Sucedió que el raudal de dulces sueños que me había predicho Gerald se vio detenido por el obstáculo de un sueño horrible. Pasó aquel inmundo sueño por un canal de mi cerebro que yo creía hacía diez años estaba seco; fue como el caminar de un fantasma que hiciera diez años que no se había aparecido. Su aspecto no había cambiado nada, era el mismo que tenía en la visita anterior; pero a la puerta del sueño, había un guardián en vela que parecía prever cada cambio en los movimientos del espectro y en el lugar por donde pasaba Mamá me tenía abrazado otra vez y me daba cálidos besos en la cara —su nombre era Mamá todavía en lugar de la Mujer—. Gerald me volvía a llamar Rom, y su llamada sonaba en vez de ser muda como la palabra impresa cual sucede cuando uno sueña que habla. Otra vez Mamá me escupía al rostro y me arrojaba de su presencia. De-este mal sueño desperté demasiado pronto, porque no continué soñando que luchaba con la esperanza de vencer. Cuando, como por efecto de una explosión, volví a tener noción de espacio y tiempo, entraba la aurora por la ventana y me secaba el sudor de la cara con una de mis manos.
«La Mujer está muerta», fue mi primer pensamiento. Sin duda había provocado aquel sueño el que me dieran la noticia de su muerte la noche pasada.
Cuando vestido de punta en blanco me presenté al mayor Graves para darle cuenta de que lo del barco contrabandista había quedado reducido a un fuego fatuo, no pude menos de reírme burlonamente al ver su decepción. Me dijo que consideraba que debía haber sido mi guardia larga y tediosa; que, para la quincena siguiente, no tenía ninguna misión excitante que confiarme solamente unos servicios de reconocimiento con vistas a la prolongación de una carretera estratégica. Si conseguía volver con un buen informe, sería casi seguro que se me concediera oficialmente el inmediato traslado a los Servicios Secretos que tenía solicitado.
Al empezar a deslizarse el sol hacia las montañas Kirthar y cuando en la sombra parecía hacer frío, si es que no lo hacía de verdad, me encaminé a la morada del coronel Webb. El teniente Rómulo Brook iba a ver a su novia, como es obligación de todo prometido. Si el coronel Webb me preguntaba qué iba a hacer allí, le contestaría que a ver a mi prometida. Pero el criado que me abrió la puerta no llamó al dueño de la casa para que saliera a recibirme, y esto me quitó un gran peso de encima e hizo que no me sintiera avergonzado del poquitín de miedo que tenía de presentarme en la mansión. De todos modos, contrariamente a lo que yo suponía que pensaban de mi persona los que eran superiores a mí, nunca me avergonzaba mucho de mi cobardía o de mis otras flaquezas si los demás no se enteraban de ellas.
El fámulo me hizo esperar mientras anunciaba mi llegada. Volvió con el recado de que la memsahib estaba en el jardín con un invitado y allí la encontraría. Me indicó una puerta lateral por la que salí al jardín, y, caminando por un sendero de guijarros, me dirigí hacia un grupo de arbustos que florecían con adelfas de brillante color rosa. En seguida vi a mi amada que estaba sentada en un banco de piedra que había al lado del arroyuelo que discurría por el jardín y que tenía su diestra en la siniestra de Henry Bingham. Aquella inesperada visión me produjo el efecto de un chorro de agua helada derramado por sorpresa sobre la espalda, y al instante pensé que me iba a decir que lo que había sucedido la pasada noche había sido solamente un sueño —o, por lo menos, que tenía que creer que lo había sido—, y qué había decidido casarse con un burra sahib.
Pero puso una cara tan radiante para darme la bienvenida que ya no pude dudar que aquella cara la ponía por mí.
—Rom, ¿qué te hacía sonreír cuando te acercabas a las adelfas? —me preguntó.
—No sabía que sonriera…
—Pues lo hacías. ¡Y qué sonrisa más horrible! Henri, ¿te fijaste?
—No —respondió el interpelado—. Estoy seguro de que se burlaba de mí. ¿Por qué no ríes de modo que se te oiga? Dicen que el que ríe el último es el que ríe mejor.
Henry hablaba como si estuviera de buen humor, pero sorprendí en sus ojos la mirada que tienen en los suyos los hombres que reciben heridas graves en el campo de batalla defendiendo la bandera patria.
—Ni soñarlo que Rom ría así, Henry —le dijo Sukey con viveza—. Ya lo sabes tú. Pero a veces sonríe horriblemente, sobre todo cuando se figura que alguien le va a ofender. Yo te quitaré ese vicio, Rom.
—Henry, no vayas a creer que…
—¿Te quieres callar, hombre? —me atajó este cuando me oyó tartamudear—. Nada de excusas. Ya que estás tú aquí para entretener a Sukey, aprovecho la ocasión para largarme.
Y mientras decía la última frase se alejaba de nosotros a toda prisa. Al llegar a las adelfas se volvió y nos saludó con la mano. Dándome un poco la espalda, Sukey le miró marchar. Pero Sukey no pudo ocultar los ardientes lagrimones que le resbalaban por las mejillas, y no lo intentó tampoco al final. Al verla llorar, se me heló hasta el tuétano de los huesos, como si me hallara en un páramo desolado donde soplara un helado viento. Me acerqué a ella y le sequé los ojos a fuerza de besos.
—¡Estoy tan contenta de que me hayas hecho eso, Rom! —me dijo—. Tenía miedo de que no quisieras hacerlo.
—¿Por qué llorabas?
—Por nosotros, no por él. Porque sabiendo que iba a suceder esto, seguimos adelante a pesar de todo. Es increíble que tú y yo, Rom y Bachhiya, hayamos podido ser tan valientes.
—En las comedias de la Edad Media el gitano era un personaje de alcurnia. Unas veces era bufón, otras truhán, pero siempre un cobarde.
—Los sahibs, especialmente los que llevan poco tiempo aquí, creen a los indios cobardes. Se equivocan.
—¿Es eso peor que lo que tú esperabas?
—Sí. No es por lo que dice la gente, sino por lo que no dice. Y me figuro que pasa lo mismo cuando no se les puede oír. Una persona se lo dice a otra, y nadie hace comentarios.
—¿Lo sabe ya mucha gente?
—Toda la guarnición. Pero ha sido porque lo he querido yo. Papá entró en mi cuarto esta mañana temprano a pedirme que te escribiera inmediatamente para exigirte que guardaras unos días el secreto de nuestro compromiso. No ha pegado un ojo en toda la noche, por supuesto. Él aún cree en la posibilidad de una ruptura y, además, lo espera. Yo le dije que había descubierto su pensamiento y que iba a dejar que las cosas siguiesen su curso natural. Con este propósito fui a ver a Marta Cadwell después de almorzar. La mujer se puso más blanca que una sábana recién lavada. Hubieras tenido que ver su boca, parecía exactamente la de una carpa. No quiso que le diera pormenores. Con sólo contarle el hecho escueto ya la dejé viendo visiones. ¡Mira si tenía prisa de que me fuera de su casa, que leí en sus ojos que si hubiera tenido el poder de hacerlo, me hubiese convertido de muy buena gana en un velero y lo hubiera lanzado a la mar a todo trapo!
Cuando quise hablar yo, Sukey me cerró la boca con un beso, y me dijo:
—Espera hasta que te haya contado el resto. Mildred Ager me invitó a merendar y asistió a la merienda todo el mundo. Cada uno tenía preparado lo que iba a decir; habían escogido y meditado sus palabras como un primer ministro las suyas cuando ha de hacer una declaración a los parlamentarios. Nadie pronunció la palabra enhorabuena. Muchos de ellos dijeron que deseaban verme feliz; otros, muy pocos, nos desearon felicidad a los dos, pero ni un alma abrió los labios para decir que seríamos dichosos. Ninguna de aquellas gatas sacó las uñas para arañarme; nadie dejó ver su júbilo porque dejaba libre a Henry para que se lo disputasen. La catástrofe era tan tremenda que ni los celos podían entrar en funciones. Todas ellas estaban unidas como lo están las mujeres cuando se declara una epidemia de cólera en un acantonamiento. Ninguna me creía descarriada, ligera o necia; todas me miraban lo mismo, como si tuvieran delante a una loca de atar.
—Y puede que lo seas. ¿Qué dijo Henry? Gerald me contó anoche que se te había declarado.
—Henry dijo: «¡Hubiera debido saberlo!», y unas palabras cariñosas a mí. ¿Qué te contó Gerald? Tú le has creído, porque para ti lo que él dice es el Evangelio. Estaba excitada y algo halagada porque Gerald se había ocupado de ella ayer. Se adelantó a decirme ella lo que yo le iba a referir seguidamente.
—Gerald ha sabido siempre que tú eras medio hermano de él y medio gitano. ¿No te preguntó si me lo habías confesado a mí?
—Sí.
—¿Quiso saber cuándo me lo habías dicho?
—Sí; y aunque trató de ocultarlo, estaba muy apenado porque esperé para decírtelo hasta que…
—Hasta el momento en que yo no estaba en mis cabales.
—Los ojos de Sukey estaban muy hundidos y brillaban intensamente.
—¿Te acordaste de que papá dijo aquello de mandarte azotar? Me hubiera gustado estar contigo para decir a tu hermanastro lo que se merece. ¡Ojalá nos hubiéramos fugado anoche!
—Y yo estaría ahora encerrado en una prisión por desertor.
—Pero estamos casados, ¿no es cierto? No ha habido ceremonia nupcial, pero somos el uno del otro, y para siempre.
Ahora estaba sentada, muy quieta, en el banco y me hablaba en voz baja. Cuando yo inicié el ademán de abrir mis brazos para invitarla, para suplicarle que se echara en ellos, Sukey se arrojó en ellos, apretando su pecho contra el mío fuertemente, como una niña. Me cubrió la cara de incontables besos, de besos que parecían decirme que estaba asustada. Mis labios tenían tanta sed de los suyos, que besándola sufría un dolor exquisito.
—Dame una prueba de amor, Rom —me dijo entre suspiros.
—¿Aquí…?
—Dame otra prueba. Demuéstrame que no tienes miedo, que no estás arrepentido de amarme, que no te sientes culpable por quererme. ¡Sí, aquí mismo! Puede venir alguien, pero ¡qué importa ese peligro si…!
El muro del jardín era muy alto, pero para ocultarnos a las miradas que nos podían ser lanzadas desde las ventanas de la casa del coronel sahib sólo había unos arbustos, las adelfas. No había allí ni torre poética en el desierto alumbrada por millones de estrellas ni nada que pudiera embellecer el amor a los ojos de un gitano. Todos los temores que nos inspira el porvenir, mayores de lo que nosotros podíamos comprender o confesar, todas nuestras culpas que podíamos negar o arrostrar, se transmutaban allí en lujuria o en algo conjurado por ese satánico pecado. Se apoderaba de dos seres que se amaban, y en el caso de Sukey, el amor rompía sus cadenas, porque ella no amaba con el espíritu, porque ella amaba con la carne. No había poesía en aquel acto. No había tiempo para las ternuras por el temor a ser descubiertos. Era un amor inmundo que envilecía a los amantes, el de dos irracionales sin orgullo y sin vergüenza.
Después de consumado el salvaje acto, nos volvimos a sentar el uno junto al otro, y en lugar de sentirnos debilitados nos sentimos inmensamente fortalecidos por él. El que fuera un pecado tan común, cometido por incontables millares de amantes insensatos en millares de rincones de la tierra, tranquilizaba nuestra conciencia, haciéndonos creer en la amplia humanidad de nuestra unión, y, por ende, en su licitud, en su honestidad.
—Esto —me dijo ella— no lo hubiera hecho yo con ningún otro hombre por mucho que le hubiera amado.
—Con otro hombre tú no hubieras sido Bachhiya, sino la memsahib. Sukey Webb, la hija del coronel —repliqué yo.
Una alta marea de felicidad, distinta del deleite, nos arrolló hasta el momento de marcharme yo. Su profundo y tierno cariño por mí, del que no había conocido igual, elevó el mío hasta la exultación.
—¿No te importará lo que digan de nosotros? —me preguntó.
—Nadie dirá nada, como no sea, tal vez, Clifford Holmes.
—No te fíes tanto. Tienes demasiada confianza en los sahibs, te miras mucho en su espejo. Me figuro que a causa de Gerald. Pueden ser magníficos caballeros hasta cierto punto, pero me han contado de qué modo tratan a los indígenas cuando están irritados por cualquier cosa. No son ni la mitad de finos que las mujeres en eso que vulgarmente se llama clavar alfilerazos. Las mujeres son bajas y rencorosas hasta cierto punto, y entonces se unen como los soldados veteranos.
—No tengo el menor deseo de recibir unos cuantos latigazos en la espalda.
—Digan lo que digan, verdades o fantasías, a las claras o con palabras encubiertas, no les hagas caso. Haz como el pato que arroja el agua que sorbe. ¿Lo harás?
—¡Corazón mío!
—No te olvides de que eres el hombre mejor dotado del regimiento, y que, con mi ayuda, llegarás más lejos que ellos. Rom, hagan lo que hagan, no te arrepientas, no te sientas culpable.
—Puedes estar tranquila.
—No les des de ningún modo el gusto de que te crean avergonzado o de que tú te juzgas inferior a ellos. Si haces eso no te lo perdonaré nunca. Tú eres el hombre a quien yo quiero, el elegido por mí.
—Daría cualquier cosa ahora por haberte confesado mi origen racial antes de que te hubieras enamorado de mí.
—¡Ese Gerald hubiera podido guardarse su moralidad de escuela pública para él! ¿Qué le importa a él lo nuestro?
—Ahora me sabe mal haber consentido en esperar dos semanas para casarnos. Es perder el tiempo, porque aunque el vicario publique las amonestaciones, antes perderá su puesto que casarnos sin el consentimiento de papá. Yo acudiría a la Misión Metodista. Iremos, ¿verdad?
—Sí. O lo haremos ante un gurú indostano.
—¿No podrías conseguir del mayor Graves que te mande fuera de aquí con cualquier misión ese par de semanas? Con tal de que sea un servicio en el que no corra peligro tu persona, me conformaré con verte sólo de tarde en tarde, en la ciudad o en cualquier parte, para evitarte el tener que estar en torno a papá y cerca de todos esos pukka sahibs.
—Me parece una excelente idea.
Le repetí lo que me había dicho el mayor Graves.
—Ya no tienes tu poder de brujo, pero nos tienes a Hamyd y a mí.
—Que ya es bastante.
—¡Buenas noches, amor mío! ¡La luna no brillará, la música no sonará, las flores no darán su perfume, hasta que tú no hayas vuelto a mis brazos otra vez!
No era de temer que en el comedor del cuartel destinado a la oficialidad se produjese nada que se pareciese a una disputa. El honor del regimiento no permitía a ningún oficial elevar su voz contra un compañero mientras se cumplía el rito de partir el pan y la sal. Hacía mucho tiempo que dos capitanes se habían levantado de la mesa, a la hora de los postres, para batirse en duelo a muerte bajo los cedros de la India; pero durante la comida, ni siquiera una mirada de enojo se habían cruzado los dos. Era muy improbable que me hicieran objeto de una descortesía. Aunque el coronel Webb habla anunciado que estaría ausente de la mesa aquella noche y, por tanto, se podría cenar en uniforme de diario y prescindir del brindis a la Reina, la ceremoniosa atmósfera inducida por los trofeos que coleaban de las paredes, la placa del regimiento, que teníamos a la vista, y los criados con librea que estaban detrás de las sillas, no se podía falsear así como así. Los momentos más peligrosos eran antes de empezar las comidas y después de terminarlas, pero eso solamente si me reunía con mis compañeros en la antesala del comedor donde estaban ellos generalmente bebiendo y charlando Acerté a entrar allí en el preciso momento en que nuestra khan-saman anunciaba que se iba a servir la cena, y lo hice con el firme propósito de marcharme del comedor tan pronto el segundo jefe abandonara la mesa.
Ni siquiera parecía necesario tomar la precaución de que he hablado antes cuando entramos todos en el comedor. El sitio de Clifford Holmes estuvo vacío —tal vez no vino porque temió que le sentara mal en el estómago la cena si la comía sentado a la misma mesa que yo, estando tan reciente como estaba mi victoria—. Gerald me sonrió y me saludó con la mano; no se presentó ocasión de que Henry o cualquiera de los oíros tuvieran que dirigirme la palabra. Me pareció que los comensales estaban más sosegados que de costumbre y que sólo se hablaba de cosas baladíes. Nada más una persona me dio ligeros motivos de inquietud, el teniente Wiston Loring, recién incorporado al regimiento. Se decía que el coronel Webb no lo quería en los lanceros Tatta, pero que no tuvo más remedio que admitirlo, porque su padre había sido oficial en el regimiento y el hijo se había revelado como un niño prodigio en Sandhurst. Además de una mala complexión y de unos dientes de macho cabrío —quizá en parte debido a esos defectos— tenía una personalidad muy poco atractiva y muy poco agradable. A veces se desvivía demasiado por agradar o complacer a los demás; cuando no, siempre estaba en un tris de enzarzarse con alguien en una disputa por cualquier estupidez.
Mientras se comía el plato de carne, dobló algunas veces el torso sobre la larga mesa y me dirigió la palabra en un tono que yo hallé molesto. Quizá porque él había sufrido alguna contrariedad recientemente se complacía tratando de contrariar a otro. Puede que no estuviera más que nervioso.
—Nos ha resultado usted un favorito de las damas —dijo.
Yo acogí la lisonja con una sonrisita y me puse a atacar mi trozo de carne. Los oficiales que tenía más cerca fingieron no oír nada; el que estaba al lado de Loring se irguió un poco y miró a otra parte. Otro dijo con calma:
—A los niños hay que mirarlos, pero no oírlos.
Loring se puso como la grana. Cuando un poco después volví a mirarle, su aniñado y antipático semblante estaba, además, sombrío. Estaba yo deseando que terminaran de servir la cena para poderme marchar de allí.
Los criados retiraron de la mesa los platos, llenaron las copas de vino dulce para que regáramos con él los postres, y, hecho esto, salieron del comedor. Los compañeros habían comenzado a libar el vino generoso cuando, con gran alarma mía, Loring se puso en pie.
—Señor, ¿me permite hacer un brindis? —preguntó al segundo jefe del regimiento que ocupaba aquella noche en la mesa el sitio del coronel.
El teniente coronel Maddock le midió de arriba abajo con una mirada fría y desdeñosa. Aquella mirada fue una de las acciones más insultantes que he presenciado en una mesa.
—Las ordenanzas no se oponen a que un oficial subalterno pueda brindar durante una cena —respondió el teniente coronel, con una tan ostensible burlona gravedad que aún resultó más mortificante que la mirada de antes.
—He estado esperando que se levantara a hacerlo uno de nuestros oficiales más antiguos. El que no se me haya anticipado ningún compañero me hace suponer que, o no se conoce el motivo del brindis o es que ha sido olvidado momentáneamente. —Loring siguió hablando así—: Caballeros, levantémonos y brindemos por la felicidad futura de la encantadora hija de nuestro coronel y de nuestro compañero de alojamiento, el teniente Rómulo Brook, que van a contraer matrimonio próximamente. Que sepan esos queridos amigos que su felicidad es también la nuestra. Rom, eres un chico con suerte, y la señorita Webb, también. Caballeros, pongámonos en pie y bebamos…
No continuó, porque el torrente de su verborrea fue contenido por un dique de silencio.
Gerald se alzó rápidamente, y lo mismo hizo el mayor Graves. Un capitán que se sentaba al otro lado de la mesa, a quien yo apenas conocía y que era el único oficial en el regimiento que procedía de las clases de tropa, pues había ascendido de soldado raso a su grado actual, se levantó también, y se quedó tieso e inmóvil como si estuviera formando en una revista, con la copa delante de él y el antebrazo en alto como si estuviera empuñando un sable. Dos sitios más abajo de donde estaba Loring, que estaba ahora pálido y con la mirada fija en un punto desconocido, se sentaba Henry Bingham; dejó escapar un sonido que parecía un suspirito y se puso a contemplar el techo. Todos los demás oficiales de los lanceros Tatta permanecieron inmóviles en sus asientos, rígidos sus inexpresivos rostros.
Loring, cuya mano estaba trémula y dejó luego de temblar, se llevó la copa a los labios. El mayor Graves sacó del fondo de su garganta un apenas audible o «¡Muy bien!». «¡Muy bien!», y bebió como si no se hubiera enterado del retumbante silencio que reinaba en la sala. El capitán de enfrente vació lentamente su copa hasta la última gota. Me parece que observé todo esto con los rabillos de mis ojos, pues sólo tenía miradas para Gerald.
Gerald no cogió su copa. Por el contrario, tenía los brazos pegados a sus costados y los puños cerrados, una actitud suya que denotaba que estaba furiosamente enfadado y que trataba de dominarse. Esta actitud se la había visto tomar muy pocas veces en su vida. Con lengua torpe y en tono de mucha sequedad, dijo el teniente al coronel Maddock:
—Le ruego que me excuse, señor, el que abandone el comedor para ir a escribir una solicitud pidiendo mi traslado.
—Gracias, muchacho; pero esto es asunto mío —le dije yo.
—No puedo sentarme aquí después de…
—Espera un momento, que puede ser que el coronel tenga la bondad de excusarnos a los dos.
Gerald me interrogó con los ojos, y al ver que yo sonreía, dando una vuelta alrededor de la mesa, se acercó a mí y se paró casi detrás de mi silla como esperándome. Estaba pálido, pero completamente sereno al parecer. Cuando volvieron a sentarse los tres brindadores, me levanté yo de mi asiento.
—Señor, deseo dar las gracias al mayor Graves, al capitán Tisdale y al teniente Loring por su brindis —dije—. Suplico a usía, también, que me releve por unos días de la obligación de cumplir todos los deberes militares que me imponen las ordenanzas.
—No puedo acceder a esa petición —respondió el teniente coronel Maddock—, no puedo concederle el permiso que me pide. Sin embargo, en nombre de los que no se han adherido a ese brindis, le ruego, teniente, se digne disculpar la descortesía que, sin poderlo remediar, hemos tenido con usted. Caballero, de este lamentable incidente no se volverá a hablar más entre nosotros, ni tampoco se hablará de él nunca con otras personas. Declaro terminado el incidente.
—¡Oh! ¡Oh! —exclamó uno de los concurrentes.
—Teniente Brook, en lo que atañe a su carrera militar, decimos «¡Hung ho!».
—Y yo, en cuanto se refiere a mi carrera social, digo a todos los presentes, menos a ustedes tres, «¡Bosa mera pttha!».
No había nadie allí cuyos conocimientos del hindustani fueran tan pobres que no le permitieran entender la vulgar invitación. Si se procedía con ellas como si hubieran sido traducidas literalmente del inglés, esas palabras sonaban a insulto cuando se pronunciaban claramente y con énfasis. Miré al segundo jefe y el saludo que le hice se trocó en el antiguo ademán que significaba lo mismo que los tres vocablos citados.
Medio instintivamente hice otra cosa por el estilo. Pararme junto a la puerta del comedor para que Gerald saliera por ella el primero. Era un privilegio debido a su rango, pero yo quería que supiera él, y quizá también que lo supieran los que estaban observando, que ese derecha también se lo otorgaba mi corazón.