XXIV

En algo menos de dos años, durante cuyo tiempo había sido oficialmente mi más alto honor el servir tazas de té y de café, agua perfumada con almáciga y pipas de tabaco en las cámaras de la residencia del visir, planeé y llevé a cabo una estratagema que resultó un verdadero golpe maestro. Me brindó esa oportunidad nuestra tirantez de relaciones con Persia.

Empezó el juego cuando referí al visir todo lo que yo sabía acerca de la potencia militar del Sha, basado en informes recogidos por los Servicios Secretos ingleses unos días antes de ser hecho yo prisionero. Al pedirme el visir que diera cuenta de ello al emir, aproveché la ocasión para formar un plan que permitiera ganarnos un poderoso aliado. Aunque las manos inglesas estaban llenas de sangre por tantas guerras como se habían sostenido con los sikhs, no parecía imposible poder atraer a Sa’id ibn Sultán, el gran monarca árabe, cuya antigua capital, Muscat, distaba solamente cinco días de navegación de nuestras costas del Golfo Pérsico.

Este rey había comenzado su gran carrera actuando relativamente como un príncipe menor, aunque con vagas aspiraciones a un vasto imperio africano. Había subyugado a los advenedizos emires de Mombassa, conquistando las ciudades costeras y hecho, durante unos diez años, de Zanzíbar, frente al litoral africano, su principal lugar de residencia y realmente la capital de su reino. Con los cuantiosos ingresos que tenía vendiendo esclavos y marfil sostenía una poderosa marina, y la reina de Inglaterra y el presidente de mi país natal le habían hecho muy ricos presentes. Y resultaba, también, que, a causa de los disturbios que había en Omán, el arábigo soberano se pasaba la mayor parte de aquel año en su antiguo palacio de Muscat.

La carta, el pequeño triunfo, que el emir tenía en la mano, era un legendario parentesco lejano existente entre él y Sa’id. El as de la baraja con que se estaba jugando era el puerto de Gwadar, en nuestra costa, que había sido cedido al sultán de Omán en una fiesta galante cosa de un siglo atrás. Como quiera que Sa’id, como tantos otros grandes hombres, se perecía por la fastuosidad y la ostentación, propuse yo que se celebrara con una gran fiesta la cesión del territorio. Si él aceptaba la invitación y asistía personalmente a la ceremonia, partía el pan con Nazir y se divertía muchísimo, podría indudablemente ser inducido a pactar una alianza con nuestro emir para la mejor defensa de su pequeña extensión de terreno de pasto para carneros beluchistanos, que estaba situado sobre el camino de Persia y medía trescientas millas cuadradas. De ese modo se sentaría en el Trono del Pavo Real un Sha enfermo y gruñón.

Nazir Khan aprobó el plan antes de salir yo de su cámara. Desde aquel momento ya no volví a servir ninguna otra taza de café ni en sus estancias ni en las del visir, ni tampoco volví a despiojar otro lungi. No fue debido al azar el que yo pudiera tomar una parte muy activa en la realización de mi plan. Yo dominaba completamente la lengua árabe y siempre había tenido la ambición de intervenir en los negocios árabes, especialmente los que tenían relación con el África Oriental. Había leído atentamente en las oficinas de los Servicios Secretos en la India los documentos confidenciales que sobre la persona de Sa’id iba Sultán se guardaban allí en una carpeta y había discutido aquellos informes con el mayor Graves. Por lo tanto conocía muchos de los gustos, de las vanidades, de las virtudes, y de las flaquezas de aquel real personaje.

Puesto que el soberano árabe se envanecía de ser un gran nimrod, propuse se le prometiera, que si nos honraba con su visita, se organizaría una cacería de asnos salvajes montando los cazadores en los más veloces corceles que albergaban los establos de Nazir. Había oído decir a Gerald, a quien gustaba mucho cazar, que era un deporte que le entusiasmaba. El mensaje que se le enviara debería contener la insinuación de que se le obsequiaría con un presente que, aunque indigno de ser recibido por él, le ayudaría mucho a aliviar las cargas del estado. Se le debería recordar que Gwadar, aún no siendo cosa grande, era la única posesión que tenía en la Gran Asia y por la cual su imperio abrazaba dos continentes. De acuerdo con esas ideas, el visir me mandó componer una adecuada invitación a la fiesta diciéndome que podría ser que hallase en mi escrito sugerencias para redactar el documento oficial que habría de firmar el emir. Me pasé la noche entera en aquel empeño, por supuesto usando el sublime árabe nahwi, que es el que los jefes beluchistanos que lo saben están más orgullosos de hablar, y no el vulgar Kalam wati. Naturalmente escribí en un estilo florido, y la insinuación del obsequio la hice citando un voluptuoso verso compuesto por Jamil.

Y pasó lo que yo esperaba iba a suceder. Dándome como excusa que tenía algunas dudas de carácter gramatical, el visir me enseñó el mensaje ya terminado, escrito en elegante letra arábiga. Excepto por la salutación que había sido añadida, copiada del Corán, era mi composición palabra por palabra.

El embajador encargado de llevar el mensaje partió montado en veloz camello de Umania, y sus camelleros llevaban bestias de repuesto. En Gwadar embarcaría el embajador para Muscat en el más rápido dhow de Nazir. Yo sentía tan pronto fiebre como escalofríos, porque si la invitación era rechazada de plano, o era aceptada, pero el rey en lugar de venir él en persona delegaba su representación en su hijo y virrey Thuevee, se haría necesaria la designación de otro emisario, y yo no podía imaginarme un candidato más idóneo para el caso que yo mismo. Aunque no podíamos esperar que llegase la contestación antes de tres semanas, la respuesta se recibió el decimosexto día. Yo estaba sirviendo al visir cuando se la pusieron en sus temblorosas manos.

Aquella noche se hicieron en la cámara del visir copiosas libaciones de un jarabe hecho con albaricoques que de antiguo era tenido por bebida sana y no embriagante para los Verdaderos Creyentes, y uno de los chambelanes, después de haber apurado varías copas, me dirigió la palabra llamándome Paulos effendi. ¡Sa’id ibn Sultán asistirá personalmente a la fiesta!

Preocupándome en gran manera la adquisición del obsequio que, para agradarle, habíamos prometido al regio invitado, y fiando más en mi gusto y conocimiento de la belleza que en los de ningún otro cortesano, solicite del visir autorización para elegirlo yo mismo en el mercado de esclavos de Kandahar. Si iba a Kandahar se me ofrecerían fáciles oportunidades de huida, y ello me apenaba, porque si sospechaban que me podría aprovechar de ellas, no me confiarían la misión de ir a comprar el regalo. La idea de huir ni siquiera me había cruzado entonces por la imaginación.

—¡Que Alá bendiga tu viaje! —me gritó el Visir—. ¿Crees tú que Sa’id necesita reposar sus huesos en un buen cojín?

—Su cobah, una armenia, fue, detrás del trono, tan poderosa como él hasta que murió de viruelas, y le tentaba en el aspecto carnal.

—¿Eso crees? Paulos, eres un verdadero griego, tanto en el saber como en la astucia. Emplea ambos, siempre alabando a Alá, para escoger una luna de espléndida belleza.

Las mercancías que se exponían a la vista del posible comprador en el mercado de Kandahar tenían las más o un color muy moreno o negro bruñido. Eran magníficamente formadas y animadas, y había una gran demanda de ellas por parte de los jefes montañeses; pero para un sultán africano hubieran sido lo que los carbones para Newcastle. Yo quería encontrar un delicado capullo de Cachemira. Y cuando un mercader me ofreció una doncella sikkimesa, que se llamaba Cheetal, sentí al principio más interés por el vendedor que por su exótica mercancía. Era un hadji de piadoso aspecto, de barbas severas, modestamente vestido. A pesar de su aspecto, me ponderó los encantos de la doncella en un lenguaje por demás obsceno que tuvo ciertos ecos en mi mísera naturaleza.

—Sikkim está en las montañas de Himalaya, a medio camino de China, y el coste de traerla aquí fue escandaloso —me dijo el mercader—. Sin embargo, estoy dispuesto a perder dinero en ella para humillar el orgullo de uno de mis competidores que alaba a una kazar cristiana no tan bella. Fíjate, Paulos; en su pagano país la tercera parte de los hombres se hacen monjes célibes Por ese motivo solamente logran maridos las doncellas sikkímesas más hermosas y ardientes, y por eso esta belleza y este fuego en las mujeres son cultivados más intensamente a cada nueva generación hasta que las hijas de esa tierra se convierten todas en llamas de oro.

—En este caso examinaré la mercancía.

—La verdad es que parece dócil y recatada, pero la experiencia me ha enseñado que esto es la mejor recomendación. Las doncellas de regiones montañosas sobre las que brilla un sol tropical casi siempre han resultado buenas. Parece que influyen algo en ello los días calurosos y las frías noches de su región, así como también el aire sutil y el calor entre las nieves; y esto justifica una elevación en el precio de ellas de por lo menos quinientas rupias en cada una.

Al contemplar a Cheetal, a través de una reja, dejé de reír. Era en verdad un juguete digno de agradar a un príncipe. Espíritu cultivado, capaz de escribir bellos versos lo mismo que sabias leyes, Sa’id ibn Sultán no dejaría de apreciar aquel encantador y raro ejemplar de mujer. El perfil de su cara era mongólico y había en ella una anhelante expresión infantil. Castaño era el color de sus ojos y cabellos, como el del sándalo el de su piel; su menuda persona era de aquella clase que el poeta árabe había contado así: Mecíase como el tamarindo cuando es acariciado por el suave viento de las montañas de Nijd. Nunca había visto un barco tan pequeño que llevara tan grande carga de voluptuosidad.

Hubiese querido poder comprar aquel juguete para mí… Después de cerrar el trato con el mercader, aún me quedaba en el alma el encanto que me produjo su vista. Y fue tal vez a causa de tal embeleso que se me escaparon palabras que me pesaría haber dicho durante muchos años seguidos. Aunque mi oyente no era más que un amanuense llamado Jessa, al que por lo visto le gustaba mucho hablar, yo también hablé a la descuidada entre taza y taza de café, y la estancia llena de polvo donde estábamos sentados se convirtió en algo tan fantástico como el escenario de su sueño.

Empezamos discutiendo sobre la recién terminada guerra de Sikk, y luego se fue deslizando la conversación hacia otros temas. Nombramos a los regimientos famosos que habían tomado parte en la contienda y a sus jefes. Uno de esos coroneles —Webb sahib de nombre— era un conocido enemigo de mi emir.

—Se dice que sus crueldades son debidas a la pena que siente por no haber tenido hijos varones —me arriesgué a decir.

—Esto es una gran vergüenza para cualquier hombre, sea cual sea su religión. A los sahibs no se les permite tener más que una sola mujer al mismo tiempo, pero ¿por qué no repudió a su esposa y tomó a una compañera más joven que se los diera? Los hombres blancos cometen muchas clases de locuras.

—¿Será verdad lo que he oído decir de que tiene una hija a cuya mano aspiran varios capitanes?

—Puede que lo hayas oído decir, porque se habla mucho de ella por haber nacido en Sind y hablar nuestra lengua como uno de nosotros. Pero lo que te hayan contado de ella ya no es verdad a estas horas.

No cogí la taza de café para que mi interlocutor no viera que me temblaba la mano.

—¿Sí? —pregunté cortésmente.

—La noticia de su boda llegó a mis perezosos oídos hace ya más de un año.

Él también hablaba a la descuidada, pero de verdad, no como yo, que lo fingía. Me estaba repitiendo los chismes que había oído en las casas de té, donde se suele poner en tela de juicio las conductas de los más prominentes sahibs. Parecía ser aquel hombre un desaliñado rajput llamado Jessa, pero en realidad era un correo que me mandaban desde un mundo perdido, el constructor de un puente más grande que ninguno de los que están tendidos sobre el Indo, aún más, de un puente que enlazaba a los vivos con los muertos.

—¡Wah! —Esta exclamación de Jessa revelaba asombro y alarma—. ¿Estás viendo fantasmas?

—¿Por qué? ¿No estaba mirando al espacio?

—Sí; y tu cara se tornó pálida, y la gran cicatriz que tienes en la mejilla parecía una marca.

—Y es una marca. No, amigo mío; estaba pensando en mi propia boda, en tiempos pasados, en un día de infortunio.

—¡Que tengan piedad de ti los dioses para que puedas olvidar!

—He olvidado ya. Gracias por tu buen deseo. Perdona mis incoherencias. ¿No dijiste que la memsahib se había casado con un gobernador sahib?

—No; con uno de los oficiales del regimiento de su padre cuyo nombre no he oído decir. Verdaderamente los sahibs hacen cosas raras. Sus hijas van sin velo en público, eligen a sus propios maridos, y antes y después de la elección bailan indecorosamente con solteros a los que mientras danzan pasan el brazo por el cuello. A veces cumplen veinte años y más antes de decidirse a elegir esposo. En mi opinión son tan frías como las nieves del trono de Salomón, o de lo contrario todas han de ser madres antes que esposas…

¿Con quién se habría casado Sukey, con Henry Bingham o con Clifford Holmes? ¿Llevaría ya un hijo en sus entrañas?