Vivir para poder llegar hasta los pabellones de Mustafá era el fin inmediato que yo perseguía. Pero todos los hombres tienen necesidad de perseguir algún fin más grande que el de la mera existencia, si quieren conseguir este que es nada menos el milagroso don de la vida humana en todo su resplandor y maravilla. Tanto si este fin es noble o bajo, juicioso o vano, sólo él puede dar paz a nuestros nervios, acelerar las funciones cerebrales, curar las heridas recibidas en la lucha.
Antes de emprender la marcha, me dieron almizcle, sustancia fuliginosa que se halla en las glándulas seminales de unos pequeños ciervos sin cuernos de la Hindú Kush y que es un estimulante poderosísimo. Cuando se aminoraron los efectos de la droga, me permitieron seguir bebiendo agua de las fuentes y de las lagunas.
Las otras mercedes que me concedieron si fueron menos substanciosas fueron más abundantes. No me las concedieron mis apresadores, sino mi corazón y mi mente. Una de ellas, que tenía siempre presente en la memoria, fue hacerme comprender que la tortura, en parte, era solamente castigo, y el resto una prueba para ver lo que yo valía como futuro esclavo del emir de Beluchistán. Otra fue la certeza, a veces imponente como un sueño, de que las montañas de arena que se interponían entre mi destino y yo sumaban un determinado número de unidades, que su infinidad era una ilusión, y que, cuando con extrema fatiga, subía una de ellas, el número quedaba reducido en una unidad.
La tercera merced podía ser llamada la última, dejando aparte la Gracia Divina. Se me concedió después de la puesta del sol, después de haberse hecho oscuro, después que parecía que el aceite de las lámparas del firmamento estaba a punto de consumirse. Había perdido la noción del tiempo y casi la del dolor específico Medio delirando soñé dos largas filas de sahibs, ante mis compañeros de armas, que levantaban sus copas en un brindis triunfante. El coronel sahib había vuelto a su sitio a la cabecera de la mesa, Holmes sahib ocupaba su silla; solamente Gerald estaba ausente de la fiesta. Todos bebían, porque la hija del coronel se había salvado como de milagro, y, para uno de ellos, el vino era néctar de los dioses; dulce en sus palabras, fuerte en su cerebro, le convertía en un dios a sus propios ojos.
El sueño venía y se iba, mas, durante sus visitas, mis pies parecían un poco más ligeros y la arena parecía hundirse un poco menos.
A menudo los montones de arena y las rocas tomaban la forma de palmeras y de tiendas en un oasis. Durante la noche hubo un momento en que del paisaje alumbrado por las estrellas surgió una forma extraña, tan grotesca que me costaba trabajo creer que fuese roca o arena, así es que debía ser un fantasma; tan sólida parecía, que era más ominosa que lo otro. Padecía una horrible pesadilla, y estaba a punto de gritar, cuando, con gran asombro de mis ojos, vi que se trataba solamente de un camello atado. Detrás de una duna se esparcía el pálido resplandor de un fuego oculto.
Pude andar con mis pies —y Hamyd reventaba de orgullo, porque no había necesitado su ayuda— hasta que el jeque Mustafá y Kamel desmontaron de los caballos que nos habían tomado a nosotros. El anciano hablaba en voz baja a su compañero.
—Entre esa tribu de perros hay canes sarnosos de mala ralea; algunos son buenos pastores y vale la pena de quedarse con ellos, y algunos son audaces y fuertes como lobos.
—Eso creo, padre mío.
—Me parece que ese perro cristiano se ha ganado la carne y el reposo.
Se alejaron los dos hombres antes de caer yo en la arena.
El tiempo que hasta entonces se había arrastrado, corría ya. Con muchos apuros, Hamyd me había movido y envuelto el cuerpo en una alfombra que vio en alguna parte y de la que se apoderó; sentí que me tocaba su mano y pude verlo a la débil luz de la luna. Sostenía en su mano un cubilete de madera.
—Has dormido tres horas, sahib, y puede que tu estómago te admita ahora esta leche. Bébetela ahora, que aún conserva el calor de la ubre; pero no con ansia, a sorbitos.
Era leche de camello, que tiene un olor muy fuerte. La probé en otra ocasión y me dio náuseas; pero ahora mi paladar la encontró agradable y mi estómago la acogió con gozo.
—No hay leche en el mundo de Alá que dé tanto vigor al hombre como la que sale de las ubres de una camella joven, cuando es recién ordeñada, a no ser la leche de nuestra propia madre —dijo Hamyd.
En el minuto o dos que estuve despierto antes de volverme a dormir, pensé en el primer camello que había montado y en cómo los dos juntos habíamos resistido una tempestad de arena. Desde entonces había usado las palabras más gruesas para calificar a aquel peludo, desgarbado, maloliente y malhumorado bruto, pero ahora las retiraba todas. Mi corazón amaba ahora con ardor a todos los animales que dan leche para que el hombre la beba, cabras y vacas, burras y camellas, y esos grandes y peludos rumiantes del Asia llamados yaks, que se crían entre pilares del cielo, que eso son las montañas del Tibet, que trepan hasta el firmamento. ¡Qué maravilloso espectáculo contemplar a una tigresa, de colmillos despiadados y garras ensangrentadas, cuando yace tendida en la jungla amamantando a sus cachorros!
Mis labios se torcieron un poco, como si volvieran a acordarse de sonreír, ante tan extraño pensamiento. Era que las más grandiosas obras de Dios no eran esas galaxias de estrellas que arden en el espacio y en el tiempo infinitos, ni el sol, ni la luna, ni la Tierra, sino primero Adán y Eva, y luego la vaca y el toro. Pero yo a veces era muy tardo en reconocer las maravillas, Millo-Des de indostanos, muertos y vivos, habían tenido el mismo pensamiento, y, sin duda, habían meditado sobre ello incontables granjeros en todas las tierras del Globo.
Hamyd me trajo otro vaso lleno de lácteo caldo después de las plegarias de la salida del sol, y también un pedazo de pan, que el panadero, que se levanta con la aurora, había cocido para mí, amasando la harina sin sal para que no cayera una maldición sobre su cabeza. Después que mi compañero me hubo vendado la herida con trapos que pidió a nuestros apresadores, se presentó uno de los criados de Mustafá trayendo una bestia de montar.
—Me manda mi amo que te diga que no es por compasión hacia un zorro herido por lo que te presta, para la jornada de hoy, esta mala raposa de camella, que es, verdaderamente, la más mal criada, la más mal intencionada y la de peor andadura que tiene él en su recua. Da la casualidad que mi amo tiene que resolver negocios urgentes, de mal agüero para ti, en su pueblo.
A Hamyd le dieron un asiento encima de unas balas puestas sobre el lomo de un enorme camello de carga. Nos pusimos en marcha a través de arenas en las que no quedaban nunca huellas para ir a interceptar un sombrío camino por el que pasaban las caravanas, camino que, sin duda, salía a la antigua ruta comercial árabe que hay entre Persia y Sind. Cuando nos detuvimos para hacer las plegarias del mediodía, me entregaron, para que me lo pusiera, un vestido de estilo rindi infestado de innumerables pulgas, cuyas picaduras ni siquiera me servían como contrairritante para mi abrasadora herida. Poco después, vadeamos un ancho y poco profundo río que yo tomé por uno de los afluentes del Hab. Nadie me habló una sola palabra hasta que, a la puesta del sol, mientras bajábamos culebreando hacia un pueblo de chozas con tejados planos, situado en lo que yo creí era una confluencia mayor, distante entre sesenta y cien millas al norte de Karachi, me mandaron que me tapara él rostro y que, si alguien me dirigía la palabra, contestase solamente Sall’ala Mohammed[17]. Aparentemente, contestando así, el extraño presumiría que yo era un peregrino árabe que había hecho voto de silencio hasta que Alá le otorgara las mercedes que le tenía pedidas.
Una vieja hakim me curó escrupulosamente la herida con diestras manos y me puso sobre ella un ungüento que olía muy bien.
—Repara, cristiano, que puedes ser trabajo y buena mirra gastados en vano —me dijo—. No hay comienzo de fiebre en la herida misma, sino violento ataque de aflicción en todo el hombre.
Por la mañana se formó en el camino del pueblo una pequeña caravana bajo el mando de un apuesto rindi que Hamyd me dijo era Hassan, sobrino de Mustafá. El equipaje que llevaban indicaba que iban a hacer un viaje de muchos días. Cuanto antes nos pusiéramos en marcha sería mejor. Excepto unos pocos esclavos, en el pueblo sólo habitan gentes del clan de| Kambar Malik. Una visión de mullah en la noche, o un jinni mandado desde el Paraíso en la forma de un buitre que, agitando las alas, proyectara su sombra a mis pies, podría hacer mudar de parecer al jeque Mustafá. Viendo que se mostraba poco propicio a dar la orden de dejarnos marchar con la caravana, me aventuré a acercarme a él, y, haciéndole profundas zalemas, le dije:
—¿Me das tu venia para hablarte, jeque?
—Un perro de mala ralea tiene licencia de Alá para lloriquear y un cerdo para gruñir —me respondió.
—Ni gruñiré ni ladraré. Sólo diré lo que siento en mi corazón. Si es designio del Todopoderoso que sea toda la vida esclavo de Nazir Khan, puedes estar seguro que le serviré con orgullo y alegría, y no sólo con mis labios, sino con todo mi cuerpo y mis sesos todos. No olvidaré nunca que ha sido por eso que he sido salvado dé morir en el tormento.
—Creo que a este zorro le han enseñado a aullar en verdadero Omán —observó un anciano.
Me pareció ver que en el rostro de Mustafá se reflejaba el orgullo.
—Mi corazón quiere pedirte que le concedas aún otra gracia, gran jeque. ¿No habría en tu pueblo o en sus cercanos alrededores, una cabeza con el rostro desfigurado y sin heridas?
—Una calavera hay a la que aún queda carne; pero el primer buitre que caiga sobre ella se la comerá.
—¿Tiene la dentadura completa?
—Eso creo yo, a juzgar por los crujidos de sus dientes.
—¿Es esa calavera de un tamaño que pueda ser confundida con mi cráneo?
—Podría ser.
—Si Dios quiere que vaya a Kalat para ser el esclavo de tu emir haz que uno de los tuyos arranque del maxilar superior la última muela, la del juicio, del lado derecho, y del maxilar inferior la muela que sigue al colmillo del lado izquierdo.
—¿Son las muelas que faltan en tu boca de perro?
—Acertaste, jeque, y uno de mis parientes que sirven en el regimiento sabe bien que las he perdido. Se lo recordé hace tan sólo unas pocas semanas con ocasión de la visita que nos hizo un habilísimo dentista procedente de Bombay. Manda también a tu esclavo que haga un agujerito en la parte superior de la superficie del primer molar del lado derecho del maxilar inferior. También da la casualidad de que yo tengo un agujero en la misma muela de mi boca, porque el oro con que me lo recubrió un dentista inglés en la niñez se fue aflojando con el tiempo y me cayó hace dos días al temblar mis dientes a causa de esta herida.
—Pero si a tus parientes se les ocurre mirar si aún está allí el oro…
Mustafá hizo una pausa.
—Uno de ellos lo hará, jeque Mustafá, por amor a quien fue Brook sahib, y otro que estará a su lado, observando y escuchando, es seguro que también mirará si está. Los dos creerán que fue arrancado para ser engastado, como adorno, en la empuñadura de una espada.
—Entonces no tendrá que ser un agujero bien hecho, sino uno hecho groseramente. Verdaderamente, esto afilará la punta de la chanza.
—Déjame decirte, jeque, que no está mi ánimo para chanzas.
Centellearon sus ojos al encontrarse con la mirada de los míos.
—Ya lo veo, ya.