Hamyd y yo habíamos trazado cuidadosamente, y mantenido despejada, nuestra línea de retirada. No se había olvidado ningún detalle y tenía aspectos dramáticos que, en cierto modo, se deslizaban, sin quererlo yo de un modo consciente, en muchos otros de mis proyectos; al mismo tiempo nos ofrecía un alto margen de seguridad verdaderamente extraordinario. Fuimos a desembocar a un cercano camino indígena, muy frecuentado, y llevando cada uno de nosotros un bulto bajo el brazo, penetramos en un oscuro kasbighar, en donde dos buenos hombres musulmanes podían permanecer con las caras tapadas hasta el momento de que les tocase el turno de quedarse a solas con las hembras placenteras que habían allí.
Al chokidar le contamos que éramos peregrinos que veníamos de más allá del Khodistan, y que, según los dogmas de nuestra secta, teníamos que hacer abluciones y ceremonias antes y después de pecar, por lo que necesitábamos que se nos procurara agua caliente y nos minutos de soledad. Ya había tenido la precaución de guardarme en el bolsillo, una navaja de afeitar, unas tijeras y jabón para la barba. En poquísimo tiempo, dejé rasurado a Hamyd, le ayudé a despojarse de las ropas musulmanas que llevaba y también a ponerse otras de comerciante indostano. Hamyd salió a la calle aprovechando un momento en que la sala de espera estaba desierta. Y entonces yo llamé al chokidar.
—Hermano mío, cuando miramos en el mirayat[24] los auspicios eran malos —le dije—. Verdaderamente habíamos sido tentados por Shaitan. Mi compañero se asustó tanto que ha huido. Aunque con pena, también me tengo que ir yo, pues si bien mi mísera carne quiere pecar, mi espíritu ha sido apaciguado.
—¿Y quién me paga a mí?
—¿El agua caliente y diez minutos de alquiler del cuarto? Esto bien puedes darlo por caridad a dos peregrinos; pero, como sea que el número tres se me representó en el sueño, y ello, por casualidad, puede significar tres annas, te las daré con la condición de que yo no sepa que he incurrido en tal deuda.
El chokidar hizo una zalema y se encogió de hombros después. En la oscura entrada me cambié el lungb azul y el turbante por otros más lujosos de color blanco que llevaba en el bulto. Estaba ahora seguro de que habíamos podido burlar una persecución inmediata, si es que la habían emprendido. No tenía duda ninguna de que podríamos salir sin peligro de la ciudad. Para hacer esto tenía que pensar otra vez en Gerald y Suke, —en los dos juntos y no separadamente ahora— a pesar del intenso deseo que sentía de no volver a acordarme de que existían hasta que hubieran pasado unos cuántos años. Ninguno de los dos, ni el chokidar, me había visto la cicatriz. Solamente Gerald había podido ver cara de Hamyd, pero cambiada por la barba que se había dejado crecer y a una luz muy pobre. Si pasan unas pocas semanas le sería dificilísimo reconocernos por nuestras voces, pues además de estar alteradas por el nerviosismo hablamos en voz muy baja. Por otra parte, ¿quién podía acordarse de las voces de dos hombres que yacían sepultados bajo un montón de piedras cerca de las montañas de arena?
Hamyd y yo nos dejamos ver de nuevo en la feria de caballos, donde hicimos algunas transacciones. Pasadas dos semanas, supuse que las caravanas que salían no serían vigiladas con tanto rigor, pues el cuerpo de policía no iba muy sobrado de personal en Sind. De todos modos el camino más seguro sería el del pacífico Sur, en donde los espías tenían poco trabajo que hacer en aquellos días; por allí, dando un largo rodeo, regresábamos a Kalat. Estaba contento de haber tenido que hacer de tratante en caballos, porque esto me permitió conocer algunas regiones de la India que no había visto aún. Como del medio año de permiso que nos habían dado no habían transcurrido todavía ni tres meses, no teníamos necesidad de volver inmediatamente a nuestras perreras de Kalat como si fuéramos unos perros cojos y viejos.
Nos unimos, pues, a un grupo de comerciantes y viajeros que se dirigía al Rann de Cutch. Un centinela indígena registró los bultos que llevábamos por si había en ellos ocultos rifles robados; pero examinó nuestros rostros —tal vez por si veía entre nosotros alguien que infundiese sospechas de ser espía— por cumplir y con visible mala gana. En Badin, en el desierto, nos pasamos a una caravana que iba a Bakhasar, y en este lugar permutamos algunos de los altos caballos que llevábamos por otros más bajos, pero de mejor raza. Llevábamos leña al monte de Jodhpur, pero hicimos un viaje muy interesante que nos costó poco dinero; y, en Bikaner, toda la India se convirtió en una ostra que habíamos cogido nosotros y que abríamos para buscar las perlas que pudiera tener dentro. Esta vieja y amurallada ciudad del desierto era la morada y el cuartel general de los marwari, los grandes comerciantes viajeros que hacen sus negocios desde las montañas de China hasta Persia; Si uno quiere comprar civeta en Katmand sólo tiene qué esperar a que pase una caravana de ellos por allí. Hamyd Y yo habíamos planeado una fascinante excursión para ir al mismo Khyber pasando por Multan.
Tuvimos también la suerte de que en este camino no hubiera vigilancia. Los disturbios surgidos en el Norte se estaban convirtiendo en una pequeña guerra contra los turbulentos sikhs. Esta cuestión me tenía sin cuidado ahora, así es que en compañía de un pequeño grupo de marwari nos encaminamos hacía Dera Ismail Khan sobre el Indo. Hamyd y yo nos encontramos con una cuadrilla de bien armados rindi y atravesamos el Paso de Gomal, infestados de bandidos.
Pensé visitar Kabul antes de dar la vuelta por el sur para dirigirme a Kalat. No era muy seguro viajar por allá, pero ni Hamyd ni yo teníamos tanto que perder como tiempo atrás. La bravura es algo curioso que pertenece de derecho a los ricos, tanto si lo son de bolsillo como de corazón; el que es rico en ambas cosas tiene que ser lo bastante bravo para montar un caballo rebelde, pero el que es pobre de ambas cosas no tiene que temblar excesivamente ante las bocas de los cañones, Hamyd y yo teníamos cada uno una manada de caballos, la mitad de los cuales pertenecían al Gran visir, y teníamos, además, una esperanza remota. Pero no llegamos hasta la antigua capital, debido a que allí estaba depositado el importe de cierta pequeña recompensa que, se me había dicho, era algo menor de doscientas rupias.
Habíamos cruzado el río Kabul en Jalahabad, para ir a negociar con nuestros caballos en los mercados norteños, cuando tropezamos repentinamente con una banda de parthans que tenían todas las trazas de ser ladrones. En mi vida había visto gente de tan mala catadura como aquella, y sí no hubiera sabido que viajaba en compañía de personas de animoso corazón y de buenas intenciones, Hamyd y yo hubiéramos enseñado los talones a aquellos malcarados individuos. Casi nos igualaban en número; pero conocían de antiguo al rindi que viajaba con nosotros y no me sorprendió demasiado el ver que nos daban la paz de Alá.
Los habíamos encontrado en un desfiladero que había entre dos bajas montañas y estaban cerca de donde tenían sus guaridas. Viendo la mal disimulada prisa que tenían por continuar su camino fingí interesarme por sus camellos mientras en mi interior pensaba qué demonios vendrían a hacer. Dos o tres tenían heridas recientes, y dos de los más rufianescos se habían quedado atrás, por lo que me impedían la vista de un camello en el que iba montado alguien de muy poca estatura. Este último iba vestido como un rapacejo de la tribu y lo poco que quedaba al descubierto de su rostro, entre el paño que se lo cubría y el gorro de lana que llevaba en la cabeza, parecía de un color más claro que el de la sucia y morena piel del resto de aquellos hombres.
—Me parece un soldadito demasiado joven para ir acosar a los infieles —le dije al jefe de ellos.
—Es el hijo de uno de los nuestros, pero no te acerques a su camello, porque es el de más vicioso temperamento de todos los brutos que llevamos. Mandé a mi gente que mantuvieran sus dientes lejos de los vuestros.
—¿Es que todos los hombres mayores tienen miedo a montar ese animal?
Esto lo pregunté yo mientras me acercaba más al diminuto jinete, y entonces se me pusieron de punta los cortos pelos del cogote, porque los grandes ojos asustados del que yo había llamado soldadito eran azules sin ningún género de duda.
—¿Has matado a muchos enemigos, soldadito? —le pregunté yo.
Recibí dos respuestas, a cual más elocuente a pesar de no haber sido dadas con palabras. Una me la dieron los ojos del niño. Hasta entonces había supuesto yo que se podía decir bien poca cosa con una mirada si esta no iba acompañada de expresiones de la boca y movimientos de los músculos faciales. Sin embargo, aquella mirada de sus ojos a los míos era una férvida súplica para que le ayudara. La otra contestación, la que salió de la parte inferior de su cara a través del patio que la tapaba, fue no sólo un gemido de aflicción y de terror, sino también de algo así como ciega fe en mí.
—Al muchacho le asustan los desconocidos —dijo alguien riendo ruidosamente.
—Y, en cambio, no se asusta de montar un camello de mala índole.
Me volví para llamar por señas a Abu Melik, el jefe de los rindi. Se me acercó este y hablamos en voz baja en un dialecto arábigo que supuse no entenderían ninguno de los dos parthans que temamos a nuestro lado.
—Estos grandes guerreros han estado haciendo una incursión por el Kunar —le dije—. ¡Loado sea Alá! Parece que se han llevado la peor parte a juzgar por el escaso equipaje que traen y las cicatrices de la batalla, pero han conseguido apoderarse de una niña.
—Son chacales disfrazados de hombres —dijo Abu Melik con recia voz y escupiendo al suelo.
Uno de los parthans miró ceñudo y puso la mano en el mango de su cuchillo, y luego, lentamente, soltó arma.
—Abu Melik, están haciendo avergonzar a sus turbantes, y me parece que en este día deberíamos dar un golpe por Alá, el Grande, el Glorioso, el Misericordioso.
Abu dio a sus barbas un tirón feroz.
—Tú no eres de nuestra tribu. ¡Oh, Timur!; pero si esta es la visión que hay ante tus ojos, por Alá que podemos degollarlos a todos.
—Sí, si es necesario para libertar a la indefensa, pero puede que se avengan a entregarla para salvar sus vidas de perros. ¿Quieres hacer formar a tus rindi como para la batalla para dar más fuerza a las palabras que voy a decir?
—Aun así, ¡oh, jeque, que tienes talante de tratante en caballos!, aun así no seas demasiado dulce en tus palabras ni seas blando de mano, porque mi espada está sedienta de sangre hace tiempo.
Mientras los rindi se agrupaban, hablé así al parthan que había tocado su cuchillo, el más robusto de los dos.
—Este pequeño no es hijo de uno de vosotros, es una niña de cabellos rubios del Kafiristán que lleváis a vender a Kabul.
—¿A quién importa lo que hacemos con los despojos de guerra que tomamos a los viles infieles?, contestó en voz alta y con fiereza, volviendo a echar mano al cuchillo.
—Saca el acero si puedes antes de que se arroje sobre ti el más rápido de los rindi y te derribe del camello.
—Vinimos en son de paz y en paz nos queremos ir. Vosotros también sois de nuestra fe, pero verdaderamente…
—¿Qué otra cosa podríais hacer con ella? Apenas ha visto diez nevadas.
—¿Qué darán por ella en el mercado de esclavo? ¿Cien rupias? ¿Doscientas, a lo más? ¿Para eso la hemos estado dando de comer tantos días entre sus montañas del diablo? ¿Qué son doscientas rupias repartidas entre todos nosotros? —Hablaba en voz alta, para que le oyeran sus compañeros—. En verdad que hemos sido malditos por muchos demonios desde que nos pusimos a hacer la guerra santa. Yo fui quien mató a sus padres, y resulta que mis ojos se han enamorado de los suyos azules y de sus dorados cabellos. Si me la ceden, les daré otras cosas de mi botín que valen más de cien rupias, y yo la acercaré a mi corazón, para que tenga hijos libres.
Me volví para llamar a Abu Melik.
—Manda que carguen los mosquetes.
—En seguida, jeque Timur.
—Puede ser que tenga que hacer uso de ellos, pero creo que no. Esos ladrones de niños no traen ganas de pelear para defender el botín que han cogido; pero son chacales que clavarían sus colmillos en alguno de nosotros antes de morir. Por eso, pase lo que pase entre ese perro y yo, no hagáis fuego si ellos no os atacan antes a vosotros.
—Se hará lo que tú mandes, ¡oh, hakim!
Volví a hablar al ceñudo parthan.
—¿No son los kafirs pacíficos moradores de sus cadenas de montañas que nunca entran en vuestros pueblos para saquearos?
—Sí; pero adoran a dioses extraños.
—No os la compraré de ningún modo, porque no quiero premiar con plata vuestras fechorías; pero os pido que me la entreguéis.
—¿Qué clase de loco es este? —preguntó el hombre a su compañero.
—Dijiste que mataste a sus padres. ¿Fue en una gran pelea?
—Si Ornad dice eso, miente —contestó malhumorado uno de los de su tribu—. Entonces tendría derecho a ella como botín. Se la llevó mientras sus padres y su hermanito estaban haciendo pacer a sus carneros muy lejos de un pueblo. Es cierto que ellos lucharon cuanto pudieron con sus cayados de pastor, incluso el hermanito Que intentó defender a su hermana; pero él mató al hombre de un tiro, a la indefensa mujer con su espada, y, cogiendo al niño por el pie, como si fuera un pollo le cortó el cuello. Si tú eres un hakim, como dicen los que te siguen, ¿no opinas que lo que den por la niña en el mercado debe ser repartido en partes iguales entre todos nosotros, y que él no merece que le den más?
—Eso creo. —Me volví hacia Ornad—. Te lo pido por última vez. ¿Me la entregas o no?
Creo que mi faz estaba pálida, porque me la noté fría; pero él atribuyó aquellas señales tal vez a cobardía.
—No te la entregaré. Y puedes estar contento que no conteste a un loco en la forma que…
Tenía mi mano derecha bajo mi hingi, puesta sobre la culata de una pistola que a veces usaba para matar serpientes venenosas.
—Tengo yo alguna cosa más que la niña para que entre en tu pecho —le interrumpí.
Él leyó su muerte en mis ojos y quiso esgrimir cuchillo, pero llegó tarde, porque yo no le di tiempo sacarlo.
Cayó del camello en silencio, y los de su tribu vieron caer sin decir nada. Los rindi, con los mosquetes preparados, esperaron en vano oír el Ala-la-la-la-la!», el grito de guerra. Le dije a su jefe:
—Si tiene deudos por aquí cerca diles que nos sigan. Vuestros camellos, enfermos de esparaván, no valen gran cosa; pero tenemos nosotros parientes pobres que pueden servirse de ellos.
—No, porque el ojo maligno nos está mirando todavía —contestó el jefe—. ¡Bismillah!
Tomé a la niña en brazos, para sacarla de su montura, y la puse sobre la mía.