XX

Se discutió qué valía más: si un pájaro en la mano o dos en el aire. Muerto, yo valía cien cabezas de ganado —era la recompensa ofrecida en secreto por Alí Khan, visir del emir— y, si me entregaban vivo, la recompensa que recibirían los montañeses podría ser la cuerda necesaria para ahorcar a todos ellos por haber buscado al emir y a sus consejeros conflictos con los ingleses. Aquello parecía una razón de mucho peso a gran parte de los indígenas para cortarme la yugular en seguida; pero el viejo optó por prolongar el juego.

—Esto no deja de tener gracia —dijo a sus hombres. Y volviéndose hacia mí díjome con burlona gravedad—: ¿Qué servicios puedes prestar a nuestro amo para que afirmes que ninguno de sus otros esclavos puede ser tu par?

—¿No ambiciona el Khan de Persia la corona y el reino de Nazir? ¿Tan carente está lomri de astucia y de ciencia militar que no pueda prestarle servicios por valor de cien cabezas de ganado?

El viejo jeque se tiró de la barba.

—Esto tiene algo más que especias picantes, tiene también un granito de sal.

—La sal de un giaour que uno de sus propios compañeros ha delatado. —Kamel, que fue quien dijo esto, se cogió la nariz con los dedos y escupió. Siguió diciendo—: ¿Se puede confiar en quién come carne de cerdo para que sirva a nuestro emir? Pero no es menester que ensuciemos nuestras espadas hundiéndolas en carne de perro. Que cada uno de nosotros coja una piedra, lo más grande que sus fuerzas le permitan arrojar, y, cuando tú lo mandes, se las tiramos; y el que no le acierte con su piedra es porque es un marido a quien engaña su mujer. Y así terminaremos este triste asunto como si fuera un juego.

Entonces, de los labios no barbados de un joven que se sentaba bastante más atrás sobre una piedra baja salió un agudo y horrible grito de «¡Alalalalala!». Una aterrorizante animación encorvó los cuerpos y encendió los rostros de los otros; pero antes de que pudieran enderezarse los detuvo el jeque Mustafá con una orden dada con voz retumbante.

—¡Quietos todavía un momento! —Y al ver que sus hombres ponían caras sombrías o ceñudas, les dijo—: Soy Mustafá Ibn Ismail, jeque de Habistan, y soy el que puede decir cómo y cuándo el juego ha de terminar. Si destrozáis la cabeza del cristiano con vuestras piedras, ¿podremos enviarla a sus parientes, tal como prometimos?

—Acuérdate, padre mío, que su cabeza nos ha sido dada por su amigo. ¿No sería de mala crianza devolver el regalo? Le tiraremos piedras al cuerpo solamente, y si la piedra de uno cualquiera de nosotros vuela demasiado alta y le toca un solo pelo de la cabeza, el que la haya tirado no solamente demostrará ser lo que es un marido engañado por su mujer, sino un eunuco disfrazado de hombre.

—No creo que haya entre nosotros más de uno o dos que pudiera pasar por esa vergüenza —dijo un viejo jocoso—. Si yo fuera uno, me afeitaría las barbas, hablaría con voz de tiple y andaría a pasos menuditos. De todos modos, si esto pasase, todo se reduciría a que en su cráneo hubiese uno o dos indecorosos agujeros o hendeduras, pero aún continuaría siendo un objeto vistoso para sus compañeros de armas.

—Especialmente para el que lo ha delatado y lo ha puesto en nuestras manos —dijo, pensativo, Mustafá.

Siguió un breve silencio. Lo aproveché para meditar, porque tenía el extraño presentimiento de que si podía asir un hecho ilusorio que me permitiera lucir un rasgo de ingenio, tal vez… Si podía volver a traer a la memoria algo que sabía bien y se me había olvidado de momento… Mi cerebro no funcionaba con la lucidez de otras veces, parecía estar al borde del delirio. Perdí esa oportunidad al decir Kamel suavemente:

—Si se las arrojamos al cuerpo morirá más lentamente, que es lo que tú has mandado, jeque Mustafá.

Se espesaron las nubes que cruzaban por mi mente. Se me ocurrió pensar que hubiera podido ganar la batalla por la conservación de la vida si, en lugar de ser delatado y entregado inerme en las manos de los enemigos, hubiera sido hecho prisionero en gallarda lucha por defenderme. Por eso había disminuido el valor de mi persona a los ojos de ellos, y, aunque yo seguía luchando en mi interior contra tan, vil rendición, a los míos también. Todos o casi todos los oficiales compañeros míos me habían considerado indigno de ser el esposo de Sukey; aquello había servido de excusa a uno de ellos para cometer un crimen horrible. Aquellas nubes que se iban espesando eran nubes de vergüenza y de pesar. Se me enfriaba la sangre, paraba de circular. Incluso mi voluntad de luchar iba flaqueando rápidamente.

Sahib.

Era la voz de Hamyd. Estaba aturdido, pero me volví al oírle.

—Hamyd, por mi culpa vas a tener una muerte vergonzosa —le dije en voz baja y en hindustani.

—Puede ser que hayamos de morir los dos, pero nuestra muerte no será vergonzosa… —Y Hamyd siguió hablando como había empezado, a gritos y rápidamente—. Pero, sahib, aún respiramos los dos. Tú eres todavía lomri sahib el que capturó a Kambar Malik el que hizo que se arrojara a la zanja el lashkar del emir, el amado por memsahib Bachhiya. ¡No te desalientes todavía!

Mientras yo le miraba con asombro, él se puso a buscar algo en un saco de cuero en el que llevaba su amuleto y otros pequeños tesoros.

—Para eso hará falta fuerte pooja, Hamyd.

Y me acordé de que sabía sonreír y sonreí.

—Pondré mucha pooja en prepararte esta medicina que te voy a dar. Creía que guardaba en el saco una píldora de opio; pero el jardinero, para engendros de los que no se puede hablar, se tragó la última que tenía. —Haciendo ver que me apretaba el vendaje me suplicó desesperadamente— ¡sahib, hazme caso, por el amor de Dios! La desesperación que hay en tu alma es solamente la sombra que proyecta la debilidad de tu cuerpo. Aún te queda sangre bastante para poder domar una jaca, y si tienes fuerzas para dominar a un animal tan vigoroso también las tendrás para hacer lo mismo con un hombre. No te dejes llevar de los nervios, sé fuerte. Todos estaban conformes en vendernos como esclavos hace tan sólo un momento; es el peor de los destinos, si se exceptúa la muerte, pero siempre mejor que morir.

—¿Estáis los dos haciendo encantamientos para que no os alcancen las piedras? —preguntó, burlándose, Kamel.

—No, gran jeque.

Respondí eso sin saber a punto fijo lo que decía, pero mi voz tenía más resonancia que un momento antes y mis acentos revelaban mayor confianza en mí mismo. Notaba más calor en mi cuerpo y mi rostro ya no estaba húmedo de sudor pegajoso.

—En verdad, mi compañero Hamyd y yo nos estábamos prometiendo el uno al otro ser fieles servidores de Nazir Khan, como ya os lo habíamos prometido a todos vosotros —dije yo.

—Está en mi mente que sólo tu muerte a nuestras manos satisfará el honor y calmará los corazones de mi pariente Kambar Malik y los otros a quienes tú mataste —dijo el jeque Mustafá con noble seriedad, y los hombres de su tribu esperaban mi respuesta.

—¿Qué vista será más dulce a Kambar Malik ya los otros, mis huesos secos en el desierto o mi esclavitud de por vida sirviendo a su emir con la misma astucia con que los mandé a ellos al Paraíso? Juraré esto ante mi Dios, y Hamyd, mi seguidor, lo jurará ante Alá.

—Si comes el pan de nuestro emir…

—Ponedle piedras en la boca y no pan —gritó uno.

—Cállate, hijo de mala madre, mientras yo hablo. —El viejo jeque se volvió hacia mí—. Lomri, ¿estás dispuesto a jurar ante tu Dios que servirás fielmente mientras vivas a nuestro emir, tanto en la paz como en la guerra, y que lucharás hasta la muerte para defenderle de sus enemigos?

El rostro de Mustafá estaba impasible, salvo por el brillo que se notaba en sus ojos.

—¡Oh, jeque! Te contestaré la verdad. Vuestro emir será mi emir en el consejo y en la batalla, salvo cuando se trate de asuntos en que intervengan mis compatriotas. Para todo lo que se relacione con los míos seré como si hubiera muerto.

Temía este final, pero ahora ya lo había aceptado. No podía adivinar el efecto que mi decisión había producido en aquellos indígenas. Sus caras estaban tan inmóviles como sus flacos cuerpos.

—Es este un enigma muy difícil de acertar —observó el jeque Mustafá—. Tú ya has perdido a tus compatriotas. Ellos te traicionaron y te entregaron a nuestras espadas.

—Es mi destino, jeque. He sido vendido por uno de ellos que me odiaba y que deseaba a mi cobah.

—¿Sabes su nombre?

Las dos veintenas de indígenas de ojos feroces contenían el aliento.

—No, jeque. Y tú, ¿lo sabes?

—Alá es testigo de que no sabemos quien escribió la carta. ¡Pero consuélate, lomri! No gozará mucho tiempo de tu cobah, ni se deleitará con su victoria. En el día de jihad degollaremos a todos los hombres blancos que hallemos en el Sind, entre ellos a él.

Mis oídos, en los que mis vibraciones eran muy altas, oyeron su voz como si fuese delgada y extraña. Volvía a presentarse de nuevo una ocasión que había perdido un rato antes… Hice un extremo esfuerzo de voluntad…

—¡Bah! —exclamé. Con esta exclamación contesté al jeque Mustafá, y luego esperé, seguro de que no esperaría en vano su respuesta, seguro igualmente de que ninguno de mis enemigos cogería una piedra.

—Tú no crees, por lo que veo, que mataremos a todos los sahibs

—Habría de ser tu destino, cosa que mucho dudo. He oído rumores de que la Rani y vuestro emir van a firmar la paz. Lo que desprecié, jeque Mustafá, es el consuelo que me ofrecías tú. ¿Qué gozo podría hallar yo en que fuese degollado por otra mano que la mía?

Se me había agarrotado un poco la garganta mientras hablaba y noté que me subía la sangre a la cara. No era una ayuda extraña que recibiera de los cielos, era mi corazón que salía de un salto de la helada niebla que lo ahogaba.

—¿Es menester que os diga eso? —proseguí, mirando a los presentes—. ¿Qué gozo os hubiera dado capturarme a mí, el destructor de Kambar Malik, el confundidor del lashkar del emir en Meeanee, si la captura hubiese sido hecha por otros que vosotros? Si se me envía como esclavo a Nazir Khan, cuando lleve algunos años de servirle fielmente, cuando le haya probado mi fidelidad a su persona y a su trono, le pediré que me deje separarme de él durante algunas lunas para ir yo, si conviene, hasta el Sind, en donde ya no conocido de mis antiguos compañeros, podré hacer una labor que me causará mucha alegría.

Reinaba ahora en el desierto un silencio tal que parecía que nosotros no estuviésemos allí. Este silencio fue roto de súbito por los golpes que, con la mano abierta, se dio Kamel, primero en el pecho, luego en la frente.

—¡En el nombre de Alá, el grande, el glorioso! —gritó con voz fuerte—. ¡Si yo fuese Nazir Khan te daría ese permiso!

Keif, keif —clamaron a coro varias voces de bajo profundo.

—No hay más Dios que Alá —entonó Mustafá tras una pausa—. En Él está todo poder, en Él reside toda la gloria lomri, puede que sea la voluntad de Alá que hayas de ser entregado a Nazir Khan para que entres en la esclavitud bajo su poder, o que entres en el oscuro reino de la muerte. Si es así, su voluntad nos será dada a conocer cuando te hayamos llevado a nuestros pabellones, que están ocho kos más allá del desierto.

—La paz sea contigo, jeque, y con todos vosotros.

—Es un camino muy largo para un hombre herido, y veremos cómo soportar la marcha. Verdaderamente, Alá no nos consentiría enviar a un hombre desfallecido a su gran siervo Nazir Khan. Te daremos almizcle y agua abundante para que recobres fuerzas.

—Alá bendecirá vuestra caridad con los caídos.