Hamyd había guardado los caballos mientras yo estaba en casa del coronel y me esperaba para darme un puñado de noticias sensacionales.
—¿Dejó el sahib una lámpara encendida en su cuarto cuando salió esta mañana? —me preguntó en urdu.
—No.
—Pues sale luz por la ventana.
—Tomaré precauciones por si acaso.
No adivinaba quién podía ser mi visitante a aquella hora tardía ni a qué podía venir. Con los nervios de punta, abrí un poco la puerta con el antebrazo doblado, y, por lo tanto, preparado para cerrarla inmediatamente, si convenía. Tuve que avergonzarme al instante de tan absurda precaución. Gerald estaba dentro, sentado en mi única mecedora, muy repantigado en ella, con las ropas sueltas y disfrutando de una buena pipa. Pero yo no podía dudar de que su visita tenía importancia. Me eran tan conocidas las expresiones de su cara que en seguida me di cuenta de que no se había acostado aquella noche. También conocí por la torcida de mi lámpara, que tuve que arreglar la última vez antes de apagarla, que la lámpara había sido encendida hacía poco.
—Siéntate en la cama, muchacho —me dijo—. Es ya tan tarde que no vale la pena dormir.
—¿Has encontrado la botella? La guardo en un rincón del armario.
Preparé las bebidas. Mi corazón se alegró como siempre que chocaba un vaso con él. Me hizo una zalema.
—Esta noche no nos vendrá mal un traguito —dijo.
—¡Chico cómo corren las noticias!
—No ha corrido aún ninguna, que yo sepa. Te tengo que hacer una confesión, Rom. Tú ya sabes que todos hacemos tonterías, cometemos locuras irreparables a veces, de las cuales creemos que nadie se ha de enterar. Estaba algo molesto por la boba excusa de Sukey para negarse a salir conmigo esta tarde. Es una chica que me gusta mucho y me las prometía muy felices en nuestro paseo. Pensé, como es natural, que me dejaba plantado a mí para salir con Clifford, quien, como tú y yo sabemos, no es más que un insigne patán Estaba yo cabalgando por la parte del antiguo canal cuando vi a Sukey dirigirse hacia Kii Sarak. Además de contrariado, me sentí picado por la curiosidad y la seguí hasta que llegó al pahari. Desde allí la observé con mis gemelos de campaña. Voló tan derechamente como un cuervo hacia la antigua torre musulmana.
Hice una señal afirmativa con la cabeza y le miré con asombro a los ojos.
—Esa torre ofrece posibilidades interesantes para una cita, ¿sabes? Nunca hubiera creído a Sukey tan colada por Clifford como para verse con él en aquel sitio. Bueno; volví aquí y me encontré con que Clifford y Henry se preparaban para salir de expedición a la puesta del sol. Tuve la suerte de que no me vieran, y, como yo llevaba otra idea en la cabeza, no me deje ver de ellos tampoco. Entonces pensé ¿cómo diablos se le habrá ocurrido a Rom decir que iba a cumplir una misión de vigilancia esta tarde? La idea que como un relámpago cruzó por mi mente era que tú y Sukey queríais pasar un ratito agradable juntos sin que nadie lo supiera.
—Tu suposición es por demás razonable —dije yo.
—Yo tenía, claro está, que guardarte las espaldas. No sabía nada de nada, pero me figuré que era mejor escabullirme sin que me vieran mis compañeros, para que ellos pudieran seguir creyendo que Sukey no había roto la cita y que ella estaba paseando conmigo. No aparecí por el comedor y no me dejé ver por nadie hasta que tú volviste sin novedad.
—¡Esto es portarse como un hermano!
—Gracias, Rom. Quizá evité que os interrumpieran, porque al coronel no le hubiera sentado muy bien que digamos el que su hija y un subalterno estuvieran de palique a medianoche, como dos pajarillos, en lo alto de una torre solitaria, sin testigos de vista. Puse de centinela a Jamrud, tú ya sabes que me puedo fiar de él, y los informes que él me dio me hicieron comprender que ocurría algo grave. Me dijo que el coronel estaba levantado esperando, que salió él mismo en persona en abriros la puerta, que tú entraste y te quedaste a hablar con el jefe. Francamente, me sentí inquieto por ti. Y puesto que era tan tarde y no me había acostado todavía me dije que lo mejor que podría hacer era esperar tu regreso, aquí en tu cuarto. Dime si te encuentras en una situación apurada, muchacho.
La verdad es que ya no me parecía tan apurada la situación El tono en que había hablado mi hermanastro, muy en hombre práctico, ciertamente, pero jovial antes que solemne, me libraba de muchas inquietudes; también me tranquilizaba la serena expresión de su rostro. Estaba cumpliendo con su deber en cuanto a mí, pensé yo. Pero así y todo, ¡con qué gracia lo hacía! Hasta aquel momento no había sabido lo que significaba la palabra gracia. Significaba dar sin que a uno le den nada. Pero puede que fuera porque sintiera verdadero afecto por mí.
—Hasta cierto punto, sí —le contesté—, pero es la más maravillosa situación apurada que uno se puede imaginar.
—¡Mil diablos! Esto me huele a…
—Escucha, Gerald. Me vería en un apuro terrible si tú la quisieras para ti. Pero dime que no, por lo que más quieras, con tal de que seas sincero. Ella me dijo que no habías dado la menor señal de pretenderla; pero tú acabas de decirme hace un momento que te gusta mucho, y eso ya lo sabía desde el principio.
Gerald sonrió sin quitarse la pipa de la boca dando grandes chupadas en ella Por último, la retiró de sus labios y se quedó contemplando como ascendían las volutas de humo.
—Tranquilízate en este aspecto. Rom. Me gusta, es verdad La encuentro excitante además; pero tenemos unos gustos muy diferentes los dos, y no es la clase de mujer que yo elegiría como esposa. ¿No te molesta que diga esto?
—De ningún modo.
—Ya sabes que soy como un anciano de principios muy rígidos Me han educado así y no puedo remediarlo. Yo soy un típico inglés de la clase media, y Sukey es una muchacha muy libre, ¡qué endiablada palabreja!, quiero decir demasiado despreocupada, con ideas demasiado audaces, que a un hombre como yo no le convendría tener por mujer Creo que no podría vivir a su lado mucho tiempo. Estaría temiendo a cada paso que desentonara o por sus dichos o por sus hechos Haría una pareja ideal con Henry Bingham, pero si te ha elegido a ti, se ha burlado de mala manera del pobre Henry.
—Toma, bebe un poco más.
Le hacía beber porque necesitaba un poco de tiempo para meditar sobre lo que acababa de decir.
—Bueno.
Y se echó en el vaso la mitad de lo que acostumbraba servirse.
—Tus últimas palabras me han revelado dos cosas que yo ignoraba. Si es demasiado libre para ser la esposa perfecta a que tú aspiras, habré de pensar que para Henry sería lo mismo.
En aquellos momentos yo no pensaba así, pero mi cerebro no sabía ver con claridad las diferencias que existían entre los dos hombres.
—Él es un aristócrata por los cuatro costados. Rom. Nació en noble cuna, le educaron como a un gran señor. ¡Qué le importan a él todas las chismosas que hay en el mundo, ni sus lenguas viperinas! Sólo hay dos clases sociales que tienen libertad para ser felices. Los que están muy arriba en la escala social y los que están muy abajo. Para nosotros, clase media, no existe esa libertad.
Pareció como si chupando en su pipa hubiera extraído de ella una babosa que le hubiera quedado en la lengua, porque se levantó de la mecedora poniendo cara de asco, se acercó a la ventana para escupir afuera, se limpió los labios y sopló en el cañón de la cachimba.
—Hubiera causado sensación en Londres —prosiguió después de meditar un poco—. Esa bobería que le notábamos nosotros dos, esa penosa timidez, son precisamente signos de su extrema sensibilidad. Una vez situada entre los de su propia clase, entre gentes que la comprendan y la aprecien, entre personas que osan hacer las cosas de un modo natural, haría que se hablara de ella en la historia. —Hizo una pausa y volvió su mirada hacia mí—. ¿Qué otra cosa he dicho que te ha sorprendido?
—Que Henry se iba a…
—Pero, Rom, ¿me quieres decir que no sabías que anda de coronilla por ella?
—De veras. No lo sabía.
—¿No te ha dicho Sukey que le propuso casarse con ella la noche pasada?
—No.
—A mí me lo dijo él. No se cuidaba gran cosa de guardar el secreto. Ya te lo dirá ella un día u otro. Me dijo Henry que, antes de declararse él, Sukey no parecía mirarle con malos ojos. Cree Henry que ella pensaba contestarle que sí, y que se echó atrás, en el mismo momento en que él le hizo la proposición matrimonial. Le respondió, agrandando mucho los ojos, que o tendría que darle un no o pedirle que le concediese un poco de tiempo para pensarlo, porque podría ser, no estaba segura de ello todavía, que amase a otro hombre.
Se me puso tirante la garganta por una clase de emoción que no se dejaba comprender.
—¿Dijo Sukey quién era el otro hombre?
—No. Henry pretendió halagarme diciendo por cuenta propia que era yo el afortunado mortal. No sé de donde se sacó esa idea. Al replicarle que se equivocaba, dijo que si no era yo sería Clifford. Clifford tiene mucho partido con las damas, ya lo sabes. Pero yo no estaba convencido de que fuera él. Yo sospechaba vagamente que eras tú.
—Aunque parezca increíble, estabas en lo cierto.
—No tiene nada de increíble, Rom. Tú eres un hombre que tiene una suerte extraordinaria, que puede hacer todo lo que quiere, que consigue lo que no logran los demás, y esto vengo viéndolo yo toda mi vida. Mientras los tres locos que somos Henry, Clifford y yo pensábamos que la rivalidad no salía del trío, tú estabas con ella todo el tiempo.
—A ratos, no siempre.
—Pero en esos ratos que tú dices ganabas más terreno que nosotros tres juntos. Dijo que no estaba segura la noche pasada, pero sí lo estaba. Lo que hay es que le dolía un poco que se le pudiera escapar de las manos Henry. Ella ya sabía lo que quería desde aquel día, por lo menos, en que os encerrasteis en la biblioteca del casino, hace unas semanas.
Fue aquel día en que la besé con tan frenética avidez.
—No me acuerdo de que estuvieras tú aquel día en los salones del casino.
—No, no estaba. Fue ella quien contó que te había visto allí. Lo dijo fingiendo quitarle importancia al hecho; pero la verdad es que lo dijo queriéndolo decir, para que todos se enteraran, con el corazón en la boca. Supuse que trataba de indagar si tú habías hablado de ello conmigo.
—Entonces, tú no sospechabas vagamente, sino que…
—Juzgué por lo que vi. Tuve la impresión de que ella lo veía todo rojo. Bien; quizá sí, y yo, torpe de mí, sin darme cuenta de que la cosa iba en serio. Entiendo a las hembras muy poco. Nunca he sabido lo que quieren. Te he de ser franco, Rom. Eso de meterla en un cuartito, ¡eh…! Si ella se declaraba ofendida… ¡Porque a ti te creen un sátiro! Eso era otra prueba más de lo que sospechaba, si hubiera tenido caletre para comprenderlo. Hasta aquel incidente ridículo, ocurrido la primera semana que ella estaba aquí, cuando me mandó que fuera a buscarle el quitasol. Ya pisabas tú sobre seguro entonces.
Había hablado reposadamente, con los ojos llenos de pensamientos. Su sonrisa, al final, no era siquiera amarga, sino más bien una mueca, un torcer los labios.
—Supongo que tropezarías con pequeñas dificultades, como es corriente, pero que habrás allanado todos los obstáculos esta noche —prosiguió.
—Sí; nos hemos prometido y vamos a casarnos dentro de dos semanas.
—¡Vaya notición! —Su voz no reveló gran sorpresa sin embargo—. Pero si os amáis los dos apasionadamente, ¿a qué esperar tanto tiempo?
—¿Qué te parece si brindáramos con un trago por esta suerte mía tan extraordinaria? Aún puedo echarme al coleto media botella sin que se me nublen las entendederas.
—¿Qué parte ha tenido la suerte en ello? No mucha. Es lo que pasa con todas las cosas grandes. ¿Te acuerdas, Rom, el día que íbamos en nuestro tílburi, del que tiraba aquella jaquita que teníamos, y nos encontramos en el camino a una gitana vieja que escupió en la moneda que tú le diste y que te devolvió luego? ¿Sigues guardándola como un talismán?
—¡No hace falta, porque no conozco el miedo!
—Me acuerdo que te pedí que me la dieras.
—Recuerdo que estabas a mi lado como lo estás esta noche.
—Es obvio que el carcamal del coronel quería que su hija aceptara a Henry. Es muy natural. Bingham es el mejor partido que hay en toda la India, tiene mucho dinero, heredará en su día la dignidad de par. Y como sé que el coronel es un despótico y gruñón, ya me imagino el zipizape que habrá armado.
—¡Vaya si lo ha armado!
—¿Pero no te dio su bendición al final?
—Ya sabes que no, Gerald. Sukey le dijo que, con su bendición o sin ella, nos casaríamos dentro de una quincena. Me hubiera gustado que la hubieras visto plantando cara a su padre. Fue algo emocionante…
Su expresión, su mirada que parecía atravesarme de parte a parte, me hizo interrumpir la frase empezada.
—Ya sabía que lo haría —dijo con calma.
—Pero, Gerald, tú te has referido a algo más que a la ambición del coronel por casar bien a su hija. Tú sabías, no puedes estar sin saberlo, que él preferiría ver a su hija soltera que casada conmigo.
Gerald se puso en pie y anduvo con rapidez hacia la ventana. Puso la espalda más tiesa que el palo de una escoba. Cuando se volvió tenía el rostro encendido.
—Perdóname, muchacho, por no haber sabido disimular mi emoción.
—Quisiera poderte decir lo que esto significa para mí.
—Si el coronel piensa de ese modo, ¿sabes el porqué, Rom?
—Claro que sí. Mejor que él.
Había llegado el momento de romper un largo y penoso silencio, y el momento llegó tan quieta, tan naturalmente, que ni siquiera me causó sorpresa.
—Gerald, ¿lo sabes tú también?
Me miró como si hubiera caído en el asombro más profundo, y, tras algún titubeo, movió lentamente la cabeza para decirme que sí.
—¿Lo supiste tan pronto como yo?
—Un poco antes, creo yo. Años atrás ya sabía que eras hijo verdadero de papá. Me lo dijo el corazón, o lo adiviné por la conducta que mamá observaba contigo. Sabía también que no eras como yo, que no eras como ningún chico inglés de los que yo conocía. ¿Te acuerdas de aquellas montañas tan altas, que estaban en Yorkshire, a las que nos llevó papá cuando teníamos unos nueve años? La más elevada era Mickle Fell. Pensé que tú habías venido de Mickle Fell, de alguna tierra salvaje y extraña de más allá. Supe qué tierra era el día que encontramos a la gitana.
—¿Lo sabía tu madre?
—Tú le habías dicho que la morenez no se lava. Pero ella ya sabía antes que tú le dijeras eso que tu madre verdadera no era una mujer blanca. ¿Te ofende que hable así de tu madre? Nosotros hablamos de los indios de ese modo, aunque Dios sabe que pertenecen a la raza blanca igual que nosotros.
—No, no pertenecen a la raza blanca.
—Ignoro el momento en que mi madre se enteró de que la tuya era gitana. La única alusión que mamá hizo a ello estaba contenida en una carta amarga, casi histérica, que me escribió dos semanas antes de morir.
Se me erizaron los cabellos como si hubiera entrado por la ventana una ráfaga de aire helado.
—Gerald, ¿por qué no me dijiste que mamá —tu madre— había muerto?
—No pude hacerlo. Rom. Sentía que era mi deber decírtelo, pero, cuando quería hacerlo, me acordaba de que te odiaba, y que tú, por la misma razón, La odiabas a ella. Recibí la triste noticia de su muerte el mismo día que tú capturare a Kambar Malik. Por eso no asistí a los actos que se celebraron para festejarte. Decidí no comunicárselo a nadie.
Gerald se alzó del asiento, se puso en el vaso dos dedos de alcohol y se los bebió de un solo trago. Me faltó valor para recordarle que le había propuesto brindar por la felicidad de Sukey y por mi futuro matrimonio con ella. Él se volvió a sentar, y los dos continuamos inmóviles en nuestros asientos como si ya hubiéramos terminado de hablar de nuestros principales negocios, aunque los dos sabíamos que solamente habíamos preparado el terreno para su discusión.
—El coronel Webb cree que eres eurasiano, ¿verdad? —me preguntó de repente Gerald, hablando muy de prisa.
—Sí. Es muy caritativo sobre este particular conmigo, ¿no lo crees tú así? Pero muchos de nuestros compañeros de armas dicen: ¿Si no es un media casta, no será algo peor?
—En mi presencia no lo dirá nadie. Pero sé que lo piensan. Tus mejores amigos, el mayor Graves y Henry Bingham, creen que, a través de una o más generaciones, has heredado sangre asiática. Fingen honrarte haciendo ver que creen que tú no lo sabes, o, por lo menos, que no estás seguro de ello.
—Porque de lo contrario no me hubieran dejado entrar en el regimiento de lanceros Tatta. Ningún caballero que sepa que no es de pura raza blanca puede cometer tal osadía.
—No exageres. Rom. Hay mucho cacareo y mucha vanidad en esto de ser sahib.
—Ciertamente. Si Henry supiese que la hija del coronel tiene la misma mancha, no le haría la corte. —Noté que asomaba a mi rostro una sonrisa que me era habitual, si se puede llamar sonreír a torcer los labios y apretarlos fuertemente—. ¿Y qué dicen «mis» enemigos?
—Yo no te conozco más que uno: Clifford. Bueno; puede que tenga que añadir al coronel Webb, que no te perdona lo del bailecito de marras. También creen que llevas algo de sangre asiática en las venas, que tú lo sabes y lo ocultas maliciosamente, y que si llegas adonde llegas es debido a tu ascendencia asiática. Lo que no saben es a qué endemoniada clase de asiático perteneces. De lo que están seguros es de que eres racialmente inferior a ellos.
—Y no se equivocan.
—No se han atrevido a afirmarlo categóricamente por varias razones: la principal es que no tienen pruebas. Hablan mucho de labios afuera de democracia y liberalismo, es decir, que hacen política en torno a la cuestión racial, y esa es otra razón. El coronel Jacob es hombre poderoso y, sin embargo, pertenece a la cuarta casta. La necia vanidad del soldado de fortuna es muy impopular en Inglaterra. A ti, todos los informes te señalan como un buen oficial, no olvides que el país indio es la tierra del chismorreo, y que todos los altos personajes que andan por aquí temen que esto pueda dar lugar a una interpelación en el Parlamento.
—Si los compañeros supiesen la verdad, no sé si sería mejor o peor.
—¿Cómo se te puede ocurrir semejante pensamiento?
No pude evitar el ponerme encarnado.
—Perdóname. Me merezco un buen puñetazo en la barbilla por la tontería que he dicho. ¡Exponer a la vergüenza pública el adulterio de un padre con una gitana y el engaño a la esposa legítima! Un bastardo, Gerald, no puede considerar el pecado de su padre del modo que lo consideran algunas gentes. Tiene que dar gracias por ese pecado al Supremo Hacedor, porque si no él no existiría. No es de extrañar que los bastardos de verdad —no meramente los hijos ilegítimos de reyes, duques, etc., sino los hijos espurios que tuvieron nuestros abuelos— fuesen considerados siempre gente baja.
Sabía lo que estaba haciendo —tratando, con esta discusión abstracta, de quitarle una preocupación a Gerald— pero me era imposible ya parar de hablar.
—En nuestros tiempos la palabra bastardo no deriva de bajo. Proviene del antiguo vocablo provenzal bast, que significa albarda; dicho de otro modo, un ser humano concebido, no en el lecho, sino en un granero, en medio del camino… —Iba a decir que también sobre una manta de caballo, pero me contuve a tiempo—. La creencia vulgar de que los bastardos son por naturaleza bajos tiene un sólido fundamento filosófico. Deben su existencia a un pecado contra la sociedad y nos enseñan que también contra Dios. Por el mero hecho de nacer ya se les considera fuera de la ley si no malos. —Gerald me miraba con ojos que brillaban de un modo extraño, y yo hice un esfuerzo de voluntad que no fue comprendido por él—. Yo soy el peor ejemplo posible con arreglo a este modo de pensar. La que me dio el ser era una mujer de una tribu criminal, y en opinión de muchas gentes los miembros de tales tribus son proscritos, y, según tú decías largo tiempo atrás, ladrones y sucios. ¡Imagínate que una gitana se sentara a la mesa contigo!
—Te suplico que no sigas hablando de esto.
—Me olvidaba que era tu padre también. Pero. Gerald, los gitanos bailan divinamente, son unos músicos maravillosos y se sobreviven además. Y no repugna tanto como eso imaginarse uno sentado en el suelo con ellos, al lado de un fuego y metiendo la cuchara en su olla. ¡No con sólo mirarlos te van a correr parásitos por el cuerpo! Esto es lo que hizo papá; se convirtió en un renegado durante algún tiempo, pero no atacó a su sociedad.
—¿Estás seguro de esto?
—Sí. Él lo hizo, tres o cuatro años más tarde. Pero, Gerald, fue sin saber bien lo que hacía. Él no se creía que fuera esto. Me lo dijo la noche antes de morir al confesarme que me había apartado de ellos tan joven porque esperaba hacer de mí un inglés.
—Y entonces te trajo a su propia casa. Esas son las cartas que tú has puesto boca arriba, Rom. Entiéndeme, no te critico por nada, por nada de lo que ha sucedido. Por haberte prometido a Sukey, no atacas a tu sociedad, porque tal sociedad no es la tuya. Es la de ella y la mía, la de los lanceros Tatta, la de la reina Tienes perfecto derecho a procurar sobrevivir y seguir adelante.
Respiró hondo y se puso pálido. El temor que le blanqueaba la cara lo sentía por mí, según mi creencia.
Llegaba ahora el momento de que él me dijera lo que había venido a decirme, de cumplir su gran misión, de cumplir con su deber; llegaba el momento álgido de nuestra entrevista.
—Esto es asunto de Sukey y tuyo —me dijo con calma— con tal de que ella sepa lo que hace.
Me clavó los ojos en la cara. Se clavaron como los de un juez ante el cual yo comparecía para ser juzgado. No me acusaban, me interrogaban.
—O sea, con tal que yo no haya obtenido el consentimiento de ella con falsedad, mintiéndola.
Al decir esto experimenté la curiosa sensación de que, mediante un tirón, había sido frenado el fluir de mis pensamientos. Tuve una breve y confusa percepción íntima de haber perdido algo que se agitaba alrededor de un rincón de mi cerebro —un mal presagio— algo que se escapó rápidamente antes de que yo pudiera saber qué era. Tal vez no hice esfuerzo alguno por saberlo.
—Gerald, te quiero recitar unos versos del Otelo —proseguí—. Acerca de este drama hemos estado hablando esta noche Sukey y yo. Cuando el padre de Desdémona se halla frente a frente con Otelo en el salón del consejo del Duque, pregunta uno de los senadores:
¿Lograste envenenar y domeñar
de esta joven doncella los afectos
por la fuerza y por medios indirectos
o bien con, de alma a alma, suplicar?
Seguidamente añadí:
—Esto es lo que exiges de mí, Gerald.
—Es una versión poética de ello. Pero yo prefiero hacerte la pregunta en prosa vulgar. ¿Se lo has dicho a Sukey?
—Se lo he dicho, y en prosa vulgar.
Empezó a llenar la pipa, pero le temblaban las manos y le cayó un poco de tabaco al suelo.
—Espero que no me censurarás por lo que voy a confesarte. Si no se lo hubieses dicho, y no me hubieses prometido ahora mismo que se lo irías a decir en seguida hubiese ido yo a ponerla al corriente de todo.
—No te censuro.
—No a su padre, sino a ella. A esto me obliga mi deber de hermano, creo yo.
Encendió la pipa, diole una chupada y echó una bocanada de humo. Parecía haberse sosegado ya.
—Hubiera sido mejor que se lo hubieras dicho antes de llegar tan lejos en vuestras relaciones.
Ahora sabía qué era lo que yo no había podido percibir claramente un momento antes, y el saberlo me helaba los nervios y las venas.
—Se lo dije antes de que ella me prometiera casarse conmigo.
—Bueno, ya sabes por qué lo he preguntado Hay gentes que dirían, que no tenías derecho a cortejarla hasta que se lo hubieras dicho, porque después de haberse enamorado de ti le cegaría la pasión y no vería las cosas claras.
El coronel lo había dicho con palabras diferentes. Si yo sabía alguna cosa de mí mismo que pudiese hacer que el cortejar a su hija fuese una ofensa para la que merecería ser azotado. Me pareció que Gerald había expresado una opinión propia sin darse cuenta. Si hubiera sabido, como yo, que coincidía con la de su superior jerárquico, le hubiera abochornado el que yo me enterara, por boca de él, de que estaba de acuerdo con los demás.
Gerald volvió a ponerse en pie y consultó su reloj.
—Todavía tenemos tiempo de echar un sueño antes de formar en la revista.
—Yo estoy excusado de la revista por haber estado de guardia esta noche.
—Eres un demonio con suerte, ¡libre de servicio para que nada pueda perturbar tus dulces sueños! Bien… —Gerald se interrumpió y levantó la cabeza como si en aquel momento estuviera pensando en algo.
—Ya que hablamos de suerte, ¿te importara enseñarme aquella moneda que te dio una gitana vieja hace tanto tiempo?
—Me gustaría complacerte, pero ya no la tengo.
Frunció el ceño y se quedó inmóvil como si hubiera recibido un eran susto.
—¿No la habrás perdido?
—No; se la di a Sukey esta noche.
Noté que su cerebro trabajaba.
No quería que yo pensase que aquello le importaba. No quería que nadie supiese que era tan supersticioso… De buena gana le hubiera demostrado mi asombro y mi gozo.
—Ha sido una eran idea. Vais a ser muy dichosos.
—Ella también me dio algo Un sirviente que se ha criado con ella. Hamyd se llama. Un muchacho que vale más oro que pesa.
—¡Demonio! ¿Y si se avino a dejar su dueña?
—Con pesar; pero hace todo lo que ella quiere.
—Bueno; como tú y ella os vais a casar dentro de dos semanas, lo tendréis los dos. —Hizo una pausa. Sonriente me preguntó—: Os unen a el lazos sentimentales, ¿verdad? ¿Fue vuestro confidente acaso?
—No exactamente; pero facilitó mucho nuestras entrevistas. Ya te contaré eso en otra ocasión.
—No quiero curiosear en vuestros secretos románticos. Todo esto ha sido un maravilloso bukh. No sabes lo que me alegro.
La luz de la lámpara comunicaba luminosidad a sus ojos.
—Waisa hi.
Estas dos palabras indostanas quieren decir y yo también.
También brillaban mis ojos. Y estaba contento de haber dicho tan poco en unos momentos en que tacto sentía.