XXVIII

Envuelto en mi lungi, en un cuarto del caravan serrallo, anhelaba tener algo que desear. Mi corazón no me daba más señales de su existencia que sus tontos latidos. Al cabo de largo rato deseé algo. Deseaba que la hermosa memsahib. Brook me devolviese una monedita de plata de seis peniques, ahora que ella no necesitaba el hechizo de un salivazo de gitana. Puesto que no debía dejar que Hamyd me siguiera a través de esas puertas con la espantosa leyenda de estas encima, devolvería el criado a su antigua dueña a cambio de la moneda. No. Lo había olvidado. Bachhiya había muerto, y él no podría hallarla en la señora del comisario. Hamyd preferiría ir conmigo.

Hamyd se había tornado un apasionado podenco, como si sintiese la falta de pasión en mí.

—Ten buen ánimo, amo —me dijo mientras viajábamos hacia Lahore—. Hallarás pruebas que los jueces sahibs admitirán y creerán, no lo dudes, si es que insistes en tu propósito de que sea el verdugo el que arregle el pago de esta deuda. Pero si la prueba sólo resultase suficiente para ti, a su debido tiempo, tu mano o la mía a tu servicio, harán beber al culpable en la amarga copa de la muerte. Pagada la deuda y libre, podrás abrazar tu destino.

—¿Estás cierto ahora de la inocencia del coronel sahib?

—Sí, mi amo. Tuve la visión, porque antes había orado.

—¿Cuál de los dos oficiales te parece el culpable?

—No lo sé, sahib. En aquella mañana a Holmes sahib se le veía completamente vencido, y ¿quién puede medir el odio y furor que había en su corazón? Pero Bingham sahib codiciaba la memsahib tanto o más que él, y como es pariente de la blanca Rani y tiene honor de príncipe, ¿cómo se tomaría la derrota al recibirla de tus morenas manos? Los shahjazas ingleses, cuando salen, llevan pequeños séquitos, y muchos de ellos no hacen anunciar su paso por címbalos y trompetas. No mandan a sus súbditos que se prosternen ante ellos, y pueden ser afables y buenas persona en la fiesta cuando han perdido un partido de polo Una vez Bingham sahib te pidió que le pegaras con; un bastón. ¿Se sorprendió de ser obedecido, y ardió o golpe como fuego blanco cuando te interpusiste entre él y el deseo de su corazón?

Lo que dijo Hamyd no tenía nada de imposible.

—Yo sigo creyendo que fue Holmes sahib.

Hamyd meditó un momento, y, durante su meditación, se marcaron en su rostro profundas arrugas.

—Es nuestro destino que lo sepamos pronto.

No podríamos averiguar nada sin vencer antes grandes dificultades y sin practicar un espionaje que sería muy peligroso. Eso era tan cierto como la cicatriz que tenía en la cara. Tenía que consultar los registros del médico correspondientes al Día de la Liberación musulmán que se celebró hacía cuatro años y pico, y de algunos días después de aquella fecha, para ver si había curado una herida en una pierna causada por un clavo Si no encontraba nada en los registros del médico, Hamyd o yo tendríamos que buscar una pierna con una cicatriz. Por mi parte, tendría que escuchar muy atentamente a Clifford Holmes y Henry Bingham cuando hablasen en urdu, y, si era posible, leer cartas que escribiesen en aquella lengua.

Era importantísimo averiguar si alguno de los dos tenía un diccionario Inglés-Urdu que, por una errata de imprenta, contuviese la palabra abpas.

No nos podíamos fiar de los espías a sueldo. Al principio había pensado explotar los talentos de Hamyd para esta tarea, pero tropecé con el inconveniente de que él podía ser más fácilmente reconocido que yo. Yo me sentía con facultades para ello, y, como esperar en la inacción era lo que más me aterraba, me decidí muy pronto a hacerlo yo, y hasta me persuadí de que gozaría haciéndolo. Servir como criado en el mismo regimiento de cuyas listas había sido borrado mi nombre, no gustaría a un caballero inglés; pero, a nosotros, los que no somos de pura raza blanca, los gitanos y otras gentes de esa calaña, nos gusta dramatizarnos a nosotros mismos. Desde luego, tendría que vivir muy alerta.

En el caravan serrallo, Hamyd, poniéndose las ropas adecuadas, se transformó en un tratante en caballos de escasa importancia. Yo me fui a ver al khan-saman, el hombre que se encargaba de contratar los criados que servían a la oficialidad del regimiento, sujeto a quien gustaba que le untaran las manos. Aunque había mucho movimiento de personal de esta clase, el hombre aquel casi siempre colocaba a parientes suyos, porque con ello sacaba más provecho, pues ellos consentían en cederle una buena parte de sus salarios. Por lo tanto, tenía que estar dispuesto a hacer muchos sacrificios. Comencé diciéndole qué mi madre estaba enferma y que mi padre había quedado reducido a la condición de mendigo. Me contestó que esperaba que Alá se apiadara de ellos. Entonces le dije que algunos grandes sahibs de Karachi me habían dado muy buenas cartas de recomendación. Movió la cabeza con mucha cortesía, pero no me pidió que le enseñara las cartas. Seguí contándole que actualmente estaba desocupado porque —y me escuchó atentamente por si le decía algo que le aconsejara mudar de parecer— mi cicatriz asustaba a las gentes ignorantes de la ciudad, que la asociaban con el mal de ojo; pero como que era la de una herida que había recibido en una batalla, ciertamente había de ser admirada y apreciada por los sahibs que hubieran combatido. Aprobó lo que yo decía con una sonrisa y se situó más cerca de mí. Ahora ya estaba preparado el terreno para entendernos.

—Si quiere Alá y cuenta ten tu bondad podría hallar lo que busco: servir a los sahibs. Sirviéndoles tengo un medio, Shaitan sabe por qué, de ganarme espléndidas baksheesh. Una amarga experiencia me ha enseñado que, desempeñando empleos de más izzat, me metería menos plata en el bolsillo. Por eso lo que menos me interesa es el salario. Si me dan bien de comer y un rincón bien calentito para dormir, cedería a mi bienhechor casi todo lo que gane; pongamos seis rupias de cada diez.

Cerramos el trato en siete rupias. Me emplearon como mozo en la cantina de los oficiales. Mis deberes consistían en hacer de camarero cuando la oficialidad abandonaba su comedor después de las comidas y de las cenas, o sea, tarde y noche; además largas horas de lavar vasos, limpiar mesas y sillas, y, si quedaba tiempo, ayudar en otros quehaceres a mis compañeros de penas y fatigas. El primer día que trabajé en la cantina no vi a Clifford ni a Henry; los otros oficiales que conocía no se fijaron en mí. Formaba parte del paisaje de la cantina, y lo tenían tan visto… Pero como acudía tan pronto me llamaban y les hacía profundas zalemas, se dieron cuenta dé que les servía rápidamente y bien; con todo me miraban como si fuese tan insustancial como cualesquiera otros fantasmas que pudiesen rondar aquel lugar.

No me emocionó, como esperaba, el volverles a ver. Me importaba tan poco el que hubieran envejecido o cambiado, que hubieran ascendido o no, que comprendí que me separaba de ellos un abismo infranqueable. Les servía como si me fueran totalmente extraños. Cuando entró un teniente, de elevada estatura y dientes de ciervo, y me pidió que le trajera un whisky, no dejé de observar su aire resuelto y de confianza en sí mismo, bien diferente del que tenía un joven subalterno que brindó por la felicidad de un compañero en cierta ocasión; el que yo le sirviera el vaso más lleno que llevaba en la bandeja fue una bromita entre el diablo y yo. Busqué entre los concurrentes al mayor Graves, un poco temeroso de que, sí estaba allí, clavase en mí sus ojos penetrantes; me dije, al noverlo, que le habrían trasladado a Otro sitio donde hubiese más trabajo para él. El capitán que procedía de las clases de tropa y también se levantó a brindar debía haberse retirado o podía ser otro fantasma como nosotros; tal vez su espíritu solitario seguiría llamando a una puerta que en vida nunca llegó a cruzar del todo.

Me pregunté por qué muchos fantasmas no se molestan en aparecer a no ser que como yo, no tengan más remedio que hacerlo.

El gruñón del viejo Jam, el encargado de les mozos de la cantina, me hubiera dicho que yo había muerto a poco que yo le hubiera buscado la boca. Sin que yo le preguntara nada me habló de lo que había subido Gerald mientras desplegaba la magnifica piel de un tigre que mí hermanastro había cazado en una ocasión en que disfrutaba de un permiso. Gerald ya no venía a la cantina. Ni siquiera su espectro necesitaba rondar aquellos lugares; rondaba por el suyo nada más.

La noche siguiente después de la cena, mi corazón dio una serie de brincos seguidos. Entraron cuatro oficiales en la cantina; uno era un subalterno qué no conocía; el otro el doctor Haines, aquel médico que me dispensó de asistir al acto de ahorcar a un hombre, y los otros eran precisamente las dos piezas que yo quería cobrar en mi cacería. No había esperado encararme con los dos al propio tiempo, y hasta había temido que llegara el momento de tener que servir a uno de ellos, porque suponía que me temblaría la mano y derramaría el licor sobre la mesa; pero no, reaccioné en el acto, mi sangre se puso a circular lentamente por mis venas y me sentí frío.

Ambos eran ya capitanes y a los dos encontré más envejecidos de lo qué cabía imaginar. La cara de Clifford Holmes se había vuelto más basta; aquella noche había bebido demasiado vino en la cena, y su voz y sus movimientos eran un poquitín afectados. A mí me pareció que él sabía que no era tan Burra como él quería que los demás y el mismo creyesen, y yo hubiese tenido que saber desde el principio que no lo sería jamás. Clifford era uno de esos perros que ladran mucho y muerden poco. En cierta ocasión que intentó ladrarme un poco, se ganó una giba en su antes aquilina nariz y tener definitivamente los labios más gruesos.

En verdad no parecía capaz de cometer una traición, y un crimen, pero sí de instigar a que otro hiciera una o ambas cosas, o consentirlas, o encubrirlas. Yo había conservado la vida para tomar venganza de ellos, y él por de pronto, había perdido el primer premio: Sukey. Ella, con mucho perspicacia, había adivinado, desde un principio, lo que yo tan claro veía ahora: que era solamente un chota sahib[22]; ella me había dicho que por encima de Clifford o Henry prefería a Gerald. Yo ansiaba probar la culpabilidad de Clifford, porque seguía creyendo que el culpable era él. Me costaba trabajo creerlo de Henry, pues este tenía el aspecto de hombre feliz, sano y triunfante, y llevaba su apellido y gastaba sus riquezas con distinción.

—¡Mozo!

Me llamaba Clifford, con voz algo recia, un poco afectada. Acudí a servirle presuroso y le hice la zalema de rigor.

Sahib.

Whisky. —Me miró fijamente y me preguntó—: Eres nuevo aquí, ¿verdad?

Viéndome turbado, el doctor Haines, bonachón coco siempre, terció:

—El sahib te pregunta si hace poco que sirves aquí.

—Sí, sahib.

—¿Por qué este cantinero del demonio no contrata negros que hablen inglés? —preguntó Clifford.

—Yo, personalmente prefiero que me sirvan rudos campesinos como él, que no esos lame… etcétera, que corren por nuestras casas —dijo Henry a Clifford—. De todas formas, no seas burro.

Cuando le llevé la bebida a Clifford el doctor Haines me sonrió amistosamente y me preguntó:

—¿Cómo te llamas?

—Timur, sahib.

—¿Eres de la sangre del Renco?

—¿Qué hombre del desierto no lo es, «sabib», cuando ha bebido bhang?

—Tu pretensión me parece muy puesta en razón, pues se me ocurre pensar que tú has tomado parte en muchas batallas.

—En batallas no, sahib; solamente en luchas de perros contra nuestros vecinos. Pero a veces sus colmillos hacen sangre.

—Me gustaría examinar detenidamente tu hermosa cicatriz. Soy el médico sahib y me interesa el modo como se practica la medicina en tu país. Cuando tengas un rato libre, y yo esté desocupado, entra a verme al shafakhana.

Hice zalemas y me retiré muy contento con las propinas que me habían dado. En el consultorio del doctor estarían los registros de cuatro años atrás. Dos días después, como la cantina estaba vacía, porque los oficiales estaban merendando, fui al consultorio y di mi nombre a un ordenanza. El gordinflón babu me dijo que no estaba seguro de que el gran hakim estuviese allí, o de que si estaba me recibiese, pero me hizo esperar y se metió en el interior de la casa. Volvió al cabo de un momento y me hizo pasar, y encontré al buen doctor haciendo los honores a una bandeja llena de comida que tenía delante.

—Me encuentras aquí por verdadera casualidad, porque, generalmente, meriendo siempre en mi casa —me dijo haciendo visajes con el rostro—. Algún que otro día de la semana, como acontece hoy, me quedo para tener tiempo de leer y meditar ¿Adivinas, por ventura, los pensamientos?

—No, ¡oh, hakim!; pero los criados que sirven las comidas a la oficialidad tienen unos ojos muy penetrantes y unas lenguas muy largas.

—Timur, ¿no habrás bajado al mundo para escanciar la bebida prohibida a los sahibs?

—He sido más alto que eso antes, pero también más bajo.

—Fue un corte de espada o de sable —dijo pensativamente mirando mi cicatriz— bien curado y que no se infectó.

—Me ponían trapos empapados de vinagre, sahib, y la acidez del vinagre combate la nauseabunda dulzura de la putrefacción.

—No sé por qué me figuro que a tus mujeres les costará trabajo conocerte cuando vuelvas de las guerras.

Comprendí por el rumbo que estaba tomando la conversación que empezaba a romperse el hielo de nuestra reserva.

—La verdad es que huían de mí con discreción, aunque no tan de prisa como hubieran querido, porque estoy gordo por la falta de ejercicio, y conociéndolas yo a ellas, me conocían ellas muy pronto a mí.

El retruécano, dicho, como yo lo dije, en urdí, era más fácil de entender. Desde entonces me gané la amistad del doctor.

—La forma de tu frente y esas poco profundas oquedades que hay bajo las bolsas de tus ojos indican que eres un pensador.

—Te ruego que no lo digas a los sahibs» porque creerán que parezco de condición más alta que la que realmente tengo y me harán echar de la cantina.

—No temas nada por ese lado, porque no se dan cuenta. Los dos únicos de nosotros que lo hubieran podido observar, y que se hubieran sentado contigo y te hubieran preguntado largamente, ya no están aquí.

—Grandes serdars, no lo dudo.

—Uno era un mayor que ahora ha ido al Norte. El otro era un joven oficial al que los de tu casta llamaban lomri. Fue el que capturó a Kambar Malik y el que hizo caer en la trampa de la zanja de Meeanee al lashkar del emir.

—He oído hablar mucho de él, sahib. —Lo mataron los yezedis. No estaba destinado a vivir mucho tiempo. Había muchos que deseaban su muerte.

—Fue compañero mío en cierto modo. Se marchó síd que yo me pudiera despedir de él, porque la última noche que cenó en el comedor de la oficialidad estuve ausente yo de aquella mesa. De veras que lo sentí, y mucho.

Sus ojos, de sereno mirar, se ensombrecieron de un modo extraño. Yo dije para mis adentros: «¡Hubiera querido que estuvieses presentes, doctor! Hubieras sido otro a brindar por mí que tal vez hubiese hablado claro. Tu presencia hubiera cambiado las cosas mucho más de lo que tú podrías soñar».

—Me siento rondado por su espíritu en este momento —prosiguió el médico—. Timur, cuando dejes de servir al regimiento, porque este empleo no te podrá contentar mucho tiempo, ¿querrás llevar un mensaje mío a esos parientes de Kambar Malik que querían apoderarse de él para cobrar el precio que habían puesto a su cabeza? Cuando lo lean no lamentarán más que se lo hayan quitado los yezedis; al contrario, se alegrarán de que su destino les privara de él. En verdad tendrían qué poner otra piedra al montón de ellas que hay sobre su sepultura.

—Llevaré tu mensaje, hakim sahib.

—Diles que apresó a aquel perturbador del orden de las fronteras por mandato de su Rani y que no quiso ver colgar a su pariente.

Después de dejarle meditar unos segundos, me jugué otra carta.

—¡Oh, hakim!, he conocido a muy pocos sahibs que sepan hablar tan bien en nuestra lengua como aquellos compañeros tuyos. ¡Ojalá supiera yo hablar tan bien en la suya! No hubiera tenido que sentirme avergonzado delante de ellos.

—No te debes avergonzar por eso. Nosotros tenemos obligación de aprender las lenguas de las gentes de aquí, pero no ellos la nuestra.

—No sé por qué me pareció que uno de los capitanes, Holmes sahib, no sabe hablar nuestra lengua ni conoce nuestras costumbres, porque de lo contrario no nos hubiera llamado negros, que es una palabra inglesa que todos los parias sabemos lo que significa. En cambio, el otro capitán, cuyo nombre ignoro, me pareció muy prudente y sabio.

—No; Holmes sahib habla el urdu incorrectamente, pero con regular fluidez. Aquel día estaba un poco… matwallar. El otro capitán, Bingham sahib, es sabio en algunas cosas, le conozco bien, pero sus conocimientos de urdu no llegan a una docena de palabras. Verdaderamente Dios no le ha concedido el don de lenguas.

Hakim sahib, he hablado demasiado y te pido perdón por ello. Estoy abusando de tu cortesía y robándote un tiempo precioso…

El doctor echó una ojeada a un libro abierto que estaba encima de su mesa y consultó luego su reloj.

—Tengo que irme ahora mismo a visitar a un enfermo que está en cama. ¿Tienes que volver en seguida a la cantina?

—No. Aún me queda un rato libre, sahib.

—No voy a estar fuera mucho tiempo. Espérame. Estoy preparando una disertación sobre medicina indígena para una sociedad de hakims de Londres. A mí también me gusta hablar mucho, y como además resulta que sé jugar bastante bien al polo, ese juego tan noble…

Seguramente que él no esperaba que yo me sonríen así es que no lo hice. Pero él, en cambio, sí lo hizo para sus adentros.

—Escuchar es obedecer —le dije—. ¿Pero me quieres decir, a mi que soy un recién llegado, si está prohibido mirar los grabados de tus sabios libros? —Haz lo que te plazca.

Salió. Aún no podía creer que la oportunidad, para mí tan buscada, llegase tan pronto. El libro que había sobre la mesa tenía las tapas de cartón color marrón, en un estante al alcance de la mano había una fila con libros encuadernados de igual modo. Esperé cinco minutos, que me parecieron un año, por si el doctor, que era bastante distraído, volvía a buscar algo que se le hubiera olvidado. Miré a lo alto del estante.

En una etiqueta pegada al lomo de uno de los libros el médico había escrito, de su propio puño, 1847. No toqué ese volumen, ni los dos que le seguían hacia la izquierda. Tomé el que en la etiqueta rezaba 1844. Busqué en él los historiales clínicos correspondientes a la segunda decena de marzo. Fui pasando páginas, y, en una de ellas, tropezaron mis ojos con el nombre del Teniente Holmes. La fecha de ingreso que allí constaba era la del día que yo partí hacia las montañas de arena, no la del día siguiente, y no se le curó ninguna herida en la parte interna del muslo causada por un clavo.

El historial comenzaba así:

Teniente Holmes. Ingresa con graves contusiones en el rostro recibidas, según declara, en amistosa lucha pugilística (el condenado loco). Vómer fracturado, ojos hinchados. Prescrito compresas calientes y reposo.

Volví la página. Continuaba el historial con una anotación hecha a las ocho horas de la noche siguiente, aquella en que fue arrojado un envoltorio a través de la ventana del dormitorio de Abdullah. Decía la anotación:

Rostro del paciente muy inflamado. Temperatura 39°, pulso 110. Fuertes dolores (se los merecía el mal hijo de su buena madre). Delirio incipiente. Prescrito sedante. —10 noche. Fiebre 41° 2/5. Semi-delirante, con dolores muy fuertes. Prescrito 1/3 gramos de opio. —11 noche. Paciente responde bien al opio. Sueño tranquilo. —Medianoche. Igual. Sin aumento temperatura. —2 mañana. Sueño profundo. Temperatura 40°. —4 mañana. Temperatura 38°. Prescrito purgante, pero no se consigue despertar paciente. —6 mañana. Temperatura normal. Paciente sigue reposando.

¡También yo hubiera querido estar durmiendo en tal momento y haber soñado todo aquello! En cambio estaba febrilmente despierto, con los nervios tensos y la cabeza hecha una devanadera. Seguí leyendo unas páginas más para ver si encontraba alguna anotación que hiciera referencia a alguien que se hubiera clavado un clavo en una pierna. Y no hallé nada. El que sé lo clavó se habría curado él mismo en secreto. ¿El coronel en su mansión? ¡Había sido un necio en dar crédito a la visión de Hamyd! ¿El hijo de un par inglés en sus elegantes aposentos? ¿Cómo podía saber con seguridad el doctor Haines que este no hablaba urdu, o que tuviese alguien de su entera confianza que lo supiese hablar? Volví a la cantina a que me llamaran ¡mozo! No quería continuar aquella cacería hasta que pasara algún tiempo; pero el deseo de continuarla era más fuerte que yo.

El carcamal de Jam, que ya servía bebidas a los lanceros Tatta desde antes de que yo viniera al mundo se puso a hablar de los conocimientos lingüísticos de los oficiales de ahora, y dijo a Fethi Nur que los tiempos nuevos no eran como los viejos cuando cualquier subalterno sabía hablar la lengua del país. Ahora ni siquiera los mayores —excepto Graves sahib, que se había marchado— sabían chapurrear un poco del hindustani que se hablaba en los bazares.

—¿Tampoco el gran coronel sahib? —pregunté yo—. Él sí que…

A Jam le embarazó la pregunta.

—Webb sahib habla bien el indostano; pero las altas ocupaciones de su cargo no le han dejado tiempo para aprender el urdu. Cuando me olvidaba de esto y le hablaba en esa lengua, era igual que si yo rechinara los dientes como un mono.

—Bingham sahib tampoco sabe, según me dijo a mí, hablar ni escribir el urdu.

—No. Pero a ese se le puede perdonar que no sepa por lo bien que paga. Su plata en nuestros bolsillos canta con un tonillo muy alegre —respondió Fethi Nur.

Cualquiera que tuviera un diccionario Inglés-Urdu bastante extenso y además un tratado de gramática urdu, podría, si se imponía esa paciente labor, llegar a escribir una carta en ese idioma. Debería haber libros de esos en la biblioteca de la oficialidad. El que escribió la carta podía haberlos tomado de allí y luego haberlos devuelto. Si eran suyos, cabía que los guardase en Su biblioteca, porque era costumbre entre los oficiales contribuir a enriquecerla con sus donaciones, especialmente si eran trasladados a otro regimiento. Cuando vi vacías las salas del casino me aventuré a entrar allí, para echar una ojeada a la biblioteca.

Se componía esta de muchos más libros que antes y la habitación que se había habilitado para ella bastante mayor que aquel reducido cuartucho en que estaba la de Hyderabad: esta sala me recordaba vagamente la otra en que yo besé a Sukey. La aportación más reciente parecía ser una colección de gruesos tomos que trataban de temas militares y científicos indios, y también algunas obras más modestas que hablaban del deporte del polo o de caza mayor. Sentí curiosidad por saber quién había sido el desprendido deportista que había hecho la donación. Miré el exlibris de un grueso volumen titulado La Vida de Olive.

Encontré en él el nombre de Gerald.

¡Qué poco había sabido yo de las dotes personales de mi hermanastro! El nunca me había hablado de sus estudios, ni se había alabado en presencia mía de su saber. Sukey había calado en él más hondo que yo. Por eso se había casado con él, y sería pronto la memsahib del gobernador de Sind.

—¡Sukey, la monedita de plata que te di te ha traído una suerte maravillosa! Pero no debías haberte desprendido de Hamyd. La suerte que le diste a él no ha hecho más que empeorar desde entonces.

Al abrir las tapas de una Etimología del Desierto de la India, vi otra vez el nombre de Gerald en el exlibris, y lo mismo en otros muchos volúmenes que fueron pasando por mis manos y que, en el estado en que yo me encontraba, apenas puede decirse que vi. ¡Sukey, quisiera no amarte ya! Si ha sido escrito que cualquiera que quiera a una mujer con deseo ya ha fornicado con ella en su corazón, yo estoy quebrantando dos mandamientos a la vez, estoy cometiendo un incesto en mi corazón. Eres la esposa de mi hermano, y tendría que dar las gracias a los dioses de los gitanos, porque nunca dudé de que él era el mejor de los dos. Tendría que estar contento de que él haya sido el hombre afortunado. No siempre sucede…

Entre los gruesos tomos de que he hablado antes, había un volumen pequeño, preciosamente encuadernado, editado a costa del autor, y el autor era Gerald. Se titulaba La caza del tigre en el Tehri, y me pareció que era una sencilla narración de unas vacaciones pasadas con Sukey siendo huésped de un rajah en el Norte. No me sorprendió encontrar un libro de esa clase allí. Muchos importantes administradores sahibs en la India se tomaban la caza mayor de un modo extremadamente pukka, aquellas cacerías eran puras comedias que los reyes indígenas hacían representar en honor de sus súbditos visitantes, ya que eran sirvientes de los monarcas los que se encargaban de poner los tigres y otras fieras frente a las mismas bocas de las escopetas de los cazadores. Esto no era más que otra prueba de la ambición de Gerald y de los rápidos adelantos que había hecho en su carrera.

Pensando en cómo brillarían los ojos de Sukey cuando los tigres salieran de la espesura, abrí otro libro sin mirar el título. Después de ver la firma de Gerald, me di cuenta de que se titulaba nada menos que Diccionario Inglés-Urdu, completo, que contiene un Glosario, también completo, etc…, etc…. Había muchas letras, y no acabé de leer.

Hasta ahora no había sabido que las manos de un hombre se pueden mover, y sus ojos leer caracteres de imprenta mientras su corazón ha cesado de latir.

Busqué la palabra blanco. Daba varios equivalentes de ella en urdu; pero el último, abyas, tomado del árabe, había sido mal ortografiado o se había cometido con él un error tipográfico: allí habían puesto abpas.