menor riesgo de ser descubiertos por él; le perdimos de vista y lo volvimos a ver muchas veces. Él y Sukey eran guiados por Bismilla, quien sin duda se habría jactado de sus proezas cinegéticas mientras ardían los fuegos de la noche en el campamento; les seguían el intérprete y tres o cuatro portadores para llevar los trofeos. Costaba trabajo imaginar a un cazador más desdichado que aquel jeque contrabandista de esclavos. Estaba demasiado gordo para trepar, sentía demasiado apego a su pellejo para aventurarse a pasar por entre las altas hierbas o penetrar en las densas espesuras; hacían demasiado ruido sus pisadas y olía demasiado su persona para poder sorprender a la cautelosa caza.

Aquel día cada uno de los dos cazadores mató un antílope pequeño para comerlo como carne en el campamento; Gerald, además, mató a un puercoespín de mediano tamaño. Ninguna de aquellas piezas contaba como trofeos, y la mejor oportunidad del día —una pequeña manada de búfalos conducida por un macho de grande cuernos— la desperdició Bismilla, que se puso muy excitado al ver a aquellos animales y, en lugar de disparar su mosquete sobre el macho, lo hizo sobre una de las hembras. El segundo día, los cazadores dejaron al jeque en el campamento —seguramente con gran contento suyo— y solamente se llevaron con ellos a un par de swahilis para que les llevaran sus cosas y para que encontraran el camino de vuelta al campamento. No se podía poner tacha a la intrepidez de los dos esposos cazadores, pero Gerald no tenía práctica en hallar la caza pues todo lo que había hecho en la India era tirar desde un aposento sobre los animales que ya habían levantado previamente los batidores. Con gran asombro nuestro ninguno de ellos vio a un enorme rinoceronte que estaba en el bosque, a un octavo de milla escasa de distancia. Una manada de antílopes grandes pasó por delante de él y de Sukey y se puso al alcance de sus rifles, pero no pasó nada. Otro antílope pequeño, muerto en las inmediaciones del campamento, fue todo lo que se cazó aquel día.

A primera hora de la mañana del siguiente día, Hamyd y yo pudimos ver a él y a Sukey siguiendo la pista a dos leones por una donga. Cuando los animales advirtieron su presencia, echaron a correr desapareciendo rápidamente. El resto de la mañana lo invirtieron en andar errantes de un lado a otro, y Sukey sacó el mejor partido posible de aquella desalentadora excursión cinegética abatiendo de un tiro a un búfalo macho de poca edad que, por casualidad y para su desdicha, andaba a lo largo del sendero que ellos seguían. Era su primer trofeo en dos días y medio de cacería y no era digno de ser colgado en la Residencia de Sind.

Hamyd volvió a nuestro campamento y envió a Na’od y a dos porteadores swahilis para que se reunieran conmigo a cosa de una milla de distancia del lugar donde acampaba Gerald. Cuando Sukey y Gerald estafan merendando ante la mesa que les habían colocado allí sus fundís, nos hicimos visibles nosotros en la ladera de la colina. Alzaron la vista para mirarnos, y Sukey comenzó a levantarse; pero mi hermanastro, que sabía cómo había que tratar a los indígenas, la hizo sentar de nuevo, y los dos siguieron comiendo. Bismilla salió a la puerta de su tienda, pero sin reconocerme aún. Solamente cuando llegamos a cuarenta pasos de ellos, dejó Gerald el tenedor sobre la mesa y movió el taburete para mirarnos. Mi corazón latía fuertemente, pero no demasiado de prisa.

—¡Timur Effendi! —gritó Bismilla, evidentemente contento de verme.

—¡Jeque Bismilla! Sali’ala Mohammed.

—¡Allah umma salli alayh!

—Vimos el humo de vuestros fuegos y aquí estamos para desearos que tengáis feliz cacería.

—No hemos cobrado muchas piezas hasta ahora. Creo que uno de los malditos negros que vienen con nosotros ha hecho uchawi[34] contra nosotros. Te presentaré al gran sahib, que es huésped del sultán.

Al acercarme a Gerald, le hice una profunda reverencia y me llevé la mano a la frente y al corazón. Él correspondió a mi saludo con una inclinación de cabeza y un movimiento de la mano. Ni sospechó siquiera, ni nunca había imaginado yo que pudiera sospechar, que había visto antes mi barbuda cara señalada con una cicatriz. Ni siquiera una sombra de recuerdo se agitaba en el fondo de su cerebro, si aquella cándida mirada suya no era fingida. Como hace todo árabe bien educado y de izzat no había dirigido una sola mirada al rostro sin velo de Sukey; pero observé su semblante por el rabillo del ojo y creí ver pintado en él un vivísimo interés. —Dile a tu amo— ordenó Bismilla al intérprete malayo de Gerald —que este es Timur Effendi, un honorable sirviente de Sa’id ibn Sultán.

Aquellas palabras del jeque fueron debidamente traducidas por el intérprete, que las repitió en el inglés chapurreado que suele hablarse en China.

—Te saludo, Timur Effendi —dijo Gerald.

Alicum salera, sahib.

—Preguntadle si habla algún idioma europeo —ordenó Gerald.

Cuando me tradujeron la pregunta, levanté los brazos con las palmas de las manos hacia afuera y menee la cabeza.

—He aprendido de los tenderos de Zanzíbar a hablar un poco de hindustani me atreví a decirle al intérprete para que lo tradujera.

—Dice que habla un poco el hindustani.

Gerald habló como a la descuidada con Sukey le dijo:

—Esto puede que sea útil.

—Gerald, ¿le hemos visto en la corte del sultán?

—Estoy seguro que no. Me acordaría de su hermosa cicatriz.

—Y yo también, por lo menos así lo creo. Pero al principio me pareció que tenía algo…

—Todos estos tipos se, parecen. —Gerald se volvió nuevamente hacia mí y me habló en mal hindustani—. ¿A qué vienes aquí, Timur Effendi?

—A por marfil, sahib.

—A juzgar por el tamaño de los elefantes que hay por aquí, no creo que encuentres mucho.

—Aquí no, sahib, porque los elefantes son muy pequeños. Aquí, o han acabado ya con esta clase de animales, o esta clase de caza ha sido alejada de estas tierras por estar demasiado cerca de la costa. Estoy solamente de paso con mis porteadores, para dirigirme a la lejana y salvaje región de Wazeguha.

No era difícil hablar el hindustani con acento árabe y haciendo frases sencillas.

—Se me hizo creer que esta era una tierra maravillosa para cazar.

Yo iba a empezar a contestar, pero no me dejó, como si hubiera pensado las cosas mejor, me dijo:

—Timur, habla sin temor. Nadie aquí, excepto memsahib, yo y nuestros sirvientes conocen el hindustani.

Sahib, el honorable jeque, el buen siervo del sultán y mi hermano en la Fe, no es cazador.

—Ya he tenido ocasión de verlo.

—A pesar de que es un ghandur bahadur[35]

Gerald se dirigió al malayo.

—Dile a Bismilla que Timur dice que es más valiente que un león.

Después de haber sido traducidas esas palabras, y de haberle dado Bismilla un tirón de barbas en señal de agradecimiento, Gerald habló en hindustani otra vez.

—Ahora, Timur, puedes seguir hablando; pero no incurras en la adulación.

—El sahib comprende bien las cosas. Verdaderamente, puesto que eres huésped de nuestro sultán, debo decirte la verdad. El gran jeque es un famoso comerciante en esclavos. Por eso, algunos que viven en las lejanas tierras altas, sienten rencor hacia él.

—No me extraña.

—Aunque no son más que shenzis pueden atreverse a atacarle cuando no le vean protegido por vuestras armas de fuego. Por esta razón ha escogido, para cazar, este lugar, que es más seguro para él. Y en verdad, con un poco de mejor suerte, podríais cobrar muy buenas piezas.

—¿Qué caza hay en esas tierras altas, además de los elefantes?

Sahib, te podría contestar más fácilmente diciéndote la caza que no hay allí. El búfalo que has matado, y perdona que te lo diga, sahib, no es digno siquiera de que le echen una mirada. Hay leones con melenas negras, interminables manadas de cebras, fieras en abundancia, y, para hablar con franqueza, peligrosas. Pero, sahib, esa tierra está dos días de marcha más allá de los dominios del sultán. Es una parte deshabitada del reino de un rey negro.

—No creo que ese rey se atreva a molestar a un inglés.

—Ni yo tampoco, sahib; pero los shenzis pueden evocar conflictos al honorable jeque.

Gerald se volvió hacia su mujer, que se puso a escucharle con la atención de una esposa. En la muñeca de una de sus manos, cuyos largos dedos apretaba la mejilla vi por primera vez un extraño brazalete, de oro y esmalte, hecho en la India, del que colgaba una pequeña y reluciente moneda de plata. ¿Qué suerte te traerá esa moneda, Sukey, cuando haya terminado el safari?

—Quisiera ir allí —le decía a ella Gerald—. Me pudriría si me quedara aquí. O voy allí, o regreso a Zanzíbar.

—Ten cuidado, Gerald. Yo creo que no deberíamos salir de los dominios del sultán.

—Tontería, preciosa, si pudiéramos cazar a gusto. Esos negros saben lo que les puede pasar si intentan traicionar a un sahib. Por supuesto que este tipo quiere su buena propina, su baksheesh, por acompañarnos y ayudarnos. —Se volvió hacia mí para preguntarme: ¿Tienes tu campamento cerca?

—Sí, sahib; pero lo levantaré mañana por la mañana. Nos hemos quedado hoy en él por ser día de fiesta para los de mi Fe. Si tú quieres levantar el tuyo, mis hombres y yo iremos contigo hasta el extremo del valle, cosa de cuatro horas de marcha. Seguramente que allí se cazará mejor que aquí. Allí te podré dejar un día a mi gran levantador de caza Na’od.

—Acepto con gusto.

—Pero te ruego, sahib, que no digas una palabra de esto al jeque hasta que yo me haya marchado, y le engañarás para que no me tome mala voluntad por haberme metido en sus cosas.

—Lo haré, Timur, aunque esto me importa a m no a él. ¿También eres tú un cazador famoso?

—No, sahib; dependo de Na’od para que me lleve donde está la caza y para que me avise cuando el tirar pueda ser peligroso para mí. Una vez un león del desierto me clavó las zarpas.

—Sukey, este es el primer árabe que he encontrado que no aprovecha una ocasión de alabarse.

—No estoy muy segura de que esto me guste, tampoco.

—¡Vamos, Sukey! Tienes demasiada imaginación. —Volviose otra vez hacia mí—. ¿Querrás pasar con tus gentes por aquí mañana? Me hallarás preparado para emprender la marcha y seguirte.

Le hice una zalema a Gerald, incliné mi cabeza en dirección a Sukey y me alejé caminando presuroso para ocultar la flojedad que notaba en mis rodillas. Cuando llegue a nuestro campamento, Sithy se me quedó mirando con ojos interrogadores, y, aunque yo no supe qué decirte, vi que sus ojos estaban más abiertos y veían con más claridad que nunca. Parecía que hasta entonces sólo había visto a Sithy comparándola con Sukey, ahora la veía en contraste con Sukey. Sus cabellos no me recordaban ya los de la que había sido mi amada, Sithy era una niña de las nieves del Kush indostánico, y Bachhiya una hija del sol. Me alegraba de haberla traído conmigo ahora que estaba en su propio elemento. Vi que su rostro era hechicero, y supe que mis ojos, que sólo por el hábito de mirar a otro rostro no habían aprendido a verlo, hallarían en él una belleza única.

Me di cuenta, de repente, de lo fuerte que era Sithy. Tal vez su vestido, de lana toscamente tejida, el que solían llevar las mujeres beduinas cuando sacaban a apacentar sus rebaños, revelaba lo que habían ocultado los trajes de seda que se había puesto en palacio. La recordé cuando, montada a lomos de un camello, me la traje atravesando las montañas —aquellas montañas que causaban vértigo— desde la frontera de Kafiristán. Los músculos fuertes y los corazones robustos, o nacen con los seres humanos o se adquieren en la más temprana niñez; en edades más tardías, se adquieren rara vez, o se pierden del todo. Conseguí que Sithy se aviniera a viajar en litera solamente la mitad del día, a última hora de la segunda jornada, cuando yo también estaba cansado y cojeaba al andar, pero ni un momento antes. Estaba un poco más delgada, pero mucho más flexible. La escasa carne que cubría sus huesos faciales, aún parecía más escasa por estar tan apretada; era encantadora su cara bajo sus ojos, y producía la carne que allí había el efecto de superficies planas entre el pómulo y la mandíbula inferior. Llevaba el pelo recogido en dos trenzas que daban vuelta a su cabeza y que parecían cuerdas de cáñamo, que era el modo como yo me imaginaba que las ninfas mitológicas llevarían peinados sus cabellos.

—¿Has visto al sahib y a la memsahib? —me preguntó, aparentando no sentir curiosidad.

—Sí. Y tú, ¿cómo has pasado el día?

—Subí muchas colinas con Bazizl, —Bazizl era un animoso swahili que tendría aproximadamente la edad de Sithy—. Cogí una escopeta por si un león quería comérsenos.

La escopeta era uno de los viejos mosquetes que no servían para matar leones.

—¿Ya sabes dispararla?

—Sí. Mi padre era un buen cazador de markhor y de osos. Me enseñó a cargar y a disparar una escopeta. Era muy pequeña entonces, y, cada vez que disparaba me caía al suelo. Él se reía, pero no se rio el día que un lobo vino a matar nuestros carneros y yo le dejé muerto de un tiro.

—Fue aquello un trofeo mejor que el que puedan ganar el sahib y la memsahib, mejor aún que el de un león con melenas negras o el de un elefante.

—Si pudiera mataría algunos ciervos para comer nosotros.

—Son antílopes y no ciervos, y su carne es excelente comida. Pero huye de los leones, si es que ves alguno y sobre todo aléjate del aire que hacen al correr los rinocerontes. Si uno te ve o te huele, súbete a un árbol y no bajes de él hasta que se haya ido.

—Haré todo eso; pero, Timur Rajan, no te preocupes por mí mientras no hayas terminado ese negocio que llevas entre manos. Me sentiré feliz en las montañas, porque hacía mucho, muchísimo tiempo que no respiraba aire puro. Cuando el shauri acabe…

—¿Cómo, ya hablas como Bazizl?

—A la vuelta te pediré la libertad.

—El sultán te la dio. Eres libre ya.

—No es bastante. Volveré a hablar de esto más adelante, cuando mi amo tenga tiempo para escucharme.

Me sonrió largamente, como si me prometiera buenas noticias.

Aquella misma noche dividí mis gentes. Yo llevaría conmigo al campamento de Gerald, para desde allí hasta la frontera, aproximadamente dos tercios de los porteadores y de la carga, las dos tiendas y una de las escopetas de mayor alcance. Hamyd, con el resto, se situaría a nuestro flanco a cosa de diez millas de distancia, donde el grupo no pudiera ser visto ni oído. Convinimos señales para comunicarnos por medio de ellas si era necesario, e hicimos planes; la ejecución de algunos de estos últimos exigiría que Hamyd y unos pocos swahilis, de los más valientes, renunciasen al calor de los fuegos del campamento durante la noche. Hamyd, sobre todo, tendría que estar vigilando constantemente.

—Habrá una luna espléndida, Seyed Na, y me mantendré alejado de las espesuras. Andaré siempre por campo raso, por donde puedan verme bien los leones para que no me confundan con un gamo, y, como no sea que tengan mala costumbre de nutrirse con carne humana Na’od dice que por aquí lo hacen rara vez, y que si acaso lo hacen es cuando rondan por las cercanías de los pueblos, pueden estar seguros esos reyes de la selva de que no he de meterme con ellos. Vete tranquilo, que procuraremos evitar encuentros con rinocerontes, búfalos y elefantes. Y si alguna de estas fieras me ataca a mí, para eso está la escopeta. Aunque tuviera que correr peligros diez veces mayores que estos, yo los consideraría thar.

Por la mañana levantamos el campamento, y Hamyd y yo, con nuestros respectivos seguidores, tomamos senderos diferentes. Iban en mi compañía dos montañeses, blanca la una, negro el otro, o sea, Sithy y Na’od. Ambos tenían instrucciones de no nombrar para nada, a ningún compañero nuevo, el safari de Hamyd. Al acercarnos a las tiendas de Gerald, inspirábamos confianza, porque mis gentes eran todos humildes porteadores negros de una tribu pacífica y que llevaban calzones; porque la carga que llevábamos no tenía nada de sospechosa; porque una escopeta y un mosquete eran todas las armas de fuego de que disponíamos; porque, detrás del amo, caminaba reposadamente su esclava. Un jefe árabe no hubiera permitido que su esposa le acompañase en un safari, por supuesto; en el caso de que esta hubiera tenido que viajar por necesidad, hubiera llevado la cara tapada con un velo. El pelo color de trigo de Sithy no se veía con la capucha puesta; su cara estaba tostada por el sol. Probablemente, ni Gerald ni Sukey pudieron ver bien el verdadero color del cutis de Sithy hasta que nosotros estuvimos lo bastante cerca de ellos para oír el sonido de sus voces. La mirada de los esposos se clavó con mal disimulada curiosidad en ella y Gerald cuchicheó con Sukey.

—No esperaba que llegases tan temprano, Timur fendi —dijo afablemente y en hindustani Gerald, luego que le hube hecho una cumplida zalema.

—Los buenos musulmanes deben levantarse al despuntar el día, sahib, aunque sus cabezas se caigan de sueño.

—Y aunque tengan a su lado dulces compañeras —añadió Sukey, lanzando una mirada centelleante a Sithy.

No, no fue Sukey, fue Bachhiya la que dijo esto, o a quien se le escaparon aquellas palabras. ¡Dentro de la pukka memsahib esposa del comisario gobernador de Sind, cuyo aspecto exterior era casi siempre correcto, Bachhiya vivía todavía!

El efecto que produjo en Gerald la gozosa y lasciva alusión de su mujer me inundó a mí de júbilo perverso. Enojado, embarazado en extremo, logró dar a su rostro una expresión de frialdad, pero no pudo borrar de sus mejillas el color que pintó en ellas el sonrojo. Debió pensar que Sukey había perdido izzat ante un indígena, y, puesto que ella era su memsahib, también había sufrido él una pérdida equivalente. Probablemente, aquello había ocurrido ya otras veces, cuando Bachhiya rompía su extrema corrección. Por supuesto que Gerald no sabía, ni sabría nunca, que un solo toque de la Naturaleza puede hacer del mundo entero una familia única, y que, por ello, hasta el árabe más orgulloso podía sentir viva alegría y sentirse calurosamente halagado, y admirarle a él, a Gerald, porque había sabido conquistar a tan afable memsahib. Di una respuesta atrevida.

—Lo que me asombra, sahib, es que tú puedas abandonar el lecho antes del mediodía.

Se hizo más intenso el rojo oscuro que coloreaba la faz de Gerald, y se movió su boca como si se estuviera mordiendo la lengua. Recurriendo al disimulo, pudo hacer ver que hablaba en tono festivo cuando dijo a su mujer en inglés:

—Ya ves lo que consigues cuando sueltas una de esas cosas tuyas y la recogen los oídos de un cochino y mal pensado indígena, si tú no lo hubieras invitado a hacerlo, le hubiera dado un puñetazo en la barbilla.

Aquel hombre que había tramado, y aparentemente ejecutado, el asesinato de su medio hermano para quitarle la esposa, no era hipócrita al hacer a su mujer tan duro reproche, y yo, en vez de recibir alegría por ello, experimenté una sensación de aturdimiento, me sentí abatido.

—No le pegues, Gerald —contestó vivamente Sukey, sin alteración en su voz—. No es un paria, es un jefe árabe, y te clavaría su cuchillo antes de que tú pudieras levantar el brazo. Fue culpa mía, y lo siento. No hablemos más de esto, por favor.

—Perdóname, preciosa; pero no olvides que debes mantener tu dignidad cuando te halles rodeada de indígenas. —Y volviéndose hacia mí, me dijo—: Me alegro de que hayas traído tu compañera. Si está acostumbrada al safari, podría dar buenos consejos a la memsahib, que viene a África por primera vez. ¿Puedo preguntar si es circasiana? Como no lleva puesto el velo, veo que es muy blanca de piel.

—Sólo sé que nació entre montañas y muy lejos de aquí.

Gerald se volvió, muy amable, hacia Sukey.

—No creo que sea circasiana con esas facciones tan mongólicas que tiene. Más bien me parece que debe ser lo que se llama un huno blanco de Kafiristán; pero, para que tenga la piel tan blanca, ha de haber habido algún tránsfuga sueco entre sus ascendientes. Fíjate en su garganta y en las puntas de los cabellos que se le ven. Sería bonita del todo si…

—Yo la encuentro guapa.

Gerald se dignó prestarme atención nuevamente.

—Estaremos listos para partir dentro de unos minutos. ¿Puede ofrecerte mi cocinero una taza de té?

—Ahora, no; si no lo tomas a desprecio.

Mientras los hombres terminaban de acomodar la carga, Sukey hablaba afablemente en hindustani a Sithy, y recibía de la joven tímidas respuestas. Evidentemente, estaba encantada de que aquella pequeña pagana supiese hablar en esa lengua, porque así tendría una compañera de viaje con quien poder charlar. Como lo último que se recogía era la tienda de campaña de los amos y lo que había dentro, se ofreció a enseñarla a Sithy Gerald oyó el ofrecimiento.

—Muy digno de ti, Sukey —le dijo en inglés—, pero vigila sus deditos.

Cuando nos pusimos en camino, Na’od y yo íbamos a la cabeza de la fila en calidad de guías. Porque yo andaba a pie. Bismilla no se atrevía a montar en su cabalgadura, y Sukey —ella sabría la razón— abandonó su litera al pie de la primera colina que encontramos.

—Necesito estirar las piernas —fue la razón que di a su marido.

—Y a mí me gustaría hacer lo mismo —dijo él— pero me abstengo, porque me parece que voy a tener que hacer algo más importante que eso.

En tres horas alcanzamos el valle que ponía fin al territorio de soberanía del sultán. Hicimos un alto antes de cruzarlo. Gerald no dio orden de instalar el campamento allí. En cambio, se puso a escudriñar las inmediaciones con sus anteojos de campaña.

—Veo una manada de antílopes grandes y algunos antílopes pequeños —dijo a Sukey—. Esta región parece un poco mejor que la Montaña del Rinoceronte pero un poco nada más.

—Haz que mire Na’od —propuso Sukey.

—¿Qué puede ver que no haya visto yo?

Sin embargo, Na’od miró, y vio lo que él juzgó era una manada de búfalos sobre una colina lejana.

—También creo ver un león sobre ese montón de rocas que está sobre el declive opuesto del valle —me dijo Na’od a mí.

—Timur Effendi, ¿hemos de alejarnos mucho la frontera para hallar caza en abundancia? —preguntó Gerald.

—A cada hora de marcha que hagamos se verá más caza, sahib. Pero si tú deseas plantar tus tiendas aquí, se quedará contigo Na’od el resto del día para servirte Seguramente podrás disparar alguna vez tu escopeta.

Mi hermanastro sostuvo una conversación con Bismilla con ayuda del intérprete malayo.

—Desearía ir más lejos de aquí acompañándome Timur Effendi.

Excelencia, el sultán no puede garantizar la seguridad de tu persona más allá de este valle, ni yo puedo asumir la responsabilidad de escoltarte más lejos.

—¿Qué peligros se pueden temer, jeque Bismilla?

—El principal, el de los shenzis, que se sabe van a cazar por allí. Y son mala gente, sahib.

—No es mi intento que desobedezcas a tu sultán, pero yo no he hecho tantas millas de camino para quedarme sin gozar de esta cacería, y, aunque soy amigo y admirador de tu soberano, soy un súbdito de mi Rani. Si crees que es tu deber volverte, lamentaré tenerme que privar de tu agradable compañía; pero con mi intérprete, espero poder arreglarme sin ti.

—Los porteadores swahili no se atreverán a penetrar en territorio shenzi sin mí, sahib.

—Pregúntaselo a ellos, sahib —dije yo en voz baja y en hindustani a mi hermano.

—Haz que lo pregunte Na’od.

Na’od lo hizo, y los interrogados contestaron que sí con la cabeza y enseñaron los dientes. Uno de ellos dijo:

—No tenemos miedo de los shenzis, bwana.

—Ya ves lo que contestan, Bismilla. En vista de ello, decido seguir adelante.

—Yo soy un súbdito del sultán, sahib, como tú sabes —se apresuró a decir el jeque—. No obstante, tendré placer en enseñarte el camino, y si decides internarte en la tierra de los grandes y blancos colmillos de marfil, plantaré mis tiendas al lado de las tuyas hasta que conozcas el terreno, pero no me haré responsable de tu seguridad personal. Té digo la verdad cuando te afirmo que los shenzis pisan a veces estas tierras y que no se someten a la autoridad de ningún rey.

—¿Son los shenzis amigos de los árabes?

—No nos quieren, sahib; pero no sienten rencor especial contra mí, y voy y vengo cuando se me antoja.

—Lo mismo hace un sahib digno de serlo. Y me figuro que esos shenzis deben saber lo que son los sahibs; podrán no obedecer a ningún rey, pero es seguro que no querrán que un regimiento inglés les pida cuenta, con las armas en la mano, de lo que haya podido suceder a un sahib. Timur, ¿te castigará tu sultán si me acompañas?

—No, si me relevas del deber de proteger tu persona fuera de sus tierras.

—Te relevo. Díselo así a Bismilla.

Repetí la conversación en árabe a Bismilla.

El jeque dio un fuerte tirón a sus barbas; luego se las acarició con la mano.

—Soy Bismilla, jeque de Pangani —declaró—. Aunque no asumo ninguna responsabilidad por su marcha más allá de la frontera, le acompañaré y le daré la protección de mi cimitarra. —Se volvió con orgullo hacia el malayo y le mandó:

—Dile a tu amo lo que he dicho yo.

Las cosas no iban del todo mal para mí y mis planes. Si el jeque volvía a la corte ahora, iría en derechura a contar al sultán que yo guiaba a sus huéspedes de honor por el país shenzi, y de allí podría salir la posibilidad de que se mandase una compañía de ascaris para protegerlos. Más tarde, si todo seguía marchando bien, el peligro podría evitarse.

Por lo tanto, seguimos adelante, y aquella misma tarde dije a Na’od una bien premeditada mentira. Le dije que deseaba que Bismilla perdiera izzat a los ojos del sultán por abandono de su puesto, y que para ello tendríamos que penetrar en el país mucho más adentro de lo que él se atrevería a llegar. Para que no nos fallase el plan, habría que hacer de modo que el sahib no viese demasiada caza a lo largo del camino; llevarlo por tierras de verdes pastos. Na’od, que despreciaba a aquel jeque tan mandón y que sabía que el peligro de los shenzis era poco menos que inexistente, se declaró dispuesto a prestarme la más entusiasta colaboración.

Viajamos todo el siguiente día sin oír muchas protestas de Bismilla, quien hacía cuanto podía porque no se le viera por fuera el miedo que tenía dentro. Fue un gran alivio para mí que Sukey no se opusiera a nada Creo que le parecía la aventura tan maravillosa como a Sithy. Proseguimos la marcha al siguiente día para que el sahib y su memsahib pudiesen cazar, guiados por Na’od. La pareja volvió loca de contento con la piel de un bonito leopardo, que Gerald había tumbado disparando desde un árbol a cien pasos de distancia. Habían visto un rinoceronte y hallado huellas medio borradas del paso de elefantes, grandes como aros de tonel —dijo él—, pero que estos y los leones se habían desviado hacia el Oeste. Na’od les había dicho que nadie podía dar razón de las idas y venidas del Timbu de enormes colmillos, y que los leones, indudablemente, estarían persiguiendo a las manadas de antílopes y de cebras por las tierras altas, cubiertas de hierba.

Díjome Na’od que le costó gran trabajo el hacer desistir a la pareja de contemplar la matanza que hacían en una manada de antílopes grandes siete leones juntos, y todos machos, en una espesura.

—Mañana, Bismilla, quiero emprender la marcha hacia la tierra del gigante de marfil blanco, para llegar a ella a primera hora de la tarde del segundo día, dijo Gerald, y lo hizo traducir por su intérprete.

—Esto es contra mis deseos y mi parecer, sahib —replicó el jeque— pero, si nos atacan los shenzis, moriré peleando.

En la mañana del segundo día llegamos a una ancha meseta circundada por purpúreas montañas. El aire era fresco y maravillosamente límpido. Ni en un solo momento de toda la mañana dejamos de ver caza por todas partes. Las rayadas pieles de las cebras centelleaban como espejos a la luz del sol; dormitaban o tascaban estos animales en casi todas las partes donde miraban nuestros ojos. Los gnus se movían a través de las planicies cubiertas de hierba, u holgazaneaban a la sombra de las mimosas, a millares que no se podían contar; una vez y otra los asustábamos para hacerles abandonar su pereza y verlos correr formando semicírculos, dar brincos, huir llenos de terror; bestias feísimas, de gran alzada, con la cara cubierta de pelos, que tienen el hocico y los cuernos de buey, las patas de ciervo y las grupas y crines de caballo, y que son, después de las cebras, la presa favorita del león. Por todas partes se podían ver finos ejemplares de esos rollizos animales que se parecen a la cabra y que en África se llaman topis, juntos con esos parientes suyos que tienen cara de tontos a los que los africanos dan el nombre de kongonis, y que según los zoólogos, son ambos Alcelaphus caama, o sea, antílope grande. Mansas jirafas se paseaban con mucho decoro por allí, cada una con una torre tan alta, que uno se pregunta cómo pudieron entrar en el Arca de Noé cuando Jehová mandó el Diluvio Universal. ¿No sería que Jehová, al ver su forma grotesca y su inocencia compadeciese de ellas y las refugió en la cima de una montaña secreta más alta que la de Ararat? No se ha podido saber, porque como todas sus generaciones han nacido mudas, jamás se ha oído salir de la larga garganta de este animal el más pequeño grito de alegría o de dolor.

Na’od, ¿quiere el sahib cazar una jirafa? —pregunté yo.

—Sí; arde en deseos de hacerlo, porque tiene sitio en su durbar para poner, como adorno, la cabeza el cuello, y con lo que quedara de su piel, salpicada manchas redondas, tapizaría los asientos de algunas sillas. Eso parece que ha dicho a Bismilla.

—No se le debe consentir que mate a ninguna.

—¿Sifahamu?

No conocía esta palabra, aunque parecía indicar que Na’od no había comprendido lo que yo pretendía.

—No debe matar ninguna, Na’od.

—Pero, Timur Effendi, eso no se le puede decir un sahib

—Ahuyenta a la jirafa, o dale con disimulo un golpe en el brazo cuando apunte con su rifle. No estaría bien que matase un animal que no puede gritar de dolor o de furor ni aun en los momentos de su agonía.

—Pero…

—Es una orden, Na’od. De ahora en adelante, y tú eres el primero en saberlo, el sahib no mandará más en el safari. Si sus deseos o sus palabras se oponen a los míos, se obedecerá lo que yo mande.

Aquel somalí gigantesco y tan negro como el ébano se quedó pensativo un instante, mientras sus grandes ojos brillaron al sol.

—Me parece que en todo esto hay algo más que tu deseo de que Bismilla pierda izzat.

—Sí. Te explicaré esto muy pronto.

—Entretanto, escuchar es obedecer.

Aquella hermosa tierra continuaba revelándonos miríadas de diversos moradores. Pequeñas y linda gacelas, que hacían dar vigorosas vueltas a sus rabos como si fueran juguetes mecánicos que se dieran cuerda automáticamente para dar saltos prodigiosos, pacían entre las patas de sus compañeras las jirafas, que parecían torres por su altura. Pero las gacelas, sólo galopaban cuando pretendían saltar; los saltos más grandes los daban aquellos antílopes de cuernos finos y largos, de piel entre bermeja y parda, que se llama m‘pallas saltos que, por lo largos, parecían de una ligereza increíble; un reto a la ley de la gravedad. Gerald quiso parar, poder apuntarle con su rifle, a un antílope grande, cuya piel tenía el color que tiene la de la marta, un antílope que tenía cara de arlequín y cuernos como cimitarras, pero el animal huyó volando como una flecha; Na’od lo llamó Palahala, y era verdaderamente uno de los seres más hermosos de la naturaleza. Lo mismo de hermoso y de grande, y más que hermoso impresionante, era un antílope, de piel entre rojiza y parda y con rayas blancas, muy alto, con cuernos que parecían líneas espirales, y en el que Gerald creyó identificar a un ejemplar de kudu.

Así debió de ser el mundo antes de Adán. No vimos leones, que estarían reposando a aquella hora del día; pero, indudablemente, bastantes de ellos nos verían a nosotros. Las hienas esperaban en sus rocosas cavernas a que se pusiera el sol; los leopardos se hacían invisibles entre la luz y la sombra; los búfalos buscaban la sombra en las laberínticas espesuras para salir cuando refrescara la tarde; los pocos elefantes que encontramos tenían los colmillos pequeños —la regla y no la excepción aquí, según me confió Na’od— pero a veces los monstruos que los tenían de doce pies de largo venían de Ukimbo y del Masai a darse un paseíto por donde nosotros estábamos. Nos sorprendió no hallar rinocerontes, y esto decepcionó a Gerald y alegró mucho a Na’od; estos feroces animales, tan difíciles de matar, eran más que medio ciegos, pero, aún así y todo, es de suponer que se darían cuenta de la presencia de seis veintenas de miedosos porteadores a los que podrían atacar; sin embargo, se veían por doquier las huellas de sus patas y los montones de estiércol que habían dejado.

Al mediodía instalamos un cómodo campamento junto una fuente de aguas claras. Mientras Sukey descansaba en su tienda, Gerald hizo una salida de breve duración y regresó, triunfante, con la nueva de que había matado a un rinoceronte. Su entusiasmo, de chiquillo me preocupó un poco, porque me recordó los viejos tiempos pasados en Berkshire; pero mi inquietud pasó pronto y mis recuerdos cambiaron de aspecto. Mi hermanastro se quedó frío cuando Na’od le dijo que los porteadores no podrían ir hasta el día siguiente a recoger las trescientas libras que pesaban la cabeza y el cuello de la pieza abatida, porque de ir ahora se les haría de noche antes de que pudieran llegar a los fuegos del campamento y no podrían defenderse de los peligros que podrían encontrar durante el crepúsculo. Los leones y las hienas no tocarían a la bestia muerta hasta que no la hubiera ablandado el sol, porque piel de esta, que viene a tener como dos pulgadas grueso, es más bien impenetrable para las zarpas y colmillos de ellos.

—Si los porteadores se atreven a ir y a mí me proporcionáis antorchas, esta misma noche la hago traer al campamento —dijo Gerald.

—Eres muy valiente, sahib —le dije yo—, pero recuerda que los swahilis no son sahibs, sino negros.

Lo que yo le dije le apaciguó, y se puso a contar sus aventuras de aquel día a Sukey.

—También hubiera cazado una jirafa, Sukey, que por lo menos tenía dieciocho pies de altura, si Na’od no me hubiera hecho caer en el momento que iba a disparar. Es un buen levantador de caza, sin embargo, y me parece que voy a tratar de ganármelo con dádivas para que se quede conmigo cuando Timur se vaya.

—¿Piensas quedarte aún después que él se marche? —preguntó Sukey.

—¿Por qué no? Dije en la corte del sultán que mi excursión podría durar dos meses.

Ni que decir tiene lo que me gustó oír aquello.

—No creo que Na’od se venda. No parece hombre de esa clase —observó Sukey.

—A veces tienes unas ideas muy románticas acerca de los indígenas, preciosa —replicó mi medio hermano a su mujer, mirándola complacido—. Aún tengo que ver al primero de ellos que no sea capaz de vender a su propia hija si se la pagan bien.

«¿Y qué me dices de vender al propio hermano, Gerald?», pensé yo. Pero mi lengua siguió muda y mi rostro permaneció inexpresivo.

—No me parece bien que intentes que Na’od deje a Timur… —dijo Sukey.

—Quizá no esté bien hacerlo; pero ten cuidado, Sukey, y no pronuncies tantas veces el nombre del árabe a quien te refieres, porque estos negritos ponen unas orejas de a palmo cuando hablamos. Ese árabe, repito, no nos ayuda porque nos quiera precisamente.

«¡Aciertas en cuanto a ti, Gerald!», pensé yo.

—Algo busca, o la gratificación que le podamos dar, o izzat con el sultán, tal vez…

«¡Qué poco te imaginas lo que busco, Gerald!».

—Bueno, si Na’od se va también, tendré que cazar con estas gentes, es decir, entenderme con los swahili, Ha sido una suerte que me haya traído ese pequeño diccionario que edita la Misión Metodista de Zanzíbar.

«¡Ten cuidado, Gerald no vuelvas a copiar mal las palabras! ¡Destino, que necesidad tenías de hacerme ir tan lejanas tierras para que se agitaran mis recuerdos!».

Cené en compañía de Sithy en la mayor de nuestras dos tiendas, levantada a cien pasos de distancia de la tienda de Gerald. Si él o Sukey se habían preguntado por qué hacía yo plantar dos tiendas, nunca habían hablado de ello en mi presencia. Sithy accedía a acompañarme las veces que yo iba a sentarme junto al fueguecito que los criados de Gerald encendían para él cerca de su tienda; nos servían de asiento los vacíos cajones que habían contenido comestibles. Era un fuego encendido para él y su memsahib exclusivamente, lo bastante lejos de donde tenían su campamento los porteadores para que no se oyeran los ruidos que estos hacían ni se percibieran los malos olores que despedían. La cara de Sukey se ponía radiante cuando estábamos allí, Pero la de Gerald se ponía rígida porque, para él, éramos intrusos que le veníamos a molestar. Ya se tendría que haber acostumbrado a aguantar aquella clase de molestias, porque en su cargo oficial necesitaba tomar grandes dosis de paciencia para poder tratar con los funcionarios indígenas.

Generalmente tales funcionarios para desarrugar ceño del sahib, tenían que justificar con mil excusas su inoportuna presencia. Creo que Gerald esperaba que yo hiciese como ellos, y que estaba algo sorprendido al ver que me sentaba sobre un cajón vacío sin dar explicaciones ni aguardar a que me invitase a hacerlo. Solía yo, en tales ocasiones, sonreírme después de haberme sentado y hacer una seña a Sithy para que tomara asiento a mi lado.

—Míralo, hace como si estuviera en su casa —decía en voz baja a Sukey. Luego se dirigía a mí para preguntarme—: ¿Dónde piensa llevarnos mañana Na’od?

Cierto día le contesté:

—A hablarte de eso he venido, sahib. Na’od me ha dicho que no encontrarás caza más variada que aquí por lejos que vayas. Que podrás cazar aquí todas las fieras que desees. Búfalos enormes, sobre los cuales podrás probar tu puntería, no te faltarán, y esto es ya un excelente deporte; pero, para cazar elefantes se tiene que ir forzosamente más lejos. Nosotros no somos deportistas, sino cazadores de elefantes, sahib. Na’od me ha dicho también que en lo de levantar la caza sabes tanto como él, y que, como ya conoces el terreno, ya no le necesitas como guía. En vista de eso, mañana nos separaremos de ti para continuar nuestro viaje hacia Ukimbo.

El juego al que yo me entregaba ahora no era nada más que un agradable pasatiempo para mí. Sin embargo, tenía mucho interés en descubrir si Gerald sospechaba algo de nuestras intenciones, pues por cierto detalles que yo había podido observar en Sukey me había parecido que esta tenía alguna sospecha. En tal caso nuestros planes tendrían que sufrir alguna variación Gerald no sabía adonde tenía que ir para hallar ejemplares raros de los animales que se podían cazar por allí, pues sólo sabía distinguirlos después que se los había enseñado Na’od.

Observé con atención la cara de mi hermanastro, pero no pude leer nada en ella, pues permanecía inexpresiva.

Na’od exagera, Timur Effendi. Yo no tengo las habilidades que él me atribuye, y, la verdad, esperaba que tanto él como tú, os quedaríais conmigo varios días más.

—No lejos de aquí deben andar algunos shenzis. Na’od ha visto huellas de su paso. Si se entera Bismilla insistirá en volver a la frontera, en cuyo caso muchos de sus porteadores le seguirán. Entre sus hombres aún quedan más de uno de los que le ayudaron a coger esclavos, y por eso temen que la venganza de esos salvajes puede caer lo mismo sobre las cabezas de los justos que sobre las de los pecadores. Esa es la razón, sahib, aparte de lo que supone para mí el privarme de tu honrosa compañía, de que me sea un pesar tan grande el despedirme de ti. Claro que esos salvajes de shenzis no osarán atacar a un sahib, pero si tú te quedas sin bastantes porteadores no podrás transportar tus trofeos de caza y tus cosas hacia el río.

Gerald habló a Sukey en inglés.

—¿Qué piensas de esto tú?

—No sé qué decirte.

—Vamos a ver si averiguamos algo. —Y se volvió hacia mí—. Timur Effendi, no quisiera que si, abusando de tu amabilidad, te ruego que retrases tu marcha un poco más, pierdas el provecho que pudieras sacar de tu viaje yéndote en seguida. Si te puedes quedar conmigo hasta que haya cazado más fieras…

Le enseñé las palmas de las manos, moví la cabeza a un lado y a otro, me incliné reverente como hacen los árabes corteses cuando tienen que dar una negativa.

—Te agradezco, sahib, esa prueba de consideración que me das y que yo no merezco; pero yo no puedo tomar nada, ni como pago ni como dádiva, de quien es huésped de nuestro sultán. Aunque yo fuese pobre no Podría recibir nada de ti; pero yo no lo soy, porque Alá me ha colmado de bendiciones y de riquezas en este mundo. Te serviré sin paga, sahib, por ser quien eres, y mañana mis exploradores seguirán las huellas los shenzis para ver si esos salvajes han abandonado este país. Si se han ido, como creo probable que lo hayan hecho, el jeque Bismilla y sus porteadores no tendrán miedo y se quedarán. Si están aún, Bismilla no sabrá hasta dentro de uno o dos días, y en esa tierra Na’od cazará contigo y te levantará toda la caza que pueda por si tienes que volver a la costa con el jeque.

—No esperaba menos de ti —me dijo Gerald.

Volvió a hablar con Sukey, a la que preguntó:

—¿Crees que este hombre es lo que aparenta ser?

—Eso por lo menos, y, tal vez, algo más.

—Puede ser un árabe de la más distinguida nobleza, y por ello más responsable ante el sultán. ¡Se lucieron los consejeros del sultán al hacer que la elección de este recayese en Bismilla cuando se tuvo que nombrar un jeque que nos acompañase en nuestra excursión! Pero esas gentes lo hacen todo así. No nos queda más remedio que…

Bismilla estaba sentado sobre un tronco de árbol cerca del fuego que, para ellos, habían encendido los indígenas, y me miraba con envidia. Bismilla debió oír que pronunciaban su nombre, pues se levantó y vino hacia nosotros, orgulloso, contoneándose, como si le hubiesen llamado. Me dio la paz de Alá cuando llegó y cogió un cajón para sentarse. Mas Gerald no había llamado al intérprete malayo y no podía hablar con el sahib.

—Oigo un león —me dijo Sithy en voz baja.

Había anochecido, y Simba salía de su cubil. Escuchando con atención, yo también oía un lamentoso, un rítmico gruñido en la oscuridad, a lo lejos. Todos nosotros oíamos el salvaje, el maravilloso nocturno entre intermedios de profundo silencio. Una hiena solitaria rompió a reír con risa demoníaca; otra le contestó, desde lejos, con un aullido imponente, y pronto una legión de almas perdidas, coreando sus agudos gritos, sus lamentos, sus sollozos interminables, sus hórridas risotadas, se puso a cantar a la luna. Aquella infernal barahúnda cesó de repente, como si la hubiera hecho parar con su batuta un director de orquesta, y sólo se oyó entonces la poco ruidosa crepitación del fuego. Se oyó luego un larguísimo, un agudísimo grito, que destrozaba los tímpanos, como el que da un cerdo en la agonía, y que sonó no más lejos de un cuarto de milla de donde estaban nuestros fuegos. Supuse yo que lo dio un erizo que había caído bajo las zarpas de un león o de un leopardo.

Se vio que Gerald sintió lástima por aquel animal moribundo, porque torció un poco la cara al oír su grito de agonía.

Más lejos aún, un león hacía algo más que gruñir; empezaba a rugir a más y mejor, fue dando un rugido tras otro con toda la fuerza de su garganta. Tal vez quisiera con ello asustar a sus víctimas para matarlas más fácilmente; puede que estuviera declarando que era el rey de aquellas inmediaciones antes de salir a cazar. Mientras hablaba tan recio no aullaba ningún chacal. Todos nosotros escuchábamos, pues los porteadores ya no hacían ruido, y teníamos los ojos muy abiertos. Me puse en pie y, a puntapiés, metí dentro del fuego algunos humeantes leños que estaban fuera.

Había parado de rugir el león y un chacal estaba ladrando al rey de los animales la última cosa que quería decirle cuando nuestros oídos percibieron un ruido sordo, pero estremecedor. No fue un silbido ni un zumbido, aunque sí una mezcla de los dos; muy corto en duración, pero que pareció muy largo. Siguió al ruido un agudo crujido de madera. Bismilla se levantó de un salto, y con una mano cogió su cuchillo, y con la otra señaló al cajón que había sido su asiento. De un lado del cajón salían varias pulgadas de una delgada flecha de madera, adornada con plumas en el extremo.

«¡Bismillah! ¡Bismillah!».

El jeque parecía estar pronunciando su propio nombre pero lo que en realidad hacía era implorar la misericordia de Alá.

—¿Que significa esto, Timur? —me preguntó Gerald en voz baja y tranquila, en voz de sahib.

—Que un shenzi ha arrojado una flecha y que no se ha clavado donde él se proponía. Ahora el arquero debe estar corriendo velozmente.

Empecé a arrancar la flecha.

—¿Nos atacará pronto otra vez?

—No; hasta que no vea un blanco fácil no volverá a atacar. Esta noche no, probablemente, si nosotros demostramos no tener miedo.

Arranqué del todo la flecha, que tenía toda su punta untada con una especie de goma de color amarillo brillante. Se la enseñé a Gerald advirtiéndole:

—No toques la punta, sahib.

—¡Está envenenada! —dijo el asustado Bismilla que a duras penas podía respirar—. Timur, ya te dije…

—Siempre estará a tu lado uno de nosotros, Bismilla.

Di unos pasos en dirección a la sombra dejando al jeque detrás de mí.

Gerald no había comprendido lo que yo dije a Bismilla, pero comprendió muy bien mi acción. Como yo había previsto se me acercó rápidamente. Era inevitable que lo hiciese, como es inevitable que un perro amaestrado salte para atravesar el aro que le presenta su domador cuando este le anima con sus gritos, porque Gerald era un pukka sahib. El ser sahib es una condición interesante y altamente admirable, que en la India se había desarrollado perfectamente. Me di cuenta de repente de que aquello era un instinto con autodramatización, como el que yo poseía, pero con la diferencia a mi favor de que yo sabía que lo tenía; ellos no. A Gerald le habían dicho que los shenzis querían la vida de Bismilla solamente; pero, a pesar de ello, ninguna seguridad podía tener él de que aquellos salvajes respetasen su persona. Aunque hubiera corrido el mayor de los peligros, hubiera hablado la misma calma y tal vez con las mismas palabras lo hizo entonces.

—Timur, di a Bismilla que yo le protegeré hasta arrancarle de este peligro. Esos piojosos no se atreverán contra mí.

—¿Dónde puedo ir para librarme de ese peligro? —Gritó entonces Bismilla—. De día no les temo, pero pueden matarme en la oscuridad…

—Cuando les hayamos plantado cara un rato, podrás ir a tu tienda, jeque Bismilla —le dije yo—. No querrán desperdiciar sus flechas clavándolas en la lona de tu pabellón. Ahora necesitamos tu consejo.

No pude saber cómo se habían enterado tan pronto los porteadores de que había sido disparada una flecha. Se habían alejado de sus fuegos y se apiñaban como abejas entre las fogatas y la tienda.

—Timur, ¿qué podríamos hacer para que regresase sano y salvo a los dominios del sultán? —me preguntó Gerald—. Sería tener muy mala suerte si tuviéramos que escoltarle.

—Ya veremos, sahib. Algo se puede hacer para que tú no te quedes sin terminar esta cacería…

Los murmurante swahilis se callaron como muertos al oír de pronto unos redobles de tambor que venían de la misma dirección de donde había partido la flecha. No tenían el frenético «fortissimo» de los redobles que llaman a la guerra; tenían un timbre diferente a estos y eran repetidos una y otra vez. Entonces, Na’od se dejó ver a la luz que daba el fuego. Le acompañaba un viejo swahili que se llamaba K’wiro.

—Es el dundo-maneno[36] —dijo Na’od.

—¿Podría contestar K’wiro a esos redobles? —pregunté yo.

—Por eso le he traído —respondió Na’od.

El fundí llevaba consigo uno de esos gruesos palos que se ponen al hombro los porteadores para equilibrar el peso de las cargas. Usándolo como baqueta golpeó con él un árbol cercano y otros objetos para probar la resonancia, y lo que más le satisfizo fue la mesa de Gerald muy sólidamente construida hacha y con tocones por patas. Repitió los tres redobles con acentos ligeramente diferentes.

En seguida, el dundo que sonaba en la oscuridad, dejó oír redobles variadísimos, fuertes, flojos rápidos, lentos, con pausas entre los diferentes compases. K’wiro escuchaba moviendo los labios lentamente. No se oía otro ruido en la noche. El mensaje duró dos minutos enteros. Entonces nuestro tañedor de tambor habló swahili con Na’od. Me tradujo inmediatamente sus palabras Na’od.

—Los shenzis piden que Sharafa y sus apresadores de esclavos se vayan por donde han venido.

—¿Sharafa?

—¡Desgraciado de mí! —exclamó Bismilla—. Quieren decir el Barbas Espesas, que es el nombre que me dan las tribus.

Traduje aquello rápidamente al hindustani.

—Que les pregunten si le dejarán el paso libre —mandó Gerald.

Cuando el mandato de mi medio hermano fue traducido a nuestro tañedor de tambor, este golpeó la mesa con su palo largamente y con cierta elocuencia. Los del otro lado empezaron a contestar en seguida, pero su contestación parecía interminable. Na’od me lanzó una mirada rápida y significativa. Sithy y Sukey ya tenían ahora algo en común; los ojos de las dos miraban del mismo modo a causa de la excitación que sentían.

Tan pronto el fundí hubo traducido el mensaje los de allá, Na’od me lo repitió.

—Dicen los shenzis que son pocos, y esto es verdad porque he contado sus huellas. Dicen los shenzis que se va Sharafa o irán ellos a buscar más gente de suyos. Si K’wiro va con él, no pasará nada. Debo decir Timur, que K’wiro ha hecho el dundo-maneno para los shenzis muchas veces; los shenzis dicen que tienen confianza en K’wiro y quieren que acompañe a Bismilla para que este no les engañe y vuelva por aquí otra vez.

—Preguntadles si molestarán a los que quedemos después de haberse marchado Bismilla y sus hombres —ordenó Gerald cuando yo le hube traducido el último mensaje recibido de los shenzis.

Otra vez K’wiro telegrafió a larga distancia. Estuvieron los shenzis contestando largo rato. Na’od me refirió su respuesta.

—Dicen los shenzis que el rostro pálido y el Nou-va-upande, esto es, el que tiene en la cara una cicatriz, no son apresadores de esclavos. Dicen que el hombre y la mujer blanca y el de la cicatriz pueden cazar aquí.

—Quisiera saber quiénes son esos pobres diablos que se atreven a decir si yo puedo o no puedo cazar aquí —dijo Gerald a Sukey—. No se les puede criticar porque tengan miedo de los apresadores de esclavos. Creo que debemos tomar una decisión en seguida —me dijo a mí.

—Con que la tomemos pronto basta, sahib. No corre demasiada prisa.

—Nos quedaremos sin porteadores. Y ¿qué haremos con nuestro intérprete?

—Tal vez sea prudente retenerle aquí, aunque no te dirá de gran cosa, sahib. Puesto que sólo habla árabe e inglés no podrá entenderse con mis swahilis.

—Has de comprender que si tú no te quedas aquí, yo tendré que marcharme con Bismilla. No puedo hacer nada sin porteadores. ¿Cómo llevaré mis trofeos y mis cosas a la costa cuando tú te hayas ido hacia el Oeste?

Sahib, la dificultad no es tan grande que no pueda ser vencida. Da la casualidad de que una de mis caravanas pasará por este camino dentro de siete días, para reunirse conmigo en el Ukimbo. No he querido que viniera antes para tener yo tiempo de recoger el marfil que se ha de llevar. Tú puedes seguir cazando hasta entonces; ellos, los hombres de mi caravana quiero decir, te transportarán al río mientras yo seguiré mi camino hacia el Ukimbo. Solamente perderán diez días, por esos diez días que pierdan sólo te cobraré el gasto yo tenga, que no creo que pase de la suma de trescientas rupias. La semana que voy a estar aquí con Na’od y los hombres que llevo, la consideraré como semana de reposo pasada en la tu muy honorable y grata compañía.

—No sabes cuan profundamente agradezco tu generosidad, Timur.

—¡Aquí hay engaño! —exclamó Sukey en inglés con claras señales de turbación en el rostro.

Molestó un poco a Gerald la interrupción de Sukey a la que dijo:

—Escucha, amor mío, ¿cabe en tu imaginación el que un árabe inteligente se apodere del comisario gobernador de Sind para cobrar por su entrega un rescate?

—No. Y tampoco supongo que tenga designios sobre mí…

—Sukey; estamos en el siglo decimonono. —Y volviéndose hacia mí dijo—: Acepto lo que me propones que me parece muy bien.

Yo dije a Na’od:

—Tú conoces a los shenzis. ¿Puedes garantizarme que Bismilla no será objeto de ningún ataque en su viaje de vuelta?

—Sí, Timur Effendi; te garantizo que no le ocurrirá nada en todo el camino. Y lo mismo hará K’wiro, que conoce bien a los shenzis. Para mayor seguridad le haremos dormir en una boma que no podrá ser penetrada por las flechas, pero ni esta precaución será necesaria Lo que no puedo prometerle es ni un solo día más de vida si no se marcha al amanecer.

—¡Por mis barbas que así lo haré! —dijo Bismilla—. Me marcharé tan pronto mis porteadores hayan recogido mis cosas, y empezarán a hacerlo así que despunte la aurora. No me puedo quedar aquí para desafiarlos, como sería mi deseo, porque no quiero que corráis ningún peligro vosotros, ni tampoco mis amigos el gran sahib y su memsahib. Creo que alguien le ha echado mal de ojo a este safari.

—¡Puede que esto sea verdad, jeque Bismilla! Y por eso no digas nada de lo que ha pasado al sultán para que él siga creyendo que los shenzis mienten cuando dicen que tú coges esclavos y los vendes.

A Na’od le dije:

—Manda a K’wiro que les diga que aceptamos sus condiciones.

Se mandó el mensaje. La contestación fueron doce porrazos o más dados sobre el tambor de los shenzis. Me figuré que habían cambiado su tañedor por otro que no pudo dominar su perverso regocijo cuando se vio con la banqueta en la mano.