XXXIV

Observé un cambio profundo en ella desde aquel día. Ya no era una niña, era una encantadora mujercita llena de gracias. Se le puso algo en la cara, tan sutil, que al principio no estuve seguro de verlo, y que nunca supe qué nombre se le podía dar. Si no era belleza, era imagen de belleza reflejada en tan mágico espejo como el mirayat. Se había vuelto más reposada, y, a veces, me daba la impresión de que obraba con timidez. Se había despojado de lo que podría llamarse su aldeanismo; le gustaba que la besara con arreglo a lo que eran nuestras relaciones; a menudo, cuando yo estaba leyendo, desde detrás mío, con sus suaves manilas, me tapaba los ojos y apoyaba con fuerza sus exquisitos labios en los míos.

Procuraba hacerle la vida lo más agradable que podía. Se había puesto más llenita de carnes con la buena alimentación. Le compraba pañuelos de Samarkanda para la cabeza, pantalones de seda de Omán adornados con borlas, chaquetas persas muy bonitas y bien hechas, camisas de satén de Bengala, ajorcas de plata con tintineantes campanitas doradas. Olía deliciosamente a almizcle y a agua de rosas. Podía andar, si quería, haciendo sonar agradablemente las ajorcas, los brazaletes y las cadenas de oro que llevaba. Hablaba y leía en árabe hacía ya tiempo, y, por ello, yo la había iniciado a penetrar en los maravillosos misterios del desierto. Pocas doncellas circasianas, compradas para el serrallo en el Cuerno Dorado, estaban más cultivadas que mi dulce doncella kafir.

Aquel año luché vigorosamente por fortalecer el trono del sultán, y me convertí en el brazo derecho del visir. En el tercer trimestre de aquel año, me mandó como jefe de un fuerte safari a que recorriera, hacia el norte el antiguo camino de Swahüi, más allá de donde eran más caudalosas las aguas del río Umba, para negociar con un rey negro que solía desvalijar sus caravanas. Cuando terminé aquel negocio, medio aplacando medio intimidando al salvaje aquel, puse mojones y marqué varios árboles de algunos senderos por si tenía que volver a pasar por aquel camino por negocios propios. Era aquella una tierra de maravillas que nunca hubiera creído poder ver en los ojos del rostro ni presentir en mis más locos sueños.

Cuando regresé a Zanzíbar, estaba a punto de sonar una gran hora.

El cónsul británico, capitán Hamerton, había hecho entrega al Gran visir de una nota de protesta, redactada en términos corteses pero enérgicos, contra la continuada exportación de esclavos por vía marítima a las ciudades de la costa. El Gobernador General de la India pedía garantías al sultán de que el edicto sería cumplido, y, en lenguaje diplomático, le decía «Sa’id ibn Sultán, si tus súbditos no cesan de embarcar carga negra…». Si esto sucedía, el sultán podría convertirse en un rey sin corona antes de que se diera cuenta de lo que estaba pasando. Por ningún concepto el arreglo a que se llegase debía dejar abierto un portillo legal, por el que las tropas inglesas, que se pudiesen desembarcar, penetrasen en la parte del continente donde el sultán tenía establecidas factorías bajo la bandera de Omán. Propuse al Gran visir que no tratase directamente con un cónsul que habría recibido instrucciones en cuanto a las condiciones a imponer y qué carecía de autoridad para modificarlas. Aquel asunto debería discutirse con un personaje notable de segundo orden de la India que representase a la Compañía de la India Oriental, y, por tanto, a la Reina. Aduje que el izzat del sultán exigía esta forma de procedimiento, por lo cual, demostrando el sultán su respeto a sí mismo, podríamos llegar a un arreglo más satisfactorio.

Hasta ahora estaba trabajando en favor de mi amo. Haciendo observar que el redactar una nota para contestar al Gobierno de la India era un asunto que requería mucha habilidad, supliqué al visir que consiguiera que el sultán que me encargaran de su redacción. Si era atendida mi petición, tendría, por lo menos, oportunidad de hablar con el sultán, y entonces lograr su promesa de que, si se llegaba a un acuerdo satisfactorio para él, en la misma fecha en que fuera firmado, nos daría Hamyd y a mí, y por supuesto a mi kafir, la libertad, después de un descanso de seis meses, volvería a servirle, como hombre libre, durante dos años más, si él lo deseaba.

El sultán me hizo contestar por el Gran visir que estudiaría cariñosamente mi petición. Tenía toda clase de razones para creer que accedería a lo que yo había pedido, y, por tanto, tracé mis planes en la confianza de que procedería de aquel modo. En la primera audiencia en su cámara que me concedió para hablar del asunto, le propuse que pidiese al Gobierno de la India que el embajador que se nombrase para negociar con él fuese persona que gozase de reconocida fama de ser amigo del Islam, y que, al mismo tiempo, tuviese la suficiente experiencia en materia, de administración para comprender el problema del cumplimiento de la ley en país de’tan dilatados confines. Como un gran rey que era, tenía Perfecto derecho a proponer los nombres de varios sahibs que le fueran agradables.

—No habrás olvidado los nombres de los notables que dejaste en Sind —respondió el sultán—. Nómbrame a aquellos que se hayan portado bien contigo y hayan obrado con justicia.

Ningunos más ilustres que lord Gough y sir Charles Napier.

En la actualidad el primero se hallaba en Inglaterra y en cuanto al vencedor de Meeanee era poco probable que viniese a África a negociar un tratado de poca importancia. Añadí entonces:

—También hay uno al que vuestro pariente Baidú íbn-Jabala de Omán alababa mucho por su recto proceder con los Fieles en la cuestión del transporte de Karachi hasta La Meca.

La verdad era que Baidu me había hablado de cierta supervisión oficial de los barcos que conducían peregrinos y salían de Sind, pero no me nombró a ningún administrador en particular. Ahora estaba bien tranquilo en Ornan.

—Este sahib conoce bien el Noroeste —proseguí yo—. También es un gran nimrod, y si le prometemos que podrá cazar en nuestro continente un león en compañía de su memsahib, porque no va a ninguna parte sin ella, estaría de buen humor mientras negocie el tratado.

—Ahora recuerdo que yo también estaba de buen humor cuando pacté con Nazir Khan de Beluchistán. —El sultán se sonrió un poco—. Puedes redactar esa nota, que firmará el visir, y citar en ella los nombres de ese que dices y los de otras personas cuyo nombramiento pueda aceptar yo. Y tú, Paulos, has sido un sirviente más que aceptable durante tres años y medio. El día que se firme el tratado, tanto si se alcanza como si no lo que yo deseo, con gusto te daré la libertad, junto con tu seguidor Hamyd y con tu cobah, la kafir. Y después, cuando hayas disfrutado de un permiso de seis meses para visitar a tu país y a tus parientes, volveré a recibirte, con agrado, a mi servicio como hombre libre.

Uno de los fragmentos más importantes de la nota decía así:

Mi amo el Sultán, suplica a Vuestra Excelencia que enviéis a su corte, como representante vuestro, a un sahib cuyo honor y fama han llegado a nuestros oídos. Nadie más ilustre a sus ojos, que lord Gough, el vencedor de Gukarat, o sir Charles Napier, De otro menos conocido, ha oído hablar recientemente, porque ha procedido rectamente con sus hermanos en la Fe en la cuestión de los barcos que van desde Karachi hasta La Meca, de lo que se informó por su pariente Baidu-ibn Jabala de Omán. Este personaje se llama Brook sahib, un hombre joven en años pero viejo en sabiduría y que es el virrey de Vuestra Excelencia en Sind.

Los deseos del sultán de que se nombrase como negociador a un personaje de segundo orden no extrañaría al gobernador general, porque, según el modo de pensar sahib, todo acto hecho para proteger al Fiel repercutía favorablemente en la mente mahometana, Obsesionada por la religión, «¿No se hace esto como lo haría un barbudo árabe? ¡Ello demuestra lo mucho que cuentan las cosas pequeñas y el gran cuidado que nosotros hemos de poner en ellas!».

El fino tacto diplomático del griego lucía de nuevo en el párrafo final:

Si vuestro ilustre embajador lo desea, podrá comprobar por sí mismo lo respetuosos que son con la ley los súbditos de mi amo en el continente. Si después de concluir el tratado, desea vuestro enviado conocer los territorios que están bajo la inmediata soberanía del sultán, mi soberano le facilitará medios de transporte y pondrá a su disposición gente que le sirva y guarde su vida y su persona. Ha llegado a su conocimiento de que a Brook sahib le gusta cazar y que ha escrito un libro sobre este deporte. Si Vuestra Excelencia le elige como enviado, puede prometerle leones, elefantes y otra caza en abundancia nunca vista. Se levantarán pabellones para él en la selva, donde él, y su memsahib y sus criados podrán alojarse cómodamente.

El único inconveniente que, para nosotros, tenía esto era el de ser casi demasiado tentador. El gobernador general podría poner el dulce en la boca de uno de sus amigos que quisiera aprovechar sus ocios para hacer un maravilloso viaje de placer. De hecho, el mayor obstáculo que se oponía a la realización del plan entero, era yo, por tener el alma trastornada. Los no puramente blancos como yo somos gentes muy dadas a la dramatización de sí mismos; sentimos verdadera pasión e inclinación por dramatizar todos nuestros negocios, grandes y pequeños. Verdad era que había cierta lógica en mi fantástico plan. Mucho tiempo atrás ya había visto la necesidad de aislar a Gerald y a Sukey, a los dos juntos, de todas aquellas personas que pudieran inmiscuirse en nuestras cosas. Lo que yo había soñado hacer no era posible de otra forma. De todos modos, yo no sabría lo que quería de ellos hasta que lo hiciese.

Podría hacerse en cualquier lugar solitario, pero, después de haber recorrido las tierras altas de África, hallé que era allí el mejor lugar. No era solamente el lugar más conveniente; había algo más, que era su llamada a mi imaginación que estaba rondada por la poesía, llamada tan fuerte que yo no la había podido resistir. Más allá de donde alcanzaba la última tenue sombra de la ley del sultán, donde no había todavía puesto el pie ningún blanco; donde los leones aparecían rugiendo, en la oscuridad; donde aullaban las hienas, donde los elefantes salvajes marchaban silenciosamente, tres personas se enfrentarían con su destino. El propio escenario ennoblecería aquel encuentro, e influiría no poco en los resultados del mismo. Allí la ley de la selva podría ser mi rey. Allí el colmilludo paquidermo, terrible en su favor y en su venganza; allí el león que acecha su presa; allí el sutil leopardo, serían mis maestros. Cuando menos, rodeado por ilimitados horizontes, podría ver claro.

En menos de dos meses llegó la contestación a la nota del visir. Después de las fórmulas de cortesía y trivialidades que son de rigor en tales escritos diplomáticos, decía en sustancia que Su Excelencia Gerald Brook, comisario gobernador de Sind, había sido nombrado para representar al Gobierno de la India en el asunto a tratar, y que el enviado saldría de Karachi en el plazo de cuatro semanas; además de sus criados y su secretario, aprovechando la amable invitación del sultán, le acompañaría su esposa, que estaba deseosa de tomar parte en la gran cacería que se organizaría en el interior del país que iban a tener el honor de visitar.

¡Cómo iba Sukey a desperdiciar una ocasión como aquella!

Me trasladé inmediatamente a Pangani para organizar el safari. Tuve allí largas conversaciones con el jeque del distrito, que no tenían otro fin que el averiguar hasta donde llegaban los límites de la soberanía del sultán y donde comenzaban los reinos salvajes que no estaban sujetos a su alta autoridad. La línea limítrofe que iba de norte a sur zigzagueando hacia el este y hacia el oeste. Por ejemplo, el sultán podía proteger a sus caravanas a lo largo del camino que penetraba en línea recta hasta el Kimbu; al otro lado, existía una región montañosa, sita al sur del río, desde la que podía llegarse viajando durante tres días en canoas de troncos, y trepando después otra jornada por las montañas, a una región selvática y casi totalmente despoblada a no ser por unos pocos shenzis, sobre los cuales no tenía el sultán la menor autoridad. ¿Era buena región para cazar? Muy buena; y a tres jornadas de marcha se hallaban unas tierras altas, cubiertas de hierba, con rocosas colinas y bosques de mimosas, donde abundaba la caza como abundan las pulgas en la lana de un swahili.

Aquello significaba que el safari podría ser más reducido y que costaría menos de formar que el que yo había planeado para ir a Usumbara. Si los cazadores se arriesgaban a internarse en tierras no sometidas a la autoridad del sultán, aunque lo hicieran bajo la protección de su bandera, no se podría hacer responsable al sultán de los accidentes que les pudieran ocurrir. Un guía o un guarda podía ser reprendido por negligencia. Si el accidente era un acto criminal, o sospechoso de serlo, un guía o un guarda no se atreverían nunca a volver a Zanzíbar. Ni siquiera el Ministerio de Asuntos Exteriores de Inglaterra, que tenía siempre los ojos muy abiertos para los «incidentes», podría tomar como presto uno de ellos para intervenir militarmente en las regiones selváticas si el accidente ocurrido se podía imputar al ardor de unos cazadores que se habían aventurado a emprender una cacería peligrosa. Me ocupó una quincena entera el preparar los alojamientos de los visitantes. Quizá pequé de algo negligente al elegir para capitán del safari a un vendedor de marfil llamado Bismilla, tan vanidoso que, si le dejaban hablar a él, era más valiente que un león con melenas negras, pero que había hecho la solemne promesa de besar la Piedra Negra de la Ka’ba antes de morir y que siempre tomaba las máximas precauciones para no perder la vida y dejar incumplido su voto. Sabía muy bien cómo había que tratar a los esclavos swahili, y podía confiarse de que montaría cómodos campamentos lo largo del camino. Pero aquellos negros tenían tanto miedo a los shenzis como el que iba a ser su capitán.

Al volver a Zanzíbar ya tenía un suceso emocionante que referir a Sithy; el que perseguido por un rinoceronte me había tenido que subir a un árbol. Tuve impresión de que ella me observaba más que escucharme. Se estaba preguntando, sin duda, qué era lo que me proponía hacer. Yo sólo sabía parte de ello; todo no.

—Me he sentido muy sola mientras has estado ausente —me dijo con gravedad.

—Y yo te he echado mucho de menos, Sithy.

—Dos veces te has ido para pasar muchos días entre otras gentes y animales salvajes. Espero que ahora te quedarás aquí bastante tiempo.

—Pues no, porque dentro de una quincena de marcharme de nuevo. Vendrán de Sind dos grandes personajes a cazar en las montañas, y yo debo cuidan de que estén bien atendidos y guardados.

—¿Me has hablado de ellos alguna vez?

—Nunca has oído sus nombres. Son un gobernador sahib y su memsahib.

Sithy permaneció callada unos segundos.

—Paulos, ¿no serás tú un sahib también? Julnar me ha hablado de un antepasado suyo, que era griego como si fuese un sahib.

—Los griegos son europeos, y pueden llamarse propiamente sahibs en Sind.

—¿Has visto alguna vez al «sabib» y a la memsahib que van a venir?

—Sí.

—Dime cómo son.

—Desde la alta terraza ya has visto a los yanquis y a los ingleses.

—¿Son jóvenes?

—El sahib es de mi edad, la memsahib más joven.

—¿Ella es morena o rubia?

—Muy rubia, pero no tanto como tú. También es tan alta como tú —contuvo el aliento—. Pero, Sithy, no digas a nadie que yo los he visto. No quiero que sepa nadie que he estado en Sind, porque ello me podría traer disgustos aquí. No digas tampoco que les voy a acompañar en su cacería y a ayudarles en ella, si es menester. Tú no sabes otra cosa sino que voy a Pangani.

—No diré nada a nadie. ¡Cuánto tiempo hace que no he visto las montañas ni los animales salvajes! Estaba acostumbrada a ver los markhors y los osos, y, veces, los moruecos de grandes cuernos. ¿Me llevarás contigo al continente, Paulos Rajah?

El torrente de mi pensamiento se dividió en dos. Una de sus ramas, rápida y clara, arrastraba una materia en que yo no había pensado antes. Si después de haber ido al lugar donde se haría la cacería no podía volver a Zanzíbar, ¿qué pasaría? ¿Qué pasaría si no podía salir del interior de la selva o abrirme paso hacia la costa para poder embarcarme con rumbo a Europa? Tenía que convenir algo con Sithy, para que ella pudiera reunirse conmigo. Y esto sería muy difícil a menos que… La otra rama del torrente corría lentamente como la marea de los ríos del Waseramu; como esas aguas hacia remolinos y parecía pasar por una oscura niebla azul como si ella también tuviera orillas bordeadas por espesa jungla. No podía penetrar con la vista en su profundidad y no podía saber lo que vivía allá abajo. Tenía consciencia de que corría pacientemente, aunque indómito, mientras yo pensaba en la seguridad de Sithy.

—Adonde voy a ir hay elefantes y hombres salvajes le dije.

—Amo, una vez fui apresada por un parthan que había asesinado a todos mis seres amados.

—A pesar de todo estarás más segura yendo conmigo.

—Entonces, ¿me dejas ir?

—Sí, puedes hacerlo. Tienes derecho a ir y está bien que vayas. Te necesito a mi lado.