Pensé, con desaliento, que lo último que me dijo Sithy era verdad. Siempre había cometido grandes tonterías, aunque con noble intención a veces. La suprema tontería fue enamorarme de Bachhiya, que era también Sukey Webb; si no hubiera hecho aquello, sería ahora alguien en el Gobierno de la India, que se sonreiría con el coronel Jacob de la todopoderosa conducta pukka de los lanceros Tatta, pero que estaría altamente satisfecho de las batallas que ellos ganasen. En aquel caso, una mujer de aspecto extraordinariamente rubio, como la que no hubieran podido soñar los sahibs, no estaría arrojando con tanta violencia almohadones al suelo, Porque no la dejaba que fuese mía, cosa esta última que era una consecuencia de la misma gran tontería. Ni siquiera un bobo, que en definitiva tendría que vivir consigo mismo podía tomar como concubina a una muchacha a la que había defendido y amparado desde que ella empezó a hacerse mujer, y de la cual era responsable ante Dios y ante los hombres, si ansiaba a una mujer que quería que volviese otra vez a él. ¡Desgraciadamente no era un árabe que pudiese hallar el modo de tener a las dos!
Pero la realidad era que, en mí, la tentación era grande. ¡Podría hallar tantas razones para hacer lo que deseaba! ¿Qué probabilidades reales tenía de volver a recobrar a Sukey? Si cedía mañana, o cualquier otro día, me podría sorprender olvidando a Sukey y amando a mi pequeña pagana. ¿Desde cuándo yo, un gitano he sido cantador de salmos? Un pájaro en la mano vale más que dos en el árbol, cantó en el más florido lenguaje, hace siete siglos y medio, un poeta persa llamado Omar Khayyam; por haber revisado el calendario musulmán, estaría bien versado en los engaños del tiempo. Me negaba a escuchar uno de los argumentos del diablo: que lo que quería hacer con Sithy era por el bien de ella. Podría estar un año o dos más «avergonzándose delante de las mujeres». Muchachas muy jóvenes pueden enamorarse perdidamente, como hizo Julieta a los catorce años; pero yo no creía que yo, que le doblaba la edad, pudiera ser un obstáculo para que ella se enamorase del hermano de Julnar, y este era cristiano de Tracia, y no insistiría demasiado en la doctrina islámica del purdah con tal que ella conservase la doncellez. Sobre ese particular, había musulmanes de calidad que hacían la vista gorda sobre la conducta de sus concubinas y que no reparaban en que sus esposas hubiesen estado antes «comprometidas» con tal de que les entregasen las mercancías intactas. De todos modos yo no quería que Sithy no se pudiese casar con un eurasiano o con un europeo que residiese en Oriente. No, no sentí el haber desdeñado el primer amor de Sithy por la pena que le ocasionó a ella, sino por pena que me daba a mí. Sin embargo, en los meses siguientes, no seguí enteramente la recta línea de conducta que me había trazado. Era sencillamente, porque yo no era fiel a tal línea de conducta, teniendo tan cerca a Sithy, tan encantadora, tan propicia. Estaba completamente avergonzado de mí mismo, y me decía que ella tenía derecho a que se la cortejase al modo que se corteja a las muchachas jóvenes del mundo occidental y de vastas regiones de donde el purdah no es observado rígidamente. Nuestra diferencia de edades no era obstáculo digno de en cuenta en el Este; aquello era África, no Inglaterra. Yo no dudaba de que la pequeña Cheetal estaba enamorada de veras del sultán de barbas grises pues el amor difería según las mentes y las costumbres. Yo no creía que un galanteo restringido pudiera perjudicar sus posibilidades de felicidad futura; creía en cambio y por muy extrañas razones que un galanteo así pondría a salvo el orgullo actual de Sithy.
Fuimos pues como dos novios ingleses y jugamos al amor. Afortunadamente, nadie nos vio realizar esos juegos que a ella le gustaban y a mí me atormentaban, aunque me gustaban también. No me importaba mi dignidad porque mí dignidad nunca había sido grande cuando no me miraban los demás, y además ella me creía bobo por querer cumplir lo que no parecía un deber. Me portaba con ella como un patán con una muchacha campesina de su propio pueblo. Yo había dejado atrás la maravillosa primavera de mi vida, que muchos hombre contemplaban como un pasado; había sido niño muy breve tiempo, para luego tener que ser hombre Ella no comprendía por qué no quería yo que ahora Se sentara en mis rodillas. Era posible que ella no conociera la vergüenza, porque era una pagana de una clase prehomérica muy curiosa y últimamente le habían inculcado la doctrina de que las mujeres sólo tienen dos razones para existir, la una para satisfacer los deseos de los hombres, la otra, para darles hijos. Era esto una combinación devastadora de naturaleza salvaje y culto pagano. Una oscura tarde, ventosa y lluviosa, estuve a punto de sucumbir a la tentación… Nos habíamos besado y sus ojos se hicieron primero luminosos, y se ensombrecieron luego; me susurró al oído algo casi no pude oír.
—¿No dijiste que lo querías todo de mí?
—No hubiera debido haber dicho eso, Paulos. Lo que quise decirte es que si no podía ser tu cobah podía ser tu amor. El emir dijo que podría serlo cuando contase edad suficiente.
—El emir te entregó a mí.
—Entonces, ¿por qué no me tomas?
—Porque eso no estaría bien, Sithy.
—¿Por qué? ¿Porque amas a la otra mujer demasiado?
—Para la otra mujer soy alguien que ha bebido la copa de la muerte.
—No. Tú quieres volver con ella, estoy segura. Tú eres de los que logran todo lo que quieren, y de los que no toman lo que no quieren.
Cuando ella dijo, «La otra mujer», hubiera podido sonreír, puesto que Sithy era tan niña. Lo que es ahora yo no tenía la menor gana de sonreír.
—Si tomo ahora lo que quiero, tendría que deshacer ese dulce lazo…
Sólo por decir esto ya se debilitaba mi voluntad.
—Lo desharé yo, y también estas cuerdas; pero hay un nudo que sólo puedes desatar tú. ¿Por qué no he de hacerlo, Paulos, ahora que sé que nunca podré ser tu cobah? Cuando quieras que yo sea ella, procuraré no mostrarme celosa. Cuando ella vuelva, no tendrás necesidad de hablarle de mí. Una semana antes me puedes dar a Teodoro, al hermano de Julnar. Teodoro escribe cartas y su hermana me las entrega. Quiere casarse conmigo, además, y me ha dicho que me tomará esposa, sin mirar lo que tú hayas hecho conmigo, porque no cree, como nadie en la corte, que hayas vivido todo este tiempo conmigo sin haberme hecho tu mujer.
—No me extraña; yo mismo no puedo creerlo.
—Ya es capudan subalterno ahora, y será pronto un Serdar. Es cristiano y no puede tener que una esposa. Seré muy feliz con él, te lo aseguro.
—¿Te casarías con él en seguida?
—No; sólo después que vuelvas a tener a tu cobah.
La estreché contra mi corazón. La larga mirada de asombro que me lanzó, derribó todas las barreras que tenía delante menos una; la de mi corazón, que quería el bien de ella. Los asaltos de la tentación eran más fuertes cada vez; para cobrar alientos y poder resistir a ellos, me levanté y me acerqué a la ventana. La estruendosa tempestad de agua y viento que desde allí contemplé no hizo más que aumentar la que había estallado en mi alma.
—¿Estás avergonzado de lo que sientes por mí? —me preguntó después de un largo silencio.
—Sí.
—Y ¿por qué, Paulos Rajah?
—Por mi flaqueza.
—¿Tu flaqueza?
—Voy a dejarme vencer por ella, y ser feliz contigo hasta…
—La flaqueza no da felicidad, amo.
Era una cosa extraña lo que me dijo. No la hubiera comprendido si ella no se hubiera puesto en pie.
—No quiero tu flaqueza, Paulos Rajah. Quiero tu fortaleza.
—¿Qué quieres decir, Sithy?
—Tu fortaleza, con la que mataste al parthan que asesinó a mis gentes. La fortaleza que siempre he visto en ti. Esa misma fortaleza con que quieres recobrar a tu cobah. Tomaré esa fortaleza hasta que vuelvas a tenerla a ella a tu lado, y, después, toda la que quieras darme como esclava tuya. Pero no tomaré tu flaqueza. No sabría qué hacer con ella.
A duras penas podía creer que los extraños, largos y brillantes ojos, que tan clavados estaban en los míos, hubiesen conservado, hasta ayer, la cándida inocencia de los de una niña. Ella leyó la incredulidad en los míos.
—Ya no soy una niña recién llegada de Kafiristán —me dijo—. He convivido con otras mujeres, y me han enseñado muchas cosas; he estado a tu lado, y he aprendido de ti mucho más de lo que podrás imaginar nunca. Todo este saber se teje ahora como los hilos en el telar, y yo puedo ver lo que significa. Recuerdo bien a los hombres de Kafiristán. Son hombres fu que cazan markhors en los montes, que hacen frente a los osos en las espesuras, que aran la tierra de los campos, que cortan los corpulentos árboles para que no le falte alimento al fuego en el invierno. Amo en ti tu fortaleza, y odio tu flaqueza. Me iré con Teodoro ahora.
Tardé un momento en poder contestar, y sólo pude hacerlo con una pregunta.
—¿Te casarías con Teodoro sin quererle?
—Llegaría a quererle, si es hombre fuerte.
—Entonces quédate conmigo un año más. Sólo tendrás dieciséis, y no aparentarás más edad que las muchachas árabes de catorce. Tenemos que hacer aquí grandes cosas, y, si todo sale bien, podré pedir al sultán que nos dé la libertad a Hamyd y a mí. Si entonces sigues queriendo casarte con Teodoro, te casas con él; pero, si no quieres, y yo creo que no querrás, te llevaré a cualquier sitio del mundo que desees ir. Sé muchos sitios donde podrías encontrar a hombres jóvenes y podrías relacionarte con alguno o algunos de ellos hasta elegir el que más te gustase para marido.
—¿Y después tú me dejarías para irte con tu cobah?
—Creo que estaré con ella, o habré renunciado a ella antes de entonces.
—Volverás a ella, lo sé. Si quieres que me quede contigo hasta entonces, yo también lo quiero; pero no quiero vivir más en tu cuarto.
—Te echaré de menos, Sithy.
—Y yo dejaré de soñar que eres mío, o que tú te despiertas en la noche para pedirme que sea tuya. No está bien que tú pruebes mi flaqueza, ni que yo pruebe la tuya. No te cause pesadumbre el que duerma en la antesala, Paulos Rajah; soñaré con las nieves de Kafiristán y dormiré bien.
—¿Y no querrás darme ningún beso, Sithy?
—Te besaré, si tú quieres, como antes de hoy me besabas tú a mí y como te besaba yo a ti.
No lo siento por ti, Sithy; lo siento por mí. Ya lo ves, a los hombres no nos es dada la sabiduría de las mujeres, ni la clara visión de sus ojos. A menudo, lo que creemos fortaleza, no es sino flaqueza disfrazada. Pero a veces, sucede todo lo contrario.