XXII

Hasta ahora sólo me había propuesto explotar ciertos atavismos raciales dé aquellos montañeses, lo que antes ya me había dado buen resultado, su horror a la traición y su pasión por la venganza sangrienta, lo que ellos llaman thar. Me había servido del ardid de la calavera para alejar de mi pensamiento el terror y el dolor. Había parecido que la única persona que yo quería que estuviera convencida de mi muerte era precisamente aquella de cuyo amor estaba seguro. A ella, a Sukey, no le podía dejar ninguna esperanza de que yo volvería. No quería pagarla en tan mala moneda. Sin embargo, era mejor que Gerald no tuviese duda alguna acerca de ello, a menos que no hiciese indagaciones peligrosas para mí.

Pero cuando vi centellear los ojos de Mustafá, la fantástica idea comenzó a llamar a la puerta de mi alma de gitano para despertar unos impulsos que allá dentro dormían y que yo nunca había tratado de reprimir. Aquello produciría en quienes tenían algo que ver conmigo, el efecto apetecido por mí, y yo tendría más razones para seguir deseando vivir.

—Amo, manda a un esclavo tuyo que mire bien en mi boca para asegurarse de que esa calavera podrá pasar por la mía.

—¡Por mis barbas, me taparé la nariz para no percibir tu aliento de cerdo y miraré yo mismo!

Cuando abrí mi boca se olvidó él de taparse la nariz.

—En el nombre de Alá, tengo buena vista —exclamó—. La poca carne que queda en tu mejilla es delgada y casi tan transparente como la tela de seda que cubre los seductores encantos femeniles. Veo las piezas que te faltan en la boca. No olvidaré cuáles son. Veo también el agujero en la muela. Si no me equivoco, tus dientes son tan blancos como los de la calavera; pero compararé su forma y su tamaño, para estar más seguro. Si esa calavera no sirve, no me será difícil encontrar otra.

—¡Que Alá te ayude, Shahzada!

—Yo no soy príncipe. Soy sólo un viejo jefe de pueblo que odia la traición al pan y a la sal. Como tú también odias esa traición como si fueras un Hijo del Profeta, soy del parecer de que comas el pan de la esclavitud bajo el poder de nuestro emir y que saborees la sal de la vida. Tal vez querrás saber de quién es el cráneo que podemos mandar a tus parientes en vez del tuyo.

—Sí, amo.

—Es el del que nos trajo la carta de tu delator. Hubiera podido conservar la vida si no nos hubiera exigido veinte de las cien cabezas de ganado como añadidura a la recompensa de cien rupias que él mismo nos confesó, antes de morir, habían sido arrojadas, a través de la ventana de su casa, junto con la misiva. Pero dejando aparte su codicia, tampoco nos convenía que viviera. Se llamaba Abdullah y había comido de tu pan y tu sal.

Noté que mis labios dibujaban algo parecido a una sonrisa; pero lo que no supe es el significado que aquella sonrisa quería tener. Recordé a Abdullah, que me había parecido un criado fiel, y también el disgusto que me costó, el día antes de emprender la marcha hacia las montañas de arena, el haber de prescindir de él por tener a Hamyd. Me pareció que quedó muy agradecido por la gratitud y la carta de recomendación que le di.

—No soñamos nunca que pudieras vivir para matar a ese perro con tus propias manos, lomri —explicó Mustafá—. De todos modos, hubiera sido un trabajo sin importancia que te hubiera dado más molestias que placer.

—Me alegro de que esté ya hecho. Pero tengo curiosidad por ver la carta que trajo.

—Dijo que la había roto, y, además, que no sabía qué sahib la había escrito, puesto que todas las letras estaban en mayúscula y en lengua urdu.

—Si mis hados lo quieren y mi amo me da permiso, ¿partirás el pan y la sal conmigo si vuelvo a pasar cerca de tu pueblo?

—Si sé que le has servido bien, sí. Y también si tengo un caballo para vender, un buen caballo se entiende, pero si el comprador odia a los caballos y le gustan solamente los camellos, te encargaré a ti de la venta del animal.

Le hice profundas reverencias. Con aire muy pensativo, Mustafá mandó que se apartaran sus hombres para que no oyeran lo que iba a decirme.

—Verdaderamente, eres lomri. Pero, dime, ¿en el cielo de los hombres blancos dejan entrar a los zorros?

—No adivino tu enigma, jeque.

—El buen musulmán no tiene prisa en morir, pero no quiere perder su izzat, con el fin de vivir, tal vez porque sabe, o lo cree por lo menos, que beberá de un néctar inagotable y conocerá infinitas doncellas en el Paraíso. ¿No esperas tú gozar de parecidas bendiciones más allá del sepulcro?

—El cielo del hombre blanco no ha sido descrito tan seductoramente, jeque Mustafá. Por mi parte, tengo el presentimiento de que no iré a él.

—Verdaderamente, nunca vi una lucha tal contra la muerte por tan poca causa. La astucia de Shaitan anda en esto, y también la terquedad de un camello de carga. El premio son muchos años de esclavitud, si no es vivir esclavo toda tu vida, con lo cual tu cobah, tus amigos y todas las cosas por las cuales vive un hombre, están perdidas para ti, y tú lo más que puedes recobrar es la venganza. Fíjate que no eres como un soldado hecho prisionero en una batalla y que sus apresadores venden. Esos esclavos no están ligados por el honor a sus dueños; con pleno honor pueden matar a sus amos y huir si se les presenta ocasión de ello. Tú vivirás y trabajarás para un amo; medrarás si te lo permite tu dueño; y puede que, al final, te concedan la libertad, pero será porque tu dueño te la querrá dar.

—Tus palabras, jeque, son más afiladas que la espada del joven Kamel.

—Es tu enigma, extranjero, el que es difícil de adivinar. Ningún inglés de los que he visto hasta ahora, y eso que vengo luchando contra ellos largo tiempo, hubiera sido capaz de hacer lo que tú has hecho Si nos hubiera desafiado a gritos, como tú, nuestras espadas hubiesen acabado con su vida.

—Me avergüenzas profundamente, amo.

—No es esa mi intención. Y ahora pregunto, lomri, si estás realmente avergonzado dentro de tu corazón, aunque pretendas estarlo delante de mí y de tu propia alma. Aún en este mismo momento me cuesta mucho creer que estás vivo. En verdad no estoy seguro si juré o no ante Alá, la memoria que guardo de ello es un poco oscura, degollarte con mis propias manos si era menester.

El viejo jeque, con las manos en alto, suspiró un ferviente Bismillah[18], y prosiguió de este modo:

—Por ser jeque de Habistan tengo que cumplir obligaciones contigo igualmente que con otros. Así y todo, los otros estuvieron contentos, al final, de que yo estuviera ligado de ese modo. Una de las razones por las cuales no se te dio muerte fue porque te negaste a luchar contra los tuyos, y esto tocó una cuerda sensible de los orgullosos y valerosos corazones de los míos. Otra razón fue la deuda de sangre que tienes pendiente con tu delator, y que los hombres de mi clan, que son como chiquillos, desean ver saldada. En verdad que esto puso en llamas mi loco, orgulloso y viejo corazón, porque yo soy un caballero de sangre, de no escasa fama. Pero había otra razón detrás de lo que nos demostraste, detrás de nuestra curiosidad por saber lo que dirías o harías después, y por ello estábamos tan impacientes por presentarte a nuestro emir. Después de mucho meditar sospecho que la razón pueda ser el respeto que nosotros sentimos por esa clase especial de valor que tú posees, pues miras la verdad cara a cara, valientemente y sin vacilar, sin dejar que ningún deseo ni ninguna esperanza le ensombrezcan o le cambien el color, y entonces obras en virtud de ella sin pensar en nada que no sea lo que te conviene.

El anciano jeque estaba tan pensativo, que en aquel instante hasta parecía benigno. Seguramente alguna pequeña pooja, que podía ser una consecuencia retardada de la ausencia de mi buena estrella, le había obligado a ser, en vez de un hombre estudioso, el jefe de mis apresadores.

—El precio de tener una visión tan clara de las cosas y de obrar tan duramente es la soledad completa —prosiguió Mustafá—. Creo que compadecimos este modo de ser tuyo tanto como lo honramos. Y supimos en nuestros corazones, puesto que era cosa tan patente en tu propio bien, que servirías bien a nuestro emir.

—Yo también lo sé, jeque Mustafá —le dije, mirándoles a los ojos.

—El destino que te aguarda en la corte del emir ni lo puedo adivinar ni lo puedo soñar. Pero puedo darte una seguridad que tal vez te sirva de consuelo en tu soledad. En Hyderabad, tu delator no dudará de que estás muerto.

—«¡Dakkil-ak ya Shaykhe!».

Esta expresión arábiga significa literalmente soy tu protegido, señor.

—En este asunto, sí. Toda alma que sabe que estás vivo me debe obediencia, y ni un susurro de la verdad será llevado por los vientos de nuestro desierto. En cambio, una bella historia de tu muerte será llevada a tus parientes, y la llevarán una banda de errantes yezedis de más allá de Koh Rud. Tu delator no mentirá a sabiendas a tu cobah por temor a que tú vuelvas; pero el haberse ganado el corazón de ella y el deleitarse en su triunfo y en el mal ajeno, hará que él desee más la vida, y por ello tu venganza, si Alá quiere que te vengues, será para ti mucho más dulce. Y si fuese tu destino que cayeses sobre él con un acero sediento de sangre, no serías detenido por una puerta guardada y con cerrojo echado.

Se movía la nuez de su garganta y afluía la sangre a su arrugado rostro como si todavía fuese un joven de la tribu dominado por primera vez por la pasión del odio. Dirigiéndose a su sobrino Hassan habló así:

—Noble joven, llevarás a nuestro prisionero a Kalat, y lo entregarás, junto con la carta de que eres portador, a nuestro gran pariente, Nazir Khan.

Después, el viejo jeque se volvió hacia mí, y muy erguido el cuerpo y con los brazos plegados sobre el pecho, dijo:

Alhamdulillah[19]. Te doy mi licencia para irte.

La última vez que oí esas palabras finales fue junto a un rojizo fuego medio extinguido y no lejos de una torre encantada, cuando Sukey dio permiso a Hamyd para separarse de ella. Fue como si yo hubiese sido reencarnado en remotísimo tiempo y lugar. Y otra vez estaba seguro de mi identidad y sentía orgullo de gitano.

En lugar de encaramarme a la camella, le grité imperiosamente Ikhl Ikh!, para hacerla arrodillar.