Nuestra caravana, andando rápidamente, llegó a la antigua ciudad de Bela a la caída de la tarde del segundo día. Sentado con los camelleros, en el caravan serrallo, junto al fuego en que se cocía la comida, no atraía demasiado la atención de los otros viajeros. El vendaje que cubría gran parte de mi rostro me excusaba de haber de murmurar la palabra Al, abreviatura que significaba «¡Que Alá le bendiga!», a cada «¡Bendito sea el Profeta!», que sonaba en mis oídos. A unos pocos curiosos que hicieron preguntas acerca de mí les contaron mis guardianes que yo era un desconocido persa que iba en peregrinación a donde estaba el Trono de Salomón, y que la herida me la había causado la explosión de una escopeta.
Desde esta populosa región, cuyos desiertos habían convertido casi en pantanos las aguas de riego, nos adelantamos hacia un valle del río Parali marchando en dirección a Wad, un antiguo camino real por el que se iba a Kalat y que se conocía por el nombre de la cuba grande de Kohan. A través de grandes extensiones deshabitadas, entre gigantescas dunas de arena que marchaban delante del viento, sobre pasos sumidos en el silencio salvo por los chillidos de las águilas, cruzando valles sembrados de piedras, proseguimos nuestro camino hacia la agreste y montañosa tierra que hay más abajo de Saravan. Entretanto iba recogiendo todos los informes que podía acerca de Nazir Khan. Nazir no había perdonado nunca que los ingleses mataran a su padre, Meharb Khan, uno de los peores intrigantes de que habla la historia de la India. Verdadero potentado oriental, había hecho decapitar en una sola tarde a cincuenta partidarios de un rival que aspiraba al trono. Sin embargo, como temía un posible ataque por parte del Sha de Persia, tenía un espíritu muy abierto para acoger las artes y las ciencias occidentales, particularmente las que tenían relación con los procedimientos bélicos.
Pasada esa tierra se entraba en un campo de pastos para carneros de gorda cola, luego en un ancho y fértil valle de pródigas tierras en el que había hermosos pueblecitos rodeados de huertos frutales y de cercados en donde se veían hatos de gibosas reses. Poco después, se conmovió mi corazón, con extraño y triste asombro, a la vista de Kalat, que se alzaba fantasmalmente en la oscura distancia, donde iba a vivir, y quizá morir, como esclavo. Lentamente la ciudad tomó forma y sustancia en el lúcido aire de la montaña. Coronando a un cerro de poca altura, ceñido por ásperos picachos, la ciudad entera tenía el aspecto de una fortaleza. Mucho antes de la puesta del sol divisamos la míri, una inmensa ciudadela con innumerables torres que encerraba dentro de sus muros el palacio de Nazir, alcázar que me recordaba algunos de esos grandes castillos que hay a orillas del Danubio, si bien el edificio era bastante más austero que estos.
Comenzaba a oscurecer mientras cabalgábamos por las angostas calles de la ciudad, con casas a ambos lados de paredes de barro y tejados planos, acurrucadas en la vasta sombra que proyectaba sobre ellas la fortaleza que las dominaba. Las gentes nos miraban pasar con apacible curiosidad solamente; pero los perros de fino olfato que llevaban, la mayor parte podencos y pachones, me ladraban furiosamente al percibir mi olor.
Pasamos la noche en el caravan serrallo en compañía de hirsutos afganos, de esbeltos y flexibles persas y de una banda de tártaros, de ojos oblicuos, del Turkestán. Por la mañana, Hamyd me trajo unas prendas de vestir muy bonitas, que evidentemente procedían del guardarropa de Mustafá, que me tenía que poner para presentarme en el palacio del emir. Por supuesto que aquellos vestidos no me eran dados como prueba de respeto a mi persona, sino que eran las envolturas que debía llevar un objeto que se regalaba al emir. Como por naturaleza yo era un Kusah, un hombre de poco pelo en la barba, Hamyd me rasuró el rostro dejándome tan sólo un delgado bigote en el labio superior y algo así como un mechón de pelo en la barbilla.
Le dije a Hamyd que me venían molestando, desde hacía unos días, unos como pinchazos, en la piel alrededor de mi herida que notaba entre la nariz y la oreja y entre la sien y la barbilla, y le pregunté si sería porque me crecía la carne.
—No, sahib. La herida está limpia y tiene buen aspecto, pero aún le falta mucho para cicatrizarse.
El tonillo con que me dijo esto me hizo entrar en aprensión y mirarle rápidamente a los ojos.
—¿Te apena o me ocultas algo, Hamyd? Quisiera verme la herida yo mismo. ¿Por qué no vas al bazar a comprar un espejo?
—Yo ya tengo uno pequeño, y te lo iré a buscar, puesto que es tu destino.
No supe lo que me quiso decir hasta que me miré en el espejo. La naturaleza, en su esfuerzo para restaurar la carne desgarrada y cerrar la herida había estirado la piel y el tejido de toda la región que rodeaba la lesión y ya comenzaba a rehacer todo aquel lado de mi cara. Dejando aparte la costra, que era todavía un borde en forma de círculo de unos tres dedos, el lado de cara herido tenía un aspecto visiblemente diferente que el lado sano. El ojo derecho parecía más largo, con lo cual había adquirido un brillo y un mirar diferente que el otro. El ligero cambio en la colocación de la oreja muy difícilmente podría ser medido, pero cambiaba de un modo notable el aspecto de aquel lado de mi semblante.
Mi boca, que desfiguraba la tensión, había comenzado a parecer más larga y más sensual, y mi nariz parecía más pequeña y más de halcón.
La desfiguración de mi rostro no había hecho más que empezar, y no me podía imaginar hasta donde llegaría aquella cuando se hubiese cerrado la herida y la naturaleza hubiese puesto de su parte todo lo que debía poner para fundir los dos distintos lados de mi faz en un todo armónico. Cuando andaba por las callejuelas de Hyderabad vestido con ropas indígenas solía tener miedo a ser reconocido. Si tuviera que pasear por ellas, ahora o más adelante, aquel temor ya no tendría razón de ser.
Hasta aquel momento me había preguntado a menudo por qué Dios había hecho millones de caras, que sirven todas para lo mismo y son, sin embargo, distintas unas de otras. La razón estaba en el increíble complejo que forma la semejanza, que los ojos saben resolver, una semejanza en la que las más sutiles variaciones de líneas, o de forma, o de color, o de textura, tienen la apariencia de ser muy grandes.
No me quedé tan asombrado como esperaba Hamyd. Si como es corriente en el género humano había sentido un amor como maternal y secreto por mí rostro, lo cierto es que jamás había sentido admiración por él. Salvo por lo que pudiera afearme la cicatriz que me quedara, no sería ni mejor ni peor parecido que antes. Experimentaba verdaderamente una cierta sensación de adaptación, casi poética, con el hecho de que al cambiar todo el aspecto de mi rostro cambiaba totalmente mí destino. Mi vida de antes había concluido, y una vida «nueva» había comenzado. Tal vida nueva causaba grandes cambios en el funcionamiento de mi cerebro, y en las cuerdas sensibles de mi corazón, y en la trama y urdimbre de mi alma. Tal vez el conflicto entre las dos vidas perdería importancia por aquella pública declaración.
El cambio podría conducir fácilmente a la prosecución de la venganza, aunque, hasta entonces lo único que yo sabía era que había contraído una gran deuda que algún día tendría que pagar. Aquel rostro renovado, en sí mismo un reconocimiento de la deuda, podría ocultar un odio implacable, un corazón sin remordimientos. Podría convertirse en una cara perversa.
Cuando me la vi en el espejo, no supe ver la cara que Sukey había llenado de apasionados besos. Me iba a reconciliar muy pronto con la muerte que nos había separado.
Como ya había visto el antiguo palacio que los emires habían habitado en Hyderabad no fueron deslumbrados mis ojos por las brillantes glorias del de Nazir Khan. Mientras se discutía el grave negocio de que nos dejaran entrar en el zaguán y hasta que un criado eunuco se hizo cargo de Hamyd y de mi, estuve contemplando los rostros de todos aquellos cuyo favor o disfavor hacia nosotros y cuyas jaquecas por la mañana o acideces de estómago por la noche tanto podrían influir en nuestro destino.
Cuando se acercaba la hora de la audiencia nos llevaron al durbar, y allí esperamos junto con unos esclavos negros, ricamente ataviados, que seguramente había hecho venir del África algún bajá para regalárselos al emir. La estancia estaba llena de servidores, de peticionarios, de palaciegos, y de jeques y jefes, estos últimos poderosos en sus respectivos pueblos, pero allí tan insignificantes y tan poco apreciados como esas patatas tan pequeñas que resultaban materialmente imposibles de pelar. Se hizo un repentino silencio, y, entonces, todos los presentes cayeron de rodillas e inclinaron los torsos hasta tocar el suelo con las frentes. Cuando el Gran Visir les mandó levantarse, Nazir Khan, el Defensor de la Fe, la Sombra de Alá en la tierra, emir de Beluchistán, estaba sentado en su trono de oro y marfil.
Para llamarle, gritaron el nombre de Hassan cuando le tocó su turno. Temblando debajo de su lungi de vistosos colores, Hassan se prosternó ante el trono y le fue permitido entregar la carta de Mustafá. Me pareció ver en los reales ojos un fugaz centelleo que podía significar que le interesaba el contenido de la epístola.
—Hassan Malik, el asunto es de nuestro agrado, y enviaremos al que ha escrito la carta una bolsa conteniendo rupias de plata por el valor de doscientas cabezas de ganado —fueron las palabras que pronunció Nazir Khan.
Y entonces, para mayor gloria de Hassan, el emir le consintió que le pasara una banda por la cabeza.
El emir podría estar complacido por el regalo de un esclavo o por haber podido poner las manos sobre un enemigo que gozaba de alguna fama entre los miembros de sus tribus. En los primeros días siguientes no supe de ello más que entonces. Un visir me dijo bruscamente que contestara cuando me llamaran por el nombre de Paulos, que, según parecía, era el nombre genérico que daban los musulmanes a los griegos, y se me advirtió que no debía contar pormenores de mi vida sin licencia previa de la real persona del emir. Los sirvientes del palacio me miraban altaneramente y también con miradas de curiosidad, que me eran dirigidas por ser cristiano. En el alojamiento que me designaron, los esclavos que allí estaban conmigo no se atrevían ni a darme patadas ni a mostrarse amables tampoco, por ignorar lo que se iba a hacer con mi persona; entretanto se alejaban de mí como si tuviera sarna. El más joven de los médicos árabes que prestaba sus servicios en palacio, Murad Hakim, me curaba la herida dos veces al día, y a mi entender, con una habilidad muy poco común; me sujetaba las compresas empapadas en vinagre que me aplicaba con tiritas de trapo encoladas, por lo que me quitó el extraño y mal vendaje que llevaba.
Unos diez días después de habérsenos concedido la audiencia, un eunuco presa de gran agitación me mandó que me bañase con gran escrupulosidad y que me ataviara con mis mejores ropas. Otro sirviente me olió los vestidos y el aliento, señal inequívoca de que iba a ser llevado a presencia de un ilustre personaje. Luego, haciéndome subir por unas angostas y oscuras escaleras, me hicieron entrar en un pobremente alumbrado dewani, que era, sin duda, una cámara, donde se celebraban, sin ceremonia, consejos privados. En un estrado que allí había, y sobre un montón de almohadones, estaba sentado el hermoso y joven emir, ricamente vestido y enjoyado, pero, no obstante, fumando en una hooka y escupiendo tan fina y elegantemente como un camellero que estuviera en un café público.
Después de haberme prosternado ante él me dio permiso para levantarme.
—Mi siervo Mustafá me ha escrito que hablas bien la lengua de Omán —me dijo bruscamente, para empezar, el emir.
—Tengo algunos pequeños conocimientos de ella, poderoso señor —respondí yo.
—Se me dice en la carta que has puesto una condición para servirme como esclavo leal: La de que no alzarás la mano contra aquellos cuyo pan y cuya sal has comido. En verdad ningún Hijo del Profeta encontraría falta en esto. Pero yo también estoy ligado por el pan y por la sal a alguien que murió a tus manos. Solamente si me prestas valiosos servicios, altamente gratos a Alá, se podrán aceptar tus servicios en vez del derramamiento de tu sangre.
—Señor ¿no hay una indicación de su valor en esa misma obligación que tiene Vuestra Majestad hacia tantos leones del desierto?
—Es valiente esa jactancia tuya, Paulos, que así serás llamado entre nosotros; pero no puedo decir que sea vana. Si estuviera seguro de poder contar, mientras vivas, con tu buena voluntad, con tu lealtad de fiel esclavo a mi trono y mi persona, con tu consejo no manchado por el interés propio, con que digas siempre la verdad sin adulación para mí ni adularte tú, en uno de los platillos de la balanza de mi justicia pondría las proezas que hiciste mientras serviste a tu Reina, y, en el otro, tus servicios de esclavo, y, si estos pesaban igual o más que aquellas, no te quitaría la vida.
—Podéis estar seguro de ello, señor. Lo juro por mi Dios y por mi honor. Y Hamyd hará un juramento igual delante de Alá.
—La captura de Kambar Malik fue un hecho notable —prosiguió el emir—. Puso de manifiesto cierta bravura y mucha astucia; pero fue poca cosa comparado con el lazo que se tendió a mi lashkar en la zanja de Meeanee aquel día calamitoso. Si no hubiese sido por eso nuestra carga contra él flanco del enemigo hubiese roto sus líneas, quebrantado su moral y dado la victoria a nuestras armas.
No repliqué inmediatamente al emir. Considerando lo que había dicho un momento antes, me enfrentaba con una decisión extremadamente peligrosa. La tomé por instinto.
—Poderoso rey, ¿me dais licencia para discutir la veracidad de vuestras reales palabras?
—A muchos les ha sido cortada la lengua por menos, pero tienes mi venia.
—Si os consoláis creyendo que la carga de vuestro lashkar pudo haber cambiado el curso de la batalla, vuestro consuelo carece de fundamento. La batalla estaba ya ganada, aunque yo desconocía tal hecho. Por lo menos esta es la opinión del alto mando, la de todos los oficiales del ejército inglés y la mía.
Ensombreciose el semblante del emir con una expresión indescifrable.
—Entre mis consejeros hay algunos que afirman lo contrario —observó pensativo—, pero, de todos modos, calla por ahora. Desde este momento te acepto como esclavo mío y te tomo el juramento que has hecho ante tu Dios. Tienes mi licencia para retirarte.
Si hubiera podido saber entonces lo que me iba a suceder después, hubiera estado tan aterrado que hubiese implorado la misericordia del emir. Mientras me retiraba de su presencia, abatido, con la cabeza baja, parecía que había yo jugado bien los triunfos que tenía en la mano.
Quizá, en vez de esto, había desengañado al emir, le había quitado una ilusión que le era grata. Sin embargo, en los espantosos días que iban a venir aquella fue una de las pocas razones —excusas, según todo lo que yo sabía ya— que tuve para abrigar un poco de esperanza.
Si la degradación acumulada sobre mi persona se hubiese hecho pública —cosa que en el Asia Central no hubiera sido nada raro— hubiese creído que el emir estaba demostrando a su pueblo, con prodigalidad oriental, el desprecio que sentía por un inglés que, en lugar de buscar una muerte honrosa, había escogido la baja esclavitud. Si en el estado de ánimo en que me encontraba hubiese sido entregado a las burlas de las muchedumbres, hubiese creído que el emir, o alguno de sus consejeros, estaba tratando de conseguir que el populacho perdiese el respeto a la raza blanca —respeto que había crecido en Meeanee—, conducta política que los monarcas del Este conocían bien por haberla practicado en varias ocasiones. Hamyd trabajaba en los establos y no le permitían verme. Entonces nadie se acercaba a mí, excepto un puñado de esclavos, nuestro capataz y Murad Hakim; este último poniendo una cara que más que rostro parecía máscara y hablando muy pocas palabras, continuaba curándome la herida. Todos estos no me conocían por el nombre de lomri, sino por el de Paulos el griego. El capataz nos daba latigazos con arreglo a las órdenes recibidas, contando minuciosamente los golpes, aunque nunca dio muestras de sentir la menor piedad, ni tampoco de desprecio ni rencor.
Teniendo ante mi mente la visión de un futuro sombrío, cada día que pasaba era una hoja del calendario de mi vida que me era preciso arrancar. Al entregarme al sueño cada noche, necesitaba enterrar muy hondo, para no soñar con ello, todo lo que me había sucedido la noche anterior. Los trabajos que hacía y los estímulos que me obligaban a hacerlos los podía resistir más tiempo un indígena que muchos europeos, porque estos están más sujetos a una rápida disolución mental; yo no me atrevía a calcular el tiempo que podría vivir de aquel modo sin perder la salud. Tal vez alguien en la corte del emir, alguien que yo no conocía, sentía por mí una falta de simpatía tan cruel que no se satisfacía con que me dieran un solo latigazo. Empero, yo hacía presa con dientes de perro dogo en la creencia de que aquello era una prueba durísima a la que sometía: mi fortaleza y mi fe, dura prueba que estaba motivada por mi fama de lomri e influida por el frenesí religioso que llaman malbus, y esperaba, por ello, que se acabaría pronto.
Tanto la sequía, porque hacía bastante tiempo que no caía agua del cielo, como el calor, aumentaban de día en día, y las noches, que solían ser más frescas, se hacían cruelmente cortas. Pero vinieron por fin las lluvias, y en la noche del solsticio de verano entró en el antro donde me alojaba un visitante que quería hablarme. Como yo, llevaba el anillo de hierro de los esclavos; le habían cortado ambas orejas, y su piel, de matiz amarillento, así como las facciones de su cara, hacían sospechar que por sus venas corría, mezclada, sangre europea y sangre asiática. Aparte de estos signos externos de desheredado de la fortuna que acabo de mencionar, nada más sabía de aquel hombre ni de lo que podía querer de mí. Fuera de la mirada triste que me observaba en sus ojos de apagado brillo, su rostro era tan inexpresivo como el de un cadáver.
—Me llaman Langur[20], y soy, mejor dicho era, un media casta de Bombay que estaba al servicio, desde que nací, del trono inglés —me dijo—. Tengo que estar de vuelta en mi celda antes de que cambien la guardia. Por lo tanto voy a ser breve.
Me quedé sin respiración, pero le hice con la cabeza una señal de asentimiento.
—Te traigo malas noticias, pero, al mismo tiempo, un radiante rayo de esperanza. Un gran serdar de la corte del emir protegía a alguien, cuyo nombre desconozco, a quien tú mataste, y la hija de aquel personaje palatino es la esposa del hijo de tu enemigo. El serdar no te puede degollar con su propia mano, pero el visir disimula y tolera que se te dé la muerte lenta que te están dando, y el emir, que está ahora muy entretenido con una nueva esclava joven, se ha olvidado de tu existencia. No esperes, pues, que te quiten trabajo ni que dejen de darte latigazos. Te harán trabajar como una bestia y te azotarán hasta que exhales el último suspiro.
—Son verdaderamente malas nuevas las que me traes. Pero ¿qué esperanza puedo tener? ¿Qué vas a ofrecerme tú para que se cumpla? ¿Qué me pedirás por tu ayuda?
—¿Jurarás primero ante tu Dios que no me descubrirás ni ahora ni después, ni contarás nada de lo que voy a decirte a nadie de la corte del emir?
—A sabiendas no perjudicaré nunca a ningún súbdito británico que no me haya hecho daño a mí.
—Obro de acuerdo con cierto persa. Dentro de no sé cuantos días su caravana tomará determinado camino. Da la casualidad de que el persa llevaba en su compañía a un mullah demente, y que los askaris, que guardan los caminos, no se atreven a acercarse a la litera, que siempre lleva las cortinas bajadas, donde va el loco, por temor a ser víctimas de sus furiosos ataques. Pues bien; también da la casualidad de que el orate ha muerto hace poco y su cuerpo ha sido ocultado.
—Habla de prisa y más bajo, Langur.
—Si te llevan en el mahmal del mullah a una ciudad de la Reina, ¿jurarás pagar una recompensa de quinientas rupias al persa? Fíjate bien; si de cada diez probabilidades tienes una de llegar sano y salvo allí, es la única probabilidad que tienes, y aún puede que la sola oportunidad que se te presentará, de librarte de una muerte de perro. Pero ese persa es tan astuto, y sus planes tan perfectos, que las probabilidades de un fracaso son una en cada diez. Tú no tendrías, que hacer otra cosa más que coger mi mano y seguirme por un, pasillo seguro hasta la puerta de entrada de cierto patio. Allí te estaría esperando un camellero que te conduciría a un lugar donde podrías ocultarte y en el que estarías más seguro de lo que tú puedes esperar o creer. Para no correr peligros innecesarios no se te ha avisado de esto hasta el último momento. El persa está seguro de que cosa tal de no ahogarte en el mar de tu desesperación te agarrarás a cualquier tabla de salvación, incluso a una paja si no hubiera tabla.
—Tienes razón, por no perecer ahogado un hombre se agarraría aunque fuera a una paja. —El proverbio árabe era muy parecido al proverbio inglés—. Pero ¿qué recompensa pides tú por traerme el mensaje del persa?
—Me ha prometido darme la décima parte de lo que tú le pagues, y con lo que yo reciba podré comprar, para mí, la protección de cierta persona. —Y Langur, juntando sus manos, me instó—: Jura pronto, Paulos. ¡Los momentos son preciosos!
Afortunadamente, no tenía que salvar mi alma. Solamente tenía necesidad de pensar en salvar mi piel. ¡Qué poco sabía Langur la esperanza que me había dado!
Improvisé un bello discurso para contestarle. Helo aquí:
—Se me dijo hace tiempo que hay dos cosas que si se rompen no se pueden componer; una, es la doncellez de una mujer, y la otra la fe de un soldado.
—¡Por Alá! Es imposible que seas tan loco que…
—Tal vez no lo sería si estuviese despierto; pero esto es un sueño nocturno. Tú no has venido aquí, tú no me has hablado de huir, y aún ahora mismo, yo estoy hablando en sueños. Mañana ya lo habré olvidado todo. Y en este preciso instante estoy soñando que tú sales de aquí a toda prisa…
—Verdaderamente tu nombre es lomri.
Dicho esto escupió elocuentemente a la pared y desapareció en la oscuridad.
A la mañana siguiente me quitaron la argolla que llevaba al cuello y me nombraron tercer ayudante del encargado del guardarropa del Gran visir.