Mis apresadores eran indígenas de las tribus Rindi, descendientes de árabes, de los más fornidos, orgullosos y guerreros que habitan en todas las montañosas tierras que hay entre la India y Persia. Formaron un semicírculo delante de Hamyd y de mí; llevaban airosamente sus lungish de lana y parecían serenos y turbadores al mismo tiempo. Frente a mí se sentaba el jeque de barbas grises, al que sus hombres llamaban Mustafá, más ricamente vestido que ellos y que llevaba el turbante más grande. Los demás eran hombres de todas las edades, y su rango lo indicaba la altura de las piedras sobre las que estaban sentados. A la derecha de Mustafá, y sentado un poco más bajo solamente, estaba un jefe joven o melik que tenía una cicatriz de bala en la sien, muy posiblemente un recuerdo de Meeanee, y que parecía el más impaciente de todos en que continuaran llevándose a cabo sus sanguinarios proyectos.
Tal vez esperaban que yo me sentase en una piedra alta como prueba de orgullo de soldado o de poderío sahib; pero yo me senté sobre la tierra, humilde señal de derrota, que yo creí habría de calmarlos en vez de excitarlos más. Escuchaban con atención grande lo que yo decía a Hamyd, y uno de ellos, que hablaba el urdu, traducía desdeñosamente la conversación para que la entendieran algunos de sus compañeros.
—Los dos somos cautivos de los Rindi y no tengo derecho a mandarte; pero, como compañero de desgracia, ¿quieres examinar mi herida y decirme si es grave o no?
—Te han cortado mucha carne —respondió Hamyd después de atento examen— y estás perdiendo demasiada sangre.
—La sangre es muy escandalosa. ¿Se me ven los dientes por la raja?
—No, sahib. Aún queda carne que los tapa.
—Se te verán muy bien cuando mandemos tu cabeza al coronel que manda la guarnición de Hyderabad; se la mandaremos con ciruelas en las cuencas de los ojos, en lugar de estos, que te serán arrancados —dijo el que traducía.
—Te quitaremos la vida poco a poco, grano a grano, como si desgranáramos una mazorca de maíz tierno; pero, seguramente, mañana a estas horas, la mazorca sólo será buena para que se la coman los cerdos —dijo el jeque Mustafá. Hamyd tradujo estas palabras con dignidad y correctamente.
—¡Qué le vamos a hacer si es mi destino! Aunque a veces a la mazorca tierna se la deja en el tallo para tener pan en invierno, o para que procure semilla en tiempo de siembra. ¿Tengo tu venia para seguir hablando con Hamyd de mi herida?
—Sí; y nosotros te escucharemos sin interrumpirte con sonoras carcajadas.
—¿Tienes un trapo para meterlo dentro de la raja para que no salga tanta sangre?
—Sí, sahib.
—No me metas demasiado trapo, pues no podré mover la mandíbula y tengo que hacerlo para hablar con el gran jeque y cantar bien las alabanzas del caballo que le quiero vender.
Diciendo esto podía disimular el dolor que sufría mientras Hamyd me metía en la herida un pedazo de tela arrancado de su propio vestido. Hamyd sujetó el relleno con una venda atada por encima de mi oreja izquierda y pasada por debajo de la punta de mi nariz. Ya vendado, proseguimos nuestra conversación.
—Ya hemos visto bastante tu habilidad —dijo el viejo jeque dirigiéndose a Hamyd—. Dile al lomri que nos hable de su maravilloso corcel.
—Para empezar te diré que mide diecisiete manos cuando está bien herrado y que el color de su pelo, lustroso y brillante, es castaño claro y luce como el mismo sol.
—Así, ¿es bastante alto para que lo monte un emir cuando sale rodeado de toda la pompa debida a su rango?
—Es verdaderamente digno del mejor pesebre del establo de Nazir Khan, y vale lo que el medio centenar de caballos que se desnucaron en la zanja de Meeanee.
—¡Por Alá, que este zorro aúlla osadamente! Pero la verdad es que recordamos los corderos que ha matado y las aves de corral que ha robado sin darse cuenta.
—El Corán te manda hacer justicia hasta a la más vil criatura de Alá, tanto si es zorro como gusano En verdad este lomri no ha matado corderos ni ha robado ninguna gallina. Ha matado o capturado solamente a leones del desierto, enemigos de su Rani.
—Dices verdad. Sigue hablando de tu caballo.
—Ha servido a la Reina también, con cuyo maíz se ha nutrido Si tú encontrases un caballo como ese suelto en el desierto, y lo capturases ¿lo matarías, porque ha prestado servicios leales a tu enemigo? No Tú le pondrías el bocado del freno entre los dientes y una silla de montar sobre el lomo, y se lo regalarías a tu emir. Ha conquistado fama por sus hechos de armas, no sólo en su propio país, sino también en el tuyo. Sabe muchas cosas y había varias lenguas, entre ellas la de tus antepasados, la que se oye en la propia Meca.
El jeque dio un breve y fuerte tirón a sus barbas y dijo a sus seguidores:
—¿Cómo puede un zorro aullar en otra lengua que no sea la suya a no ser que lloriquee como los chacales de Sind? Te diré lo que pienso —dijo volviéndose hacía mí—. Tus oídos de giaour (cristiano) no podrían reconocer el árabe si lo oyesen hablar.
—¿Crees lo que digo, oh jeque?
Estaba sentado muy quieto, salvo por un casi invisible temblor por dentro de su cuerpo.
—No; has dicho una falsedad, lo cual es una vergüenza hasta para un tratante de caballos o un cautivo que está a punto de ser entregado al cuchillo.
—¿Entenderán tus seguidores lo que decimos, si tú, un jeque, me hablas a mí, tu cautivo, y consientes que yo te conteste en la lengua del Profeta y del Corán? Como han tomado parte en mi captura, es de justicia que oigan lo que vamos a decir acerca de lo que tú vas a comprar y yo voy a vender.
Creí que se me contestaba al observar que los hombres de la tribu alzaban ligeramente sus cabezas. El jeque dijo con gran orgullo:
—Las gentes de mi clan han venido del Norte, de Saravan, y somos árabes qoraish de sangre sin mezcla. Es cierto que por vivir entre la gente tajik y comerciar con ella, hemos tenido que aprender su lengua y usarla para tratar de los negocios corrientes, pero no hay ni uno solo de nosotros que no conozca un bajo y bastardo árabe. Mis seguidores comprenderán bastante bien lo que digas y descubrirán en seguida si pretende engañarnos tu lengua de giaour.
—Soy cristiano, sí. Y he servido al Rani cristiano. Pero fíjate; no pido, como hacen muchos cautivos para que no los maten, que me permitas renegar de mi fe para abrazar la del Islam. Como habéis contestado a muchos de ellos me contestaréis a mí. «Una uña de dedo pulgar de mullah[14] te aniquilaría como cristiano, el cuchillo del castrador te salvaría de ser padre de cristianos, pero solamente mi espada en tu garganta vaciaría tus venas de tu sangre cristiana».
—Eso decimos, es cierto. —Cuando miró a los hombres de su tribu, sus barbas se menearon ligeramente, juiciosamente—. También decimos que hay dos cosas que si se rompen nunca se pueden componer: la doncellez de una mujer y la fe de un soldado. Tú no hubieras vivido mucho tiempo, ¡oh, lomri!, si hubieras solicitado, para salvar tu vida, renegar de tu fe.
—Ya has vivido demasiado de todos modos —dijo el jefe de la cicatriz—. Tratas de detener nuestras espadas mientras tus parientes vienen en tu ayuda. Kambar Malik era mi tío, y mi espada tiene sed.
—¡Y la mía! —gritó otra voz. Luego hubo otras voces que gritaron: «¡Y la mía!». Ya algunos se levantaban de sus asientos de piedra.
—¡Necios! —Y cuando mi grito hizo callar a los asesinos, proseguí—: ¿Juzgáis al lomri tan loco que pueda esperar ayuda alguna como no sea la que vosotros le deis? ¿Cómo podrían temer por mí mis parientes si he sido enviado a vigilar un desierto vacío alejado de vuestros pueblos? No era menester traerme un rifle si no era para matar a una gacela para nuestra comida. Hice una pausa para poder observar el efecto dramático que producían mis palabras. Lo jugaba todo a esta última carta, mí vida y la de Hamyd.
—¿Sois vosotros gacelas? —pregunté—. Si no lo sois, ¿qué azar extraño os trajo aquí?
Todos escuchaban ahora, con sus delgados labios torcidos hacia abajo, brillantes los ojos bajo las negras cejas.
—Sí; es por un extraño azar que, viajando por estas desoladas tierras, hemos visto a un sahib y su criado —observó el jeque Mustafá suavemente—. Y todo para descubrir luego que nuestro cautivo no era más que lomri.
Mustafá hizo una pausa.
—En tal caso, todas vuestras ganancias hasta ahora, cuatro caballos embridados y ensillados, buenos arneses, un rifle, han sido para vosotros una fortuna inesperada. Esto no es nada comparado con lo que ganaríais comprando el caballo que habla árabe. ¿Cuánto me dais por él y por el criado que lo cuida?
—El loco debe ser contestado atendiendo a su locura —dijo Suliemen, el más sabio entre ellos—. ¿Qué precio pides por él?
—Un cuarto de karwar[15] de carroña que no es buena para comer.
—¿Carne de perro, por ventura?
—Carne de zorro estaría mejor llamarla. Con esto os podéis quedar, si queréis, en vez de con el caballo. Después que la cabeza, con ciruelas en las cuencas de los ojos, haya sido enviada al serdar inglés, podéis enterrar el resto de su cuerpo o arrojarlo a los buitres, si es vuestro antojo. Pero no podréis mandar a Nazir Khan un regalo noble, con lo que tu clan ganaría honores y recompensas.
—Tú tienes diecisiete manos de altura, tu color es moreno claro y hablas muchas lenguas. ¿Puede ser que el zorro se haya convertido en un caballo?
—Fue una chanza mía, jeque Mustafá, que se me ocurrió cuando me vi a punto de morir a hierro de espada.
—Fue una chanza audaz, en verdad, y muy graciosa. Acaso le guste a mi amo Nazir Khan.
—¡Por mis barbas. Mustafá! —exclamó el sobrino de Kasnbar Malik, a quien sus hombres llamaban Ka-mel—. Es mejor chanza de lo que se figuraba el que la ha hecho. Por esa carroña, Alí Khan, visir del gran Khan, ha ofrecido cien cabezas de ganado.
—Ya lo sabía hace tiempo —dije yo—. Cuando era soldado de la Rani me sentía orgulloso por ello. Pero tú, efendi[16], debes chancearte mucho si te atreves a insinuar que pagarían más por mi carroña que por mi mano y mi cerebro vivos. ¿Hay bastante con mil cabezas de ganado para comprar un esclavo incomparable, sin par de su trono? ¿No es un precio demasiado bajo todavía?
Dije esto sentado en el polvo y una extraña especie de barro rojizo. A mi lado, Hamyd, más alto que yo, mostraba su perfil al enemigo y dirigía la vista hacia las colinas. Esta actitud significaba un orgullo grande. Así se presentan a la historia, en las piedras talladas y en los papiros pintados, los más grandes reyes del Este. Mi mente no paró de trabajar para explicarme por qué Hamyd era tan orgulloso. Si lo preguntaba, la contestación podría ser que puesto que era nieto de un jeque, él no se acobardaba delante de sus capturadores. Esta respuesta hubiera sido razonable, pero no acertada. La contestación adecuada no tenía yo que buscarla en otra parte más que en mi corazón, porque era una de esas verdades irrazonables que sólo pueden morar allí.
Hamyd era nieto de un jeque, pero así y todo, y aún ahora, era el criado de un cautivo, sentado en ensangrentado polvo, y que trataba de venderse como esclavo para que nosotros dos pudiéramos conservar la vida. Yo lo había perdido todo, pero él no me había perdido a mí, y por eso estaba tan orgulloso de servirme todavía. Eso decía con su actitud al insolente enemigo. Y ellos entendieron ese lenguaje muy bien.
Hubiera deseado poder pedirle que me prestara un poco de su orgullo. El que yo mostraba a mis enemigos se había convertido en una simulación que podría ser descubierta por ellos en cualquier momento. Cada ser humano logra su sensación de identidad cuando esta le es reconocida por los demás, y yo tenía una atemorizada sensación de haber perdido la mía, lo mismo que me ocurrió cuando me di cuenta de que mi madrastra me odiaba y de que yo era un extraño en la casa de mi padre. El orgullo seguía reflejándose en la mente y en la postura de Hamyd, y, aunque los indígenas se dirigían a mí llamándome lomri, el peligroso enemigo asociado a este nombre ya no existía, pues yo era ahora un ser indefenso en las manos de ellos. El más insignificante de ellos podría extinguir mi sombra con sólo andar unos pocos pasos y pincharme una vez con su espada. Era lo más probable que el más insignificante lo iba a hacer —pensaba yo—, con creciente, horror. Sería rebajar la dignidad de los jefes matarme por la propia mano de uno de ellos. Ya no era digno siquiera de que se tomasen el trabajo de someterme a la tortura. Me matarían cuando hubiera cesado de divertirles mi juego, me harían dar muerte con desdeñosa indiferencia.
—Gran sahib —decía el jeque Mustafá en florido discurso—, eres tan amado por tus compañeros, que uno de ellos nos ha mandado un mensaje para decirnos donde podríamos cruzarnos en tu camino para rendirte los honores…
No oí el resto de su discurso, y lo que llevaba dicho ya lo sabía de antemano. Ahora comprendía que lo había sabido desde que me sorprendió su emboscada, pero lo había apartado de mi mente, en cierto modo, para poder respirar mejor. A lo que parecía, ya no valía la pena de qué yo continuase respirando.
—Si no queréis comprar el caballo, por lo menos aprovechaos de los servicios del criado que lo cuida.
—¡Por el amor de Dios, cállate! —me susurró Hamyd.
—Ya nació criado de sahib y profesa vuestra propia fe, y nunca ha levantado su mano…
—Si a ti te mandamos como esclavo a nuestro emir, también le enviaremos a él —respondió el jeque Mustafá—. Si el juzgar de nuestras cabezas y el sentir de nuestros corazones decretan que seas arrojado a los chacales y a los buitres, lo mismo haremos con él.
—Este era mi destino desde que Bachhiya me puso a tu servicio —dijo Hamyd con gran dignidad y en voz alta, para que le oyeran todos—. ¡Lucha, señor, para que los dos podamos vivir!