XVII

Tenía el tiempo justo de volverme a poner el uniforme y de pasar por la oficina del mayor Graves para recoger la orden del día.

El comandante interrumpió la conversación que sostenía con un oficial de Estado Mayor para entregármela. Nuestros recíprocos saludos fueron muy ceremoniosos; me chocó, empero, el centelleo que tuvieron sus ojos al mirarme. Yo no podía llamar amigo al mayor, pero, ciertamente, no era un enemigo. Era un observador de lo que pasaba en el mundo, poco inclinado a inmiscuirse en las vidas ajenas, y si se había sumado al brindis de la otra noche, fue más por divertirse que porque se sintiera emocionado; porque le divirtió ponerse de pie con aquel infeliz oficial, que no era un oficial de carrera, y con aquel fogoso subalterno que propuso el brindis; porque gozó a más no poder con la completa enormidad del ultraje que siguió después. Muchas amistades no son otra cosa que una comunidad de intereses. Los hombres que quieren abrirse camino en la vida obrando solos hacen pocas amistades. A mí con tener a Sukey me bastaba y me sobraba.

Cuando en el cuarto de banderas leí la orden, vi que el mayor estaba de mi parte otra vez. Me podía haber nombrado para muchos servicios ingratos, y, sin embargo, me nombró para uno que era el que Sukey precisamente deseaba para mí. Aquella tarea me alejaría varios días de la guarnición para pasarlos en una deshabitada región de montañas de arena situada al oeste de Kotri, donde los hombres de ninguna tribu rebelde podrían venir a molestarnos. Mi misión iba a consistir en localizar los dhads y sims de aquella zona (especie de lagunas y manantiales del desierto) y especialmente buscar y seguir el cauce seco de cierto fabuloso río. Sería conveniente que vistiera trajes musulmanes, para no llamar la atención de las caravanas que pudiesen pasar a cierta distancia de nosotros, y de llevarme un solo sirviente por toda compañía. Nuestros caballos de silla y dos acémilas para la carga serían nuestros medios de transporte.

Con mis vestidos de indígena metidos en un saco que colgaba de la silla de mi corcel —no quería que la guardia me diera el alto en la puerta— cabalgué hasta la morada del coronel Webb para ver a Sukey. Hamyd ya me había informado de que el jefe estaba en el campo, y por si esto era poco, tuve la suerte inmensa de que la dueña de mi corazón estuviese en casa ¿Esperaría a que se pusiera guapa para recibirme? Su ayah me trajo este recado del piso de arriba, y yo la hice volver a subir con la contestación de que tenía que ponerme en camino dentro de veinte minutos de soldado y no veinte minutos como los cuentan las mujeres cuando… se arreglan. Se me presentó toda ruborosa en bata de estar por casa.

Se quedó de pie a la puerta del gran salón donde habíamos puesto a prueba la paciencia del coronel Webb y donde ahora esperaba yo imaginándome tener ante los ojos como una especie de visión de su persona sentada muy tiesa, con el ceño enormemente fruncido, junto a una mesa de madera tallada. Tal supuesta visión me dio frío, hasta que los ojos de ella mirándome y sus cabellos amarillos convirtiéndose en un hermoso y pálido sol, para mí, me lo quitaron.

—Ven a la biblioteca, Rom. No es demasiado correcto que te reciba así, vestida de cualquier modo como voy. Hacerlo aquí sería «tremendamente sangriento».

Me puse muy cerquita de ella y le hablé en voz bajísima, para que ningún criado, por fino que tuviera el oído, pudiera oír lo que decía.

—Te he visto con un traje que era sólo una mezcla de luz de luna y de luz de fuego.

—¿Crees que es muy galante recordármelo? —dijo simulando el remilgo tan bien que hubiera podido tomarlo por verdadero.

Si su corazón hubiera estado triste —pensé yo— no se hubiera entregado al juego de remugar. Era posible que no hubiese llegado a sus oídos lo ocurrido en la mesa de la oficialidad del regimiento que mandaba su padre.

—No será galante lo que digo, pero de lo que no cabe duda es que el traje resultó muy cómodo —respondí yo.

—Sí, ¿verdad? ¿Y no es extraño eso? Puede que no sea siquiera extraño, ahora que nosotros creemos que podía serlo. —Me había cogido de la mano y me llevaba a la biblioteca—. Cuando las gentes se sienten seguras se hallan cómodas en casi todas partes. Recuerda lo cómodos que estuvimos nosotros sobre una plataforma de piedra con un par de mantas y una botella de aguardiente de palma.

—¿Crees que está bien que, tú, una dama, me lo recuerdes, Sukey?

—No; pero es una comodidad para mí, mantenerlo vivo en tu memoria.

—Eso es lo que yo pienso. La comodidad duró todo el rato, porque, dos noches antes, nosotros habíamos conseguido la poca seguridad que apetecíamos. No lo parece, ¿verdad que no? Por lo menos tuvimos mayores probabilidades de estar juntos. Atamos un lazo, y lucharíamos como demonios antes de consentir que nadie lo desatase. Sukey, ¿puedo cerrar la puerta?

—¿Tendrías el descaro de hacerlo? Estamos en casa del coronel, sahib, y yo no llevo encima más que una bata.

—Esto haría más excitante el encierro.

—Pues no quiero que la cierres, ¡ea! Los criados cuchichearían, y de algunos de estos cuchicheos podría enterarse papá.

—No creo que esto nos importe ya. De todos modos, este rincón de la habitación no es visible desde la puerta de afuera del recibidor.

Fue hacia el rincón en seguida, sudándole ligeramente la frente y con una expresión de anhelo en el semblante, más despertadora de pasiones que la propia lujuria. Aquella encantadora expresión se fue haciendo a cada minuto más penetrante, hasta que, de pronto, reteniendo una de mis manos prisionera en las suyas, el soñador deseo que había en sus ojos se trocó en un fulgor de lascivo regocijo.

—Rom, ¿has visto alguna vez un truco que hacen los faquires con una cuerda? Me refiero a ese en que el faquir echa la cuerda al aire subiendo por ella luego.

—No he visto a ninguno que lo hiciera.

—Parbati me dijo que ella lo había visto. De todos modos, cuando el faquir tira de la cuerda hacia arriba, ¿dónde está él?

—Me doy por vencido.

—Está suspenso en el aire. Pues bueno; yo no quiero quedar así, porque no sé cuando podría bajar. Nos sentaremos bien tranquilos en el sofá y hablaremos.

Todo regocijo desprecia esas caras largas que ponen las solemnidades de la vida, y el regocijo lascivo se mofa de los dientes largos, del pecho liso, de las piernas como baquetas de tambor de la señora Decencia y de las muchas enaguas que tan púdica señora se pone. Para mí era siempre un deleite estimular aquella clase de regocijo en Sukey. Pero pensé que toda clase de regocijo se le acabaría de repente cuando le contase, como parecía que era mi deber, lo del brindis del teniente Loring.

Me equivocaba en ambos supuestos. Cuando estuvimos sentados, me dijo alegremente:

—He oído decir que el regimiento nos ha puesto a los dos lo que se llama de patitas en la calle.

—¿Y puedes bromear acerca de ello. Sukey?

—Es una broma tremenda realmente Esas figuras de cera, sentadas en torno a una mesa, que se creen que son condenadamente pukka, los que vociferan el Britania Dueña y Señora del Mundo y el Dios Salve a la Reina, se comportaron como unos asnos acabados en todo momento. ¿Concibes tú que lord Melbourne, o el mismo príncipe Alberto, se negaran a secundar un brindis así? No me sorprendió lo más mínimo, pero…

Sukey se interrumpió y el ya subido color de sus mejillas se encendió un poco más.

—¿Pero qué?

—Puede que haga mal en decirlo, pero, al fin y al cabo, tú y yo no debemos ocultar nuestros pensamientos el uno al otro. Me sorprendió el que Henry no brindase por nosotros y Gerald, sí.

—No entiendo esto.

—Henry es un aristócrata y su conducta le ha quitado nobleza. La doctrina de nobleza obliga tendría que inclinarle a defender las causas grandes, no las pequeñas. En público, al menos, debiera estar a tu lado, y no al de papá. No puedo explicar eso, pero es verdad. Lo que hicieron no fue solamente un acto necio sino vulgar también. Me atrevo a decir que le cegaba el resentimiento.

—Soy de tu parecer. Pero que te extrañe que brindara Gerald…

—Quizá no me haya sorprendido realmente. Ya te dije en otra ocasión que es más perspicaz de lo que parece. Parece lo bastante romántico para permanecer sentado con otros locos e incluso para pronunciar un discursito diciendo que, a pesar de lo mucho que te quiere a ti y del gran respeto que siente hacia mí, no podía brindar por una boda que él no aprobaba. Porque él tiene la obligación de desaprobarla, como sabes tú, y por eso precisamente resulta más maravillosa su conducta. No, no podía negarse a brindar, le hubiera sido muy difícil dar una explicación de su abstención. Supongo, de todos modos, que estaría tan irritado…

—Estaba irritado a más no poder. Pero, así y todo, no brindó, ahora que me acuerdo. Se puso en pie nada más, y, en esta postura, anunció que iba a pedir el traslado; dicho esto salió del comedor sin haber tocado su copa para nada. Tuve que estar hablándole largo rato para disuadirle de su propósito de dejar el regimiento. —¿Y Clifford?

—No vino a cenar.

—Eso ya lo sé. De este no te librarás así como así. Es el que más temo. Te odia de verdad.

Tomé la decisión de no contarle nada de mi encuentro con Clifford. A Sukey no le divertiría probablemente, ver con los ojos de la imaginación el retrato mental que estaba haciendo en aquel momento de su pretendiente: la cara llena de parches y los alrededores de sus ojos cubiertos con carne cruda.

—¿De qué te sonríes? —me preguntó.

—No tengo motivos para sonreír, te lo aseguro.

—Pues algo te hace sonreír. Yo, por mi parte, tengo risa para rato con lo que dijiste en el comedor del cuartel. Esta mañana me lo ha venido a referir Mildred, quien primero se ha excusado por desobedecer la orden del teniente coronel Maddock y luego me ha dicho que no hubiera abierto la boca si no hubiese sido por hacerme un bien a mí, y me ha encarecido que no hablase de ello con nadie, etcétera, etcétera. Cuando llegó al relato de lo que tú dijiste e hiciste, me hizo saber que no podía repetirme las palabras que tú empleaste, pero me aseguró que fueron insultantes o algo peor. Yo la amenacé con llevar el cuento de su indiscreta visita a su marido si no me explicaba todo lo ocurrido durante aquella cena. La amenaza surtió efecto y me susurró al oído tus palabras. ¡Me hicieron gritar y saltar de gozo!

Sentado al lado de Sukey me di cuenta de que nunca había visto un ser que tuviera más vida que ella. Su cabello parecía tener luz propia, el color de su cara estaba siempre en proceso de cambio. Seguía atentamente con la vista el rítmico subir y bajar de su pecho.

—Gerald creía que el incidente te obligaría a romper tu compromiso matrimonial conmigo.

—Ni pensarlo.

—Todo indicaba que te harían la vida imposible, y mi hermanastro estaba por ello tan profundamente trastornado que llegó a proponerme que aplazáramos nuestro enlace hasta que los ánimos se serenasen.

—¿Y estuviste tentado de hacerlo? —me preguntó ella, inmóvil en su asiento.

—Tú me conoces mejor que eso, Sukey.

—Qué quieres que te diga. Veo que te dejas influir mucho por lo que dice tu pariente. No acertó Gerald esta vez. Si sólo tuviera que temer el que me condenaran al ostracismo me daría por bien contenta. ¿Qué misión te han confiado ahora? He visto a Hamyd en el patio con cuatro cabalgaduras.

—Precisamente la que tú deseabas. Te hablaré de esto antes de marcharme, para hacer más alegre la despedida. Pero, continúa…

—Mildred se quedó sorprendida y muy extrañada cuando me oyó lanzar el grito de alegría que te he dicho antes. No sé si fingirá. Es mujer y debiera saber cómo siento yo. Hay tantas personas falsas en el mundo. No sé lo que hubiera hecho esa amiga ni hasta qué punto hubiera fingido, si llega a darse cuenta de otro deseo que me asaltó de pronto. Me asombra que no lo leyera en mi cara. ¿Adivinas lo que era?

—No.

—De repente, lo orgullosa que estaba de ti me hizo desear de un modo insufrible el tenerte a mi lado… quería… no sé qué. Mildred estaba sentada en el borde del lecho, yo hubiese querido que ella fueses tú.

—No me hubiera sentado allí mucho rato.

—No digas eso ahora. Ahora, no. Las pupilas de sus ojos se dilataron hasta hacerse inmensas.

—¿Por qué no?

—Porque no. Porque no es el momento. Es mejor que te marches ya. Nos estamos atormentando el uno al otro. Parbati me dijo que, en momentos de grave peligro, las personas se sienten más apasionadas que nunca. ¿No lo has oído decir? También me dijo que cuando una plaga azota cualquier ciudad india, las doncellas mejor guardadas huyen de sus casas para salir en busca de amantes, y qué muchas de ellas conciben. Rom, ¿estamos nosotros en un peligro mayor que el que sabemos o el que podemos imaginarnos? No el ser insultados, o alejados de la vida de sociedad, sino algún terrible peligro real y verdadero.

Yo meneé la cabeza, y tal gesto lo mismo podía significar que no como que no lo sabía.

—Tengo un miedo horrible. Hasta los criados me parecen seres peligrosos ahora. Sólo uno o dos de los domésticos que sirven en esta casa no me inspiran sospechas de que nos espíen para contarle todo lo que ven a papá, lo que harían movidos, por el afán de cobrar el precio puesto a la sangre de alguien. Dije a mi padre que esto había sucedido ya, pero él me replicó que tú me habías quitado la honra, y quién sabe lo que va a hacer. Vive ahora en un estado de ánimo muy peligroso que podría hacerle obrar a ciegas. ¡Me lo dice el corazón!

—En parte esto tiene la culpa de que no estés en mis brazos. ¿Qué es lo demás?

—Que no quiero que cese esta situación hasta…

Me cogió las manos, las apretó contra su pecho y, sosegadamente, me habló así:

—Me interesa que siga este estado de cosas hasta después que se haya celebrado nuestra boda. ¡Qué se fastidien los otros! Mientras ellos se fastidian no me duelen a mí tanto las ofensas que me hacen o las que pretenden inferirme. No quiero pensar en nada, ni en penas ni en peligros, sólo quiero pensar en ti.

Posó sus labios suavemente sobre los míos, y los tuvo inmóviles mientras el péndulo de un alto reloj que había en el rincón se movía de derecha a izquierda y de izquierda a derecha varias Veces. Las finas, negras y endiabladas manecillas del reloj, moviéndose implacablemente, nos dijeron que nos quedaban menos de cinco minutos del tiempo que nos habían concedido; obedeciendo, sin duda, a un impulso primitivo de propiciar los Espíritus del Mal, resistimos a la tentación de prolongarlo. Mientras la aguda lanza de la manecilla más larga iba dando la vuelta a la esfera del reloj y mataba sobre esta, uno a uno, los minutos, tranquilicé a Sukey acerca de la misión que me habían confiado, la cual me alejaba de la guarnición y de los pueblos rebeldes.

—Puede que hayamos estado viendo fantasmas —me dijo con confiada esperanza——. Papá no mató a aquel sargento, no mató deliberadamente a mamá. A nosotros no nos perdonará nunca, pero no nos hará nada dé no volverse loco antes. Clifford quizá sea vengativo y te haga todo el daño que pueda, pero no te odia tanto como para cometer un crimen tremendo.

Hubiera debido decirle lo que había pasado entre Clifford y yo, de lo que no tardaría ella en enterarse, pero ahora no podía.

—No creo que cometa ningún crimen, porque esto crearía más odios aún —dije yo—. Dime ahora adiós del modo más cariñoso que puedas, Sukey.