Mi mente estaba grandemente perpleja sobre la parte que Hamyd habría de tomar en la empresa. Era este un problema más grave de lo que parecía. Había que tener en cuenta consideraciones prácticas y morales. Aunque él presumía de la barba que le había crecido ya, no podía entrar en escena demasiado pronto so pena de ser reconocido; su cara había cambiado mucho en los nueve años últimos, pero no se había transformado. Su voz no había adquirido un timbre enteramente diferente desde que, por necesidad, tenía que hablar árabe; la mía si. A mí me parecía que había cambiado de modales pero podría ser que por ellos Sukey recordase cosas de tiempos pasados. A pesar de todo, habría mucho trabajo para él, si me permitían que se lo diera.
Hamyd también había sido delatado al enemigo. Para que fuese asesinado conmigo. Si Gerald pensó en él alguna vez, bajo el montón de piedras que cubría una fosa, tal vez contó uno, dos o tres huesos que supuso serían de mi criado, y otros tantos míos, pues el resto de ellos se los habían llevado las fieras del desierto. Además, comparada con la mía, la ofensa recibida por Hamyd era pequeña, ya que la clase de amor que mi hermanastro había dado a Bachhiya no era contrario a la ley sahib. Si Hamyd había protegido nuestro amor —el de Sukey y el mío— había sido porque ella se lo debió mandar. Para hallar el modo de justificar la muerte de Hamyd a mi lado no me extrañaría que Gerald hubiese tenido que pedir ayuda al diablo haciendo mucho favor a mi pariente, se podría admitir que él creyó que la muerte de mi fámulo era uno de esos lamentables accidentes que no es raro ocurran en las acciones de guerra punitivas. Hamyd no tenía tanto que ganar como yo y sí mucho más que perder.
Por supuesto, Hamyd había oído los rumores que corrían por la corte acerca de la próxima llegada del gobernador de Sind y de su memsahib. Le hice mandar un aviso para que viniera a verme. Entró en el cuartito de recibir con semblante grave y vistiendo ropas árabes, pues no se había puesto el uniforme azul de la guardia para no llamar demasiado la atención. Estábamos solos y encendimos las pipas, como antaño.
Le hablé del viaje oficial de Gerald y de mi plan para acompañar a este y a Sukey en su excursión al interior del país. Le expliqué que, cuando los visitantes llegaran, él y yo seríamos ya hombres libres, y, por lo tanto, lo que hiciéramos no podría causar trastornos de ninguna clase al sultán. Le dije claramente cuáles eran mis intenciones, que no eran otras, de momento, que montar el escenario donde se habría de representar el drama; por ahora había pensando para este un solo de desenlace: obtener pruebas concluyentes que pudieran convencer a un tribunal de justicia de la culpabilidad de Gerald, si es que se podía procesar a mi hermanastro.
No se lo dije a Hamyd, pero yo no sabía todavía si habría que cambiar el desenlace porque así lo impusiesen las circunstancias.
—¿Sabes Hamyd, si la guardia de palacio, tendrá que salir a rendir honores a tan distinguidos visitantes?
—Sí sahib ya se ha dado la orden. Tendremos que formar y presentarles armas en el benjile.
—Antes de que te pida que te reúnas conmigo en continente quiero que vuelvas a observar bien, otra vez las caras de mi hermano y su mujer.
Hubo gran movimiento en palacio en la mañana del día que tenía que llegar el barco en que venían Gerald y Sukey. Yo tenía derecho a formar parte del séquito del visir, pero decliné ese honor, porque necesitaba situarme en mejor observatorio. Cuando la guardia de palacio hubo formado en dos filas, yo me coloqué inmediatamente detrás de Hamyd y al lado de oficiales subalternos, de mirzas, de mayordomos, de parientes pobres de los nobles y de mirones. La lujosa lancha que condujo a Sukey y a Gerald desde el barco al muelle, había sido regalada al sultán, cosa bastante rara, Por el Gobierno de los Estados Unidos. Desde donde estábamos nosotros vimos cómo saltaban a tierra y el Gran visir les daba la bienvenida. Él y ella se metieron en los palanquines que, a hombros de robustos swahili, caminaron luego sobre la alfombra roja tendida ante la puerta principal del palacio.
Miré primero a Sukey, que iba escoltada por nuestro elegante Reis Effendi, que sabía hablar el inglés, y seguida por su ayah. Iba entonces delante de su marido y del Gran visir, pues Gerald había hecho cambiar el ceremonial de recepción para demostrar que era un caballero inglés antes que un diplomático y un huésped del sultán.
Llevaba la banda que le había puesto el Gran visir sobre la cual caían sus cabellos color de mantequilla y un vestido de seda blanca con media cola. Sabía yo que su belleza no había menguado en aquellos años, y no estaba seguro de sí había cesado de crecer. Era imposible decir si aquello era una consecuencia de la felicidad o de una tristeza interior profunda y oculta. La encantadora delicadeza de su rostro era tan profundamente tierna como siempre.
Yo, Rom, lomri, Paulos y, a veces, Timur, la miré mientras pasaba. No veía a través de una niebla porque mis ojos ardían y estaban secos; además las cuerdas de mi garganta estaban rígidas y en mi pecho no sentía más que un gran dolor sofocante. Hamyd temblaba un poco. Aunque Sukey miró de cuando en cuando a los guardias, que por lo inmóviles parecían estatuas, ni por casualidad se encontraron las miradas de ella con las del que había sido su compañero de juegos. Que me hubiera visto a mí, que observaba por entre las estacas de aquella valla humana, no se podía pensar siquiera.
Gerald iba vestido como para asistir a una recepción en la corte inglesa, con calzón corto. Estaba bastante más envejecido que cuando le vi a la luz del farol, y, cosa rara, me pareció más alto, quizá porque estaba más grueso que antes. Siempre había sido guapo, y ahora tenía una impresionante figura de gobernador sabib y un aire de dignidad inmenso. No obstante, parecía lejano y un poco frío, y ello me hizo pensar que tal vez si sentía él superior al brillante recibimiento que se le dispensaba, aunque en el fondo estuviera satisfecho de los honores que se le tributaban. También pensé en que esas dos condiciones podían coexistir en su mente sin que hubiera conflicto entre ellas.
Cuando vi a Gerald cesaron la rigidez y la dolorosa congestión de la región pectoral, allá donde se alberga mi corazón.
Hamyd y yo nos volvimos a reunir nuevamente en el cuartito que yo tenía para recibir. Sithy nos trajo el té y, al parecer, sin haber mirado al rostro de ninguno de nosotros dos, nos dejó solos en la habitación.
—La memsahib estaba muy guapa —comencé yo.
—Mucho —dijo Hamyd.
—¿La crees feliz en su matrimonio? Yo no sé si esto cambiará algunas cosas de las que el destino le tiene reservadas, pero me gustaría saberlo.
—Si no me equivoco, no es desgraciada, ahora que le ha pasado la pena que le causó tu pérdida. Pero puede ser que aún te siga amando, pues, para ella, dejar de quererte habría de serle muy doloroso.
—¿Es todavía Bachhiya o es ya del todo la Brook memsahib, la esposa del comisario gobernador de Sind?
—La shazadi de Sind, a la que nosotros dos amábamos, permanece todavía en ella.
—Hamyd, ¿deseas ir conmigo al continente para llevar a cabo el thar?
—¿Has olvidado, sahib, las palabras que dijo Bachhiya hace tiempo? Me mandó que contigo cruzara los ríos y atravesara los desiertos de tu destino. Desde entonces tu destino ha sido, es y será el mío.
No me dijo Hamyd que su deseo era ir. Sus deseos de ir o de quedarse poco importaban empero.
—¿Vendrás como criado mío o como mi pariente en el thar?
—Con tu permiso, iré como ambas cosas; como tu hermano en la venganza y como criado del antes amado esposo de Bachhiya.
—Entonces, aprovecha el tiempo que queda entre hoy y el día de nuestra marcha para arreglar todas tus cosas como si nunca más hubiéramos de volver a Zanzíbar.
Hamyd se preparó para el viaje, y yo me ocupé de la negociación del nuevo tratado. Le había dicho al visir que sería muy violento para mi, por ser cristiano, presentarme como criado del sultán para tratar con otro cristiano; pero que me quedaría en una de las antesalas del salón del consejo, y si el visir me necesitaba para examinar cualquier pasaje del tratado o para redactar alguna cláusula difícil, allí me tendría a todas horas a su disposición. Solo una puerta con celosía me separaba de los negociadores del tratado. Podía oír siempre el murmullo de sus voces y la suave aunque potente voz de Gerald cuando dictaba algo a un intérprete que hablaba inglés. Gerald no alzaba demasiado la voz, pero como representaba la del gobierno de la India y por ende la de la Reina, hacía que fuese oída.
No necesité el abanico de ningún swahili para refrescar mi frente.
Al final del primer día, Gerald tuvo que abandonar la esperanza de que pudiera insertarse en el nuevo convenio una cláusula que permitiera a los ingleses ejercer la vigilancia de las costas por las cuales se hacía el comercio de esclavos. Como hubiera hecho cualquier otro buen enviado del gobierno, trabajó desde entonces para lograr que se cumpliera lo mejor posible el anterior acuerdo que prohibía la exportación de esclavos desde los territorios del sultán. Yo fui un desconocido aliado suyo en aquella empresa. Con ello se salvarían de llevar cadenas millares de indígenas, y ello, a la larga, sería útil al trono, pues Sa’id ibn Sultán no podría conservarlo si no era abolido el infernal tráfico. Entre tanto al sultán no le faltarían preocupaciones con motivo de conflictos que provocarían los jeques locales, acostumbrados a llenarse los bolsillos con el oro que producía la venta del cargamento negro, siendo una de los más peligrosos Bismilla, de Pangará.
El día que se tenía que firmar el tratado, propuse al visir que consultase al gobernador sahib antes de nombrar el personal de la escolta de honor que debía acompañar a este en su jornada hacia el interior de África.
Una escolta nutrida obligaría, tanto a los componentes de ella como a los huéspedes, a sujetarse al ceremonial, y podría ser que la pareja inglesa prefiriese descansar de la etiqueta cortesana y de las preocupaciones de Estado. Gerald contestó exactamente como podía esperarse que contestaría. Agradeció al visir las muestras de consideración de que le hacía objeto, pero le dijo que prefería hacer la excursión, con su memsahib, no como Comisario gobernador de Sind, sino como un ciudadano inglés particular que sale a cazar.
—Me ha pedido que le facilite bastante personal para que cuide de la carga y la menos gente armada que sea posible —me dijo el visir—. Indudablemente es un sahib muy valiente y un gran shikar; pero, como va a ir bastante más lejos de las tierras altas de Kifaru, de nada tiene que temer como no sea de las propias fieras que él persiga por su voluntad.
—Mucho me ha costado conseguirlo, pero hemos logrado evitar la obligación de tener que merendar cada día en compañía de algún árabe maloliente —oí que le decía Gerald a Sukey. Esto convenía a mis planes también. El tratado fue firmado por Gerald, en representación del Gobierno de la India, y por el Gran visir, como virrey del sultán. Menoscababa muy poco la soberanía del sultán, y satisfizo completamente a Gerald, aunque no era más que una cláusula adicional al convenio que habían suscrito ambas partes contratantes unos pocos años antes.
Sa’id ibn Sultán celebró el acontecimiento con una fiesta que dio en su palacio, para asistir a la cual toda la corte se puso sus más brillantes atavíos. Desde un balcón vi a mi hermano Gerald luciendo el uniforme de gala de los lanceros Tatta; vi cómo recibía los honores que le rendían, y también cómo contemplaba, con ligera expresión de pena, las danzas que ejecutaron las bailarinas indias. Había estrechado la mano y hecho una reverencia al sultán, pero ni se había arrodillado ni mucho menos tocado el suelo con su frente.
Cosa natural tratándose de una fiesta mahometana, la memsahib estuvo ausente de ella. Abreviando el ceremonial, Gerald voló hacia ella tan pronto como el sultán abandonó el diván. «Date prisa, mi amada, y se como una corza o un corazón juvenil sobre la montaña de especias».
Una hora después me recibió Sa’id ibn Sulr su gulphor. Al arrodillarme ante él, le oí decir como en un sueño tejido con los hilos de muchos años, que éramos libres yo, mi seguidor Hamyd y la doncella de Kafiristán. En presencia del príncipe heredero y de unos pocos dignatarios de la corte, elogió breve, aunque altamente mis servicios a su persona y al trono, e hizo que el visir me entregase un certificado de manumisión que llevaba su real sello. Para facilitar mi viaje su arraf me daría cinco mil rupias, como recuerdo del tiempo que había estado en su corte me regaló un anillo en que habían grabadas sus iniciales y los símbolos de una bendición en el nombre de Alá.
No lloré cuando nos estrechamos las manos, pero besé en cambio la orla de su vestido. Latía mi corazón apresuradamente, pero no cantaba, pues, aunque liberado de la esclavitud al infiel, no era yo libre todavía. Estaba aún ligado al pasado. Llevaba una herida grave que no se había cicatrizado, y tenía una deuda grande pendiente de saldar.
Cuando el sultán me dio su venia para retirarme su presencia fui a mi alojamiento y enseñé el certificado y el anillo a Sithy. Lloró sin apenas saber por qué; muy pocas veces había visto yo lágrimas en sus ojos azules y la tuve mucho rato sentada sobre mis rodillas, y la besé de cuando en cuando en los labios, dándome cuenta solamente de que sentía hacia ella una profunda ternura y un amor de esa clase que, por no pedir nada, en cambio, no puede morir nunca. No supe lo que ella estaba sintiendo hacia mí, aunque notaba la profundidad y la fuerza de ello en cada latido de su corazón que sonaba dentro de su pecho, apretado contra el mío.
—Cuelga una nueva luna en el oeste —le dije, tan hermosa como la luna del Ramadán.
—Y ¿qué me traerá, Paulos Rajah?
—¿Qué crees tú?
—Que nos conducirá al final del camino porque hemos viajado durante cuatro soles. No sé lo que hay más allá de él, como no sea una gran mudanza.
—Es poca la mudanza que hay ahora —le dije para que se borrara de su cara aquella triste expresión y hacer que brillasen sus ojos, pero no que soñasen—. Tendrás que llamarme Timur durante cierto tiempo, y nunca hablarme si no es dándome este nombre.
—Es fácil de recordar. Te llamaba Timur Rajah cuando era una niñita de doce años. Vamos a correr grandes riesgos Timur —dijo, fingiendo que miraba parte, pero observándome con el rabillo del ojo. Peligros de muchas clases.
Sithy se animó extraordinariamente cuando le hablé de los panoramas que íbamos a contemplar y de las aventuras que íbamos a correr en nuestro viaje, y yo, pensando en todo ello, no me acordé para nada del desenlace del drama, y es posible que tuviese la cara radiante. Ya había pasado hacía rato la hora en que ella solía irse a acostar, y, tras varios bostezos, se cerraron sus ojos, su respiración se hizo profunda y rítmica, y yo noté que salía de su cuerpo aquel resplandor que emana los jóvenes tanto humanos como animales cuando tienen un sueño pacífico. La acosté en mi cama mientras hacía la suya en la antesala. Cuando empecé a despertarla para que se pudiera desvestir, me dio pena molestarla, en parte porque era muy hermoso su rostro estando dormida, y, en parte, porque aquel su sueño, tan profundo, me indicaba que estaba muy cansada. Hubiera podido dejarla dormir vestida. Muchas mujeres árabes de alta condición dormían sin quitarse las ropas, en ellas costumbre limpia, porque llevaban siempre escrupulosamente limpios tanto el cuerpo como los vestidos; pero a Sithy le gustaba dormir envuelto el cuerpo hasta la garganta en una sábana de seda. Podía yo por supuesto, quitarle los vestidos y envolverla en la sábana.
Tenía la mente poblada de cínicos pensamientos. Me sentía también un timador, porque con nada podría pagar los encantos que comenzaron a contemplar mis ojos, si los tomaba para mí. Ella no hubiera pensado de igual modo que yo, porque lo que yo estaba haciendo era lo que ella deseaba en sus sueños, y, de haberlo sentido, se hubiera despertado. Me temblaron las mano cuando la envolví en la sábana. Aun pensando como un árabe, me decía yo que, por alto que fuese el precio que pagase por ella, siempre sería pequeño, Sithy tenía ahora dieciséis primaveras, y el cambio operado en aquella sucia chiquilla robada que se metió en un balde de cobre hacía cuatro años, y que el ladrón que la robó había valorado en doscientas rupias solamente equivalía ahora a una transfiguración.
«Despierta ¡oh, viento del Norte…! Sopla sobre mi huerto, para que las especias que hay en él salgan afuera. Deja que mi amado entre en su huerto y que coma de las frutas agradables que allí hay».
Estas eran frutas prohibidas, puesto que yo no era un árabe. Lo eran también en la mansión del sultán aquella noche. La puerta de aquel huerto estaría cerrada durante algunos días que aún tenían que venir. Sithy tenía, empero, derecho a acudir conmigo a aquella cita en la selva; le daba ese derecho indiscutiblemente la presente escena; también yo tenía derecho a llevarla allí, y ella a estar allí. ¡Sithy, mi corazón desea amarte como ningún árabe lo podría desear, porque el ansia de que tú correspondas a él es aún mayor en mí, yo tengo un concepto diferente de la belleza! ¡Sithy quisiera amarte aun sin esperanza de que tú correspondas a mi amor! Si lo lograra, acudiría a la cita con exaltado espíritu.
Creí que se despertaría cuando la envolví en la sábana y le dejé los brazos libres. Sólo se movió un poco y suspiró. Me sequé el sudor de la frente, bajé la mecha de las lámparas y me fui a tender en mi lecho en cuarto contiguo.
Por la mañana me vestí de mameluco para despedirme de las personas con que había trabado amistad en el palacio. Pero tenía la intención de vestirme de árabe antes de emprender el viaje al continente. En todos mis viajes anteriores por el continente me había puesto ropas árabes, porque me lo había mandado el gran visir, para que pudiera negociar con los jeques locales y los reyes indígenas como un alto dignatario de la corte y no como un esclavo cristiano. Bismilla no tenía duda alguna de que yo había nacido en la Fe, ni la tenía Na’od, el jefe somalí del pueblo swahili de Sa’dani a quien la suerte hizo que yo defendiera contra una falsa acusación de robo de marfil, y que me había acompañado en mi jornada hacia el interior del Usumbara.
Fue Na’od quien me había dicho que Bismilla seguía haciendo el comercio de esclavos en contra del edicto del sultán que lo prohibía, y esta era solamente una de las varias razones por las cuales él me sería útil ahora. Carecieron de fundamento mis temores de que Gerald tomase un secretario para que le acompañara en el safari. El hombre que había escrito libros de caza no sentía el menor entusiasmo por la caza mayor, escogió, o le había sido ordenado, quedarse en Zanzíbar, tal vez para redactar un valioso informe para el gobierno de la India. Desde una elevada ventana vi salir los palanquines que llevaron hasta el muelle a Sukey y a Gerald, que iban acompañados solamente por la ayah de ella, el criado rindi de él y un malayo que hablaba inglés, contratado, sin duda, como intérprete.
En Pangani, el puerto al que había llegado días atrás, junto a la boca del río, Bismilla les tendría preparados innumerables sirvientes y cargadores que serían puestos su servicio.
Nosotros tres, Sithy, Hamyd y yo, vestidos con ropas árabes, embarcamos aquella noche para Sa’dani. Íbamos a Kifaru Mlima por el camino más corto y más duro. Desembarcamos al amanecer, y, al mediodía, ya estábamos a punto de emprender la marcha, junto con Na’od y cincuenta cargadores swahili que, de momento, llevaban poca carga, unas cuantas cosas, entre ellas un par de tiendas para Sithy y para mí, bastante muselina para proteger a dos viajeros de piel delicada contra las picaduras de los mosquitos en las tierras bajas, dos camas de campaña excelentes para acostarse en ellas un jeque y su cobah, una vieja litera para cuando Sithy quisiera ir en ella, varios fusiles de chispa y dos rifles de dos cañones, tan buenos como los que más, aunque no tan bonitos como los que había traído Gerald de la India. Además de todas esas cosas necesarias, llevábamos también lo que se pudiera llamar objetos de lujo sin que yo hubiese explicado a Na’od el uso a que se destinaban. Un lote de tales objetos, lo había adquirido en una tienda de antigüedades de Zanzíbar que era muy frecuentada por marineros había dejado otro lote en Sa’dani, para recogerlo en el momento oportuno. Chapurreaba yo la lengua swahili lo mismo que lo hacían muchos árabes de la corte que la habían aprendido un poco por oírla hablar cada día, pero Hamyd que mandaba soldados swahili, la hablaba muy bien.
En vez de seguir hacia en norte por la orilla del río Wani, nos dirigimos hacia el noroeste pasando por un sendero trazado en el bosque, que sin duda era utilizado por las caravanas de esclavos que embarcaban en la costa. Era tan fatigoso andar por él, como si se atravesara la propia selva, y tan denso, que no se podía ver nada a distancia, y a no ser por las huellas que en la húmeda tierra dejaban las pisadas de los elefantes y los rumores que salían de la espesura, hubiéramos podido creer que era una tierra deshabitada. Pero a los dos días de marcha alcanzamos Wazeguha donde la región se aclaraba. Vimos elefantes de colmillos pequeños, robustos ejemplares de esos barbudos antílopes sudafricanos que tanto se parecen al alce, y que me recordaron al ganado bracmánico, otras especies de antílopes africanos más pequeños y, una vez amenazó nuestra marcha una manada de búfalos de oscuro color azul pizarra, con ancha cornamenta, que fueron una de las fieras más formidables con que tropezamos. Aquella noche oímos en la oscuridad una especie de sordos topetazos; eran los rítmicos rugidos de los leones, que no debían estar más de un cuarto de milla de los fuegos de nuestro campamento.
Dos días más de viaje nos llevaron a lo que los swahili llaman Kifaru Mlima[32]. Acampamos allí, y, al mediodía siguiente, Hamyd y yo ascendimos a la cresta de la montaña. Nos alternamos él y yo para mirar con nuestros gemelos de campaña hacia los escarpados declives cubiertos de vegetación. Transcurrió una hora larga y nada había pasado por allí, salvo unas pocas manadas de antílopes y dos elefantes que parecían solitarios. De pronto, Hamyd, haciendo muchos visajes con el rostro, me entregó los prismáticos. Sobre la cima de una colina daba la vuelta y se retorcía una línea formada por negros puntos. A través de quince millas de aire cristalino y sin humedad en aquella estación del año, se podían identificar perfectamente los puntos de la línea como un centenar de porteadores que caminaban en fila.
Nos pasamos la tarde observando la región y cómo desaparecía y reaparecía la línea de puntos negros. Mucho antes de que instalaran su campamento, distinguimos tres literas, llevadas cada una por cuatro hombres, en las que sin duda iban el sahib, la memsahib y el imprescindible Bismilla. Una hora antes de la puesta del sol se detuvieron al lado de una donga[33], en donde había fuentes, y que no distaba de nuestras tiendas más de cuatro millas. Por el cuidado con que montaron las tiendas y por la carga que eligieron y distribuyeron, juzgamos que intentaban permanecer allí varios días.
Los anteojos de campaña nos acercaban la escena a la distancia de media milla. No podíamos confundir Bismilla, que llevaba ropas largas, ni a los dos extranjeros, que vestían trajes grises, con los negros, activos y semidesnudos cargadores; pero a veces confundíamos a Gerald con Sukey, o viceversa, mientras estos no se quitaban los salacots con que se cubrían la cabeza para protegerse contra el sol, pues sólo entonces podíamos ver que la cabeza de uno de ellos tenía un color amarillento, vista a la luz del sol poniente. A través de la lente de la imaginación, yo la veía a ella alta, más hermosa que nunca, con los ojos levantados hacia las colinas. Ella no sabía que era espiada a través de un abismo de nueve años, de un abismo como la muerte.
Tenía yo el corazón angustiado y estaba silencioso cuando devolví los gemelos a Hamyd. Este miró con ellos un rato, poniendo una cara inexpresiva, y los bajó luego.
—¿Está muy lejos su campamento de la frontera del sultán, sahib?
Aquella pregunta práctica me arrancó de mis tenebrosos sueños.
—Nos separa un valle al Oeste que no está siquiera a un día de marcha. Más allá de él el sultán no tiene soberanía ni poder. Bismilla no querrá aventurarse por ahí.
—Aquí sólo podrán cazar libremente.
Dudo que puedan hacerlo, porque los swahili no son cazadores; como muchos hombres del desierto, son tan sólo sembradores de semillas.
—Tú no podrás cazar más libremente que ellos.
Sentí un cosquilleo de placer en la nuca.
—Es verdad, en estas tierras rigen leyes de caza, aquí las piezas sólo pueden ser señaladas y vigiladas. Más tarde, empero, la caza se podría ir a la selva.
—Y yo creo que se irá.
—Hamyd, sería un buen deporte empezar a hacerla ir, o mejor atraerla con una trampa hacia esas tierras bajas del Oeste donde no hay leyes de caza.
—Podría intentarse.
—Pero si la caza se espanta, buscaré que la defiendan sus guardianes en el Este.
—Imagíname, Hamyd, tal como yo era en la noche en que Bachhiya te mandó que me siguieras, y compara aquel retrato de mi con el que ahora tienes ante la vista.
Hamyd me miró largamente, con reposado y sereno ánimo.
—Ya no queda recuerdo de aquel día, sahib. Si Bachhiya ve tu rostro a la luz de una antorcha, cuando el sol se haya ocultado, se dirá a sí misma: «Se parece a Rom». Pero no sabrá el porqué, tan cambiado está tu semblante por la herida y su cicatriz, por la muerte que tuviste, por ocho años de cavilaciones, de penas, de esclavitud. Ella no se preguntará lo que hay debajo de tus barbas; no jugará con el pensamiento de que puedas ser Rom; su salvaje imaginación no puede llegar tan lejos, creyendo, como debe creer, que tus huesos se han secado en las arenas del desierto. El ligero parecido que aún puedas tener con el Rom de antes queda borrado por tu aspecto general de ahora. Ya eres un árabe de Arabia. Ya hablas como un árabe; ya árabes son tus gestos y tus ademanes, lo mismo que tus vestidos, y te encuentras ahora con ella en país árabe.
Hizo una pausa, se quedó meditando, y, al contemplar yo su pensativo semblante y rumiar las palabras que me había dicho, me di cuenta de lo mucho que había cambiado y crecido en aquellos años que habían transcurrido desde que, siendo un mozalbete imberbe, me había seguido a las montañas de arena.
—Ahora que podría ser, sahib, que Bachhiya me conociese a la primera mirada que me lance —prosiguió él—. Por lo tanto, ella no debe ver mi cara hasta que haya terminado la cacería y se hayan cobrado todas «piezas». Pero ni ella, ni su marido el sahib, deben reconocerte a ti antes de que se haya cerrado la puerta entre el presente y el pasado.
—A ti nunca te ha visto con barbas o vestido de árabe, Hamyd. No te reconocerá a menos que no te venda algún gesto o inflexión de voz que trasluzca el amor que sientes hacia ella. Mejor será que, desde ahora, te acostumbres a llamarme Seyed Na, como debe llamar todo buen árabe a su amo.
—Los dos somos buenos árabes, Seyed Na, cuando quiere nuestro corazón.
—¿Son árabes nuestros corazones, Hamyd? Si lo son, al mismo tiempo son de piedra y están en llamas, son implacables en el thar. Y seguramente haremos una buena caza.
Hamyd esperó a que yo mismo me respondiese a mi pregunta.
—No lo son, Hamyd, y el amor a Bachhiya mora en los dos. Pero puedo hablar del mío ahora. No será ni árabe, ni griego ni el de un sahib, desde ahora hasta que termine la cacería. ¡El mío es un corazón de gitano!
—Es el destino —murmuró Hamyd.
—Ahora me percato de ello. Me devuelve a la tienda de gitanos en donde nací. Por eso fue mi destino caer en la esclavitud, y, finalmente, venir aquí. ¿Sabes algo acerca de los gitanos, Hamyd?
—No, ¡oh, mullah!
—Son gente muy baja, sucios y ladrones; pero buenos danzarines y músicos. Son también astutos, si bien de un modo bárbaro y, a veces, infantil. En sus querellas por ser gente muy baja para tener thars, son vengativos, traicioneros y crueles. Les gusta jugar al ratón y al gato con sus víctimas. Creo que hallan placer en las maquinaciones perversas y en dar tormentos extraños. Son también muy ingeniosos en sus invenciones.
—Bismillah —dijo dulcemente Hamyd, y se restregó las manos como si se las lavase.
—Se entregan a las rapsodias, ya de amor ya de odio, en las cuales pierden la cabeza; pero entonces sus danzas y su música son una de las cosas más maravillosas que hay. Se dice que pertenecen al demonio, y no sin razón.
—Yo también lo creo así.
—Cuando un gitano baila, el diablo lleva el compás de la música. Si un gitano sale a cazar, deja detrás suyo todas las prohibiciones y todas las cosas buenas, no gitanas, que aprendió entre los sahibs. Si vienes conmigo, asistirás a una cacería muy divertida.
—Será una cacería muy divertida, seguramente. Y qué Alá se compadezca de mi alma.