XVIII

Al minuto siguiente —me parece— atravesaba, montado a caballo y seguido de Hamyd, la puerta del cuartel.

Me iba defraudado en mis esperanzas, desilusionado, y no a causa de las circunstancias, sino por culpa mía; me marchaba con la amarga sensación de que hubiera conseguido lo que deseaba si hubiera sido más perceptivo, o más fértil en recursos o más audaz. Estos fracasos eran frecuentes en mí, y, de cada cuatro de ellos tres eran motivados por mi carencia de valor para afrontar las situaciones de la vida o sus consecuencias. Hoy había temido que el coronel Webb regresara a su casa y, también, una segunda parte desagradable de mi pelea con Clifford. ¿Y si no volviera a ver más a Sukey? ¿Y si cuando llegara el día en que esperábamos unirnos en matrimonio, ella y yo hubiéramos muerto?

Me mordía en las entrañas el hambre, insatisfecho por haberme perdido un festín de amor. Me decía yo ahora que hubiera debido pedir a Sukey que cogiera su caballo y fuera velozmente a la torre, donde yo la hubiera podido ver un rato más con sólo desviarme un poco de mi camino. ¡Dejemos que los correctos amadores sahibs se conduzcan moderadamente con sus amadas!

Yo era un gitano, condenado por el hado a andar errante sobre la faz de la tierra, y que quizá no volvería a pasar por aquel camino otra vez, tenía que apurar todas las copas que me ofrecían a lo largo de los caminos; tenía que comer hasta la última miga del pan que me ponían en las manos. ¡Sukey, estoy aún muy sediento de tus besos! ¡Y no sabes lo inmensa que es mi sed. Bachhiya! ¡Ahora llevo en los labios el polvo del desierto!

Hamyd era un muchacho atento y cortés, pero no un compañero muy alegre. Era la primera vez que se separaba de su compañera de juegos de la niñez, y su dueña amadísima siempre. Sin duda creía que en aquella ocasión su ama le necesitaba más que nunca. Todo día cabalgó pundonorosamente detrás mío, rechazando mis tácitas invitaciones de fraternizar con él, lo de hablar con él del objeto de nuestros pensamientos, de Sukey. En parte era esto debido a la noción que él tenía de la corrección de conducta que se debía observar con un militar joven y recién llegado al país, y, en parte, a una especie de pooja contra la mala suerte. Cuando los ingleses hablan de lo que el diablo puede hacer contra ellos, en seguida tocan madera. Los indios procuran coserse la boca antes que correr ese riesgo ellos.

No había por qué precipitar las cosas, todo vendría por sus pasos contados, mis relaciones con Hamyd serían, no sólo un motivo de gran gozo para mí, sino de mis mayores razones de vivir, una de las tres más importantes que llenaban mi vida entonces, con tal que supiera ganarme su amistad y su confianza con cariño y perseverancia. Tales relaciones estaban ahora en su punto más delicado. Sus ojos me decían que él no conocía la envidia; a mí me parecía que estaba grandemente dispuesto en favor mío. En el profundo amor fraternal que manifestaba a Sukey no se veían siquiera trazas de celos inconscientes. Yo tendría que poner mucho, mucho de mi parte para convertirlo en mi amigo y confidente. Si hubiese sido un general que me acompañase, no le hubiese tratado con más respeto ni hubiese puesto mayor cuidado en decir y hacer lo que a él pudiese parecerle correcto; pero, como conocía tan poco su modo de ser, no quise impresionarle por el momento. Confiaba principalmente en mi instinto para ganarme su voluntad, y, en particular, en el hecho principal y cierto del lazo que nos ataba: nuestra amada había unido nuestras manos.

En el segundo día me atreví a hablarle, de cuando, en cuando, de la belleza, del temple y ánimos, de la inteligencia y buen juicio de Sukey. Aunque no se arruinaba gastando palabras para mostrarme que estaba conforme con mi parecer, me hablaban prolija y elocuentemente sus ojos, que brillaban siempre cuando se hablaba a su dueña ausente. Entretanto iba descubriendo el excelente criado que era. Magnífico jinete —podía cabalgar un día entero sin cansarse demasiado ni fatigar excesivamente al animal—, sabía cuidar a los caballos como el más experto mozo de cuadra. Nuestros vivaques eran los más cómodos que yo había conocido en el desierto. Sabían sus manos encender el fuego como por arte de encantamiento, porque las llamas parecían obedecer su voluntad y no crecían a mayor altura ni daban más calor que los que eran necesarios para cocer los aumentos que comíamos. Encontraba siempre en el primer saco que abría los comestibles que precisaba pera preparar una sabrosa comida. La pausada economía de sus movimientos constituía un deleite para mis ojos. Después de la primera vez que acampamos, ya no tuve que preocuparme ni de la impedimenta ni de cada, porque sabía que, a su debido tiempo, los caballos serian abrevados, recibirían sus piensos, descansarían lo necesario y estarían a punto de poder ser montados cuando conviniese; porque no faltaría agua en las vasijas, ni aguardiente de palma en mi frasco; porque tendría comida limpia y sana y hecho un cómodo lecho a las horas señaladas.

Me di cuenta de que Hamyd oía, olía y veía muchas cosas que a mí me pasaban inadvertidas. No eran siempre peligros para nosotros, porque cuando lo eran me avisaba inmediatamente. Esperaba que, con el tiempo, me dejaría participar en estas tareas por compañerismo y para divertirnos mutuamente. Nuestras relaciones se fueron haciendo gradualmente más calurosas durante los tres primeros días de nuestra viaje y en la mañana del cuarto. En las primeras horas de la tarde de este día, cuando tuvimos que desmontar de los caballos y dejarlos atados para seguir el ancho y largo cauce seco del desconocido río a través de un terreno lleno de hondas zanjas, me pareció que se habían fundido los últimos pedazos de hielo y que se establecían, entre nosotros dos, relaciones nuevas muy semejantes a las que suelen existir entre los cazadores sahib y los hombres que les llevan las escopetas. Hablando apenas, pero conscientes de nuestro compañerismo, caminábamos Hamyd y yo, el uno al lado del otro.

De pronto, Hamyd alzó la cabeza como pensativo y dejó de andar. Inclino la cabeza a un lado como si escuchase un ruido sordo y lejano y estuvo olfateando un buen rato.

Sahib, huelo algo…

—¿Qué es?

—No lo sé. Olor a rancio, no muy fuerte, pero malo. Un olor que se parece…

Sus ojos, después, quedaron fijos en una zanja de paredes muy empinadas que penetraba en el cauce del río a unos cuarenta pasos delante de nosotros. Desde el sitio que él ocupaba a unos pies de mí, podía mirar lo que todavía estaba oculto a mis ojos. Le corrió un temblor por todo el cuerpo y se quedó después completamente rígido. Casi sin aliento pronunció tres palabras en hindustani.

—¡Sahib, maut hai»! (¡Amo, van a matarnos!). La muerte, que esperaba emboscada, se movía, y yo la vi claramente. Yo tenía en la mano una carabina, pero arrojé el arma lejos de mí como si fuera una cobra, y luego levanté los brazos en alto por encima de la cabeza.

Estos actos me fueron dictados por una esperanza tan por bajo del nivel del conocimiento que no era sino un ciego instinto de luchar por la conservación de la vida. Un alpinista que se cayese desde un risco muy alto hubiese quizá braceado, para evitar el choque de su cuerpo contra la tierra, con escasamente menos devoción que yo. Era una esperanza con la cual mi inteligencia no quería tratar ni siquiera un instante. Parecía que yo sentía en mí la desesperanza con la misma claridad que veía la luz del día; el horror a la muerte se apoderaba de mí con helado e instantáneo envite, pero no el terror de ella, que es la negra sombra que eclipsa una esperanza centelleante todavía. Y hasta esto huiría de mí velozmente…

Surgieron de la zanja como una veintena de indígenas de las tribus del Sind, de ojos feroces y barbas negras. Disputaban entre ellos y con otros tantos hombres que saltaban de una grieta próxima, porque cada uno de ellos quería ser el primero en teñir en sangre los aceros que blandían en alto. Aullaban mientras se arremetían en el pequeño espacio de quebrada tierra que mediaba entre ellos y su presa. Mis oídos, escuchando e interpretando ruidos —cumpliendo bien, al parecer, su oficio de oidores— distinguían risas de embriaguez, risas báquicas, entre fanáticos alaridos de furor. Se estrechaba el espacio rápidamente, midiendo la duración de la disputa en tiempo cronológico y, mientras, yo vivía con arreglo al tiempo del alma, mensurable por la cantidad de lo que yo veía, oía y pensaba. Todo aquello era excesivamente vivido, pero aparentemente impersonal, como si estuviera representado ante un espectador. No había duda de que mis reacciones emotivas ante los acontecimientos, aunque extremadamente vigorosas, perdían su potencialidad y se ahogaban en el horror de la muerte inminente.

La disputa estaba a medio terminar todavía cuando ya pude distinguir al ganador; un hombre alto, y joven, con aspecto de árabe, que había sido el primero en saltar de donde estaba emboscado. Todos menos, uno de los hombres restantes echaron a correr hacia mí como una manada de lobos, mientras que un hombre de barbas grises y ricamente ataviado, sin esperanza ya de poder hundir su acero en carne viviente, se quedaba detrás. Hamyd y yo esperábamos inmóviles, yo con los brazos rígidos y en alto, Hamyd con los suyos rígidamente pegados a sus costados. Durante los varios segundos que duró aquella refriega de asesinos hubiéramos podido intentar huir corriendo nosotros, y seguramente hubiéramos conseguido prolongarla un rato breve y horrible; pero quizá el ver que casi la mitad de aquellos salvajes llevaban fusiles de chispa nos hizo abandonar la idea. O puede que tuviéramos otra manera de poder salir con bien de la situación. En aquel momento, si quedaba un grano de desconocida y no reconocida esperanza en el fondo de nuestras almas, Hamyd y yo nos lo estábamos jugando, por instinto, del mismo modo.

Si era así, nos falló la jugada. El vencedor en la disputa se lanzó sobre mí con el brazo que blandía el afilado sable, levantado hacia atrás, comenzando ya el largo descenso del golpe mortal que iba a asestar. Pero entonces el rezagado anciano vociferó algo claramente audible por encima del tumulto —sin duda un vehemente mandato que hubiera podido cambiar mi destino si no hubiera sido dado demasiado tarde—. La hoja del sable relampagueó un instante sobre la cabeza del asesino, y describió, al caer sobre mi cráneo, sobre el que había sido certeramente dirigida, un arco brillante. Moviendo hacia adelante y hacia atrás mis levantados brazos, quise hacer de ellos escudo para parar el golpe; pero aquel instintivo acto de defensa resultó totalmente ineficaz para evitar la rendición de mi alma a la muerte. No se realizó tal entrega en pensamiento. Mi alma se rindió a la muerte como se entrega una llama al soplo del viento que la apaga.

No fue el obstáculo de la carne y de los huesos de mis antebrazos, que pretendían cubrir la parte de la cabeza en que se halla el nudo vital, el que desvió el golpe del que me quería matar. Aquel potente golpe hubiera hundido en ellos el acero del mismo modo que hubiera partido el casco que llevaba en la cabeza para hendirme el cráneo. Por alguna otra causa que si vivía un segundo más podría conocer, aquella línea de brillante luz cambió la dirección vertical que hacia abajo llevaba, se torció hacia afuera en torno a mi frente y luego penetró en un lado de mi rostro. Quedé ciego entonces, salvo por los rayos de luz, semejantes a los que arrojan las granadas al estallar, que veía por dentro. Pero pasó un segundo, se abrieron mis ojos y yo vivía.

Vivía vigorosamente, me sostenían aún los pies, estaba mi cabeza sobre mis hombros, mi alma no había abandonado mi cuerpo, a pesar de que tenía mi mejilla derecha rajada desde la cuenca del ojo hasta la quijada. Sentía arder en mi interior aquella llama, difícil de extinguir, brillante y fiera como si la alimentara una inagotable cantidad de aceite, que había encendido mi carne y mis huesos junto al lecho de muerte de mí padre. El calor de la llama y su luz me tenían bien despierto en el momento presente y me dejaban contemplar el tiempo, el lugar, el suceso y, particularmente la súbita calma que había seguido a la lucha violenta. Me daba perfecta cuenta de que aquella calma había sobrevenido porque yo no había sido muerto, porque yo había recibido solamente una herida de la que manaba sangre; aquella consecuencia inesperada había hecho sumir en la perplejidad a todos menos a mi atacante y al anciano jefe de barbas grises, que eran quienes sabían el verdadero motivo de ello. El que yo estuviera herido y no muerto les planteaba un dilema que no eran capaces de resolver inmediatamente.

Excitadas hasta el más alto grado mis facultades de percepción y de acción, contento de poder respirar haciendo entrar el aire por las ventanas de mi nariz, alegre, porque mis ojos veían aún la luz, aproveché sin dilación aquella ocasión única de poder hacer algo por levantar los ánimos de Hamyd y por aplazar la ejecución de la sentencia de muerte dictada contra nosotros que podían llevar a cabo los sables todavía en alto.

Fingiendo no hacer caso de mi herida, me volví hacia Hamyd y le hablé en urdu, no en voz muy alta, pero sí perfectamente audible en el silencio que reinaba en tormo nuestro. Quise echar la suerte para ver lo que salía de ella.

—Hamyd, ¿qué mandó el venerable jeque al fogoso joven que me hirió con su sable?

Hamyd respondió con voz asombrosamente firme:

sahib, sus palabras fueron. «¡Detente, loco, que han de morir lentamente!».

—Entonces repítele mis palabras en su propia lengua. —Miré al venerable anciano y toqué con los dedos de ambas manos mi frente—. ¡Oh, jeque, puesto que no he muerto aún, déjame que viva más tiempo para que pueda venderte un buen caballo! .

—Fingiendo locura no te librarás de que te haga arrancar a tiras la piel de tu cuerpo de perro, ¡oh, lomri! Y cuando hayas estado algún tiempo tendido en tierra, expuestas tus llagas a los ardientes rayos del sol, y después que las moscas hayan bajado a libar en tu sangre, te arrastrarás para besarme los pies, tú, destructor de mi pariente Kambar Malik, y me suplicarás que te degüelle.

—¡Ay de mí! Fui el destructor de Kambar Malik, mi enemigo. Antes fui el que tendió el lazo al lashkar del emir para que cayera en la zanja de Meeanee. Ahora mismo, que tienes mi vida en tus manos y me estoy desangrando, soy aún lomri. Habrás de estar muy atento cuando te venda un caballo. Te habrás de guardar la astucia del zorro si no quieres ser engañado en el trato.

El viejo jeque permaneció silencioso durante varios segundos. Contra su voluntad —me pareció— estaba meditando, muy intrigado, sobre tan raro suceso, tal vez tratando de dominar la curiosidad que brillaba en sus ojos feroces. En este desesperado intervalo crucial, mi corazón sólo podía agitarse sin fuerza para latir. Se tiró de las barbas luego —lo que es siempre señal de vacilación—, y escupió copiosamente.

—Tus cuatro caballos, entre ellos la excelente yegua, son míos por haber desatado sus dogales —gruñó—. ¿Por qué aúllas como un zorro?

—No tengas prisa en quitarme la vida, que mi carroña no es siquiera digna de que se hunda en ella tu espada. El garañón de que te hablo, comparado con la yegua, es lo que un corcel del rey comparado con el asno de un fellah, y su compra y su venta no es un negocio que se pueda concluir en el breve espacio de tiempo en que se sale el agua de un cántaro roto.

Esta última frase era una expresión arábiga usualmente empleada para designar el límite de tiempo que una mujer puede estar encerrada con algún hombre, que no sea su esposo, sin que haya presunción de adulterio. Creí que la conocerían aquellos indígenas, por cuyas venas corría sangre árabe, y que no me equivocaba me lo demostró el ligero cambio que observé en los feroces y orgullosos rostros de algunos de ellos.

Uno de ellos, pobremente vestido, que tenía trazas de ser un zapatero remendón, hizo un comentario que provocó una sorda y mordaz risa en sus oyentes. Nadie se opuso a que pidiera a Hamyd que tradujera su dictado.

Sahib, sus palabras fueron: «Ningún negocio se hace bien en tan corto espacio de tiempo, excepto si los encerrados son un marinero que lleva siete años sin arribar a puerto y una mujer cuyo marido falleció siete años antes, en cuyo caso el negocio marcha viento en popa y con la mayor rapidez del mundo» —respondió Hamyd gravemente.

—Entonces, ¡oh, jeque!, dame tu venia para sentarme. Las cosquillas que me ha hecho ese joven, jugando con su espada, me causan menos deleite que las que produce el dedo juguetón de una hermosa doncella, pero me han dejado tan débil como si hubiera pasado una noche de amor.

—Siéntate, perro, que tienes la lengua de zorro. Verdaderamente no es necesario apresurarme a cercenar uno por uno los miembros del cuerpo de los de tu raza y religión hasta que sólo les cuelguen de su mutilado tronco la vergüenza de ser cristianos. Gozaremos más con la contemplación de tan hermoso espectáculo cuando llegue tras la debida y sabrosa tardanza. Igual gozará nuestro pariente, Kambar Malik, y los que murieron en la zanja de Meeanee, cuando miren hacia abajo desde el Paraíso. También nos sentaremos nosotros, pero lejos del viento que traiga tu olor a zorro, y oiremos lo que nos digas acerca del maravilloso corcel que tienes por vender.

Entonces comprendí que no estaba tratando con un jefe de poca importancia, sino con un distinguido e ilustrado jeque beluchistano, aunque fuera tan sanguinario como los rufianes que le seguían. Fue el deseo vehemente que tenía de matarme él mismo, frustrado por el ataque más rápido del joven montañés, lo que le movió a dar la orden, de que no me hirieran de muerte en seguida, porque había resuelto que muriese torturado. No pensé en esto entonces, no era necesario para que hiciese el mayor esfuerzo para seguir conservando la vida. Tal anhelo de vivir era innato en mí, no lo podría dejar, aunque quisiera. Era algo irremediablemente natural.

¡Sólo seguir viviendo! Esa era mi única ambición entonces, y lo sería siempre, en todo tiempo. Si yo vivía, Hamyd podría salvar la vida también, y sólo no perdiendo la vida yo podía salvar la de él. Ningún acto de heroísmo mío en favor suyo conseguiría que siguiera respirando un segundo más. Yo no tenía orgullo sahib para buscar una muerte gloriosa; el poco que tenía lo había arrojado cuando tiré el rifle. Me había convertido en el más bajo de todos los gitanos.

Sukey, ¿preferirías que muriese como un hombre a verme vivir como un perro? Si así fuese, no podría acceder a tu deseo, ni escucharlo siquiera. Un momento después ya no estarías en mi vida, que tan corta es. Tiempo vendrá en que, sueño tras sueño, te podré recobrar. Ahora no puede ser.

¡Adiós, divina criatura, que me hubieras acompañado en el camino de mi vida! ¡Adiós, supremo bien mío, carne de mi carne tan sensible a mis besos! ¡Adiós, Bachhiya, que viniste a mí como un don generoso, sin reparar que no te merecía; que fundiste tu alma con la mía, que tan grande me hiciste, aunque, ay, por poco tiempo! ¡De ti me han alejado, te tengo que dejar!

Tanto si muero como si vivo cargado de cadenas, te exhorto solemnemente a que tengas fe en mí. ¿Puedes oír mi voz a través del desierto de nuestra separación? Sí; porque doquiera que estés mi espíritu se queda a la puerta, exigiendo, no suplicando, que me guardes fidelidad.

Puede que no conozcas mi voz cuando te llame, que no la oigas siquiera cuando te hable; pero tu espíritu recordará que me tienes que pagar la deuda de amor que conmigo tienes. ¡Mira bien la mano que te ofrezcan en lugar de la mía! La mía era morena, debido a mi oscuro nacimiento; pero asegúrate de que no esté teñida de negro y de rojo la mano del otro. Si no lo haces, quebrarás la fe que aún tengo puesta en ti, y recibirás un castigo tremendo. Mi adoración, mi amor por ti, te librarán de ese castigo.