Seguí a Gerald y entré con él en su aposento. Me puso en la mano un whisky mezclado con agua que me dio como si fuese una medicina que me hiciese grandísima falta. No había por allí ningún espejo que pudiera reflejar mi cara, pero notaba que la tenía pegajosa por el sudor, y que mis rodillas temblaban. Desprecié los débiles y rápidos latidos de mi corazón. Yo me senté en la única silla que había en el cuarto, y él en la cama, apoyando la barbilla en la palma de su mano derecha.
—Gerald, te pido desistas ahora mismo de pedir tu traslado a otro regimiento.
—No sé por qué, puesto que de hecho ya puedo considerarme trasladado.
—No has sido trasladado, ni muchísimo menos. Si es necesario, discutes el asunto con el segundo jefe. No lo hagas con el coronel Webb, a quien no se dará conocimiento oficial de esto. Ya verás cómo el teniente coronel te dice que te quedes. Por el bien del regimiento, por tu propio bien, concédeme lo que te pido.
Mi cerebro estaba funcionando a la perfección, como había hecho con frecuencia anteriormente, y eso a pesar de estar mi cuerpo débil y agotado.
—Te confieso, Rom, que, hasta esta noche, había creído que no podía estar rodeado de mejores compañeros, y que su amistad, la de todos menos la de Clifford, era más de lo que podía apetecer. A todos apreciaba, excepto a Clifford, y suponía que ellos me apreciaban a mí. El regimiento era para mí el más distinguido de toda el arma de caballería. Pero, desde ahora en adelante…
—Desde ahora en adelante, o por lo menos muy pronto, yo me iré. Obtendré mi traslado a los Servicios Secretos. Quebranto las órdenes que tengo recibidas para decírtelo: seré trasladado en cuanto se haya resuelto la propuesta que va a ser cursada uno de estos días por vía oficial. Entretanto, estaré alejado de la guarnición el mayor tiempo posible. Dentro de trece días, Sukey y yo nos casaremos sin ostentación ante un misionero, y ella me seguirá a donde quiera que vaya o me destinen.
—Escúchame un poco —comenzó a decir Gerald, secándose mejillas y labios con fuerza nerviosa—. ¿Estás seguro, Rom, y perdona la pregunta, de que Sukey se mantendrá firme? Se enterará de lo ocurrido, no te quepa duda. ¿No temes tú que tan extrema y amarga oposición del regimiento de su padre le obligue a romper vuestro compromiso matrimonial?
Gerald hablaba con creciente dificultad. Los músculos de su garganta y de su mandíbula inferior trabajaban penosamente.
Yo le atajé, diciendo:
—Esa oposición podría romper otros compromisos, porque de hecho es una declaración abierta de que si ella se casa conmigo le harán un vacío que equivaldrá al destierro. Nuestro compromiso, sin embargo, no lo romperá.
—¿Por qué no aplazas tu boda hasta que haya pasado el efecto de los peores golpes? Sería una cosa de muy buen sentido.
—No. Ninguno de los dos nos avendremos a un aplazamiento.
—Entonces, además de estar enamorada, es una chica de una gran firmeza de carácter. Y tú, y te admiro por ello, también la tienes.
—Algunos dirán que soy un cochino pelagatos. Para estos la única solución decente que podría hacer sería renunciar a la mujer que amo, a mi carrera militar y quitarme de en medio. Pues no, señor. Nos casaremos, y, por raro que pueda parecerle al mundo sahib, seremos dichosos. La clase de misiones que me confiarán los Servicios Secretos hará que estemos recorriendo continuamente la India de norte a sur y de este a oeste, y esta vida tendrá para los dos grandes alicientes. Podremos tratarnos con indígenas y gentes de castas inferiores. A la postre, nuestros oponentes no nos podrán desterrar de la mejor sociedad de aquí. Si la suerte me favorece y llevo a cabo con éxito algunas misiones difíciles nos verán sentados a la mesa del Gobernador General al lado del coronel Jacob.
Brillaron sus ojos cuando dije esto último. Sacó la pipa, la llenó y la encendió con una cerilla.
—Estaría más esperanzado si no hubieras dicho en la mesa a los compañeros…
De pronto Gerald enderezó el cuerpo y vi en su cara que la excitación que sufría iba en aumento. Exclamó: «¡Oh, Dios mío!».
—Pedí antes permiso para hablar libremente, y se me negó.
—¡Pero si hablaste libremente! Te dirigiste a los compañeros en general y al segundo jefe en particular. No sé lo que va a ocurrir…
—No creo que ocurra nada —dije yo—. Todos han ido a la escuela y, además, son ingleses. Yo estoy agregado a los lanceros Tatta, me alojo y sirvo en el regimiento, y creo que, los que se abstuvieron de sumarse al brindis, y no negaré que en esa conducta había algo de rectitud, sintieron en su fuero interno que estaban cometiendo una acción poco digna. Como ingleses querían que me defendiese yo solo. También el segundo jefe no quiere que se hable del incidente, tal vez para evitar que aparezca en el Globo un artículo comentándolo a su modo. Me apuesto cualquier cosa a que, cuando salimos del comedor, el teniente coronel, dando un puñetazo sobre la mesa, repitió su orden de que no se hablara más del incidente. Y es más, creo que todos ellos estuvieron muy contentos de recibir tal orden.
Gerald meditó. Tenía las manos cruzadas sobre la rodilla. Recordé que en aquella postura le había visto muchas veces cuando era niño.
—Tienes razón —me contestó al final—. Me quedaré en el regimiento.
No parecía en modo alguno posible que apuntando y tirando yo tan rectamente me fallase la puntería. Mis razonamientos eran perfectos, pero mi deducción general completamente equivocada. Aquella noche soñé con una serpiente enroscada a la que en vano trataba de matar —según nuestros campesinos de Berkshire aquello significaba tener un enemigo—. Al recordarlo despierto, este sueño me hizo sonreír; pero, con todo, lo consideré un aviso y resolví no ponerme al alcance de los dientes del bicho que sedujo a nuestra primera madre mientras Sukey y yo no hubiéramos salido de la región de la India donde nos hallábamos.
Sí; procuraría alejarme de la espesura para que no me sorprendiera el reptil. Me felicitaba de mi juiciosa resolución mientras daba fin al almuerzo que Hamyd me había traído a mi aposento, cuando entró un mensajero y me entregó un escrito. Decía:
Rómulo Brook:
Si estás libre de servicio, acude en seguida al juego de bolos. Tengo que ventilar contigo cierto asunto, y estoy seguro de que preferirás que hablemos de ello allí mejor que en otro lugar más concurrido. No te presentes de uniforme, porque la lección que quiero darte nada tiene que ver con nuestra profesión militar.
Clifford Holmes
Noté que se torcían mis labios y los puse derechos en seguida. Había sido el comienzo de una de esas sonrisas que Sukey había dicho que eran un vicio que ella extirparía, una de esas sonrisas que ella decía aparecían en mis labios cuando yo creía que iba a ser ofendido. A pesar de Sukey, continuaría sonriendo de aquel modo. En aquel trance, el orgullo no mitigaba el pesar que sentía en mi corazón. Mi sonrisa no había sido nunca signo de orgullo; esto no quitaba el que pudiese en cierto modo sentirme orgulloso de poder sonreía en según qué ocasiones. Procuré evitar que me vieran coger ropas de paisano para acudir a la cita.
Como dos amigos que sacan al aire libre a un camarada de francachela embriagado para que se le pasen los efectos de la bebida, así me llevaron mis piernas a mí hasta el juego de bolos. Tenía que agradecer a Clifford el que hubiera elegido aquel lugar en vez de otro más público. Seguramente era tan adecuado para nuestro asunto como lo había sido para mi primera intriga con Sukey. Allí hicimos nuestros planes para nuestra primera entrevista a solas; allí había obtenido ventaja sobre mis competidores, según me dijo Gerald después. Yo me había dicho que la conspiración no iba contra Clifford —yo no podía dañar un amor que él merecía ganar—, pero tal vez lo había dañado, entonces y allí, en la ignota profundidad de su corazón, y entonces él había hallado buenas razones para absolvernos a los dos —a mí que, al decir de mi hermanastro, había seguido la pista interior en aquella especie de carrera de caballos, y a Sukey—, para absolvernos, digo, de censuras por haber abandonado la carrera… A pesar de su aislamiento, me hubiera gustado más verme con Cüfford en otro sitio.
Clifford me esperaba sentado en el pedestal de una escultura que representaba a una tigresa agachada y rugiendo, probablemente un antiguo símbolo de la diosa Kali. Iba vestido como para jugar al tenis. Nunca me había fijado yo tanto como entonces en lo anchos que eran sus hombros, en la estrechez de su cintura, en sus piernas tan largas y sin pelo. Su desarrollo muscular era tan simétrico que hubiera podido engañar a unos ojos poco atentos; a los míos, muy vigilantes ahora, se manifestaba notablemente poderoso. No había observado antes de ahora que su cuello era tan corto como el de un gato.
Durante la observación me sucedió una cosa rara. Hasta aquel momento ni había sabido ver ni había admitido la ventaja enorme que me llevaba aquel hombre en fortaleza física, que saltaba a la vista y podía observar cualquiera que nos comparase a los dos. Era lo que nuestros soldados llamaban un luchador nato. Yo había tratado de negarme a mí mismo, con el pensamiento, la evidencia de hecho tan patente, esperando, contra toda esperanza, que la rapidez de movimientos de mi cuerpo y mi gran resistencia física podrían contrarrestar su mayor fuerza y anular la ventaja de su mayor envergadura. Al admitir de repente la verdad, sentí que recobraba mis ánimos y que mi cerebro funcionaba al máximo de rapidez, como me ocurría tan a menudo cuando me encaraba con la realidad, cual si la realidad fuese una escoba para barrer el polvo cegador de las mentiras. En aquel instante me había convertido en un antagonista de los más peligrosos.
Al verme llegar hizo un movimiento muy gracioso para levantarse.
—He recibido tu misiva —le dije—. No estaba de servicio.
—Bueno. Si tú quieres podemos terminar lo nuestro en un periquete.
—Me dices en tu escrito que tienes que ventilar un asunto conmigo, y que es mejor hacerlo aquí que en lugar público. ¿De qué se trata?
—Creo que ya lo sabes. No me representes un acto de comedia haciendo el papel de inocente para salir de escena festejado por grandes aplausos. Me parece que te he escrito en inglés liso y llano que cualquier británico verdadero comprendería claramente. Pero, teniendo en cuenta varias cosas, voy a explicarte brevemente primero lo que voy a hacer después.
El hombre pareció escucharse al hablar y debió juzgar que las frases le habían salido muy redonditas. Hizo una corta pausa para observar el efecto que me habían producido sus palabras. Yo no repliqué a ellas.
—Para empezar declararé que nada tengo que decir a que tú y Sukey os hayáis prometido para casaros. Esto no es asunto mío. Si hubiera estado en el comedor durante la cena de anoche, también me hubiese negado a brindar, pero hubiera sido por principio. Tuve mucha suerte faltando a aquella cena.
Hizo otra pausa, sin duda esperando que yo le preguntara el porqué. Yo me limité a esperar.
—Hiciste algo contra lo que los demás compañeros no pueden obrar —continuó—. El teniente coronel Maddock ordenó a todos que guardaran el más absoluto silencio sobre lo ocurrido. Pero mira, Rom, yo no estaba presente. Yo no recibí tal orden. Puedo, sin cometer una falta de desobediencia, pedirte cuentas de tu acción.
Yo seguí esperando. La frialdad, la indiferencia de que hacía alarde eran las de un caballero inglés, que, además, era un sahib tan burra como pukka. Yo veía que se le estaban ensombreciendo un tanto todos aquellos relumbrantes títulos de nobleza.
—Yo no sé de qué modo has llegado a hacerte dueño de la voluntad de Sukey —y al decir esto cambiaron sus ojos de forma y echaron lumbre—, pero sé que has insultado al segundo jefe de mi regimiento y a varios de mis compañeros de armas. Porque no quisieron brindar por tu enlace con una memsahib, hiciste unos gestos y unos ademanes viles. Si hubieses sido un caballero —y si lo hubieses sido no hubiera ocurrido aquello— me hubiera creído en la obligación de enviarte mi tarjeta. No siéndolo, mi deber es otro, y no menos agradable de cumplir. Supongo que, con lo que te he dicho, ya habrás adivinado cuál es.
—¿Es que vamos a jugar a las adivinanzas, Clifford? Podrías habérmelo dicho al empezar. Pero terminemos. ¡Lo que haya de ser que sea pronto!
—Estoy de acuerdo. ¡Quítate la chaqueta!
—Y cuando me haya quedado en mangas de camisa, ¿qué?
—Te voy a estropear el físico por unos cuantos días, Rom. A Sukey no le vas a gustar tanto después que hayas salido de mis manos. Del momentáneo y parcial eclipse de la belleza de tu moreno rostro podrás dar a tu novia la explicación que quieras. Si te quieres quejar, además, al Cuartel General, no seré yo quien te lo impida. Yo diré que es un asunto privado, que ninguno de los dos vestía el uniforme, que para curarte de cierta dolencia, necesitabas un tratamiento a base de un remedio un poco fuerte, y que yo, como buen amigo, te lo administré.
—Sabes que pesas mucho más que yo —y al decir esto me desabrochaba la chaqueta—, que en estatura me pasas media cabeza y que tienes unos brazos larguísimos.
—Hubieras tenido que pensar en ello, nenito, antes de abrir tu cochina boca la noche pasada.
—Un duelo a pistola o a sable hubiera sido una lucha más noble y menos desigual; sería combatir con armas iguales —le dije mientras sacaba de mi brazo izquierdo la manga correspondiente de la chaqueta.
—No me interesa luchar contigo con armas iguales. No me pareces tan inteligente como de costumbre. ¡Y a ver si acabas de quitarte esa chaqueta! Estamos en clase. Ya te dije en mi escrito que te iba a dar una lección y…
La lección se la iba a dar yo dentro de un instante. En mis vagabundeos por las callejuelas de Trieste y en mis visitas a los garitos y lupanares de Túnez había acumulado una gran cantidad de conocimientos prácticos y muy útiles en muchos vastísimos y diversos campos de experiencia de la vida. Ya me había quitado del todo la chaqueta y la sostenía por las solapas como si quisiera colocarla sobre el tigre de piedra. Haciendo ver que obraba como aturdido, fui andando en dirección a la estatua hasta llegar a cinco pies de mi impaciente enemigo, desde cuya distancia no me podía fallar, como no me falló, que, al arrojarle yo aquella prenda de vestir, le cayera sobre la cabeza tapándole ojos y cara. En seguida le pegué un golpe con toda mi fuerza en plena boca del estómago.
Cayó al suelo. El gran James Burke (El Sordo) hubiera hecho lo mismo que yo. Era necesario que no se levantara hasta que le hubiera dejado imposibilitado de hacer daño. También sabía cómo tenía que hacerlo. Me propuse hacer las cosas a la perfección y ser muy expeditivo. El furor y esa crueldad tan femenina que es la característica del furor, hicieron que me gustase lo indecible tal trabajo y que me aplicase a él con apasionado amor y un muy vehemente ardor; hasta puse una gran fantasía en los golpes que le di. Después de haberle puesto ambos ojos morados, de aplastarle la nariz y de convertirle en pulpa los labios, me acordé de su amenaza de que iba a estropearme el físico, como él dijo. Entonces continué dando gusto a mis puños hasta que adquirí la certeza absoluta de haber dejado su «físico» en condiciones de no ser reconocido.
Cuando empezaba a dar señales de salir de la inconsciencia, le dejé y me fui al casino, en cuyo salón entré sin mirar a nadie ni hablar con nadie de los que allí estaban, y en la tablilla de avisos clavé con una chincheta la carta que Clifford me había dirigido. Cuando crucé la puerta para salir, miré por encima del hombro y vi a dos hombres que la leían. ¡Que dentro de pocos minutos estarían todos en el juego de bolos no cabía duda!