XXXI

Hasta que hubimos circundado Kabul y seguimos por el gran camino de caravanas que conduce a Ghazni, después de haber pagado el impuesto de protección de viajeros, nuestra pequeña carga no dejó de lanzar miradas asustadas por encima de su hombro. Como aquellos dos días viajamos muy de prisa, sólo pude entretenerla algún rato haciendo algunas niñerías, pero no pude decirle una sola palabra de consuelo, que ella pudiera entender, para que fuera cobrando confianza. Pero ahora parecía que no necesitaba esto tanto como yo creía. Siempre la tenía lo más cerca posible de mí, y a cualquier sitio que iba me seguía. No lloriqueaba nunca, se comía vorazmente la comida que le daba y dormía muy tranquilita en la poco blanda cama que le ponía a mis pies. Hamyd observó que era una chiquilla de temple valeroso. Cuando subíamos o descendíamos escarpas de esas que causan el vértigo, o pasábamos por los bordes de los precipicios, era, de todos nosotros, la que mejor conservaba la serenidad, y yo di por sentado que esto era debido a que ya estaba acostumbrada a ello desde que nació.

Hasta la tercera noche, que pasamos descansando en, una ciudad amurallada situada bajo la blanca cumbre del Shutangarden, no pude contemplarla a mis anchas por primera vez. Estaba jugando muy gravemente con una muñeca de madera que le había comprado en el bazar, a la que hablaba de cuando en cuando, y probablemente era entonces cuando empezaba a salir del aturdimiento y del silencio en que se había encerrado desde que su pequeño mundo había sido destruido en medio del horror y del derramamiento de sangre. Me admiraba de que una niña de ojos azules, cuyo cabello, si se lavaba, sería probablemente de un color castaño claro, y cuya piel, si le quitaban la roña que en ella había, sería más bien rubia, se pareciese tan poco a una niña inglesa. Se había quedado muy delgadita a causa de las penalidades que había sufrido, era de oriental la estructura de los huesos de su cara, y tenía los ojos oblicuos y más brillantes que yo había visto hasta entonces. Al propio tiempo, había algo muy atractivo en sus delicadas facciones y en su hermosamente moldeada cabecita.

Viendo que se rascaba, me acordé de otra compra que había hecho para ella: un vestido nuevo para poder quitarle y tirar el muy sucio y lleno de parásitos traje parthan que llevaba puesto. Mandé, pues, llamar a una especie de chokidar que se ocupaba en servir a los clientes en el caravan serrallo, y le pedí que me trajese un brasero con carbón vegetal, para calentar la helada habitación, un balde bastante grande para poder meter en él a la niña y dos grandes jarras de agua caliente.

Trajo un balde de cobre y del tamaño que se necesitaba; supuse que se hacía servir para hacer manteca de carnero. La niña dejó la muñeca en la cama y se puso a mirar con los ojos muy abiertos cómo yo sacaba toallas y jabón líquido. Al parecer no tenía la menor idea de lo que significaban mis manejos. La señalé el agua con la mano e hice los ademanes y movimientos que hace el nadador. Sabía que los paganos que viven en los remotos confines de Cachemira se bañaban en su ríos en verano y deduje de ello que los montañeses de Kafiristán harían lo mismo.

No se sonrió, pero le brillaron más los ojos y me dio a entender, con un movimiento de cabeza, que había comprendido. Me pareció contrariada cuando, repitiendo los ademanes de antes, señalé otra vez a ella y al agua. Dijo algo entonces, y me jugaría una jaca que lo que dijo fue que el balde era pequeño.

La hice venir a mi lado y le quité el gorro. Luego, muy despacio y con mucha delicadeza, para no asustarla, le saqué las botas, la chaqueta de lana y la camisa, cuyos faldones llevaba dentro de sus grandes pantalones. Pensé que me vería muy apurado para quitarle estos últimos, porque a las niñas indostanas y musulmanas se las enseña a ser vergonzosas casi desde que las destetan; pero comprendió mi idea y se los sacó ella misma.

Aunque gris por la costra de roña que le cubría, su cuerpecito, ya bastante formado para su edad, parecía un capricho de escultor; su desarrollo correspondía al de una niña inglesa de unos doce años. Vertí agua en el balde y probé la temperatura de ella con el codo desnudo, y, para que la probara la niña, le hice meter la manita dentro. Al pedirle que metiera un pie, me pareció azorada y un poco asustada.

Sonriéndole la cogí en brazos y la metí en el balde. Temblaba toda ella, pero me miraba con confianza, y tuvo un momento de infantil regocijo cuando le lavé la espalda. A fuerza de jabón y de cansarme el brazo frotando y volviendo a frotar con un trapo de lana, conseguí ver limpia aquella piel al cabo de bastante rato. Pero mis fatigas se vieron muy bien recompensadas al ver que la niña parecía otra. Por asociación de ideas me acordé de los pintores restauradores, que quitan capa tras capa de pintura de un viejo lienzo y a veces encuentran debajo una obra de arte de un viejo y famoso maestro. La pardusca montañerita robada por los parthans se estaba convirtiendo en una miniatura perfecta de ninfa de la montaña. Hasta que no lavé y sequé sus cabellos, la transformación no fue completa. Entonces me sentí como un artista y lleno de una romántica exultación que sólo los amantes de la poesía conocen. Me Pareció que en la mitad del siglo decimonono había hallado y apresado una ninfa que había visto a Apolo.

Por supuesto todos los viajeros que han recorrido el Afganistán han oído hablar de que viven gentes de pelo rubio en el Kush, indostano. Las leyendas de la India es, tan llenas de referencias a los hunos blancos. Todos los montañeses que moraban en los confines de Islán llevaban mezclada en su sangre la de los habitantes de las tribus de las colinas, y, aun en el mismo corazón de Kafiristán, esta última tierra incógnita y límite máximo, suponía yo que las gentes serían más bien pálidas de color, de cabellos castaños y la piel de color del marfil viejo. Pero mi pequeña carga, como yo la llamaba, era rubia, era como una sueca rubia. Su pelo tenía el color del cáñamo y su piel la blancura de la nieve.

Se dio cuenta la niña de mi admiración y me regaló una sonrisa de satisfacción.

No tuve prisa en hacerla vestir. Eché más agua caliente en el balde, y le di la muñeca para que la bañara. No pensé entonces en su porvenir, desde mi asiento contemplaba sus juegos en el agua. Cuando la vi bostezar, le sequé la sedosa piel y le di, para que se la pusiera, una camisa blanca, que era lo más parecido a un camisón de dormir que habla encontrado y le indiqué por señas la cama; se subió a ella, y, suspirando de contenta, se puso a dormir en seguida. Permanecí una hora sentado en mi timbak pensando en lo que haría con la niña. No era posible entonces llevarla a Kafiristán, buscar a sus parientes y entregársela. Casi tenía yo la seguridad de que su familia, huyendo de los ladrones parthans, había bajado hacia la frontera, llevándose, quizá, un rebaño de carneros para ser vendidos en Kunar.

Todo esto lo sabría cuando la hubiera enseñado a hablar y entonces ella me lo pudiera contar. De momento un viaje a sus montañas nativas era imposible.

Si los parthans la hubieran vendido por doscientas rupias se hubieran estafado a sí mismos. Dentro de algunos años más valdría muchos miles en Samarkanda. Entretanto podía llegar a ser la cobah o aun la esposa de un noble musulmán o indostano, pero ¿cómo podría yo ampararla durante ese tiempo? Yo mismo era un esclavo. De hecho, al menos, en aquel momento pertenecía a Nazir Khan. Afortunadamente a Nazir no le habían gustado nunca las rubias ni las mujeres no núbiles; pero a muchos indígenas sí que les gustaban y sobre la cabeza de cada príncipe oriental pendía una espada. No podía hacer otra cosa más que ser su guardián y compañero hasta que terminara nuestro viaje y esperar que podría cruzar el puente cuando estuviera junto a él, es decir resolver aquel problema.

Por la mañana, cuando me desperté, hallé que sus ojos azules estaban fijos en los míos, me sonrió otra vez y abrió unos ojos como platos cuándo le dije por señas que el montón de vestidos, de alegres colores, que le enseñaba eran para ella. «¡Rajah!», exclamó, al mismo tiempo que cogía uno de ellos. Fue la primera palabra que me habló. Dejó el vestido con mucho cuidado y, pálida de gozo, se arrodilló a mis pies.

La levanté en seguida, y me reí de un modo que ella comprendió que no era burla, sino una prueba de amistad entre nosotros.

—Rajah, no —le dije señalando a mí mismo y moviendo la cabeza— Timur.

—¿Timur? —repitió ella como Un eco…

Le dije que sí con la cabeza. Dándome golpecitos con el dedo en el pecho repetí el nombre. Luego apunté a ella con mi índice, interrogándola con la mirada.

Me comprendió en seguida y dijo algo que hizo que me diera vueltas la cabeza. Por si había entendido mal, decidí hacer una nueva prueba, pero antes dejé qué mi corazón latiera unos segundos. Primero señalé a mí mismo, luego la mostré dos veces los diez dedos de mis manos y, después, ocho dedos nada más. Centellearon sus ojos azules al comprender lo que le dije.

Apunté a ella entonces y me contestó con un gesto y una expresión que yo conocía bien, con la ligera inclinación de cabeza y la tímida sonrisa común a todas las mujeres orientales cuando se sienten avergonzadas por alguna inferioridad. Me enseñó sus diez dedos una vez, y luego cuatro más.

Yo había creído que no tenía más de doce años. Por lo visto, las niñas del elevado y frío Kafiristán tardan más tiempo en ser mujeres que las de las llanuras. Haciendo el mismo ademán repetí el nombre Timur, y ella me respondió con la palabra de antes. Sonaba a algo así como Sith’ra.

Fue escrito en los tiempos de Homero que, cuando los hombres comenzaron a adorar por primera vez a Afrodita, un millar de años antes de que se convirtiera en Venus en las siete colinas de Roma, se llamaba con frecuencia a esta diosa Citerea, porque salió del mar cerca de la isla de Citeres[25].

—¿Citerea? —silabeé yo, mirándola.

Ella afirmó moviendo la cabeza, muy gozosa.

Sin embargo, Sith’ra puede ser un nombre kafir sin significado alguno, solamente un nombre de puro interés local. Muchos nombres indios, especialmente musulmanes y en menor número indostánicos, tienen orígenes religiosos, pero los kafirs eran paganos, y yo no tenía motivos fundados para creer…

Junté las manos como si fuera a rezar, las levanté y miré a lo alto por encima de mi cabeza, y con salvaje impulso exclamé «¡Zeus!».

Aunque viviera hasta que todos los misterios de la India estuviesen explorados, nunca podría olvidar la expresión de su rostro. Fui, de pronto, para ella mucho más que su protector en este distante camino; me convertí en el lazo de unión entre este camino y los viejos de Kafiristán; había franqueado el espantoso abismo donde había terminado su vida de antes para que ella pudiese comenzar una nueva. Se tiñó de brillante púrpura su rostro, y en aquel maravilloso momento parecía estar, dotada de más vida. Pude observar que deseaba expresarme esto de algún modo —lo deseaba violentamente— pero no sabía cómo hacerlo. Yo la tendí los brazos agachándome, y ella se arrojó en ellos y se apretó contra mi pecho; pero no me besó, como casi esperaba, sino que me olfateó gentilmente las mejillas.

¡No sabía ella el bien que me hacía! Tampoco lo sabía yo todavía. Sentí penetrar en regiones de mi corazón y de mi alma, que estaban frías hacía años, el calor del entusiasmo. Me había hecho sentir, por lo menos, un excitante interés nuevo por la vida que vivificaría y enriquecería seguramente los días que aún tuviese que pasar en el Beluchistan, que enriquecería y vivificaría mi espíritu, por tanto tiempo como durara mi vida.

No dice la historia moderna que haya penetrado ningún europeo en Kafiristán, tierra de poderosas montañas De una extensión de cinco mil millas cuadradas sita en las tierras altas del Kush indostánico. Marco Polo había hablado de ella llamándola Bolor, y en la historia de Tamerlán se hace la primera mención conocida de sus moradores llamándolos kafirs. Durante centurias habían defendido sus pasos contra los invasores, contra los que iban a apoderarse de sus hijos para venderlos como esclavos, contra los mercaderes. Puede que fuera yo el primer estudiante occidental que iba a tener contacto con un kafir de sangre sin mezcla, nacido en el corazón de aquella desconocida región. Cuando pudiera entenderme sin dificultades con la niña, descubriría ciertamente muchas de las costumbres de aquel pueblo, conocería particularmente su lengua, lo que tal vez me permitiera hallar sus conexiones con los otros lenguajes de la India y Asia Central, una labor para la que no estaba mal dotado. Podría resultar de estos estudios una monografía interesante para ser enviada a la Sociedad Geográfica de Londres; solamente la investigación de esto, en sus múltiples aspectos, sería una labor de gran utilidad que me daría un buen renombre.

Si tenía la suerte —y yo creía ciegamente que la tendría— de poder hablar con conocimiento de causa de los últimos adoradores en la tierra de los dioses y las diosas de Homero y Aquiles, mi corazón ardería en el fuego del poeta en muchos días fríos.

Volví a levantar las manos juntas y nombré a Hera, la esposa de Zeus, que para los romanos fue Juno. Pero leí en el rostro de ella que aquel nombre no le era familiar. No tuve mejor suerte con el de Palas Atenea, y ya me empezaba a inquietar cuando invoqué a Apolo. Al instante se llevó las manos a la frente e inclinó la cabeza. Con sorpresa mía, Sith’ra no hizo gran caso cuando nombré Citerea; sólo dejó asomar a sus labios una suave sonrisa. Interpreté esta sonrisa en el sentido de que aquella divinidad había pasado a ser para los kafirs uno de los dioses lares, como se sabía que les había sucedido a muchos grandes dioses y diosas, que se nombraban y se amaban, pero que no se adoraban. Apenas presto atención cuando me oyó nombrar a Hestia, y aún hizo poco caso cuando pronuncié los nombres de Ares y Deméter; pero se excitó grandemente al oír decir Adonis, que no era un gran dios, sino más bien el origen de un culto.

Volvimos a ponernos en marcha, y durante el día entero me pareció el camino, a causa de ella, generosamente largo y muy corto al mismo tiempo, porque no me cansaba yendo en su compañía. Le hacía poner el velo cuando atravesábamos los pueblos afridi y también cuando había viajeros a la vista; pero la dejaba ir sin él con la cabeza destocada al pasar por las montañas solitarias, y mientras contemplaba las grandes y emocionantes maravillas de su vasto paisaje, yo apenas si lo miraba, pues sólo tenía ojos para su carita extraña. Cuando pasábamos por sitios donde los riscos escarpados, parecían estar suspendidos sobre el camino, me inquietaba un poco al ver que sus flotantes cabellos brillasen hasta tan lejos bajo el sol.

Me hacía observaciones sobre muchas cosas interesantes, pero yo no comprendía nunca lo que me decía, lo mismo que ella no entendía mis respuestas. ¿Dijo muchas veces kim?, después de haber hablado yo, que era una palabra de sánscrito antiguo que significaba ¿qué? Pensando en esto me di cuenta de que usaba el vocablo aham para decir yo y la voz wan cuando quería decir . También eran pronombres sánscritos, desaparecidos ya de todas las lenguas modernas, salvo del extraño y antiguo dárdano que se habla en algunos lugares bañados por las aguas del Indo y sus alrededores.

A un nido de águilas lo llamaba nilak, una palabra del sánscrito védico. Una vez, señalándome con el dedo, presa de gran agitación, a un oso que bajaba por un largo, declive, gritó: ¡bharami!. En definitiva, gran número de palabras eran vocablos conservados en toda su pureza, lo que demostraba que aquel pueblo había vivido aislado de la civilización india dos mil años o más. Pero aún me esperaba una sorpresa lingüística mayor.

Me había hecho una pregunta en la que, sin duda era la lengua de su madre. Yo meneé la cabeza. Ella se rascó la suya y me repitió la pregunta en un lengua tan diferente como lo es el inglés del que hablan los esquimales. Sonaba como ningún lenguaje de los que yo había oído hablar o de los que me habían dicho que se hablaban. Contenía sonidos de vocales que yo posiblemente no llegaría a imitar y que, para mí, no existían.

Incliné el dorso y le puse un dedo mío en sus labias, Y luego levanté dos dedos con un ademán interrogador. Su viva imaginación comprendió al instante el simbolismo; me dijo con la cabeza que había comprendido y repitió la pregunta en ambas lenguas. Se esforzó después en hacerme entender algo. Afortunadamente tenía yo la clave en la palabra man, el término indostánico equivalente a madre, del que hallaríamos formas o derivados en muchas de las lenguas que se hablan en el mundo, incluso en nuestro inglés mamma. Bab, como el indostano bap, lo tomaba yo por padre. Diciendo primero una de estas dos palabras, seguida de otras en kafir, y luego la otra seguida por algunas del otro lenguaje completamente distinto, me hizo entender al final que una era la lengua de su madre y, la otra, la de su padre. Era obvio que sus padres procedían de regiones muy distantes dentro de Kafiristán.

Era indudable que se ofrecía una ocasión de hacer unos estudios de no poca importancia de ciencias etimológicas en general y lingüísticas en particular, estudios que serían un placer para mí mientras llevara a mi lado a aquella pequeña y linda pagana de Kafiristán.

Por la noche, me dio una llave que me ayudaría a abrir las puertas de muchos misterios. Había continuado mis búsquedas en el panteón de divinidades de ella y descubierto que conocía a muchos de los dioses y a algunas de las diosas griegas que estaban en plena gloria un poco antes y después de la época de Pericles. Podría ser que conociese las demás divinidades por otros nombres, o que pronunciase de modo diferente los nombres que yo sabía, y por eso no podía yo reconocerlos. Cuando terminé de nombrar todos los dioses famosos en la historia antigua, me pareció turbada, y tuve la curiosa impresión de que no se turbaba por ella, sino por mí. Me había olvidado de algo. Ignoraba algo que ella creía que yo tenía que saber. Me parecía que ella quería decirme algo y no se atrevía. ¿Tendría un dios tan poderoso que estaría prohibido pronunciar su nombre? Aquello no era corriente entre los pueblos primitivos.

Para darle ánimos volví a pronunciar a Zeus, e hice ademanes para que comprendiera que le preguntaba si ella lo adoraba. Ella hizo lo mismo, y, con una expresión de ansiedad en el rostro, me habló por señas con brillante elocuencia. Dijo Zeus, y levantó la palma de la mano tanto como pudo. Repitiendo este ademán, dijo Buda, lo que evidentemente quería decir que esté dios se sentaba al lado de Zeus en el Olimpo kafir. Luego se alzó sobre las puntas de los pies y apuntó a lo alto, a lo que estaba encima de su cabeza, al mismo tiempo que movía los labios.

—¿Kim? —pregunté yo gravemente. Se puso pálida, pero con mucha valentía se acercó a mí, alzándose sobre la punta de los pies, me susurró al oído:

Lak-zandar.

Y en seguida se arrodilló y tocó el suelo con la cabeza.

No en vano me había emocionado yo leyendo las campañas del más grande conquistador que el mundo ha conocido. Recordé entonces con gran alegría que el conquistador había cruzado por dos veces el Kush indostánico y que, simultáneamente con estos hechos de armas, había comenzado a adornar su persona como un sultán de Persia, a rodearse de la pompa de los soberanos persas y a exigir de sus aguerridas legiones que le adorasen como eran adorados los déspotas orientales que se creían dioses ellos mismos.

—¿Alejandro? —pregunté yo cuando ella se levantó.

Dio un grito de susto y me tapó la boca con mano, pero no había la menor duda que yo había acertado. Probablemente alguno de los legionarios del conquistador había desertado por no querer prosternarse ante un hombre griego, luego había ido a ocultarse en las montañas de Kafiristán. Desde entonces en adelante tendría que buscar la influencia griega, no sólo en la religión de su niñez, sino en todo lo que ella me pudiese enseñar de las costumbres y del lenguaje de su pueblo Sith’ra ¿eres una ninfa ática, nacida dos mil años después de tu tiempo en encantadora forma mortal? Verdaderamente, ¡el Destino me estaba tratando otra vez de un modo extraño!

Su viviente presencia en mi vida sería, sin duda, breve. Como no podía esperar poder aprender su lenguaje en tan corto tiempo —mis agradables estudios elementales sobre el Kafiristán, por otra parte, no hubieran justificado el esfuerzo— decidí enseñarle una de las lenguas que hablaba yo. Escogí el hindustani vernacular de los bazares, que le sería útil a ella, y el más fácil de enseñar y de aprender conversando, y, puesto que ya usaba muchas palabras de sánscrito, lo iría aprendiendo sobre la marcha sin grandes dificultades para ninguno de nosotros dos. Por lo tanto, en el camino, le hablaba solamente en hindustani, y, cuando comprendía yo el significado de una palabra suya, le decía el equivalente en la lengua que le enseñaba.

Tenía buena memoria, comprensión rápida y facilidad para imitar la pronunciación; por todo ello, antes de que alcanzáramos Kandahar, ya sabía ella más hindustani que muchos de los oficiales del regimiento de lanceros Tatta. En esa población nos despedimos de nuestros compañeros de viaje, los rindi, para quedarnos en el caravan serrallo. Pasadas esas dos semanas, en compañía de algunos tratantes en camellos, fuimos, por un camino indirecto, a Kalat. En recorrer este camino invertimos tres semanas. Habían transcurrido, pues, dos meses desde nuestro encuentro con los parthans, y, cuando alcanzamos a divisar la fortaleza, cuya mole se recortaba en el fondo del límpido cielo estival, Sith’ra y yo ya podíamos hablar de todas las cosas que había bajo el sol.

Hubiera jurado que había crecido una pulgada desde que estaba a mi lado —comía mucho para una niña de su edad— y que el pecho se le había desarrollado otras dos. Había aprendido las maneras de comer y de vestir de los musulmanes, y añadía los nombres de Alá y de Mahoma a su galaxia de dioses. El que no hubiera aprendido a bañarse ella sola era un leve pretexto para que continuara bañándola yo, pero este oficio mío de gusal-walla no ofendía en lo más mínimo mi dignidad; es más, temía que llegara el día en que ya no podría tener entre mis manos su sedoso, caliente y hermoso cuerpecito.

—¿Nos quedaremos aquí mucho tiempo, Timur Rajah? —me preguntó.

No podía conseguir que me apeara el tratamiento.

—Quizá para siempre —le contesté.

—¿Por qué está tu voz triste?

—No sabía que lo estuviese.

Tenía que hacerme una pregunta grave. Por último, la hizo.

—Si te quedas aquí para siempre ¿me quedaré contigo yo también?

—Si es tu destino, sí.

—Quiero decir que si me darás permiso para seguirte si tú te vas.

—No te lo negaré, pero puede que no sea tu destino, chota mithai[26]. Aún has de ver cosas maravillosas.

Dejé a Sith’ra en mi antiguo alojamiento y me fui a pagar el tributo de obediencia al emir. Me dio ambas manos a besar y me lanzó una mirada de apasionada curiosidad.

—Te hemos echado de menos en la corte —me dijo bondadosamente— pero si has aprovechado bien el tiempo…

—Lo he aprovechado bien, amo.

—¿Sabes ya el nombre del malvado que te traicionó y dónde vive?

—Lo sé. ¡Alabado sea Alá!

—El emir te recibirá en audiencia privada muy pronto.

En la historia que le conté omití deliberadamente citar dos hechos determinados. El que Gerald era medio hermano mío, fue uno; el otro, que mi cobah era la hija del coronel sahib. En el primer caso, tanto la urbanidad como la prudencia política fueron factores de mi silencio. Los asesinatos de medio hermanos eran cosa frecuente en las costas del Lejano Oriente cuando un monarca reinante echaba el último suspiro. El fratricidio era considerado un mal necesario por los príncipes ambiciosos. Muchos jerarcas tenían las cuatro esposas permitidas por el Corán, todas con rango reina y todas rivalizando entre sí para darle hijos, y cualquiera de estos hijos era susceptible de ser elegido para subir al trono si tenía fuerzas bastantes para apoderarse de él. A veces, los hijos de las mismas concubinas, cuyo número era ilimitado, disputaban el trono los hijos de las legítimas esposas y se convertían en sangrientos fratricidas. Dos de los medio hermanos de Mazir, por lo menos, habían recibido una muerte violenta antes de que él se sentara y se sintiera seguro en el trono.

Me libré de revelar el nombre y el cargo oficial de Gerald llamándole Serdar Nalla —traducción literal de capitán Brook— y diciendo que servía a las órdenes inmediatas del gobernador sahib. Nazir Khan se relamió de gusto con mi cuento, sobre todo cuando le ponderé la hermosura de mi cobah, a la que describí diciendo que era tan bella como la luna y se llamaba Bachhiya. Centellearon sus negros ojos cuando le expliqué que tuve la garganta de mi enemigo al alcance de mi brazo y de un cuchillo que tenía en mi mano.

—Por Alá, Paulos, ahora me arrepiento de no haberte concedido licencia para terminar tu thar allí mismo y entonces.

—Escuchar era obedecer, gran Rey.

—Es una obediencia que merece que Alá te lleve al Paraíso, seas giaour o no, cuando te den a beber en la copa de la muerte. Pero no te desalientes, Paulos. Creo que Alá no permitirá que muera tu enemigo si no es a tus manos. Cuando llegue el día le buscarás otra vez, aunque sea a través de las aguas negras. Cuando se haya cumplido tu venganza, ¿es propósito tuyo volver a tomar tu cobah a pesar de que tu enemigo ha saciado su sed de amor, en la frente de ella?

—Sí, queriéndolo Alá.

—¿Y no la degollarás después?

—Señor, nada hizo contra mí, o no supo que el que la tomaba era mi delator. Entre los ingleses, ¡oh, Rey!, las viudas pueden volverse a casar.

—Ya lo había oído decir. No tendrás que esperar mucho, Paulos. Ahora te voy a dar, con gran placer, unas noticias que te colmarán de alegría.

—Alá sea contigo, amo.

—En tu ausencia tuve ocasión de conversar con el embajador de Sa’id ibn Sultán, antes de que partiera para Zanzíbar. El sultán ya me ha escrito contestándome que os acepta con gozo, a ti y a tu criado Hamyd como regalo mío; y, en su escrito, que está firmado y sellado por él, declara que si le servís bien durante cinco años, hará suya la promesa que yo te hice y os dará a los dos la libertad.

Nazir me permitió que me arrodillara y le besara la orla de su vestido.

—También declara —prosiguió el emir— que si el Destructor de los Deleites se lo llevase antes, sus herederos te cumplirían la promesa. Así pues, cuando hayas pasado un mes en mi corte para despedirte de mí y de tus varios amigos, podrás tomar un barco que te conduzca a Zanzíbar.

Como difícilmente podía esperar el hallar al emir tan propicio a la generosidad como en esta ocasión, tendí mis manos hacia él en señal de que deseaba hacerle una súplica.

—Te doy licencia para hablar.

—Señor, ¿es verdad que la Ley del Profeta prohíbe a todo hombre el tomar a mujer que no haya alcanzado la edad núbil, aunque la mujer no sea de su Fe?

—Es verdad.

—Un parthan mató, por hacer eso, a los padres y al hermanito de una niña, y yo cuando él pretendió tomarla, luché con él en defensa de ella y le quité la vida.

—¡Por mis barbas, que hiciste bien!

—No pude, aunque quise, devolverla a sus parientes y la traje aquí, para que viviese segura al amparo de la sombra de vuestro trono. Sucede, también, que deseo aprender de ella todo cuanto pueda de su país y de las costumbres y el lenguaje de sus habitantes, para transmitir este saber, en un escrito, a todos los hakim del mundo, para que sea mayor aún su sabiduría, por todo esto, os pido vuestra protección para ella hasta que llegue a la edad de poder contraer matrimonio y también, que le deis entonces la libertad como si fuera una hija habida de una concubina con un musulmán, para que no sea vendida como esclava.

—Haré algo mejor que eso, Paulos. La confiaré a los cuidados de mis eunucos, y tú podrás hablar con ella siempre que quieras, hasta que llegue el momento de marcharte de mi reino. Después pediré a Mazad «Serdar», varón anciano, bondadoso y sin hijos, que la dé, como hija, a su esposa mediante el rito de la adopción. Si la niña es bien parecida y agradable la recibirá con alegría. De ese modo, en su día, será una dama que tendrá algún patrimonio y podrá casarse con un honrado Hijo del Profeta.

Nazir Khan cumplió su palabra. Al día siguiente vino a hablarme el venerable Mazad y me pidió ver la niña. La hice traer del Haremlik, y, luego que se hubo arrodillado ante él y que él la besó entre los ojos en prueba de que le agradaba, me confió que la adoptaría como hija y que le pondría un mullah, para que le enseñara la Fe, tan pronto como yo me marchase a Zanzíbar. Yo no podía buscar mejor amparo para ella. Además esto era una fortuna, una prosperidad como ella no hubiera podido soñar en sus montañas de Kafiristán. Pero el prepararla para nuestra separación fue algo más penoso y triste de lo que yo me figuraba. La verdad es que yo mismo tampoco podía soportar aquella triste idea.

No tenía miedo alguno al viejo soldado, y yo le pinté la vida en su palacio de color de rosa; viviendo en él, sería, con el tiempo, la novia y la saki de un joven de la nobleza. No la había dicho todavía que su adopción ya estaba convenida, ni que yo me iba a marchar pronto de Kalat, pero podía ser que ella hubiese presentido algo, que supiese leer entre líneas Nunca ponía la cara triste en mi presencia —Hamyd va había observado que era de temple valeroso—, pero estrujaba su cerebro para hablarme de cosas de su país o de sus moradores que pensaba podían interesarme o divertirme. Incansablemente y, al parecer con ansiedad, se entregaba en cuerpo y alma a la tediosa tarea de traducir en el idioma desconocido las palabras de hindustani que yo le decía, y de ese modo yo podía escribirlas fonéticamente. Ponía en todo esto una voluntad enorme, y, cuando al dar por terminada la conversación me despedía de ella, siempre me pedía que volviese al día siguiente, pues ya me tendría más montones de cosas preparadas para que yo las dibujase de aquel modo tan raro, en un papel, cosas más interesantes que todo lo que me había dicho hasta entonces. Lo que estaba haciendo por no perderme me hacía pensar en Scheherazada, que dejaba su cuento sin terminar a la madrugada para que el sultán le permitiera ver la luz de un nuevo día.

Las mañanas venían y se iban con la celeridad de las plagas. Yo acariciaba la idea de pedir a Nazir Khan que me permitiera aplazar mi marcha un mes o dos más. La pequeña Sith’ra era el mejor informador de las cosas de Kafiristán que yo hubiera deseado encontrar, mucho mejor que una persona mayor, para la cual las cosas vistas habrían envejecido al mismo tiempo que ella, para la cual las costumbres serían una segunda naturaleza de la que no se daría cuenta. Más importante era para mí el estudio de aquella lengua totalmente desconocida. No podía hallar la menor relación entre ella y cualquier otro lenguaje, su gramática y si; construcción eran asombrosamente complejas y emocionantemente nuevas. Sin embargo, pedir el aplazamiento de mi marcha al emir era algo que no dejaba de tener; sus peligros, aparte de que era lo más probable que ni se me concediese. Yo no era un hombre libre, sino un esclavo, y sabía que no se podían desobedecer, así como así, las órdenes de los reyes. ¡También podría ver aprender cosas nuevas y emocionantes en la gran capital africana de Zanzíbar!

Cuando sólo faltaba una semana para mi partida comuniqué la noticia a mi maestrita lo más suavemente que pude. Hasta entonces no había podido comprobar del todo su gran fortaleza de espíritu, que se manifestaba en valor y en orgullo. Me hizo que le hablara nuevamente de las riquezas que contenía el palacio Mazad, de la felicidad que tendría cuando se casase con un hermoso y joven jeque; pero yo sabía que no había escuchado ni una sola de mis palabras. Me pidió luego; que continuáramos la sabaq[27], pero yo sufría horrorosamente viéndola sufrir y viendo que hacía esfuerzos tremendos para poder hablar con su vivacidad acostumbrada. Sucedió, al final, que muchas de las horas que estábamos juntos las pasaba ella sentada sobre mis rodillas escuchando los cuentos de hadas, oídos en niñez, que yo le narraba, y también los cuentos de las Mil y una Noches; y me acariciaba la cara, y no me enseñaba ya más cosas extrañas que la excesivamente rara hermosura de su pagano corazón.

Me había pedido, y yo había accedido a ello, servirme las comidas. Ella sólo quería comer lo que yo dejaba, y naturalmente, yo dejaba siempre comida en abundancia. Cuando me quedaba tiempo para fumar, me encendía, con gran destreza, la pipa de agua. En la noche que precedió al día en que tenía que tener lugar mi audiencia de despedida con el emir, me pidió que la bañara por última vez. Lo hice, aun sabiendo que no debía hacerlo, porque estaba creciendo mucho. Luego, me pidió que la dejara dormir en mi cuarto aquella noche, pero yo me negué a consentírselo. Viendo que tenía sus grandes ojos llenos de lágrimas que no podía contener, asentí a otra petición suya con la condición de que lo haría si a ello no se oponía el emir. Quería estar presente, en mi audiencia con él, porque no había visto todavía la corte y deseaba ver qué honores de despedida recibiría Paulos Rajah, como me llamaba a mí ahora.

Una mujer anciana, la madre de una de las favoritas del emir, le procuró las ropas necesarias. Me opuse al uso de los cosméticos, de los que tanto se abusa en el harén y que, a veces, afean más que embellecen, y, cuando vi a la niña ataviada, con sus rubios cabellos flotando y su blanca piel que contrastaba con la morenez de las mujeres que la habían estado vistiendo, me sentí dispuesto a apostar mi lungi de nuevo a que el emir se fijaría en ella. Hubiera querido que un poeta árabe de la escuela clásica hubiera cantado su entrada en el diván, o sea, en la cámara del emir; iba sin velo, como correspondía a una esclava, y sin casi darse cuenta de las miradas que se posaban en ella, tan ocupados estaban sus ojos en mirar los esplendores que veían. Cuando nos prosternamos ella lo hizo a mi lado y un poco detrás mío.

No sabiendo lo que hacía —o así lo creía yo—. Puede decirse que me arrastró materialmente cuando se me mandó acercarme al trono. Los cortesanos presentes contuvieron todos su respiración como un solo hombre, pero Nazir Khan no la miró todavía. Tenía concepto muy elevado de lo que era la ceremonia palatina, como muchos monarcas del Este. Con elocuencia verdaderamente oriental, me habló en persa clásico, con palabras que hubieran tenido que ser recordadas por escribas, y para que las oyera la corte.

—Tu prudente y sabio consejo ha prestado grandes servicios a mi trono y a mi persona. Tu ingenio, tu alegría y tu ágil lengua, me han procurado muchos ratos de risa y de diversión y me han instruido en muchas cosas. Voy a perder tu cabeza y tus brazos, hasta ahora a mi servicio. Como ya ha muerto el Sha Mohammi he decidido unir mis armas a las de la blanca Rani y es mi destino que me prive de ti como el tuyo es servir a mi glorioso y sublime hermano Sa’id ibn Sultán, Al mandar al Sarraf que envíe un presente a un súbdito leal que vive en los confines meridionales de mi reino, he pensado en que tú también merecías que hiciera otro. A él —su honrado nombre es Mustafá venerable jeque de Habistan, le hago dar cien cabezas de ganado. En parte por honrar y premiar su robusto vigor, pues acaba de anunciarme que su nueva cobah le va a dar un hijo.

Hizo una pausa el emir.

—¡Que sea un hijo vigoroso que sirva a Vuestra Majestad cuando el jeque Mustafá vaya al Paraíso! —dije yo.

Keif, keif. Y en parte le hago el presente para que sepa que por fin he comprendido que la recompensa que le di hace mucho tiempo por cierto asunta era muy escasa. A ti, el Sarraf tiene orden de darte, como prueba de mi estimación, una bolsa de doscientas rupias.

—¡Que Alá os bendiga por vuestra munificencia, Muy Altísimo Señor!

Me mandó entonces que me levantara y me besa entre los ojos, lo que produjo gran alegría en el corazón del esclavo que yo era.

—¿Y quién es esta belleza de luna que está a tu lado? —preguntó el emir hablando ya en lengua vernacular.

—Es Sithy, la niña pagana que arrebaté al parthan.

—Es una luna joven todavía, y, por eso, la más amada de todas, tanto como la luna del Ramadán que se cuelga de nuevo en el oeste después del ayuno santo. Verdaderamente, mi buen siervo Mazad ha sido bendecido por Alá.

El emir se volvió y señaló con su cetro al viejo serdar, quien acudió a la llamada inmediatamente. Lo que el emir se proponía hacer en aquel momento iba a sorprender a todos.

Con gran ligereza Sithy se arrojó a los pies del trono y rodeó con sus brazos la parte baja de la pierna del emir. Era una ofensa inaudita y nunca vista, un crimen de lesa majestad, casi un sacrilegio, hasta para un noble, el que se tocase a la real persona sin su consentimiento. La corte se quedó pasmada; pero Nazir Khan supo ponerse a la altura de las circunstancias, como el príncipe ilustre y profundamente humano que era. Sin alterarse, habló gravemente como sigue:

—Alá es testigo que esta doncella ha tocado la orla de mi vestido, y, por tanto, según la antigua Ley del Sublime Trono de Osmanli, a la que mis antepasados se sometieron siempre, está ahora bajo mi protección. —Echó sobre ella uno de los pliegues de su ihram de paño de oro con arreglo a un rito que databa de los tiempos de Tamerlán—. ¿Hay alguien aquí que sepa hablar en su lengua?

—¡Oh, Rey!, sabe hablar en hindustani, que muchos de los que están aquí comprenden —contesté yo.

—Cuando el que pide una merced no sabe hablar Por sí mismo, es la ley que lo haga por el una persona ajena a sus intereses. Nanda —dijo el emir al sirviente indostano que tenía cerca— dile a la que pide la merced que se alce del suelo y hazla hablar.

Tuve miedo que Sithy no entendiese el hindustani de Nanda, que pronunciaría con un acento diferente al mío; pero observé que ella no perdió ni una sola palabra. No interrumpió ni una sola vez la traducción del sirviente del rey, y, aunque temblaba de miedo, miraba al rostro del emir.

—Amo, Paulos Rajah me prometió que, si le dejabais, me llevaría con él al sitio que va. ¡Amo, os suplico que le dejéis!

—Es un viaje muy largo a través de las negras aguas —dijo el emir—. ¿No tendrás miedo?

—No, amo.

—Va a vivir entre extraños y nadie sabe su destino Si te quedas aquí, serás hija de la Fe, pero si vas serás una esclava.

—Yo quiero ser esclava suya, gran amo.

—He oído hablar de esclavos que tienen esclavos aunque todos ellos están sujetos a la voluntad del mismo dueño. Paulos, ¿qué dices a esto?

—Gran Rey, puedo morir pronto o ser muerto, puedo ser enviado a otra parte por el sultán y separado de ella de este modo para ir a vivir a un país extraño y lejano, donde no tenga amigos, donde no pueda hablar con nadie. Vuestra Alteza conoce los peligros que amenazan a un esclavo, lo débil que es su brazo. Mas si dais vuestro consentimiento a que venga conmigo, cumpliré la promesa que le he dado, porque verdaderamente, es lo que desea mi corazón, aunque no sea lo que me manda mi cabeza.

—Mazad, te hablé de la adopción de la doncella kafir, y esto te da derecho a reclamarla. ¿Renunciarías a ella si le doy licencia para que se marche con Paulos?

—Sí, Majestad.

—Oíd, entonces, mi decreto. Es el deseo de tu corazón que la doncella kafir vaya contigo, y ella nos ha dicho claramente que es también el de su fuerte, aunque pequeño, corazón. Todos los derechos que yo tengo sobre ella, por ser cautiva tuya, los cedo, desde ahora, a ti, aunque sujetos a voluntad de tu nuevo amo. Me habían dicho, pero no había querido creerlo, que los paganos del Kush indostánico tenían hijas como esta, que no son diferentes a las hijas de los sahibs más que por el rostro, que nosotros mismos encontramos raro, aunque muy encantador. ¡Por mis barbas, que me gustaría hacer una visita al Kafiristán!

—Señor, aspiro al honor de poder enviaros un borrador de lo que pienso escribir sobre esa extraña tierra cuando sepa más cosas de ella.

—No hay duda de que será digno de leerse. Pero estoy viendo que, más adelante, tu esclava de cabellos rubios te va a servir de otro modo que no será el de muftí. Si no me equivoco, no solamente será tu maestra, sino tu Amor.