Había sido destinado a Kotri un regimiento de fusileros para relevar a los lanceros Tatta, que ahora estaban de guarnición en Lahore; pero las gentes de Hyderabad no habían olvidado todavía a aquellos jinetes de elevada estatura y ojos azules, y el tercer vendedor de té a quien se le presentase, si no el segundo o el primero, sabrían probablemente que jangi sawar se había casado con la hija del coronel.
No hice esta pregunta a nadie, porque, de momento, no me interesaba conocer el nombre del marido de Sukey. Como prueba de culpabilidad hubiera carecido de valor, y yo me hubiera podido obstinar en atribuirle alguno. Si, por ejemplo, era Henry Bingham, el aspirante a la mano de Sukey que tenía más probabilidades de triunfar, el que, a mi juicio, era el menos sospechoso de mis tres rivales, yo no quería todavía ocuparme de él sin antes haber puesto en claro la participación que tuvieron los otros dos en mis infortunios. Esta razón, muy bien fundada, hacía honor a mi inteligencia y a mi honradez. Mi único temor, al obrar así, era que, tras aquella razón, no se ocultase otra que pudiese salir repentinamente de su escondite. Podría ser, tal vez, un deseo de ahogar mi imaginación. El hombre que era ahora el esposo de Sukey, que en el lecho conyugal se despertaría muchas veces por la noche llamado por la acusadora voz de su conciencia, tampoco tenía rostro. Y detrás de esta razón aún podría haber otra, cuya existencia era solamente afirmada por mi porfiada insistencia en creer en su inexistencia.
Le había ordenado a Hamyd que no nombrase para nada, en ninguna parte, a su amada dueña, Por eso, no podía valerme de él para hacer indagaciones.
Hamyd era un mozalbete imberbe cuando le vi por primera vez, Ahora lucía ya una barba bastante crecida. Con aquella adición pilosa a su rostro, y vestido como un tejik, poca gente habría que pudiese reconocerlo; a lo sumo tres o cuatro amigos que se hizo en el breve tiempo que vivió en Hyderabad, y, para eso, ya iba preparado. Le di el encargo de informarse del género de vida que había llevado mi anterior criado Abdullah, que ya sabíamos los dos que había muerto. Entretanto, era la carta que Abdullah llevó a Habistan la que tenía exclusivamente ocupada mi mente. La leía y releía, analizaba su contenido, y los párrafos, la sintaxis, las palabras, la ortografía. Había que sacar deducciones de ella para ir mejor guiado en mis indagaciones futuras. Meditaba, discurría. Y pensé que, si el hombre que la había escrito tuviese que escribir otra usando las mismas formas gramaticales, aquel hombre cometería probablemente las mismas faltas de ortografía y sintaxis. Llamome la atención de un modo extraordinario la deformación ortográfica de la palabra abyas, que significa blanco, y más que otra cosa el sentido que quiso darle el autor de la epístola. No era el vocablo vernacular que usan generalmente los que hablan urdu, y era indudable que había sido tomado de un diccionario bastante extenso. Aparentemente lo había empleado para evitar el uso de la voz sahib, tomada como adjetivo. Aquello era muy significativo, y para mí un descubrimiento muy interesante, pues describía el estado de su ánimo, lo que pensaba; ni siquiera quería rendir aquel honor a uno que iba a morir.
Puso abpas en vez de abyas, posiblemente, porque leyó mal el término; pero también pudo ser que contuviese esta errata el diccionario consultado por él. Los textos de esa clase que se editaban en Calcuta estaban plagados de erratas de imprenta, y esos mismos defectos no escaseaban en algunos diccionarios publicados en la propia Inglaterra.
Por si algo podía averiguar, entré cierto día en una librería que había tenido libros de literatura indígena y unos pocos libros de texto para estudiantes de idiomas. El inteligente librero persa me dijo que había adquirido varios diccionarios Inglés-Urdu, para venderlos a las tropas de la guarnición, que uno de ellos bastante extenso y bien editado se vendía por el precio de dos rupias, pero que ya no quedaba ningún ejemplar.
Hamyd tuvo más suerte. Fue recorriendo las casas de té hasta que tropezó con un babu, que, por haber trabajado anteriormente en las oficinas de nuestro cuartel, conocía a muchos de los sirvientes que habían tenido los oficiales de los regimientos que se habían alojado en él. Se acordaba de Abdullah y le dijo a Hamyd el barrio en que solía vivir.
Su viuda se había mudado de allí, y, como teníamos que ser muy prudentes en nuestras pesquisas, nos costó una semana entera dar con su nuevo paradero. Vivía con el hermano de Abdullah, de nombre Jansar, que trabajaba como dependiente en una sedería, quien, según decían, había tomado a su cuñada como concubina. Jansar me recordó a Abdullah, porque se parecía bastante a su hermano, y, al verlo, pensé en seguida que era de la misma calaña que el difunto. Este último le había ganado la delantera en lo de casarse, pero él seguía soltero, aunque, como les pasa a muchos célibes, estaba contento por no haber matrimoniado y, a la vez, pesaroso de su soltería.
—Fátima, tu esposo se marchó de esta ciudad hace cuatro años, un poco antes de nuestro Día Santo de la Liberación —dije de sopetón a la viuda de mi antiguo sirviente.
—Es verdad. Y he llorado mucho…
—No lo dudo. Pero en mejor casa que la que él te dejó en Chamar Rasta. ¿Te gustaría que volviera?
Jansar y Fátima cambiaron una mirada.
—A decir verdad… —comenzó a hablar Jansar.
—El miserable me abandonó —exclamó ella— y me hizo pasar una gran vergüenza ante los vecinos. Gracias a su hermano, que me trajo a su casa y cuida de mí con ternura fraternal, vivo bien. No quisiera volver a verle por nada del mundo.
Mandé a Jansar que cerrara la puerta y las ventanas, y a Fátima que se alzara el velo. Tomé esas precauciones porque el chantaje, el sacar dinero con engaño, es moneda corriente en Oriente, y los orientales son maestros consumados en este difícil arte. En los años que llevaba conviviendo con ellos y observándolos, ellos me habían enseñado, sin quererlo, y yo había aprendido, queriéndolo, el partido que se podía sacar de las culpas, de los deseos y de las flaquezas ajenas. No podía ser engañado, ni quería dejarme engañar; por eso necesitaba ver destapado el rostro de ella, para leer en sus expresiones el efecto que le causaban mis palabras. Después de que, con caras contraídas, hubieron obedecido mi mandato, les enseñé un amuleto, de poco precio, que Mustafá me había dado.
La mujer se quedó aterrada, y Jansar sin aliento tras exclamar:
—«¡Bismillah!».
—Es de creer que sea feliz en su morada actual —proseguí yo—. Esto que veis es el premio que recibió por llevar un papel, a los enemigos de un gran jeque. Cumplo órdenes de mi amo, que quiere llevar adelante su thar, y habréis de decirme, por tanto, todo lo que sepáis acerca de quién escribió esa carta. Si no queréis pagar con vuestra sangre las culpas de un crimen que no habéis cometido, decidme la verdad, contestadme sin mentir. Y basta de preámbulos. Sabemos que, poco antes de que se fuera Abdullah, un sahib estuvo en su casa. ¿Qué contestáis?
—Que si estuvo, yo no lo vi —respondió Fátima.
Iba a decir algo más, pero se cosió la boca.
—¡Fátima, mujer de Abdullah! ¡Jansar, hermano de Abdullah! ¿Qué contestáis?
Y, para amenazarlos, me entregué a una mímica muy expresiva. Moviendo el índice de mi diestra sobre la palma de mi mano izquierda, como si escribiera, evoqué en su imaginación la idea del castigo: simulaba estar anotando en imaginaria lista los nombres de los dos futuros condenados.
—La mujer que vivía en la puerta de al lado, y digo vivía, porque se cambió y aseguran que ha muerto, vio entrar a alguien la noche antes —continuó Fátima muy de prisa—. Según parece se tapaba la cara con un paño para protegerla contra el polvo, pues era una noche ventosa, aunque clara y con una luna muy pálida; por su silueta, que se recortaba claramente en la pared iluminada por la luz lunar, le pareció un sahib.
—¿Era alto o bajo? ¿Viejo o joven?
—Alto. Y debía de ser joven, porque entró saltando por encima de la puerta del corral donde guardábamos las cabras. El envoltorio que arrojó a través de la ventana de nuestro dormitorio al caer chocó contra algo e hizo un ruido muy grande en la noche. Este ruido obligó al hombre a salir corriendo, y, según dijo Miriam, corría y saltaba como una cabra.
Las vicisitudes de mi vida me habían obligado a aprender a ocultar mis emociones. Hablando con rudeza podría disimular la que en aquellos momentos sentía.
—¿Podría un sahib de cabellos grises y con hijos ya mayores saltar por encima de la puerta del corral?
—Tal vez sí, por miedo de ser conocido. Pero ahora recuerdo que Miriam, recién casada entonces, hablaba de él como si fuera un sahib joven.
Me sentía fuertemente inclinado a creerla. Las mujeres mahometanas, que miran por ventanas muy pequeñas, aprenden a ver las cosas con rapidez y penetrar muy hondo con la mirada. ¡Si era así, mis indagaciones habían comenzado bien!
—¿Recuerdas qué noche fue? Como fue la última que pasaste con tu marido no la habrás olvidado.
—No; ni la olvidaré nunca. Fue la medianoche anterior al Día Santo de la Liberación, hace cuatro años y algunos días.
Hamyd y yo habíamos partido hacia las montañas de arena la mañana antes. El que me entregó a mis asesinos no había perdido el tiempo.
—Quiero creer que has dicho la verdad. Si no la has dicho y quieres evitar que caiga sobre ti el castigo de mi amo, aún tienes tiempo de enmendarte. Pero piensa que, aunque el total cumplimiento de una promesa hecha ante el Trono de Salomón puede retrasarse un poco más por haber tenido que añadir vuestros nombres a la lista de condenados, el plazo que se os dé no llegará siquiera a una luna.
—¡Líbranos del furor de tu amo, forastero! Si Fátima te ha mentido, te juro ante Alá que me ha mentido a mí con las mismas palabras.
—¿Por qué habría de mentiros a los dos, si odio al que podría favorecer la mentira?
—¿Me creeréis si os digo, Jansar y Fátima, que si alguno de vosotros dos cuenta una sola palabra de esto a un vecino o a un amigo, o en el baño o la casa de té, a un amante o a una persona amada, cuando esté mareado por los vapores del vino, o envuelto en la niebla que produce el Bang, en el mismo momento de hablar seréis mordidos —los dos, oídlo bien—, por una serpiente venenosa e invisible?
Jansar me miraba con los ojos muy abiertos la cicatriz. De repente, volvió su pálida faz hacia la mujer, y, casi sin voz por el terror que se había apoderado de él, le dijo:
—Fátima, ¿se lo has dicho todo? Lo mismo que sé que hubo luchas muy sangrientas en Zamandawar, sé que este hombre que está ahí es un gran jeque disfrazado con ropas sencillas. ¡Por mis barbas! ¿Por qué no le has dicho lo de la caída del sahib? ¿Es el pan que yo compro para ti tan duro y tan malo que me lo cambias por la manzana de la muerte?
—Lo había olvidado, señor, —comenzó a sollozar, y se tapó la boca con la mano para ahogar los sollozos—. ¡Oh, jeque! Por saltar tan ligero, el sahib se dejó un pedazo de tela de su traje en un clavo de la jaula del gallinero y se cayó. Se debió dar un batacazo muy fuerte, porqué yo oí un gran ruido, y Miriam dijo que le pareció haberle oído quejarse. Miriam dijo que en el tiempo que tardó en levantarse hubiera podido contar hasta diez. Ella le vio marcharse cojeando bastante, y, al parecer, sufriendo mucho.
—¿Dónde están esos pedazos de paño azul? —preguntó Jansar—. Si los has perdido, yo te ayudaré a buscarlos con un buen garrote.
—Tenía la intención de hacer con ellos una flor azul y los guardé…
Fátima salió de la habitación precipitadamente. Si era como muchas mujeres indígenas de su clase no sería capaz de tirar un pedazo de buen paño por pequeño que fuese. Jansar explicó que su cuñada había encontrado los pedazos de tela prendidos en un clavo de la jaula del gallinero, o cerca de por donde estaba la jaula. Cuando volvió con aquellos trapos y me los entregó con mano temblorosa, no me quedó duda alguna de que habían sido desgarrados de unos calzones de paño azul, prenda de vestir que formaba parte del uniforme diario de los lanceros de Tatta. Los guardé cuidadosamente en mi bolsa de cuero.
—¿Había sangre en la jaula? —pregunté yo.
—En la jaula, no; pero había una poca en el sitio donde cayó.
—Puede que Alá os bendiga por haber dicho la verdad —dije a los dos—. La lista de los condenados a morir pronto, no es más larga que antes.
Cuando volví al caravan serrallo, el ardor de la cacería que había emprendido se convirtió en invierno en mi corazón. Hamyd examinó con mucha atención los pedazos de tela, y parecía creer que habían sido un gran hallazgo.
—Fíjate en este. —Me dijo—. Está más acordonado que el otro. Es de la pernera del pantalón, del lado de la costura de dentro. Por su largura está bien claro que el clavo se metió cosa de un palmo más arriba de la rodilla, y que rasgó la tela por la parte de la costura de arriba abajo, hasta la bota. Si se vio sangre en el suelo, la punta del clavo hizo algo más que arañar la piel del que llevaba puestos los pantalones. Yo me figuro que si el clavo sólo hubiera rasgado la tela, estos trapos no se habrían encontrado. Creó que el clavo también penetró en la carne.
—¿Y cómo nos las vamos a componer para verle a un sahib las piernas desnudas? Nos queda el recurso de convencer a su criado con alguna dádiva para que lo haga por nosotros; pero eso va a ser el cuento de nunca acabar. Con todo, estoy contentó, pues ya sabemos algo. Un hombre de la edad del coronel hubiera podido pasar por encima de la puerta, pero no saltarla.
—Sahib, conozco al coronel sahib desde antes de tener uso de razón, y te juro por la castidad de mi madre que él no ha hecho esto.
Contra esta clase de ceguera —la de las creencias arraigadas que no se pueden discutir— tendría que luchar mucho. Cuando una persona sabe algo y no puede decir cómo lo sabe, jurará, sin embargo, que es verdad, aunque sea delante de una galaxia de dioses; pero este modo de saber es algo especialmente sospechoso.
—No jures a la ligera, Hamyd, no sea que, sin querer, manches la buena fama de tu madre convirtiéndola en una ramera. Si se razona bien, el coronel sahib es el más probable asesino de los tres.
—¿Crees que viendo las cosas a la luz de la razón las veré mejor?
—Es cierto que no mató al sargento aquel, que no mató a su esposa con un arma que hiciese salir sangre, pero ¿enturbia el agua de su baño la sangre que no derramó? ¿Soy yo acaso aquel sargento, que vuelve otra vez? Tú eres un buen musulmán. Mamaste la veneración a tu padre en la leche de tu madre. El coronel sahib es el padre de tu amadísima dueña. Pero cuanto más grises son los pelos de la cabeza de un hombre más perversos son los pensamientos que le bullen dentro. Un hombre joven se acuerda de su madre, para él el honor está muy por encima del orgullo. Pero a un viejo, que se ha situado tan alto en la escala social, puede que le importe más que conservar el honor mantener el orgullo. Hamyd, hermano mío, de ahora en adelante sólo creeremos las cosas probadas. Mañana, y quizá pasado mañana también, nos dedicaremos a buscar a esa mujer llamada Miriam para ver si nos puede decir algo más del visitante de Abdullah. Después, iremos a Lahore, y allí nos mezclaremos con los jinetes de alta talla, para vigilar con los ojos bien abiertos, para no perder de visita nuestros tres sahibs.
¡Cualquiera encontraba a una Miriam en un país tan vasto y tan populoso como la India! Se la había tragado la multitud, si es que vivía.
Ocurrió algo inesperado. Hamyd y yo no teníamos necesidad de ir a Lahore para alegrar nuestros ojos viendo de cerca al coronel sahib. Hamyd me trajo la buena nueva de su llegada a Hyderabad para hacer una visita al comisario sahib, que entonces ocupaba la misma casa que antes había habitado el coronel cuando estuvieron allí de guarnición los lanceros Tatta.
—¿Has preguntado el nombre del comisario?
—No; no me interesó preguntarlo. Indudablemente sustituye interinamente al gobernador sahib que está ahora en Inglaterra.
Me pareció que no iba a ganar nada con espiar al huésped del comisario, y esto, en cierto modo, me alegró. Pero los hermosos ojos negros de Hamyd brillaban de un modo…
—Hamyd, ¿si volviéramos a ver al coronel sahib, serías tú capaz de leer en su rostro si es culpable o inocente? —le pregunté sonriente.
—Me gustaría hacer la prueba, sahib. El que persevera en el mal, cambia de fisonomía, porque el mal le cambia el alma. No es por remordimiento. Es una defensa de lo malo que a veces se convierte en amor al mal. Con el miedo grande, cambia del mismo modo. Y yo, señor, conozco su cara mejor que la palma de mi mano, pues la he mirado muchas veces para adivinar su último pensamiento, para saber si estaba de buen o mal humor. Puede que tenga una visión.
Iría con Hamyd. Por lo menos para ayudarle a engañar al chokidar. Tomada esa decisión, me despreocupé de todo lo demás. Pero temía ir, y sabía por qué. En el jardín, desde el que íbamos a espiar, me había ocurrido el suceso más grande de mi vida, si se exceptúa aquella especie de muerte que me dieron en las montañas de arena; en el jardín quedé triunfante. En aquella casa, Sukey y yo habíamos desafiado al dueño de ella. Antes había ido por allí yo, vestido de indígena, y, desde la puerta de entrada de aquella casa, me dijeron por qué era espiado yo entonces porque era un perro para el que Bachhiya no tenía una anna, pero sí un salivazo.
El comisario y su distinguido huésped no cenarían hasta las nueve. Nos acercamos a la casa media hora antes. Sus inmediaciones estaban vigiladas por policías; pero ya no era una residencia militar y tenía sus ventanas abiertas para que penetrase por ellas la brisa. Como no había disturbios en las fronteras ahora, dos, chokidars, en vez de centinelas indígenas armados, vigilaban la entrada. No fue necesario idear ninguna estratagema para entrar. El guardián que estaba en la parte de atrás, dio una vuelta a la casa para venir a charlar con el compañero que vigilaba en la parte de delante. Entramos sin perder tiempo por aquel sitio y nos escondimos en seguida en el oscuro jardín.
Los fantasmas del jardín me dejaron pasar. Excitadísimo ahora, tomé la senda que conducía a la iluminada ventana del salón, donde en una existencia anterior que, cosa extraña, había sido dejada muy atrás, el coronel sahib había interrogado a un pretendiente a la mano de su hija. Me faltaba aún andar diez pasos para llegar a la ventana, y vi al coronel, sentado en un diván arrimado a la pared del fondo, mirando desde allí a un personaje que ocupaba una silla de alto respaldo. Podía ver la rubia cabeza del último, un brazo, mucha par de sus piernas. Los dos sahibs vestían de blanco y negro, no se habían puesto el uniforme.
Antes de llegar a la ventana se me agolpó la sangre en la cabeza. Yo no miraba la cara del coronel. Estaba mirando, incrédulamente, al otro hombre Antes de que pusiera la cara de perfil ya había terminado mi incredulidad. ¡El comisario sahib era Gerald!
«Quería ser gobernador… Sir Charles le aprecia mucho… Estuvo a punto de conseguir… Había envejecido bastante, pero siempre tan distinguido que…».
El salvaje tumulto de mis pensamientos, que iba creciendo a medida que llegaban otros nuevos, fue interrumpido por Hamyd que me cogió por el brazo. Desde el lugar que ocupaba, a mi lado, había visto Hamyd hacía mucho tiempo, asesinos ocultos en la espesura un segundo antes de que los viera yo. Por la misma circunstancia fue el primero en descubrir que entraba otra persona en la estancia. Era una mujer, y la vi cruzar la habitación a pasos largos y ligeros, inclinarse sobre la silla de Gerald, besar los labios que él le ofreció levantando la cabeza. La luz de la lámpara hizo brillar l a carne de sus hombros desnudos e iluminó sus cabellos del color del aceite de manteca clarificada.
Volví la espalda y me marché, sabiendo que no tenía más vida o sustancia que las negras sombras de la noche.