El visir me regaló todas las cabalgaduras que yo había ganado negociando en caballerías, y aquel mismo día las vendí en el mercado por doble cantidad que la que él me prestó. Después de habernos despedido Hamyd y yo, de nuestros compañeros de esclavitud, con todos nuestros bártulos a cuestas, nos agregamos a una nutrida caravana que partía para Sommiani, en el mar árabe. A pesar de que el camino que seguimos pasaba por un punto desde el que hubiéramos podido trasladarnos a Habistan con sólo hacer dos jornadas escasas a caballo, la prisa que llevábamos no nos permitió ir a aquel lugar. Sentí mucho no poder hacerlo, porque me hubiera gustado visitar a dos personas que vivían allí, y si me apuran un poco, diré que a tres.
Desde que tenía a Sithy, la vida había cambiado para mí de un modo sutil aunque notable. Los dos éramos esclavos de Sa’id ibn Sultán; pero ni ella ni yo nos acordamos de ello durante el viaje, porque, en cierto modo y por un ratito, Sithy me había hecho sentir libre, yo veía el hermoso y salvaje país a través de los ojos infantiles de ella. Había una promesa en cada curva del camino. Puesto que ella no tenía miedo a nada cuando iba conmigo, yo me negaba a sentir inquietudes con respecto al porvenir. Otra vez era capaz de sentir alegrías mientras iba camino adelante.
En regiones de mi mente muy remotas de mis actuales tareas quedaba un asunto que no atañía a ella todavía, y, quizá en parte, esta era la razón de que no me oprimiese más. Pensaba en ello con una infrecuencia que me asombraba, y no recordaba haberlo soñado nunca. Estaba implacablemente en mi destino, si Gerald y yo vivíamos lo bastante; pero esto era un momento de calma entre sus dos fases, sus dos grandes operaciones, su principio y su fin. El intervalo podía durar cinco años, si los planes del emir, con respecto a mi se realizaban. Largo era el plazo, pero yo me proponía aprovecharlo lo más y lo mejor que pudiera. Era mi intención vivir con todas mis fuerzas junto con mis dos compañeros.
En Sommiani nos embarcamos a bordo de una de esas típicas barcas a vela árabes para ir a Muscat. El primer día de navegación tuvimos miedo al monzón; además, yo estaba seguro de que Sithy, que no había visto nunca el agua salada, con el balanceo de la nave y el fétido olor que se respiraba en nuestros camarotes, se marearía de mala manera. Sea porque ya estuviera acostumbrada a balancearse cuando pasaba por los senderos de cabras que hay entre las montañas de su tierra nativa, o por otras razones que yo no puedo imaginar, lo cierto es que ella no se mareó, y yo sí. Fue a mí a quien se le puso la cara de color verde y cadavérica, y fue ella, en cambio, la que estuvo a mi lado atendiéndome, sosteniendo mi mano, acariciándome la cara, trayendo el cubo y llevándoselo para vaciarlo, y haciéndome tomar medicinas que aliviaban mi mal. Me dio potingues muy fuertes, sin duda, porque creyó que me iba a morir. Cuando se convenció de que no me pasaba otra cosa, sino que mi estómago quería imitar la agitación de las olas —una explicación del mareo en la que todavía creían los tripulantes de aquellas naves, procuró distraerme de ello haciéndome una dramática descripción de las bellezas de Kafiristán. Sólo me enteré de parte de lo que me narró— más adelante se lo haría repetir —pero nunca olvidaré el aire que tenía, la animación que había en aquella cara suya, tan rara, la viveza de sus gestos y ademanes, lo alegremente que cantaba su voz, y podría jurar que aquello me hizo bien. Luego, el resto del viaje fue bueno, y, al quinto día de navegación llegamos a la antigua ciudad y capital de Omán. Era este el primer puerto de mar, grande y de tráfico, que había visto Sithy en su vida. Las antiguas torres que tenía la ciudad y otras muchas cosas, novedades para ella, maravillaron a Sithy. Como la barca en que viajábamos echó el ancla a cosa de un tiro de piedra de distancia de un barco mercante, los ojos de Sithy pudieron ver una yubarta que hacía varios años que visitaba cada día la ensenada, y cómo comía y jugueteaba el animal, cómo soplaba y daba saltos. Aquel monstruo de setenta pies era famoso en siete mares, y, como espantaba a todos los tiburones, el populacho, no solamente se sentía orgulloso de él, sino que le quería. Después de anochecer, de las aguas del puerto se elevaban luces en un despliegue tal de fosforescencia como yo nunca había visto, confirmando su fama a este respecto, y producían el efecto de una llama trepadora cuando salpicaban los cimientos de las casas que estaban cerca de la orilla del mar.
Pasamos tres días en aquella amurallada ciudad, alojándonos en un fenduke de blanca fachada mientras esperábamos hallar un barco a nuestro gusto que saliese para Zanzíbar. Para tener más comodidades, hubiera preferido hacer el viaje en un barco yanqui; pero temía que mi rubia compañera llamase demasiado la atención a la tripulación, y, al final, me decidí a embarcar en un mercante armado que navegaba bajo el pabellón del Propio sultán. En la madrugada del decimocuarto día Avisamos la isla, que se ofreció a nuestros ojos como uno de esos paradisíacos parajes que vemos en sueños, que vista desde la cubierta del barco parecía estar debajo nuestro y que por la distancia que nos separaba de ella, parecía azul. A medida que nos acercábamos a la costa, esta presentaba todas las tonalidades del verde, con una cinta de arena de brillante color amarillento, entre el follaje tropical y el azul intenso del mar. A media mañana ya pudimos ver la Gurisa, la fortaleza que defendía la ciudad, con sus atalayas y sus bajas murallas almenadas; poco después, vimos el NET el Salid el palacio que tenía el sultán en la ciudad, rodeado por edificios más sobrios que ocupaban varios de los hijos y de las hijas del soberano —que sumaban tres docenas, los retoños del rey, claro está— y algunos de los dignatarios de la corte.
Tan pronto desembarcamos, Hamyd, Sithy y yo, nos dirigimos directamente al Bet el Sahel. Como nadie sabía que éramos esclavos, nos permitieron que unos negros, que por todo vestido llevaban unos taparrabos, llevaran los equipajes del effendi y de la m’sabu. Me alegré de no tener que ir cargado con bultos, pues así con mis manos libres, pude coger una mano muy chiquitita. Mis oídos, mi olfato, mis ojos, y hasta mi espíritu en aquel momento, se sentían extrañamente libres Se me contagió el entusiasmo de Sithy, cuyo pulso iba tan de prisa que aceleró mis propias pulsaciones. Había visto en Túnez calles algo parecidas a las que pisábamos ahora, aunque no tan salvajes ni tan tortuosas; había oído ruidos similares en El Cairo y en Bikaner, si bien no tan agudos; pero aquellos olores no los había percibido antes nunca, por lo menos juntos en una síntesis igual. Uno de los elementos de esos olores era el aroma del clavo de especia, el principal cultivo de la isla; otro era la fetidez de la carroña humana, que sin duda venía de las playas, a las que se arrojaban los cuerpos de los esclavos muertos para que los devoraran los buitres y los reptiles que salían del mar; otro el vaho a cadáver que emanaba del barco y de los barracones de esclavos del que estaban saturados las paredes de los edificios y hasta los mismos guijarros de las calles, y, aunque se renovara allí el aire cuarenta años seguidos no acabaría con aquel vaho. Pero otro elemento era el olor de la excitación, el cual traía a mi memoria el comienzo de la carga dada en Meeanee; este olor que había estado suspendido en el aire del desierto de Las montañas de arena; este olor que había percibido un caballo y mientras, en la mesa de los lanceros Tatta, un oficial subalterno brindaba. Creo que este olor lo desprenden igualmente el hombre y la bestia cuando están vivos preternaturalmente.
La ciudad de Zanzíbar era una de las más pobres, más sucias y más corrompidas que yo había visitado. Sus calles eran tortuosos y oscuros callejones de cinco yardas de ancho; tuvimos que arrimarnos a un muro que olía a humedad, manchado con el rojo zumo del fruto de la areca que escupían los transeúntes, para dejar paso a una caravana de esclavos desnudos, encadenados los unos a los otros, cada uno de los cuales llevaba sobre el hombro un enorme y brillante colmillo de elefante. Las mejores casas, con angostos y oscuros portales, y patios que más bien eran lechigadas de seres vivientes en los que se veían mezclados esclavos, monos, perros y aves de corral, maderas y pieles ahumadas; las mejores casas parecían cárceles, con gruesas puertas de madera cerradas con candados y ventanucos con barrotes de hierro o postigos de gruesas tablas, y eran todas un batiburrillo de estilos arquitectónicos. En muchas ciudades musulmanas las mezquitas eran suntuosas construcciones elevadas a la mayor gloria de Alá; aquí eran míseras construcciones de un solo piso que parecían graneros. En el presente momento, en los comienzos de la segunda mitad del siglo decimonono, era esta una de las ciudades más importantes del mundo. Toda África bailaba, decían los árabes, al son de una flauta tañida en Zanzíbar. Actualmente era la puerta de entrada a la no conocida e inconquistada mitad de un continente; era la llave de una casa que guardaba un tesoro que constituía el último gran premio de la historia para quienes tuvieran la osadía de conquistarlo.
Ya los mercaderes de Salem se enriquecían vendiendo sus paños en Zanzíbar. Inglaterra, Francia y Portugal permanecían agazapadas para saltar sobre el vasto territorio; hasta ahora tenían las manos ocupadas en otras aventuras en el Nuevo Mundo y en Asia, pero las lámparas de sus Ministerios de la Guerra y las Salas de los Consejos ardían hasta muy tarde, sus exploradores estaban trazando mapas, sus aventureros marcaban los senderos… Por un momento olvidé la caliente manita que tenía entre la mía.
¡Sithy, quisiera que no me miraras con los ojos tan abiertos! ¿Por qué no los entretienes mirando las vistas de la ciudad? Mucho me temo que vas a estar muy sola…
Bet el Sahel resultó ser un palacio muy grande, con una elevadísima galería cubierta sustentada por altos pilares y una muralla de mar de doce pies. En el patio, que tuvimos que atravesar, reinaba idéntica animación que en un bazar, pues en él los cocineros asaban reses enteras y pescados gigantescos; allí se sacrificaba a los animales destinados a la mesa; por allí iban y venían los aguadores; allí había nodrizas negras que criaban niños de todas las complexiones, esclavos que holgazaneaban y otros a los que hacían trabajar corpulentos eunucos negros. Pedí que me llevaran a la presencia senescal, que era un armenio bajito y vivaracho, llame Kozerhn. Según él me dijo, me esperaba y estaba contento de tener otro cristiano en la corte. Recibí orden de partir en seguida para Mtoni, el palacio que el sultán tenía en el campo, residencia favorita de este y que estaba a unas cinco millas al norte de la ciudad. Kozerhn llamó a Sithy la circasiana y a Hamyd mi criado pues parecía ignorar que nosotros tres éramos esclavos Yo no le saqué de su error, y él nos procuró burros, con grandes Swahili sais para la niña y para mí.
Me pareció que Kozerhn se alegraba de que fuese a servir yo en el palacio del campo, por temor a que impugnara su autoridad y redujese su izzat.
El de Mtoni era un palacio más bello y grande que el de Bet el Sahel. Me dijeron que dos de las principales partes del cuerpo de este edificio y las dependencias exteriores albergaban a un millar de súbditos del sultán entre parientes y familiares del soberano, dignatarios de la corte y esclavos. Al final del patio había una docena de estanques para bañarse al aire libre y dos casas de baño persas de bastante elegancia. Los naranjos con sus dorados y redondos frutos, rodeaban un inmenso benjile que miraba al mar, un recinto circular con techumbre en forma de tienda de campaña y hermosas balaustradas, tan vasto que en él hubiera podido hacer sus ejercicios, con holgura, un escuadrón de caballería. Subimos una empinada escalera, preguntamos por el jefe de los eunucos, y fuimos recibidos en seguida por él, un abisinio, alto como una torre, que se llamaba Aníbal. Gran conocedor de mujeres, no cometió, con respecto a Sithy, el error de Kozerhn.
—¿Qué es? —preguntó en elegante árabe—. Nunca he visto mujer alguna que se le pareciera.
—Es kafir, del Kush indostánico.
—Tenemos, o así los llaman, kafirs en África; pero son tan negros como ella es blanca. ¿Es que nunca ha brillado el sol sobre ella, para que tenga esa blancura de nieve? ¿Es un regalo para el sultán?
—No, es mi propia esclava, y te ruego que la alojes conmigo.
Accedió a mi petición sin vacilar un instante, por lo que sentí un alivio muy grande. Para Sithy y para mí, nos dieron un dormitorio con vistas a la galería; para Hamyd, una antesala, y, para todos, un cuartito para recibir, señal clara de que yo iba a desempeñar un cargo respetable en la corte. Las maderas de la habitación estaban adornadas con clavos de latón; grabados en las puertas habían versículos del Corán; en un nicho, abierto en la pared, con estantes, había, platos de porcelana de China y un par de relucientes espadas; un alto espejo, con una sola grieta, colgaba de la pared del fondo. No había sillas —muebles que los árabes pudientes empezaban a tener en sus casas, aunque no se sentaban en ellas—; las arcas eran sencillas y sin adornos, pero grandes; el lecho, de palisandro, sin duda traído de la India, y con mucho trabajo de talla, era digno de que durmiese en él un jeque visitante.
Como no nos habían indicado aún a qué comedores teníamos que ir para tomar nuestras comidas, Aníbal nos hizo traer por un esclavo negro una fuente de kimah[28], y además, fruta abundante. Luego que Hamyd se fue a su antesala, Sithy se quitó las sandalias y se miró los pies.
—Voy muy sucia —dijo—, necesito un baño de mala manera.
Dijo la palabra bimar, lo mismo que los niños en Inglaterra dicen de mala manera, lo que no pude explicarme, porque esa palabra no existe en el idioma hindustani. ¡Cómo no fuera que lo hubiera aprendido de mí!
—Mañana por la mañana podrás bañarte tranquilamente.
—Necesito el baño esta noche, porque hace mucho tiempo que tú no me has bañado.
—Ya eres demasiado mayor para que te bañen, Sithy…
—Entonces, seguramente, ya soy bastante mayor ser tu mujer. Una chica que no tiene más años que pero que es un poco más desarrollada que yo, fue mujer de su amo en el barco. Me lo dijo ella misma.
—¿Y qué más te dijo?
Sithy se sonrojó ligeramente.
—Solamente lo que yo sabía ya, y que tenía esperar a… a ser un poco mayor todavía. Sólo quiero estar a tu lado para despertarte si tienes alguna duda, o por si tienes sed durante la noche, irte a buscar agua.
—Ya no podrás hacer eso hasta que te cases. Te haré, con grandes almohadones, una camita en el suelo como no hubieras podido soñarla ni siquiera en Kafiristán.
—¡Ojalá fuera una niña pequeña todavía!
El sultán me recibió en su cámara inmediatamente después del almuerzo, y me permitió que besara el dorso de su mano. Tras unas preguntas para enterarse de la salud y de la prosperidad de «su hermano». Nazir Khan, y unas palabras de bienvenida para mí, me dio a conocer sus intenciones en seguida. Mi cargo oficial sería el de bibliotecario de palacio. En lo primero que me tendría que ocupar sería en formar el catálogo de libros, con reseñas de la calidad de las obras y de las vidas de sus autores; luego habría de encargarme de las nuevas adquisiciones de libros antiguos y modernos. Luego de haberlos leído yo con gran atención, le recomendaría la lectura de las obras más importantes; tendría que elegir, también, las que podrían leer sus consejeros, sus serdars y su Reis Effendi[29]. Si encontraba libros con los cuales sus sesenta concubinas pudieran entretener sus ocios, los podría entregar a los eunucos, pero cuidando en este caso de que no fuese la clase de literatura que excita la imaginación y hace bullir la sangre en las venas, por razones que yo comprendería cuando me empezara a encanecer la barba como a él. Y su puntiaguda barba se agitaba mientras ahogaba una risita.
—Pero como eres algo así como un griego, y todos vosotros tenéis fama de ser sutiles, y yo, por otra parte, creo que lo del durbar, en Gwadar, fue invención tuya, porque esto lo vi claro desde el principio hasta el fin en lo bien que supiste engañar al Sha Mohammed, y me pareció muy bien, te voy a dar un cargo de confianza cerca del Gran visir. El querrá conocer todo lo que tú sepas acerca de las ambiciones políticas y del poderío de los reyes occidentales y de sus consejeros. Me es del todo fiel y es bastante honrado, y todo esto es muy recomendable entre las gentes de mi tribu, y, como si no es brillante es astuto, es lo bastante comprensivo para reconocer el hecho y no negarse a recibir los consejos, aunque sean de un esclavo griego.
—Escuchar es obedecer.
—Y no olvides, Paulos, que yo soy el último de los grandes monarcas árabes. Mis nietos tendrán que darse por contentos si pueden tener cortes de desarrapados en los desiertos de Arabia. Inglaterra ha vetado ya mi negocio de exportación de esclavos, que me producía ciento veinte mil dólares por año. Puedo ver el escrito en la pared, y, por eso a mi edad, sólo puedo seguir una gran política, que es dejar que hagan de mí un hueso que se disputen, para roerlo, Inglaterra y Francia. He de aliarme a la una o a la otra.
Y yo también tenía mi gran política a seguir: la de persuadir al sultán que se aliara con los ingleses. Inglaterra se había declarado enemiga de la esclavitud adoptando una actitud muy severa; su egoísmo era generalmente inteligente; su gobierno y su dominio de los pueblos atrasados, que cualquier potencia europea podía ejercer si ella no lo hacía, era el más culto e ilustrado del mundo. Si podía practicar con éxito esa política, no sólo hallaría gozo en ello, sino tranquilidad de conciencia. En los años que faltaban para que me quitaran las cadenas de la esclavitud, podría prestar muy buenos servicios a las razas de color que más los necesitaban y hacer mucho bien a los no puramente blancos, como yo.
Me puse al trabajo, y los días que corrían empezaron a ser contados, primero por semanas, por meses luego, por estaciones sucesivas después. No necesitaba izzat público, porque aquí esto era peligroso, pero no podía evitarlo del todo. Ya no era un secreto que el Gran visir me escuchaba a mí antes de aconsejar al sultán. Había grandes jeques que se oponían a la política del soberano, y estos tenía siempre a mano a hábiles envenenadores y a gentes que sabían herir por la espalda. Yo huí de la intriga palaciega y tomé medidas de precaución para defender mi persona y la vida de algún inocente que pudiese verse mezclado en nuestros planes.
Afortunadamente, a Hamyd le hicieron desde el primer momento guardia de palacio, y se alojaba con sus compañeros, y, como solamente el sultán, el Gran visir y unos pocos altos dignatarios de confianza sabían que era algo mío, nos resultó un espía valiosísimo. Un vez me trajo la noticia de una conjura que, a no ser porque se hizo abortar a tiempo, decapitando a una docena de conspiradores, hubiera derribado el trono.
Como quiera que a Sithy le permitían la entrada en el haremlik, tenía muchas compañeras de juego. Su mejor amiga era la hija pequeña de un mameluco, casi tan rubia como ella, que había estado antes al servicio de la sultana. Durante las horas que estaba allí, o en la escuela recibiendo lecciones de un eunuco muftí, o aprendiendo a tocar un salterio u otras cosas útiles a las mujeres, sólo podía echarle, de día, algunas miraditas a distancia de vez en cuando, pues yo estaba generalmente en las antecámaras, y siempre era o demasiado temprano o demasiado tarde para que pudiera contemplar las salidas y las puestas de lo que antes constituía mi sol. Pero me fijaba en lo que iba creciendo. La buena comida y el clima cálido la hacían crecer como un bambú, y llenarse de carne como un antílope hembra de un año. Este proceso de crecimiento era un gozo para mis ojos. Iba a ser tan alta como muchas muchachas árabes, pero no tan rolliza, por lo que no sería del gusto de algún jeque árabe, cosa que a mí no me pesaba ni mucho menos. Aún duraba en ella la fuerte tensión de sus músculos, endurecidos en Kafiristán.
Una noche, a una hora muy tardía, la sorprendí mirando uno de mis libros de poesía árabe. Me burlé de ella diciéndole que no entendía una sola línea; pero en el año y medio que llevábamos en la corte árabe había aprendido muchas más cosas que lo que yo podía suponer, y me leyó en voz alta, sin gran esfuerzo, uno de los versos.
—¿Qué quiere decir en hindustani? —le pregunté yo.
—El sultán dijo a su cobah: «En mi reino hay altas colinas rojas, donde mis blancos carneros pacen; pero las colinas de mi deleite son redondas y blancas, y en ellas pacen mis rojos labios». Luego dijo…
—¡Basta! —Me acordaba del verso ahora, uno de los más ardorosos de aquella antología. Algunas de sus transposiciones de color eran chocantes hasta para los árabes mismos—. Has aprendido a leer el árabe muy bien.
—Voy a la escuela cuatro horas cada día. ¿Qué quieres que haga cuando no juego a las muñecas con Julnar?
Permaneció un rato sentada, con la cara apoyada e la palma de la mano. El azul intenso de sus largos ojos le daba un extraño aspecto de china.
—En el harén hay una mujer que te conoce —me dijo.
—¿Sí?
—Se llama Cheetal y es una de las favoritas más amadas del sultán. Hace tiempo me dijo que un griego llamado Paulos, la compró en Kandahar, y me preguntó si eras tú. Yo le contesté que no lo sabía. Desde entonces te ha mirado a través de una ventana, y hoy me ha dicho que eres tú.
—¿Es feliz?
—Muy feliz, y se siente orgullosa, además, porque le a dado al sultán un hijo varón.
—¿Te parece guapa?
—No me gustan mucho sus facciones, pero parece guapa, porque es tan feliz —dijo Sithy poniéndose triste.
—Tú también eres guapa. Sithy.
—Paulos Rajah, ¿recuerdas cuánto tiempo hace de que me hiciste preguntas acerca de Kafiristán?
Había pasado mucho tiempo. Aquel país salvaje podía interesar momentáneamente a los no geógrafos; nunca podría ser considerado como un premio equivalente a un imperio Pero, por lo menos, quería seguir estudiando sus palabras. Saqué mi cuaderno de apuntes y me puse a examinarlo. En nuestra última charla cubrí que la palabra cinco era en aquella lengua mano y, por lo tanto, dos manos significaban diez. El hombre entero significaba veinte. ¿A quien le importaba esto? Aquella lengua podría ser que no tuviera relación con ninguna otra, y ser tan primitiva que pudiese se arrojar luz en la historia del lenguaje.
—Creo que hace unos tres meses.
—Son siete meses, Paulos Rajah.
—Si vienes aquí todos los días inmediatamente después de la oración del mediodía, estudiare algo más.
—Yo vendré; pero tú te cansarás pronto de venir.
—¿Quieres que te encienda la pipa, amo?
—Ahora, no.
—Siéntate en esos cojines, y yo me sentaré sobre tus rodillas, como antes hacía, si no encuentras que peso demasiado.
—¡Bah, no pesas siquiera medio tomand!
—Eso y cinco rattel[30] más, pero si no deseas que yo…
Me senté lo más cómodamente que pude, y ella lo hizo sobre mis rodillas. Me parecía su peso muy ligero, porque ella se apoyaba en mi hombro; pero mis ojos me dijeron que me había dicho la verdad. Su cara y sus formas ya no eran de niña, sino de mujercita. Era más alta que Cheetal, pero su cuerpo tenía las redondeces de la otra.
—¿Me miran tus ojos favorablemente? —me preguntó hablando en hindustani, pero usando la forma árabe.
—Eres el deleite de mis ojos, Sithy.
—¿Por qué no pones entonces tus labios sobre los míos de cuando en cuando, como le hizo a Julnar su primo un día que su tío lo trajo para que la viera? ¿Crees que mis labios tienen mal sabor?
—Creo que han de tener el sabor del al-sharifi. Este era el delicioso gusto que tiene el blanco grano de la uva de Arabia.
—Yo lo haré, y luego me lo haces tú a mí.
Lo hicimos, y los ojos de Sithy parecían crecer y volverse más oblicuos entre las espesas pestañas del color del lino.
—Me alegro de que no masques el fruto de la areca y que no tengas los dientes negros —me dijo ella.
—Yo también me alegro de que tú no lo masques tampoco.
—Hagámoslo los dos al mismo tiempo ahora.
—¿Te ha enseñado esto Cheetal?
—No. Lo he visto hacer.
—Probaremos una vez.
Contuvo ella el aliento y yo no había visto aún tanto color en su cara. Era una carita extraña, no hermosa con arreglo a los cánones de estética que yo conocía, pero no podía apartar mis ojos de ella. Pero aparté mis labios de los suyos haciendo un supremo de voluntad.
—¿Sabes, Paulos Rajan, que ya no puedo entrar ni salir del haremlik sin cubrirme el rostro con un velo?
—¿Quién te lo ha dicho?
—Aníbal. Me dijo que podría encontrar a algún hombre joven en los pasadizos y que me podría avergonzar.
—¿Era motivo de vergüenza ir con la cara sin tapar en Kafiristán?
—Kafiristán no es Zanzíbar. Aníbal me dijo que el primo de Julnar no debe verme sin velo en el rostro cuando viene a visitarla, ni el hermano de ella tampoco Los eunucos pueden verme así, y tú eres el único hombre verdadero a quien se permite hacerlo.
—Creo que Aníbal hubiera debido dejar este asunto para mí.
—Dice que tú eres un griego que no comprendes el ardor de la sangre de los árabes. Paulos, yo creo que debo tener la sangre como los árabes a pesar de haber nacido entre las nieves. Ahora mismo lo noto.
—Eres demasiado niña…
—¿Sabes cuántos años tengo?
—Trece y pico…
—Casi catorce; pero, para ti, como si tuviera diez pues así me tratas.
—Las muchachas árabes de catorce años son mayores que tú. Se desarrollan más de prisa, porque son hijas del sol. Tú eres como las memsahibs que se desarrollan lentamente. Y vale más que sea así, porque así serás todavía joven cuando ellas sean viejas.
—Estoy más desarrollada, como dices tú, de lo que crees.
Al echarle una mirada rápida, bajó los ojos, mas su cara estaba encendida con un orgullo inefable.
—Te podrás casar dentro de dos años más.
—Paulos Rajah, ¿no soy tu esclava?
—Dejo que la gente lo crea para poder ampararte, pero cuando tengas la edad…
—¿Sabes lo que piensan las mujeres del harén?
—Me lo imagino.
—Paulos Rajah, ya no soy una niña, creen que soy tu cobah desde hace tres meses. —De pronto se puso muy erguida—. ¡He dejado que lo creyeran! Aunque tú me trates como a una shenzi[31], no quiero pasar vergüenza delante de ellas.
—Sithy, ¿se lo has dicho a ellas con estas palabras?
—No; pero les he insinuado que tú me amas apasionadamente. Mas si esto te enfada…
Quiso empezar a decir que no le importaba que me enfadara, pero, para no terminar la frase, se mordió los labios.
—No estoy enfadado Sithy; pero debes decirle la verdad a Julnar. ¿No tiene ella un hermano alto y guapo, que algún día será serdar de la guardia? Algún día serás, no su esclava, sino su esposa.
—Es muy guapo verdaderamente, y no dudo de que tenga la sangre árabe. Me miró a la cara.
—Tal vez dentro de seis meses…
Medio llorando me echó los brazos al cuello y me besó.
—Paulos Rajah, no quiero ser la esposa de nadie. Quiero ser tu esclava. Podrás tener otras, pero quiero ser tu cobah hasta que te canses de mí. Dicen por ahí que vas a ver a la bailarina india al fenduke. ¿Es más bella que yo? ¿Son sus labios más dulces? No te privaré de que la vayas a ver, pero no quiero que me avergüences más tiempo delante de las mujeres. Sé que te gusta besarme, porque lo noté en tus labios, y en tu corazón, que palpitaba tan aceleradamente como el mío. ¿No te gustaría hacer conmigo lo que hizo el rey de que habla el libro? Lo que leí, y no lo que no me dejaste leer. Si mañana me pones en la puerta…
Junté mi mejilla con la suya y permanecí de aquel modo mucho rato.
—Tráeme la pipa y enciéndela, Sithy —le mandé.
Me obedeció. Su rostro estaba sereno y no intentó volver a sentarse en mis rodillas.
—Ahora veo que no me amas ni siquiera un poco.
—Te amo, Sithy, y esa es la razón de que no quiero que seas mi concubina. Si fueras una muchacha a la que hubiera comprado en el mercado, esta misma noche serías lo que pides, porque mi sangre no es tan fría como las aguas del Karasak. Porque te amo, tienes que seguir siendo doncella, para que puedas casarte con el hermano de Julnar u otro joven noble, para que le des hijos e hijas, y puedas levantar tu cabeza con orgullo ante mujeres de Zanzíbar.
—Has dicho —dijo respirando largamente— que si me hubieras comprado en el mercado podría ser tu concubina. ¿No puedo ser tu cobah?
—No he dicho eso.
—Es lo que has querido decir. ¿Es la bailarina india tu estrella vespertina?
—No. Es sólo un pasatiempo.
—¿Tienes una cobah en alguna parte?
—Ahora, no.
—Pero la tuviste, y la quieres todavía. La quieres con locura. —Le asaltó un pensamiento que hizo que sus ojos volvieran a brillar—. ¿Ha bebido tal vez en la copa de la muerte?
—Ella cree que soy yo quien ha bebido en la copa de la muerte.
—¿Vas a intentar volverla a tomar?
—Quiero volverla a tomar, si puedo.
—Y por esto, que quién sabe si podrá ser, y porque ella, si llega a ser, no te consentiría que me tuvieras a mí también…
—Sólo puedo tener una cobah, Sithy.
—Por esto, que puede ser que no ocurra nunca, es por lo que quieres que me conserve doncella para que pueda casarme con cualquier otro, a pesar de lo que noté en tus labios y en todo tu ser, a pesar del modo como me mira el hermano de Julnar, que me echa unas miradas…
—Eso no lo dudo.
—¿Te acuerdas de cómo era cuando solías bañarme?
—Me acuerdo muy bien.
—¿Te gustaría verme ahora?
—¡No me atrevería!
—Por esas tontas razones, a pesar de todo, ¿no quieres siquiera ver si ya puedo ser tu cobah?
—Esa es la razón, supongo.
—Entonces, ¡por Lak-zandar!, y pronuncio su nombre a gritos, por si quiere mandarme la muerte, ¡por Lak-zandar, te digo, Paulos Rajah, que eres un bobo!