El puente tendido entre dos mundos se derrumbó durante la noche. El mero pensamiento era una carga demasiado pesada para sus jácenas, delgadas como hilos de tela de araña. Tal vez había venido a turbar mis sueños y yo lo había derribado de un manotazo.
Al día siguiente por la mañana me ocupé del grave negocio de adquirir los envoltorios en que debía ir envuelto un regalo destinado al sultán de Omán. Compré seda de Samarkanda y paño de oro, velos, chales, macizas cadenas de áureo metal, brazaletes y collares de jade, zafiros y amatistas. Fue un gran gozo para mí entregar aquellos tesoros a Cheetal y contemplar cómo se ponían redondos sus ojos y su boca. Puso una pequeña imagen de Buda sobre un arca y se arrodilló ante ella con conmovedora gratitud y alegría infantiles. ¡Doncellita de las lejanas montañas del Tibet, no está bien que un esclavo te mire con tanto fuego en los ojos! ¿Has adivinado mi culpable secreto? Un pálido rubor asoma a tu encantador y exótico rostro.
Nuestro regalo, con el rostro cubierto hasta casi las cejas, fue llevado a Kalat. El primer comentario del emir —me lo repitió un obeso eunuco que volvía jadeante de cumplir un encargo— fue que aquella atrevida elección le había dejado aterrado. Sin embargo los encantos de aquel cuerpecito pagano debían haber causado en él el mismo embeleso que antes obraron en mí, porque al final declaró al visir que estaba resuelto a regalar aquel capullo de mujer a Sa’id ibn Sultán y exclamó: «¡Que Alá tenga piedad de él!».
Mi orgullo de esclavo llegó a alturas inconcebibles al presenciar la recepción que se hizo al sultán en el durbar del jeque de Gwadar. Un monarca de su talla no se podría encontrar, aunque se recorrieran los confines turcos hasta Cathay. Sin joyas, vestido con ricas ropas pero más bien con sencillez, tenía un porte majestuoso y, además, una gran cantidad de calurosa simpatía. Yo estaba en el séquito del emir cuando Cheetal, toda cubierta de velos, fue entregada al sultán junto con otros regalos. Centellaron los ojos de él al oír que le decían que venía del lejano Sikkim, y paseó sobre ella una mirada de plena aprobación por lo que de las formas de aquella escultura viviente se podía adivinar a través de las sedas que la ocultaban.
La culminación de aquella gran fiesta fue una impresionante ceremonia en la que, tras haber compartido el pan y la sal, Sa’id ibn Sultán había jurado defender con su espada, al lado de nuestro emir, contra todo enemigo, la ciudad de Gwadar. Aquello equivalía a poner todo el Beluchistán meridional bajo su protección, y el rechinar de dientes del Sha se oiría a muchas millas de distancia.
Resulta curioso observar que sea voluntad de Alá que los que merecen ser premiados por sus buenas obras no reciban sus premios en este mundo en que tienen su sepultura. Esto ya lo han puesto de relieve todos los filósofos dignos de este nombre. A pesar de todo yo iba a obtener un triunfo personal luego que Sa’id ibn Sultán hubiese puesto unas bandas al emir y al visir durante el sencillo acto de despedida que tuvo lugar casi en privado al marcharse el monarca árabe.
—Hermano mío —le dijo a Nazir Khan—, hace tiempo sabía que eras un gran rey y un buen defensor de la Fe; pero ignoraba, hasta recibir tu carta, que conocieras tan bien a nuestros poetas y el lenguaje de la propia Meca.
—En verdad, Sa’id ibn Sultán, no poseo esos conocimientos, y no merezco tus alabanzas.
—Sé por triste experiencia propia que ningún monarca tiene tiempo para hacerse sabio en todas las ramas del conocimiento humano. Tan mal matemático soy, que no conozco ni el álgebra inventada por nuestros antepasados. Soy torpe hasta el extremo de no saber sacar ni la cuenta de gastos de un solo día. Mas alguien debe haber en tu corte que posee la erudición que he mencionado, y que ha sido el que ha compuesto la carta que tú has firmado con tu imperial nombre.
—En el nombre de Alá, gran rey, te diré que ha sido escrita por mi esclavo Paulos el griego.
—¿Es alguno de los que trajeron los regalos? —preguntó el sultán esbozando una sonrisa.
No estoy seguro de que Nazir comprendiera la alusión, que, por otra parte, no merecía una respuesta, grave. Tal vez su exultación le hizo dar una contestación con verdadera generosidad de rey, o quizá sentía gran ansiedad porque no le acusaran de engaño.
—Verdaderamente, Sa’id ibn Sultán, he puesto toda mi confianza en él hasta en esto, ateniéndome al viejo dicho de que el esclavo fiel es parte del cuerpo de su amo.
—Si está entre los de tu séquito, me complacería que le mandases que se adelante.
Permanecí inmóvil hasta que el emir me hizo una seña, y entonces me prosterné ante el sultán.
—Levántate, fiel esclavo de mi hermano. Sirviéndole a él, me sirves también a mí.
El emir habló como hablan los emires cuando un ilustre visitante admira un mueble o un objeto de su propiedad.
—Sa’id ibn Sultán, aspiro al honor de regalártelo en prueba de gratitud por la honra que me has dispensado.
El sultán me miraba pensativo y mientras tanto su diestra jugaba con los grises cabellos de su barba.
—Pienso que sus servicios habrán de serte necesarios mientras el Sha Mohammed mire con ojos codiciosos hacia el Este desde su Trono del Pavo Real. Pero si hubiera de ser enviado al Paraíso hazme el ofrecimiento otra vez. Podría ser que lo aceptase, si es la voluntad de Alá, si vivo y reino todavía, y siempre que te pudiera demostrar mi gratitud dándote, en cambio, un griego de otro color de piel. Te podría dar yo uno con cabellos más largos en la cabeza y más rubio de color; pero podría suceder que salieras perdiendo en el cambio, porque tu esclavo vale más.
En la jerga que se hablaba en los mercados de esclavos, con la palabra griegos se designaba a los de piel muy blanca, muy a menudo procedentes de la Tracia o de los países del Danubio. Los mejores se podían vender a un alto precio, que en ocasiones llegaba hasta mil libras en moneda inglesa.
—Poderoso sultán, nos hemos hecho compañeros de armas, y mi esclavo Paulos será tuyo cuando quieras hacerme el inefable honor de aceptarlo —dijo Nazir Khan henchido de orgullo.
—El futuro lo dirá, el futuro que sólo es conocido del omnisciente Alá. Que su paz sea contigo, Nazir Khan. Y con vosotros también.
Se marchó el sultán con la misma pompa que había venido, y nuestro jubiloso emir regresó con su séquito a Kalat. Desde entonces, mi situación en la corte del emir mejoró notablemente, pues era tratado con casi la misma consideración que si fuera un jefe de eunucos —cargo desempeñado también por esclavos— y mi influencia sobre el amo común, aunque obedecía a motivos diferentes, era igualmente poderosa. El jefe de eunucos lograba esa influencia a través de las mujeres del harén; todo ambicioso cortesano, deseoso de medrar en la corte, se guardaba bien de ofenderle, y lo que es más, procuraba tenerle propicio con sus dádivas. Yo conseguía esa influencia a la sombra del Gran Visir, y tuve la rara y feliz ventura de poder ser útil al mismo tiempo a mi rey y a la reina de Gerald.
Se convirtió en mi mayor empeño la tarea de disuadir al emir —de desengañarle de que su aplazado sueño era irrealizable— de sus propósitos de hacer la tallad[21]. Tenía que convencerle de que ningún estado indígena contra el que los ejércitos ingleses pudiesen hacer sentir con facilidad su acción punitiva estaba en condiciones ni disponía de medios de sostener una guerra larga y en gran escala. Siempre que a ello me atreví, le menté la larga sucesión de victorias inglesas en la India —Plassey, Buxar, Assaye, Argaum, Mehidpur, Kabul, Meeanee, y, más recientemente, la de Sobraon, conseguida sobre los orgullosos y aguerridos sikhs—. Hice ver claro al visir que no debía ni soñar siquiera en que los ingleses abandonasen la India, porque si bien una simple chispa podía hacer arder la pólvora de una rebelión, y conseguir esta un triunfo momentáneo, a la postre todas las rebeliones resultaban desastrosas y sangrientas para los rebeldes. Yo conocía a la raza inglesa bien. Si el emir fuese prudente, no alentaría escaramuzas en las fronteras ni rebeliones en lo sucesivo, y haría una alianza con el Gobierno de la India contra el enemigo común.
Otros ingleses nativos daban el mismo consejo en otras cortes indígenas. A algunos de ellos le costó perder la cabeza; otros, sirvieron a la Reina bien, aunque sus nombres no estén esculpidos en los mármoles de los muros de las salas del Palacio del Consejo de la India.
Al final del cuarto año de esclavitud me llegó el momento de descansar de mis tareas durante cierto tiempo y de atender a los anhelos de mi corazón. Obtuvo para mi el visir una audiencia privada del emir. Cuando hube entrado en su cámara y besado la orla de su real vestido, mandó retirarse a todos los demás que estaban con él y me dio licencia para exponerle mi petición.
—Gran Rey, antes de que fuera Paulos el griego, era teniente del regimiento de lanceros Tatta, y vuestras gentes me conocían por lomri. —Lo sé perfectamente.
—También sabéis que fui delatado por alguien con quien había comido el pan y la sal, quien lo hizo creyendo que me sería dada muerte. En vez de muerto, estoy en vuestras muy poderosas y misericordiosas manos.
—Sí; pero con las cadenas de la esclavitud.
—Pídoos que os dignéis darme licencia para renuncia durante medio año a vuestra magnánima protección y a serviros, con objeto de que pueda salir de Kalat e ir a la India, acompañado de mi antiguo criado Hamyd, para averiguar el nombre y paradero de mi delator, obtener pruebas de su crimen y entregarlo luego a un tribunal de justicia inglés. Iría disfrazado de tratante en caballos tajik y cumpliría el juramento que os tengo hecho de no darme a conocer a mis compatriotas de antes.
Podía verse en el rostro de Nazir que luchaba contra mis propias emociones.
—¿Y serías capaz de demorar aún el tomarte la venganza con tu espada? —me preguntó con asombro.
—Sí, mientras esto pudiese ser causa de trastornos para vuestro trono.
No le dije al emir que, si las pruebas eran suficientes, podría entregar al traidor al capitán fiscal del Ejército inglés. No tenía yo por qué sentir el estar ausente del juicio, porque los muertos siempre lo están. Puede que la pena que le impusieran fuese más leve que la que le impondrían estando yo presente —es este uno de los muchos hechos caprichosos que se dan en la vida—. No tenía en aquellos momentos más concreto plan de acción que el que había revelado.
—Paulos, ¿crees tú que la muerte de tu enemigo podría causarme grandes trastornos? —me preguntó con aire pensativo Nazir.
—Podría ser un coronel de caballería o un oficial de menos graduación, y no os quepa duda de que su muerte, de no ser hecha muy astutamente, ocasionaría perturbaciones graves.
—Me dijeron que cometió la infame traición porque, presa del demonio de la lujuria, codiciaba tu cobah. ¿Volverás a tomar a esa mujer aún después que tu más odiado enemigo ha sembrado en ella la semilla de una nueva vida?
—Si es así será porque ella ignora la culpa del sembrador. Si se ha vuelto a casar en estos años, por habérselo permitido la ley inglesa, su actual marido, u otra persona, puede ser mi enemigo. Anhelo volverla a tomar, pero no daré ningún paso en este sentido mientras siga siendo esclavo vuestro.
—Quisiera poderte permitir que arrancases los ojos al traidor, y lo haría si la ley inglesa reconociera el derecho del ofendido a tomarse la venganza por su propia mano. Pero esa policía que a su servicio tienen los sahibs, incansable e insobornable a lo que cuentan, esos policías que son podencos de pelo gris con narices de perro pachón, te descubrirían y traerían de nuevo a mi reino para que te fuese aplicado el correspondiente castigo. Mas accedo gustoso a tu petición de partir a buscar las pruebas que necesitas para entregarlo a la justicia. Y si, en vez de eso, quieres comprar una mano asesina que le dé muerte por ti, te lo consiento y te daré el dinero que haga falta para pagarla, aunque los dos sabemos que tu odio exige una venganza personal, y tu izzat una reparación pública. De esto podremos hablar cuando hayas dejado de ser mi esclavo.
—¡Dejar de ser vuestro esclavo, Nazir Khan!
—Sí, porque ha llegado el momento de que se abra tu pecho a las más risueñas esperanzas. Mi enemigo Mohammed, el Sha de Persia, se está marchitando rápidamente, y cuentan mis espías que puede beber uno de estos días en la copa de la muerte. Tanto si vive como si ha muerto, un mes después de tu regreso de Sind cumpliré a mi hermano el Sultán Sa’id la promesa que le hice de entregarte a él para darle una prueba de la inmensa gratitud que siento por su valiosa amistad. Y yo confío que los servicios que has de prestar a ese rey hermano mío contribuirán a que tenga a tu donante presente siempre en su memoria y a que no se extinga en su corazón el caliente fuego de nuestra amistad.
—Escuchar es obedecer.
—Cuando llegue el día de enviarte a él, diré en la carta que le escriba que te había prometido dar la libertad, a ti y a tu criado Hamyd, al cabo de cinco años más de servirme como esclavo. Le pediré, porque esto suele hacerse entre nosotros, que te cumpla la promesa mía. Y él la cumplirá, no lo dudes, porque es un verdadero Hijo del Profeta y tiene honor de rey.
Nunca me había arrodillado ante nadie, pero lo hice ante el emir.
—Eres aún muy joven. Tus años aún no suman dos decenas y una decena —me dijo solemnemente—. Cuando seas libre podrás tomar tu venganza, y, si es la voluntad de Alá, y todavía tu deseo, también tu cobah.
Me dio su mano a besar. Puso fin a la audiencia hablándome con esa voz áspera, con esa profunda emoción que en las circunstancias solemnes de la vida embarga el ánimo de los que, como él y yo, no éramos hombres de raza blanca.
—Me has servido bien, naciste libre y fuiste un valiente soldado de tu reina. Tus sabios consejos me ayudaron muchísimo a desbaratar los planes de mis enemigos y a extender la sombra protectora de mi trono. Me has cumplido tus juramentos como si los dos hubiéramos partido el pan ázimo y puesto en nuestras bocas la sal de Alá. Y ahora retírate pronto, no sea que tengamos que avergonzarnos de mostrarnos nuestro enternecimiento.