Desde hacía tiempo ya, me había acostumbrado a verme el rostro de Paulos, el esclavo del emir. Mi memoria ya no podía recordar cómo había sido el teniente Brook. Sin embargo, había empezado a parecerme que era tan poco inglés el uno como el otro. Se me habían unido ambos lados de la cara, como yo esperaba, y el derecho no era muy diferente del izquierdo, salvo por la gran cicatriz que me había dejado la herida. El tiempo le había ido quitando gran parte de su desagradable aspecto, su coloración era más pronto gris que roja, y, aunque visible, no me afeaba el rostro demasiado. En el espejo no parecía la cara de un perverso, ni tampoco de alguien que sintiera por dentro un odio implacable.
El fuego de esa pasión, de ese odio, no había prendido nunca en mi corazón, en parte quizá, porque había roto todos los lazos que me ataban a mi vida anterior. Son pocos los fantasmas que causan daño. Todo lo más pueden rodar los escenarios donde les fueron inferidos los agravios que quieren vengar; pero están estos escenarios tan lejanos y los ven tan cambiados cuando los miran con sus ojos de fantasmas, que no pueden castigar las ofensas recibidas. También mi esclavitud había sido más profunda; más completa que la de los que son llevados a ella contra su voluntad, quienes, soñando y tramando planes de huida, se quedan en meros desterrados de su mundo anterior y unidos a ese mundo por un cordón umbilical que no se corta nunca. Hasta mi amor por Sukey se había convertido en algo como un sueño nocturno.
Cuando podía pensar con sensatez, en lo más hondo de mi alma deseaba que ella fuese feliz y pedía el castigo del traidor. Si el azar no hacía las cosas, las haría yo mismo si no moría prematuramente. Si me dieran a escoger entre la impunidad de mi delator y la felicidad de Sukey —y en este caso me podría encontrar fácilmente si ella se hubiese casado con él y tenido hijos suyos— mi elección ya estaba hecha. Una de esas cosas era un pequeño deber comparada con la otra. Y hasta ahora más parecía un deber que un deseo del corazón, puesto que aún no sabía cómo era ni quién era el traidor. Con los ojos de la imaginación le veía como si fuese uno de los tres oficiales del regimiento de lanceros Tatta condenados por un consejo de guerra a ser ahorcados por haber cometido un crimen atroz.
Ese deber, que se había adueñado de mi voluntad como una pasión mientras la caravana de que formábamos parte Hamyd y yo se acercaba a la frontera de Sind, me impelía a obrar. No estábamos muy lejos de las montañas de arena del lugar en que fui apresado, y el panorama que ahora veía me recordaba algo que ya había visto antes. Puesto que los mercaderes querían llegar hasta Liari, yo decidí separarme de ellos en Uthal, para desde allí irme hacia el Hab, donde estaba el pueblo del que era jeque Mustafá. Si Mustafá vivía todavía, posible era que él me creyese muerto. Yo deseaba ver de nuevo sus pardos ojos de lobo.
En la calle reconocí, por lo menos, a tres de mis apresadores, y me pareció que despertaba de un sueño. Miraban a unos peregrinos de Sarbaz que habían hecho el viaje conmigo. A mí no se dignaron mirarme por segunda vez. El jocoso zapatero remendón que hizo aquel chiste, subidito de color, del marinero y de la viuda, comentó que, para que pudiera lucir yo tan hermosa cicatriz, tenía que haber tomado parte en muchas batallas. Cuando le pregunté el nombre del jefe del pueblo, temí que me contestase que Hassan, por haber muerto entretanto el viejo jeque. ¿Tan forastero era que no sabía que era Mustafá, el jeque de todo el Habistan?
Lo vi en la tienda del herrero, y solamente le hallé un poco más enjuto, pero su mirada era más feroz que antes. Se prestó en seguida a hablar conmigo a solas, y para ello bajamos un poco por el camino del pueblo.
—¿He tenido el honor de haber visto tu rostro antes, jeque? —le pregunté.
—No lo creo, porque si no yo recordaría el tuyo. Tú tienes una cara que no parece fácil de poder ser olvidada.
—En el nombre de Alá, mírame bien, si no quieres faltar a la verdad.
Me miró largamente y me dijo:
—Si te he visto alguna vez, habrá sido cuando eras un adolescente todavía.
—¿No recuerdas haber visto en tu vida a alguien con una herida que le pudiera dejar una cicatriz como esta mía?
El asombro de la incredulidad se asomó a sus ojos.
—No puede ser —dijo temblándole la voz—. Conocí una vez a un cautivo al que rajaron la mejilla, la única herida que he visto que pudiera dejar una cicatriz así, pero… no me atrevo a decir… No. No lo creeré si no me da una prueba.
—A un loco se le debe contestar atendiendo a su locura. ¿Qué precio pides?
—¡Allah! ¡Allah! ¡Allah!.
Se me quedó mirando, pálido y tembloroso; luego su rostro se ensombreció. ¡Nunca hubiera creído yo que aquello me volviera a suceder otra vez!
—No te avergüences —me dijo—. Me asombra verte vivo.
No dijo vivo, dijo ofatis, palabra que literalmente significa carroña, pero que cuando es usada en el sentido que le dio Mustafá quiere decir uno que muere en su lecho. Por lo tanto, lo que me dijo realmente fue que nunca hubiese creído que pudiese llegar a morir en la cama.
—Padre, ¿tan asombroso es que haya vivido para poder volver a ver tu cara?
—No debía serlo; pero nos dijeron que el emir te había hecho degollar al día siguiente de nuestra partida.
—¿No has oído hablar nada de Paulos el griego, el esclavo de Nazir Khan?
—¡Bismillah, qué necio soy! Por Alá, el emir me debe algo más que las doscientas cabezas de ganado que me pagó…
Yo me eché a reír, y él se retorció de risa.
—Ven —gritó—. Voy a darte una fiesta. Aún viven aquí algunos…
—¡Ten piedad de mí, jeque! Nadie en este pueblo debe saber que lomri…
Me interrumpí al observar cómo centelleaban los feroces ojos de Mustafá.
—¿Es que vas a ir al Sind?
—Sí.
—¿Tienes mucha prisa? Responde; pero hazlo pensando que hay que contestar a un loco atendiendo a su locura.
—No tengo mucha prisa en pedirte que me cumplas tu promesa.
Luego que hubimos comido, le pedí que me vendiera cuarenta caballos que le pagaría con el dinero que me había prestado el visir bajo promesa de devolvérselo con intereses. En Oriente constituye un escarnio a los lazos de fraterna amistad que crea el hecho de partir el pan y la sal, servirse de ellos para comerciar en caballos; pero, no obstante, Mustafá me cobró un precio módico por los caballos que le compré, y añadió a ellos, gratis, una yegua que me dijo era igual a otra que había cogido cierto día en los alrededores de las montañas de arena.
«Quizá sea digna de ser montada por un garañón que yo compré el mismo día» —me dijo.
—Pero aún tengo otro regalo para ti —prosiguió. Y su rostro se tornó súbitamente grave—. En aquel día de inmortal memoria te dije que el portador de la carta de tu delator había destruido la misiva. Fue una mentira dicha a un enemigo, permitida por Alá. Lo cierto es que se la guardó, tal vez con la idea de buscar al que la escribió para chuparle la sangre, pues nosotros se la encontramos oculta en el turbante. Ya entonces hubiera deseado entregártela; pero como en ella se te nombraba como el asesino de Kambar Malik, nuestro pariente, no quise correr el riesgo de que pudiese caer en manos de los ingleses, que hubiesen podido sospechar que nosotros, a pesar de no ser yezedis errantes, te habíamos arrancado los ojos. Pero como hemos comido juntos el pan y la sal, y tú has cumplido todos los juramentos que me hiciste a mí y los que hiciste a nuestro emir, la sacaré del sitio donde la tengo escondida y te la daré para que puedas enterarte de lo que dice.
Mientras leía la amarillenta carta, escrita en urdu y con muchas faltas de ortografía y de sintaxis, los ojos de Mustafá estaban tan fijos en mí como lo están los de un podenco hambriento en el hueso que le enseñan desde lejos. Tuve una visión que hizo poner tirante la piel de mi cráneo. Era la de un oficial de lanceros Tatta que volvería con los dedos las páginas de un diccionario urdu, y que copiaba cuidadosamente en papel adquirido en un bazar las palabras de la traición. Era un burra sahib alto y bien parecido, que apenas contestaba a las profundas zalemas que le hacían los morenos indígenas conquistados, frío bajo el fuego, pukka en todo momento y ocasión pukka sahib —pensaba yo— y al pensarlo se me revolvía el estómago. Y, al recordar ahora que yo había querido imitarlos, sentía un asco que me provocaba la náusea, y más que asco, horror. Nunca había visto tan claro como ahora que era verdad lo de la diferencia de raza.
—Mustafá, ¿puede quedarle alguna duda a mi delator de que yo haya sido asesinado? —pregunté.
—No, hijo mío. El mismo día que tú partiste para Kalat corrió el rumor, desde las arenas hacia Hyderabad, de que una banda de yezedis había dado muerte a un sahib y a su criado por quitarles los caballos y el rifle. Tu delator sabía que habíamos acusado falsamente a los yezedis para evitar las represalias; pero él no haría nada por desmentir el rumor; él callaría por temor a que se descubriese una verdad que tan cara podía costarle.
—Eso es verdad.
—Fíjate, ahora, en lo astutos que fuimos. Un poco de la astucia empleada fue mía; el resto lo debimos al hakin que te curó la herida. Más que por nada lo hicimos para salvar nuestros cuellos de la soga de la Reina, pero en gran parte también, porque nos alegraba el corazón la esperanza que teníamos de contemplar una venganza sangrienta. Sabíamos que un oficial, muy conocedor de nuestras costumbres, seguiría tus huellas acompañado de nutridas fuerzas. Tenía que suceder así, y, a su debido tiempo, llegó al lugar donde tú fuiste apresado. Lo primero que vio allí fue una gran mancha de sangre en la arena. También pudo ver huellas que parecía indicar que el sahib había tratado de huir a la persecución de una banda de hombres a caballo. También encontró algunos objetos sin valor que, en su precipitación por registrar vuestros sacos, los yezedis habían dejado caer por allí, tales como una jarrita rota que había contenido aceite de manteca clarificado, una carta, un libro inglés, y también un cinturón muy usado de esos que llevan para adornar sus vestidos los adoradores de Shaitan, que sin duda había tirado su dueño para cambiarlo por el tuyo, más nuevo. Pero el hallazgo más importante fue tu turbante, agujereado por una bala. Y no vayas a creer ahora que aquel agujero fue hecho de cualquier modo y que podía ser descubierta por él nuestra superchería. No; fue una verdadera obra de arte mía. Te explicaré cómo lo hice. Puse el turbante en la calavera de Abdullah, hice colocar esta a la altura de un hombre, y entonces disparé. La bala atravesó las telas del turbante y perforó también el delgado hueso del cráneo que protege el nudo vital.
—En esto también obraste como si fueras mi padre y mi amigo.
—Pues oye lo que hicimos después, medio por necesidad y medio por broma. Los huesos del mensajero Abdullah ya habían sido despojados de la carne que los cubría por los pájaros de la muerte. Trajimos al supuesto terreno del crimen el cráneo con el agujero en su hueso occipital, y de sus maxilares ya habíamos arrancado ciertas muelas y agujereado uno de las que quedaban; trajimos unos pocos huesos más-parte de la pelvis, el largo fémur y una costilla rota. Los huesos fueron esparcidos convenientemente para inducir a creer que los habían dejado en aquellos sitios las fieras del desierto. Tales bestias habían sido atraídas en efecto por el olor de la sangre derramada, y se veían numerosas huellas de su paso; los demás huesos era presumible que se los habían llevado a sus cubiles. Para que los lobos y los zorros del desierto no dieran con los huesos que nosotros queríamos que fuesen hallados, no los pusimos allí hasta la noche antes de la llegada del oficial y sus fuerzas, de la que teníamos noticia porque los hombres que habíamos puesto para vigilar, ya nos habían avisado que estaban siguiendo tu rastro lo más de prisa que podían, aunque lentamente por muy naturales razones de precaución.
—¿Hicisteis desaparecer las huellas que dejasteis vosotros, tanto el día que me apresasteis como el de vuestro regreso?
—Sólo podían ser seguidas hasta la planicie de Jalmud, pues ya desde allí todo lo borra el viento del desierto.
—¿Qué suerte creerían los ingleses que había corrido Hamyd?
—Quizá que se lo habían llevado para venderlo como esclavo, o que los huesos aquellos era todo lo que quedaba de dos esqueletos.
—¿Sabéis si se llevaron los huesos o los enterraron?
—Lo sabemos todo. Ocultamos un espía entre las rocas que nosotros llamamos de Dar-id-Daniyal, desde donde se podía ver todo muy bien con la ayuda de los anteojos que te quitamos a ti. Se dio a los lanceros la voz de ¡Alto!, y, dejando a sus soldados atrás, avanzaron dos sahibs a reconocer el terreno. El uno era más alto que el otro.
El sahib más alto era, por supuesto, Gerald. El coronel Webb no podía haberle negado el permiso para tomar parte en la investigación. El otro debía ser probablemente el mayor Graves, que no era más alto que yo. Ni que decir tiene que el delator, a pesar del gran interés que debía sentir por el asunto, resistió todas las tentaciones de hallarse presente en aquel acto. Con todo, lo más probable es que no hubiera podido dormir tranquilo por temor a lo que pudieran decir los investigadores a su regreso.
—Los dos oficiales anduvieron por aquí y por allá, inclinándose a menudo para mirar el suelo —prosiguió Mustafá—. Cogieron cosas; las miraron largo rato. El más alto cogió la calavera, tan blanca entonces que brillaba al sol; se sentó y se puso a examinarla con gran atención. El examen debió convencerle sin duda, porque en seguida fueron llamados cuatro hombres de la escolta, los cuales empezaron inmediatamente a cavar una fosa en la arena. Debió ser una fosa muy honda a juzgar por el tiempo que invirtieron en cavarla. Por último los huesos fueron envueltos en una de las mantas que el hombre alto llevaba en la silla de su caballo, y el mismo hombre alto puso los huesos, así envueltos, con mucho cuidado dentro del hoyo. Luego, mientras los soldados formaban una fila muy larga, uno que había estado esperando junto a ellos, se adelantó y se quedó inmóvil ante el agujero. Los otros tampoco se movieron. Después rellenaron la fosa y la cubrieron con un montón de piedras. Aún está lo mismo hoy, salvo por una piedra labrada que un escuadrón de soldados trajo unos dos meses más tarde y que fue colocada encima del montón de piedras. Hay escrito algo en ella que yo no sé leer.
Como yo callaba, Mustafá prosiguió:
—No vinieron soldados a arrasar nuestro pueblo ni siquiera a hacernos preguntas intencionadas. Esto era prueba de que tus gentes estaban convencidas de que habías sido asesinado por yezedis. —Y el anciano poniéndome la mano en el hombro prosiguió—: Verdaderamente, hijo mío, para ellos eres uno que ha bebido en la copa de la muerte. Y ahora esto es verdad en tu corazón, porque eres un fantasma que vuelves a rondar estos lugares… pero ¡no eres un fantasma! Tú eres lomri, con ojos que ven, con sangre corriendo por tus venas, con tu astucia de siempre, con mano osada y fuerte.
—Keif, keif.
No pude decir más, porque mi voz se negaba a sonar.
—Puesto que está tan desfigurado tu rostro que no podrás ser reconocido, y ya pareces un musulmán por los cuatro costados, puedes dedicarte ahora a buscar a tu enemigo por las calles pasando tan inadvertido como un perro sin amo, y, aún si es necesario, puedes servirle de criado para hallar las pruebas de su culpabilidad lomri, ¡qué pocos hay que puedan hacer esto como tú!
—Eran dos hombres los que codiciaban mi cobah con la risueña esperanza de quedarse con ella si yo moría. Los dos me habían despreciado, y uno de ellos, por lo menos, me odiaba profundamente. Mi thar es contra uno de esos, o contra uno de los más próximos parientes de ella.
—Por Alá, yo los mataría a todos antes que permitir que se escapase el culpable. Cuando desenvaines tu espada, sostenía con mano firme, levántala bien alto y déjala caer con toda la fuerza de tu brazo y de tu alma sobre el cuerpo de tu enemigo. Yo en tu lugar partiría su cuerpo de arriba abajo y lo dejaría abierto como si fuera un ave de corral que me hubiera de comer.
Luego de oírlo decir esto y de ver sus ojos de anciano llenarse de un fuego infernal, me admiré de la expresión pensativa que se pintó inmediatamente después en su semblante y del tono de dulzura que había en la voz con que me dijo:
—Hijo mío, no es cosa buena ser esclavo. Te hacen una herida en el alma, y el hombre se olvida a veces de que es un hombre. ¿Cuánto tiempo hace desde que te probaste a ti mismo que lo eras, no por actos del cerebro o de la mano ante el mundo, sino en la forma común que lo hacen todos los hombres jóvenes cuando se hallan a solas con quién les ofrece, para que beban en ella, la copa de los deleites?
—Desde antes de caer en la esclavitud.
—Entonces, como despedida, te daré a conocer un deseo que tengo que también será para ti una bendición. En mi casa tengo una esclava nacida en Cachemira, que fue tomada a una caravana robada por mis hombres. Al ver a la doncella, ardió la sangre en mis venas y la reclamé como botín. Mis ojos habían sido engañados por un solo rayo de sol que atravesó las grises nubes del invierno de mis años. Ahora ella y yo estamos avergonzados de no tener descendencia.
—Te escucho, padre.
—Es mi deseo que pases la noche aquí como huésped de mi casa. Los honores que yo te haga, y los que tú me hagas a mí, no habrán de ser revelados nunca.