Cuando volví a tener noción de espacio y tiempo, ya otra vez andaba errante por los angostos e intrincados caminos cercanos a la mezquita de Wazir Khan. Iba vestido de paisano, porque me había quitado la especie de librea de uniforme que me hacían llevar en la cantina y la había dejado —presuroso— en el cuarto donde se vestían los sirvientes. Al comenzar a pensar en ciertas cosas me di cuenta de que ya había pensado en ellas quizá muchas veces, y que a muchas de las preguntas que me había hecho ya les había encontrado respuesta.
Veía claro ahora que mi impaciencia por tener convictos a Clifford, o al coronel Webb o al propio Henry Bingham, se había convertido en una frenética e irrazonable ansiedad. Ahora sabía por qué no había querido saber con quién se había casado Sukey. Había intentado huir de eses demonios, negar su existencia; yo sólo había hecho esos ejercicios que se ven hacer en un circo a tres presumidos monitos puestos en fila —taparme tontamente con las manos la boca, los oídos, los ojos—, y eso durante cuatro años.
Retrocedí y volví rápidamente al caravan serrallo. No pude probar bocado, pero me puse a fumar tranquilamente y a leer un poco a Avicena hasta que regresó Hamyd. Primero me miró, luego clavó sus ojos en mí. No supe por qué razón se tocaba con ambas manos la frente para hacerme una zalema; hacía mucho tiempo que habíamos renunciado a hacernos ceremoniosos saludos.
—¿Qué ha pasado, sahib? —me preguntó con temblor en la voz.
—Siéntate en un cojín, Hamyd. O si quieres tomar un poco de té timbak…
—No, ya me he tomado una taza y fumado una pipa en el mercado de caballos.
Hamyd se sentó y cruzó las piernas como Buda. Yo me aclaré la garganta para hablar con facilidad y decirle:
—Hamyd, ¿se te ha ocurrido pensar alguna vez en que nuestro delator pudiera haber sido mi hermanastro? ¿Gerald?
Nunca me había acordado antes de usar el pronombre personal en plural. Yo había creído que el apresamiento de Hamyd fue puro accidente, debido a la casualidad de ser mi criado y acompañarme aquel día. Ahora comprendía que, por el hecho de seguirme en mis andanzas, él también había estado al servicio de la Reina. Si nos hubieran quitado la vida a los dos, ello hubiera sido natural.
Hamyd asintió lentamente con la cabeza, poniéndose pálido.
—¿Cuánto hace que lo pensaste?
—Hace mucho tiempo, no me puedo acordar.
—Cuando viste que él era el marido de Sukey, te entregaste con más ardor a la caza de Holmes y Dingham sahibs. ¿Lo hiciste por amor a la memsahib?
—En parte, por amor a ella, sahib, y en parte por amor a ti —contestó con sencillez.
Trepó un lagarto por las paredes. Le vi cazar y comerse una mosca. Entonces le dije a Hamyd lo del diccionario.
——Fíjate, Hamyd; esto no prueba que Gerald sea culpable, pero es una razón para que indaguemos si lo es-proseguí hablando muy de prisa—. ¿Cómo podríamos saber quién pidió prestado el diccionario? Tendremos que averiguar donde y cuándo se pueda, y no parar hasta que lo sepamos.
—Si tú mueres, y yo sigo viviendo, indagaré yo solo. «¡AlahAkbar!».
—Si vivo yo, y mueres tú, también yo indagaré solo.
—¿Te sientes más inclinado a creer que mi hermano es el culpable, porque Bachhiya se casó con él?
—Sí, sahib. Bachhiya te quería a ti con gran pasión, y se casó con él, porque él se parece a ti mucho más de lo que tú crees. Me acordé de esto cuando vi que ella le daba sus labios a besar. Es un hombre muy resuelto. Esto inclinó el ánimo de mi Bachhiya a favor de él, porque ella es como todas las mujeres indígenas, que buscan al hombre fuerte para padre de sus hijos. También es un hombre cruel, si yo no me equivoco al juzgarlo y sus criados dicen verdad. Tu crueldad lucha con la justicia en tu corazón, o algunas veces con la piedad; pero mucho dudo de que en el corazón de él pase lo mismo. A los dos os consumía el mismo fuego, y a ella también; por eso se sentía tan atraída hacia él como hacia ti. Pero si la llama que él se llevó de ese fuego estaba en el lado opuesto a la tuya…
Hamyd hizo una pausa.
—¿Odio?
—Sí, sahib.
—¿Creías que me odiaba?
—No lo sabía. Sólo sabía lo que Bachhiya me contó, un secreto que tú le habías confiado; también sabía lo que hablaste en sueños la noche que anduviste a través del desierto para ir a los pabellones del jeque Mustafá.
—Pero debí soñar hablando en inglés…
—Yo conozco el inglés, sahib; pero Bachhiya y yo nos entendíamos mejor hablando en hindustani como hacemos tú y yo.
—¿Dije en sueños que era hermanastro suyo, mi madre una gitana y que había sido criado en casa del Padre de él?
—Dijiste en casa de la madre de él. Pero dijiste algo más. Aún me acuerdo de todas las palabras. Gerald no brindará. Mamá me odiaba, y él me odia también. Y sequé tus lágrimas para que no las vieran los rindi y no les parecieran lágrimas de cobardía.
—Pero tú nunca viste en él señales de que me odiara, ¿verdad, Hamyd?
—Vi motivos para ello, sahib, incluso antes de que Bachhiya me hablase del odio de la madre de él. Era un pukka sahib, un inglés de Inglaterra, de alto rango, aceptable como pretendiente de Bachhiya, más rico que tú, un producto de las grandes escuelas en enseñanza, mientras que tú eras un media casta. Él tenía el aspecto de los pukka sahib, alto, guapo, elegante, mientras que tú eras moreno de piel, llevabas Asia en los ojos y tenías la nariz de halcón. Él era un gran jinete, un buen jugador de polo, un bizarro lancero, mientras a ti no te importaba ser nada de esto. Sin embargo, ganabas siempre tú. Fuiste tú quien ganó fama luchando contra el enemigo, por lo que pusieron precio a tu cabeza. Eras tú a quien el sabio doctor admiraba, y a quien el mayor Graves empujaba para que llegases a ocupar los más altos cargos y a quien el coronel Jacob, uno de los más grandes hombres que han servido en la India, distinguía sobre todos los oficiales de la brigada. ¿No se daba cuenta tu hermano de que le quitabas premio tras premio? No, no se daba cuenta; pero creía que se la daba, y creía que hubiese podido ganar todos los premios él si tú no te hubieses cruzado en su camino. Pero llegó un día en que le quitaste Verdaderamente de las manos el mayor premio de todos. Tuvo el buen sentido de reconocerlo, y esto lo supe yo desde el principio; tuvo la suficiente claridad de visión para comprender que, si no hubiera sido por ti, ese premio se lo hubiera llevado él seguramente. ¿Crees tú que le importaban algo a él Bingham y Holmes sahibs? Eran pequeños obstáculos en su camino que no le impedían seguir adelante. Bachhiya estuvo jugando con la idea del matrimonio, porque primero pensó casarse con uno de los pretendientes y más tarde pensó hacerlo con el otro. Pero eras tú sólo el que impedías a Gerald que él ganase a Sukey, y los otros dos lo sabían. Y el sahib casi ganó.
—Ganó del todo, Hamyd.
—Sí; pero cuando el camino quedó libre de obstáculos. ¿Pero ganó por sí mismo o porque los demás le dejaron ganar? Mas ahora recuerdo que le noté ciertas señales de odio. En la noche que volviste de la torre hablaste con él largo rato. Yo os estaba mirando a través de la ventana, a pesar de que sabía que era él el jinete que montaba el caballo cuyos cascos había oído sonar de lejos mientras estaba yo vigilando bastante alejado del fuego. Apenas pude oír vuestras voces mientras estuvisteis los dos sentados en su cuarto; pero le vi la cara cuando se acercó a la ventana y escupió. Tú creíste que había escupido alguna hebra de tabaco que se había tragado de la pipa, y yo creí que era el asco, nacido del odio, que le había dado el saber que la hermosa Bachhiya había sido tuya.
—Aquella noche tampoco brindó por la felicidad nuestra con motivo de nuestro próximo enlace —dije yo, sin que yo mismo me oyera la voz—. Dijo que lo haría en seguida… y yo creí que se había olvidado…
—Te voy a poner whisky en el vaso…
—No me lo pongas todavía. También él dijo «no me lo pongas todavía» cuando le invité a beber. Entonces fue cuando me preguntó si yo había dicho a Sukey que corría sangre gitana por mis venas. Pareció sentir un gran alivio cuando le respondí que sí se lo había dicho. ¿Pero se sintió aliviado de veras o lo fingió? Luego pareció preocupado, trató de disimularlo y no pudo, porque no se lo había contado a Sukey antes de que ella empezase a amarme. ¿Estaba contento de que hubiese sido mía, porque así se quitaba escrúpulos de conciencia por lo que ya entonces pensaba hacer? Recuerda que el plazo fijado para celebrar nuestra boda era muy corto.
—No demasiado corto para que a alguien le pidiera prestado un libro o fuese a su aposento para consultarlo allí mismo.
—Eso es poca cosa, pero es algo. Recuerdo ahora que la última vez que estuve hablando con Gerald me sugirió este la idea de aplazar la fecha de la boda. ¿Esperaba que, entre tanto, la podría impedir sin tener necesidad de matarme? ¿O había decidido ya matarme y quería ganar tiempo para asegurar mejor el golpe?
Habré de creer que si esperó a que saliera de su aposento para coger su diccionario y una hoja de papel de escribir adquirida en un bazar, había resuelto que no tenía más remedio que quitarme la vida.
—Estás débil, sahib, estás débil como aquel infortunado día en que perdiste tanta sangre. ¿Qué te importa si lo hizo porque se moría de pena o estaba loco de contento? Tus palabras salen muy débilmente de tus labios.
Hamyd se levantó, mezcló en un vaso aguardiente de palma y agua y me hizo tomar la bebida.
—Sí, fue una debilidad —le dije a Hamyd cuando después de haber bebido empezaba a entrar en calor mi cuerpo, antes helado—. Pero fíjate, Hamyd, adonde nos llevan los pensamientos. No hacia la probabilidad de su inocencia, sino bacía la de su culpabilidad. Le dije que ni Bachhiya ni yo habíamos pensado en aplazar la fiesta de nuestro enlace. Yo permanecí impasible cuando me dijo que todos los sahibs y todas las memsahibs de la India le cerrarían sus puertas a Sukey si se casaba conmigo. Con todo esto le estaba dando algo que él podría creer que era una justificación por parte mía. Puede ser que lo estuviera deseando con ansia para alimentar su odio, y que lo estaba buscando por todas partes; pero era un hombre que tenía que lograrlo antes de descargar el golpe que había meditado. Se enorgullecía de ser un gran sahib. No tenía la vista clara para ver que el diablo se había alojado en su corazón y en su alma, y yo sí que había visto claro en mi alma y mi corazón. En su pensamiento, torcido por un viejo, profundo y maligno odio, se creía él justificado para salvar a Bachhiya de mí a cualquier precio.
—Y a recibir el premio por ello.
Esto lo dijo Hamyd, con calma, sin ironía palpable, aunque irónico por dentro, como me convencí con sólo mirarle a la cara. Rugía en su interior una tempestad de pasión como no había visto otra igual.
—Ahora me viene a la memoria que me preguntó si había perdido el amuleto de la gitana —proseguí cuando observé que Hamyd se había serenado—. Porque ahora comprendo que dependían muchas cosas de mi contestación. Cuando le respondí que se lo había regalado a Bachhiya, o debió sentirse muy inquieto o quitarse un gran peso de encima. Entonces…
Se me había hecho un nudo en la garganta y me sudaban la cara y las manos.
—Habla despacio, sahib, no te excites, y verás cómo te salen las palabras.
—Entonces le dije que ella me pidió que te aceptase a ti como obsequio suyo.
—Y entonces…
—Quiso saber si tú habías sido el confidente de nuestros amores mientras mantuvimos secretas nuestras relaciones. Y le expliqué lo que habías hecho por favorecerlos.
—¿Se quitó otro peso de encima?
—Ahora, en estos momentos, así me lo parece, Hamyd.
—He de agradecer al sahib las molestias que se tomó para asegurarse bien de que merecía la muerte antes de mandarme matar.
—¡No le des por definitivamente culpable sin que antes se haya probado que lo es, hermano mío! Seguramente que a quien se le clava un clavo en la carne lo bastante hondo para que salga sangre le quedará una cicatriz. Mañana saldremos para Hyderabad para ver eso con nuestros propios ojos. El que hallemos una cicatriz en la parte interna del muslo que empiece más arriba de la rodilla y baje hasta donde llega la bota de montar, no querría decir que la herida ha sido causada precisamente por un clavo, pues podría haber sido hecha por otra cosa. Pero esta prueba unida a las otras que yo tengo podría convencerme, al final, de su culpabilidad.
Fuimos a Hyderabad, y, al llegar allí, nos alojamos en un caravan serrallo que estaba cerca de la mansión del comisario. Con gran tiento ejecutaríamos el plan que nos habíamos trazado. El perfeccionar ese plan ocupó de tal modo mi mente que mientras trabajé en él no me acordé de que tenía al lado izquierdo eso que llaman víscera cardiaca. Cuando después de pesar el pro y el contra de cada paso que se iba a dar quedaron ultimados todos sus detalles, cuando terminamos los preparativos para ponerlo en vías de ejecución, nos lanzamos a realizarlo con la misma fría serenidad que si hubiéramos acudido a una feria de caballos a hacer una transacción.
Para poner los cimientos a nuestra obra empleé materiales procedentes de las conversaciones que había oído a los parroquianos de la cantina de Lahore. Se había discutido allí que, si los sikhs volvían a levantarse, su general Shere Singh que servía a las órdenes de sir Harry Lawrence, haría causa común con los rebeldes. Las responsabilidades de Gerald en ausencia de su jefe eran muy graves sin duda alguna, y era natural que le preocupase mucho la cuestión de la lealtad de Shere Singh, puesto que, seguramente, en el Norte ya se estaba incubando la rebelión Por lo tanto, Hamyd escribió en el inglés no muy correcto que le habían enseñado, la siguiente carta:
A su Excelencia el Comisario sahib.
Eminente señor:
Tengo informes de que el serdar. Shere Singh conspira con el «rani Jindan» para dar muerte a todos los sahibs en el Punjab. Solamente, si puedo probar a satisfacción vuestra y de los otros sahibs que la conspiración existe, pediré recompensa, y entonces será de quinientas rupias. No pediré nada por adelantado.
No me atrevo a susurrar esos informes a otros oídos que los vuestros. No los confiaré a ningún shindi ni a ningún sahib subordinado vuestro, pues, aunque me consta vuestra noble honorabilidad, la madre de mi tío fue delatada una vez por un sahib. Estoy muy asustado, Excelencia. No deseo que vean mi rostro otros ojos que los vuestros. Si estáis dispuesto a escucharme, esperaré esta noche junto a la puerta trasera de vuestra residencia. Al suplicar que me dejen entrar me cubriré la cara con un pañuelo, pero mandad a la guardia que me registren para que vean que no llevo arma alguna y que no soy un enemigo que busca vuestra muerte. Diré la palabra jharu, que significa una escoba, para que podáis conocerme, y, cuando me halle a solas con Vuestra Excelencia en el patio, descubriré mi rostro en prueba de que os tengo confianza. Os tomo vuestra muy honorable palabra de que no tendréis ocultos espías que me vigilen. En prueba de que me dais esa palabra firmaréis con vuestro nombre al dorso de esta carta y la devolveréis al portador que yo os envío. No puedo deciros aquí mi nombre por si este papel cae en otras manos. Sabed que tendré que huir de esta ciudad si no me devolvéis la carta firmada con vuestro nombre. Amo el dinero, con el cual vivo, pero no quiero a los sikhs.
Vuestro humilde criado,
Jharu.
Me dijo Hamyd que Sukey nunca había visto la letra que él hacía cuando escribía en inglés. Le hice escribir unas cuantas palabras en urdu, pues quise asegurarme de que si, por casualidad, Sukey veía la carta dirigida al comisario no reconocería la mano que la había escrito. Comparé las letras de esas palabras con las de la carta y me convencí de que su forma era distinta, tanto que no se parecían nada las unas a las otras. No dudé ni un solo instante de que Gerald se tragaría el anzuelo. Poner al descubierto una traición de Shere Singh equivaldría para Gerald a ponerse una gran pluma en su casco de oficial, y, o mucho me equivocaba yo, o él se sentiría muy halagado por la confianza que el anónimo autor de la epístola demostraba tener en su honor. Me puse a imaginarme que le oía decir a ella que no hablase a nadie de aquella misiva. «El cumplimiento de una promesa hecha a un indígena tiene mucha más importancia que cuando se hace a un sahib. Ha habido muchísimos administradores que no han comprendido esto, Sukey; Por eso, tantos han perdido el empleo. Un sahib. Puede comprender las circunstancias que obligan a dejar de cumplir una palabra dada a otro sahib; Pero los indígenas sólo miran las consecuencias que el incumplimiento puede traer. ¡Has de prometer no decir nada a nadie, Sukey! Eso es una de esas pequeñeces tan importantes que…».
Hamyd selló la carta con cera de una vela y puso en el sobrescrito confidencial; confió la entrega de la misiva a un chaprasi que conocía del bazar. El mensajero recibió instrucciones de ponerla en propias, mano del comisario sahib, Brook sahib de nombre, y, de no poder entregarse a él, devolverla. A su vuelta debería esperar en cierta esquina. Hamyd vigiló desde una callejuela para asegurarse de que no se había seguido al mensajero con la intención de averiguar de donde había salido la carta, pagó al portador, que le entregó la contestación, y me trajo esta. Estaba firmada por el propio Gerald.
Hamyd y yo continuábamos sin perder la serenidad, A eso de las diez, Hamyd se acercó a la entrada de la fachada posterior del edificio, y yo me quedé a treinta pasos detrás de él, con los pies descalzos, y completamente oculto en la oscuridad de la noche sin luna; El chokidar tenía un farol, circunstancia afortunada que me evitaría el tener que encender el que yo llevaba en previsión bajo mis ropas por si tenía que defender a mi compañero de una agresión imprevista. Antes de que el guardián levantara el luminoso artefacto para ver quién llegaba, Hamyd ya se había cubierto todo el rostro menos los ojos. El chokidar pasó sus manos por el cuerpo de mi criado de arriba abajo, y le palpó más detenidamente bajo los sobacos y entre las piernas, y le hizo quitar el turbante. Mientras el guardián estaba entretenido en cachear a Hamyd yo me fui acercando a la entrada de la residencia del comisario hasta llegar a una pilastra saliente que había a veinte pasos de ella andando de puntillas y arrimado al muro, también con la parte inferior de mi cara tapada y con una hermosa caña de bambú, de cuatro pies de larga, preparada en la mano.
Era una vara de lo que llaman bambú hembra, más flexible y menos duro que el llamado macho, un objete ideal para el contundente fin a que a veces se destina pues pongamos por caso que se quiere acariciar con el una cabeza y comprobaremos en el acto y sin la menor sombra de duda que antes que la maravillosa caña, se quiebra el cráneo que machaca.
Hubiera habido un momento de peligro para nosotros si al chokidar se le ocurre tocar lo que llevaba Hamyd en una de sus manos y que parecía un sobre. No era un sobre, sino una plancha de plomo, gruesa como un cuarto de pulgada, sobre la que yo había pegado papel blanco. Se le permitió a Hamyd entrar, y, tal como yo esperaba, el centinela se volvió para mirarlo levantando el farol en alto, por lo que su cuerpo me tapaba la luz.
Hamyd se detuvo cuando hubo caminado cosa de veinte pasos como si le hubiera asustado un bulto delante de él, que no podía ser descubierto desde las Ventanas del edificio principal, porque lo ocultaba una dependencia exterior. Cuando oí preguntar a mi compañero: «¿Eres el comisario, sahib?», empecé a contar lentamente hasta diez, pues tenía observado que aquel ejercicio mental me ayudaba a conservar mi sangre fría. No oí que Hamyd dijese Protector del Pobre; por eso, cuando llegué a diez, di, procurando no hacer ruido, tres largas zancadas, siempre oculto en la sombra, en dirección a la entrada. El chokidar oyó mis pisadas en el arenoso sendero; pero yo, sin darle tiempo a volverse ni a gritar, descargué un fuerte golpe con la caña de bambú sobre su turbante, dejándole atontado. Se tambaleaba todavía cuando le golpeé en la barba con el puño cerrado y le quité el farol.
Al alzar aquella linterna, vi a Gerald, inconsciente, en los brazos de Hamyd. Hamyd se lo cargó en seguida sobre el hombro, y, andando muy arrimado al muro, lo llevó al lugar que habíamos convenido de antemano. Yo arrastré al chokidar, que, por las trazas, no iba a volver en sí en todo el tiempo que necesitábamos para hacer lo que queríamos hacer. Entonces miré a Gerald Y vi que Hamyd había hecho su faena muy bien.
El plan de Hamyd era golpear a Gerald con la plancha de plomo en el mismo instante en que yo aturdiese al chokidar con un golpe de la caña de bambú. Se dejaba débilmente su víctima y estaba en un estado de semiinconsciencia que favorecía más nuestros propósitos que si se hubiera quedado insensible del todo. Hamyd, que se había descubierto el rostro, le puso una mordaza en la boca, y yo empecé a volver sus bolsillos del revés y le desabroché la pechera de la camisa como si estuviera buscando alguna cosa.
—No lo encuentro —le dije en voz baja y en urdu a Hamyd.
—Corta los tirantes y quítale la chaqueta y los pantalones. Puede que lo lleve cosido entre los forros.
No hubo modo de saber si nos oyó. Hicimos ver que registrábamos minuciosamente las prendas de ropa que le quitamos después que Hamyd hubo cortado o descosido los forros. Mientras Hamyd seguía descosiendo, yo bajé a Gerald los calcetines y, alumbrándome con el farol, me puse a examinar sus piernas desnudas.
La luz de la linterna era suave y amarillenta, pero aquella luz recogía variaciones en color y textura que no se podían ver con una sola mirada. Una estrecha cicatriz subía por la pantorrilla hasta más arriba de la rodilla por la parte interna de la pierna derecha.
Yo tenía un cuchillo en la mano, con el que le había cortado los tirantes. Miré el cuello de Gerald, parte de él al descubierto, porque tenía ladeada la cabeza, la cual brillaba a la luz del farol. Podía hacerlo en aquel momento, porque mi corazón estaba frío como una piedra. La palabra que tenía empeñada con el emir no importaba más que mi muerte. Yo no imploraba que me hundiesen suavemente un acero en el cuerpo, formando en mi cuerpo un rojo surtidor de sangre, ni nada; yo era sólo un instrumento de una gran necesidad que estaba por encima o más allá de mí. No sentía deseo alguno de ser manejado como un instrumento, ni ninguna repugnancia… Y parecía que si no lo hacía en aquel instante no podría hacerlo nunca.
Tenía que hacerse, y cuanto antes mejor… Entonces sentí inquietud por el cambio que hizo súbitamente la luz y también me inquietó un poco el tener que averiguar por qué lo había hecho.
«¡Jharu!», murmuró en voz baja Hamyd para advertirme, y el hecho de que se acordara de no llamarme sahib me despertó más que el sonido de su voz. El cambio que había hecho la luz era debido a que había otra luz donde antes no había habido ninguna. Desde la vuelta de la esquina de la dependencia exterior un brillo amarillento crecía y se extendía lentamente.
Había sacado una pistola descargada cuando el origen de la nueva luz se hizo visible —la llama de una vela, que no vacilaba en la oscuridad, porque no hacía viento—, Sukey llevaba puesta una bata blanca que hacía reflejar bien su débil resplandor amarillento, y la luz de nuestro farol, atravesando la oscuridad, daba en la palmatoria de plata en la que estaba la vela y la hacía brillar. Hamyd tenía la linterna delante de él, y la inmensa sombra que proyectaba su cuerpo ensombrecía y ocultaba casi todo el de Gerald y hacía que otras líneas y formas pareciesen incompletas y confusas. Si ella hubiera empezado por alarmarse, a la primera mirada hubiera visto bastante para obligarla a hacer algo —correr o gritar, o ambas cosas a un tiempo—. Evidentemente esperaba encontrar a Gerald hablando con un indígena, y, a causa de aquel pálido resplandor, había confundido a uno de nosotros con su marido. Le hablé al instante en voz baja. —No grites memsahib. Te lo pido por tu vida y por la de tu señor.
Clavó sus ojos en mi pistola y no gritó.
—Despertará dentro de un momento, y nosotros ya no estaremos aquí. Nos han enviado a buscar cierto papel que se suponía llevaba encima siempre. Acércate un poco más.
Lo hizo con pasos firmes y lentos.
—No queremos hacerte ningún daño, pero os mataremos a los dos si desobedecéis. Siéntate en esa piedra, memsahib. Jharu, toma la pistola y vigílala.
Entregué el arma a Hamyd. A ella le hice poner las manos detrás de la espalda, y con la correa que usaba como cinturón le até las delicadas muñecas. Las sentí vibrar un poco en mis manos.
—Perdona que tenga que hacerte eso, memsahib. Después de esta cortesía, con otra correa que llevaba le até los pies por los tobillos. Y me dispuse a ponerle una pelota de trapos en la boca como mordaza.
—No hagas eso, melik[23] —se apresuró a decirme—. Me haría vomitar, acabaría ahogándome. Yo soy, yo he sido Bachhiya, la hija del coronel sahib, y te juro por Siva y por Kali que no daré un solo grito hasta que salgan mis criados a buscarme cuando noten mi ausencia.
Las palmas de mis manos reposaron un segundo o dos en su garganta de seda. Luego hice una seña a Hamyd y los dos salimos de allí en la oscuridad por la misma puerta que entramos.