XIII

Dejamos que la luna continuara iluminando el desierto, que la torre siguiera solitaria como antes, que brillara el río, que las hienas rieran y lloraran. Mientras cabalgábamos por la calurosa y antigua ciudad, no tratamos de ocultarnos el uno al otro nuestros temores, ni los agrandamos ni los empequeñecimos demasiado. Sukey no me aleccionó acerca de cómo tendría que hablar o sobre cómo habría de obrar en presencia de su padre, a quien iba a ver muy pronto.

Varias lámparas, medio apagadas, alumbraban el interior de la morada. Vi cruzar una sombra por detrás de la cortina de una ventana al alzarse el coronel Webb de la silla en que estaba sentado. Debió tardar unos segundos, quizá para serenarse, en contestar a la llamada a la puerta; cuando esta se abrió, nuestra sensación de inerte espera se trocó inmediatamente en otra de rápido y movido acontecimiento. Esperábamos ver una escena, pero la escena esperada cambió casi instantáneamente.

Yo estaba algo más atrás que Sukey, en el oscuro pórtico, y él no me reconoció a primera vista. Su padre no me miró, y, sin duda, me confundió con Gerald. Su cara y su calvo cráneo estaban rojos por el enojo que había provocado en él la larga e inquietante ausencia de su hija, que él suponía no tuvo para nada en cuenta el desasosiego que causaría a su padre; apretaba los labios fuertemente para no decir demasiadas cosas, al reprocharle su inconsiderada conducta, al acompañante de su hija, a quien no se debía ofender. Me asombré de verle tan decepcionado. De vuelta de la torre, había dado casi por seguro que nos lo encontraríamos en el camino. Evidentemente no había preguntado quién había sido el portador del escrito de su hija, y era evidente, también, que Gerald no se había sentado a la mesa del regimiento aquella noche.

Vio que yo no era Gerald. En el brevísimo espacio de tiempo que medió entre darse cuenta que no tenía delante a Gerald y conocerme a mí no pudo creer lo que veían sus ojos. Si yo le hubiera dado un puñetazo en el entrecejo, no habría quedado más aturdido.

—¡Papá! —gritó Sukey.

Había compasión en el grito de ella, pero yo creí que nada de sentimiento de culpa o de remordimiento.

Su padre hizo un valiente y, en parte, afortunado esfuerzo para recobrarse. Había hecho lo mismo, sin duda, en aquel terrible momento en que entró de repente en la alcoba de su mujer y la sorprendió en flagrante adulterio. Pensó en su dignidad y en su rectitud. Era el coronel de los lanceros Tatta. Habló con ruda voz de militar.

—No comprendo, Sukey. Creía que habías salido con el capitán Gerald Brook.

Hizo una pausa. Un rayo de esperanza le coloreó el semblante. Tal vez a Gerald le había ocurrido un accidente sin importancia y yo había acompañado a su hija para que no volviera sola a casa.

—No. He estado con Rom. Y los dos tenemos algo que decirte.

Se aclaró la garganta escrupulosamente.

—Es muy tarde, Sukey. Ya me lo dirás mañana.

—Es mejor que lo oigas esta noche. Es algo muy grave. Y deseo que Rom esté presente.

Se puso muy erguido al oír la petición de su hija. Volvió a sentirse fuerte y con ello aumentó el peligro para nosotros dos. Sus ojos recobraron su forma normal y hasta pareció que se acentuaba su color azul habitual. Puede que esto fuese un efecto del brillo que tenía en aquel momento lo blanco de sus ojos.

—Está bien. Venid entonces al salón.

Se detuvo a la puerta de la inmensa estancia mientras primero Sukey, y luego yo, entramos en ella. Algo más que el respeto al ceremonial le había inducido a escucharnos allí en vez de en el más modesto salón-biblioteca. Encima de la repisa de la chimenea había un enorme retrato de oficial con brillantes charreteras que tenía en la mano un morrión de granadero de los que se usaban en tiempos de Wellington. El coronel Webb dio Una silla a su hija, y me señaló a mí otra que estaba casi en el centro de la habitación, y, después de encender del todo las lámparas, se sentó él mismo al lado de una maciza mesa de madera tallada. Me hizo pensar que hubiera podido ser un buen modelo para un pintor. Nadie que le hubiese contemplado en aquel momento hubiera dejado de ver su rango y su orgullo.

—Estoy dispuesto a oír —dijo lentamente— lo que cualquiera de los dos tenga que decir.

—Hablaré yo primero, papá —dijo vivamente Sukey—. Siento que esto te coja de sorpresa. He visto de cuando en cuando a Rom desde que yo llegué aquí. El no tiene la culpa de que nos viéramos sin que tú lo supieses. Yo sentía mucho tener que hacerlo así, pero no tenía permiso tuyo para recibir sus atenciones.

—Es verdad —dijo él cuando ella hizo una pausa—. No lo tenías.

Cuando ella empezó a hablar, otra vez la interrumpió:

—En efecto, y supongo que se lo dirías a él; te había prohibido formalmente hacerlo.

—Desde luego que me lo dijo, señor —tercié yo.

—Y, sin embargo, usted la cortejaba, ¿no es verdad, teniente Brook?

—Sí, señor.

—No es un comienzo de conversación muy feliz. Continúa.

—Esta noche salí a caballo y fui a la torre donde él estaba vigilando, y allí nos prometimos.

Sukey habló con claridad, se volvió para sonreírme y apoyó la espalda en la silla. Me fijé en los efectos que el resplandor de la lámpara producía en su cabello y en sus ojos; la luz perfilaba el delicado, el exótico molde de su rostro y acentuaba los calurosamente vivos tintes de su cutis. Toda aquella belleza era ahora mía, y yo estaba seguro de su verdad y de la realidad de mi posesión, a la que no renunciaría. Era la sensación de mi propia fuerza de posesión.

El coronel Webb adelantó el cuerpo en la silla como si fuera a hablar con furia y gran vigor; pero mantuvo la lengua en deliberado silencio. El silencio de los tres se hizo largo y penoso, y tal vez él creyó que el nuestro era signo de debilidad. En cambio, nosotros nos sonreíamos el uno al otro, y esperábamos.

—Antes de dar mi contestación —dijo, por fin, mirándome— me gustaría hacer unas preguntas. Estas preguntas me pueden ahorrar el tener que dar explicaciones prolijas. No está usted obligado a responder a ellas.

—Contestaré a tantas como pueda.

—A usted no le había prohibido expresamente que hiciese la corte a Sukey. Pero usted no ignoraba que yo me oponía a ello. Y podía ser que usted conociese cosas de sí mismo que podían hacer que sus galanteos con mi hija fuesen una ofensa vil. En ese caso merecería usted ser azotado.

—Nada sé de mí, señor, para que esos galanteos hayan podido constituir una ofensa a mis propios ojos. La amaba.

—Ya hablaremos de esto. Admitiré por el momento que los dos os amáis y que no sois meramente víctimas de una desgraciada infatuación. Lo que deben hacer dos personas que se aman tan pronto se dan cuenta de que no se convienen el uno al otro por ser de distinta condición, es separarse cuanto antes y buscarse pareja de su propia clase. Quiero ser justo y sincero con usted. Empezaré por hacerle la pregunta que dirigiría a todo joven que viniese a pedirme la mano de mi hija. ¿Podría usted mantener a Sukey en el rango que actualmente ocupa en sociedad?

—No, señor; pero trato de abrirme camino en la vida para que mí esposa pueda sentirse orgullosa de mi.

—Vale más que hablemos claro. ¿Con qué bienes de fortuna cuenta además de su paga?

—Lo que me dejo mi padre adoptivo al morir me produce una renta de cien libras esterlinas al año.

—No me parece suficiente ni aun dando por supuesto que pueda aumentar esos ingresos en los años venideros. Ha hablado usted de su padre adoptivo, y esto plantea una cuestión tan importante como la económica, pero más delicada. Según mis informes, usted fue adoptado por Federico Brook, el padre de Gerald. ¿Puedo esperar de su amabilidad que me diga qué rango ocupaba su verdadero padre en sociedad?

Horas antes ya había yo previsto que me hallaría sentado ante él y que me haría, con la poca discreción que me la había hecho, aquella pregunta. Incapaz de resolver cómo habría de contestarla, cedí por de pronto a la comodidad de apartar tal idea de mi mente; ya improvisaría en el momento oportuno. Sukey me miró con los ojos muy abiertos y sin poder ocultar su palidez. Me di cuenta en seguida que todo lo que yo dijese al padre de ella, tanto si era tan poco como pudiese como si era todo lo que debía decirle, habría de ser verdad.

—Tengo razones para creer que el verdadero rango de mi padre en sociedad era bastante elevado. Pero yo no soy en esa sociedad más que el hijo adoptivo de un inglés de alta reputación y un oficial del ejército de Inglaterra.

—Por supuesto que usted debe conocer el nombre de su padre verdadero —dijo al cabo de breve pausa.

—Sí, señor.

Crujía la delgada capa de hielo, pero todavía no…

—¿Vive aún?

—No, señor.

—Y su madre, ¿vive todavía?

—Que yo sepa, sí, señor. Mi verdadero padre y ella se separaron. Se convino que ella no tendría relaciones conmigo, como si yo no existiera en su vida.

A pesar del miedo que tenía a aquel hombre, que crecía a cada momento, sacaba fuerzas de mi interior para mirarle audazmente al rostro mientras contestaba a sus preguntas. Hacía poco que había visto cómo volvía el color a su rostro, lo que demostraba que había recobrado aquella confianza en sí mismo, que casi nunca le abandonaba, que se apoyaba en el poder que le daba su posición social que todos reconocían y honraban, aquella fuerza suya con la que él esperaba ahora, más que nunca, triunfar en sus propósitos. Mas de repente, su bigote gris, requemado por el sol, y sus cejas castañas me parecieron esos postizos que se pone el actor en sus caracterizaciones para salir a escena, esos postizos que se pegan a una piel blanca y enfermiza, esas apariencias de bigote y cejas que se pinta en el rostro el comediante cuando no recurre al arte del peluquero.

Mi cerebro funcionaba lentamente. Me hacía la ilusión de que casi estaba oyendo una vocecita que decía bajito a la conciencia de aquel hombre que aquel era el pago que recibía por haber apartado a Sukey de la vida de su madre… La mano del coronel se metió sin prisas en uno de los bolsillos de su traje para sacar de él un pañuelo con el que se secó escrupulosamente las gotas de sudor que le corrían rostro abajo. No desapretaba la línea severa de sus labios. Flexionó, temblé bajo la tirante piel de su mentón un músculo que se hizo invisible en seguida.

—Desearía saber más cosas de su vida, teniente Brook —dijo en voz baja y tranquila—. Comprenderá usted que tengo perfecto derecho a ello. ¿Quiere decirme a qué clase social pertenecía su madre?

—Tengo motivos para creer que su padre, mi abuelo, era un tratante en caballos.

—¿De qué vivía el padre verdadero de usted?

—De la renta de sus fincas.

—¿Ha heredado usted alguna?

—Sí, señor.

—Creí haberle oído decir que lo que usted posee ahora se lo dejó su padre adoptivo.

—Eso dije, sí, señor.

—¿He de presumir, pues, que ya no le queda nada de lo que heredó de su padre verdadero?

La delgada capa de hielo se quebraba por fin.

—Prefiero no contestar a esa pregunta, señor.

No cambió la expresión de su rostro Callose unos segundos Sukey se retorció las manos; luego las dejó caer sobre sus rodillas.

—Debo declarar que no alcanzo a comprender la razón que pueda tener para negarse a responder.

—Afecta a mis relaciones con mi hermano Gerald. Y le suplico encarecidamente que no repita a él ni a nadie nada de lo que de mi historia le estoy contando.

—¿Nació su padre en América? —prosiguió el coronel Webb.

—Creo que nació en Inglaterra.

—¡Ah! ¿Pero vivió largo tiempo allí, supongo?

—Si usted me lo permite, no contestaré tampoco a esa pregunta.

—Usted sabrá sus motivos. Ya le he dicho que no estaba obligado a contestar a mis preguntas. Sin embargo, desearía hacerle unas pocas más. ¿Estuvo de veras su padre en América?

—Fue allí dos veces. Ignoro el tiempo que se quedó.

—¿Vivió o estuvo de paso en la India o en otro cualquier punto de Oriente?

—No, señor.

—¿Visitó alguna vez su madre de usted el Lejano Oriente?

—No, que yo sepa, señor. Puede que hubiera nacido en Europa. Vivía en América cuando yo vine al mundo.

—Pero quizá sus padres o sus antepasados vivieron en el Lejano Oriente.

—Puede que sí. No sé ni siquiera sus nombres.

—Ya que hablamos de nombres, ¿cómo se llamaba su padre verdadero?

—Mi padre adoptivo me dijo que su apellido era Harris.

—¿Le conoció usted bien y está seguro de que su verdadero nombre era Harris?

—Discúlpeme que no responda a nada de eso.

—Entonces es inútil prolongar esta conversación. Tiene usted demasiadas cosas que callar.

—Decirlas no haría ningún bien a Sukey ni a mí, y sí, en cambio, mucho daño a otras personas.

Ya no le tenía más miedo; por lo menos, no le temía ya con aquel temor personal e instintivo que había sentido antes. El miedo está curiosamente aliado a la incertidumbre. Sabía el terreno que pisábamos los dos.

Una esperanza, fuerte y maliciosa, brilló en sus fríos ojos.

—Permítame una pregunta más. Contéstela si quiere, o no la conteste, como le plazca. Algunas veces los jóvenes que se aman, en los primeros fuegos de su pasión, no suelen interesarse en conocer sus respectivas vidas. ¿Ha dicho usted a mi hija lo que se niega a contarme a mí?

—Sí, señor.

Apretó los labios más que antes.

—Y a mí no me hizo mudar de parecer —dijo Sukey con calma.

El coronel Webb se levantó de su asiento. Era un hombre alto y robusto. Pero Sukey era alta también. Lo vi cuando ella vino hacia mí caminando. Permanecimos en pie ella y yo, juntos, mirando derechamente al coronel.

—No exigiré de mi hija que me haga confidencias —dijo—. Algunos de los hechos que yo he puesto en claro hablan por sí solos. Teniente Brook, no le doy a usted mi consentimiento para que se prometa con mi hija Sukey. Prohíbo, además, toda clase de relaciones entre ella y usted a partir de este momento. Si es usted un caballero, sean los que sean sus orígenes, me obedecerá en este punto y podrá continuar prestando sus servicios en la Brigada hasta que el general disponga su traslado a otra parte. Pero no ignore que existe una ley no escrita en nuestro Servicio, en virtud de la cual ningún jefe de mi categoría viene obligado a tener o a admitir bajo su mando a ningún oficial que no sea persona grata para él o en su casa. Por consideración a su hermano Gerald, y por espíritu de rectitud, debo advertirle que sentiría infinito tener que sancionar en usted un acto contrario a la buena disciplina militar.

—Le agradezco la advertencia, señor; pero, a pesar de ella, no romperé mi compromiso con Sukey.

—Es usted insufrible…

Pero el coronel sahib se acordó de donde estaba y volvió a apretar los labios con fuerza.

—Y ahora me tienes que oír a mí —dijo Sukey cuando su padre se volvió hacia ella—. Papá, conozco la firmeza de tu carácter. Sé que eres capaz de cumplir todas tus amenazas, si puedes. Para ahorrarte la violencia de tener que prohibir más cosas, para librarnos nosotros del dolor de tener que escuchar nuevas amenazas tuyas, te voy a decir lo que estoy resuelta a hacer. No te pediré tu consentimiento para que me dejes casarme con él ni discutiré nada contigo acerca de ello. Seguiré adelante en mis propósitos y los realizaré. Rom y yo, por respeto a tu nombre, esperaremos dos semanas para que te decidas a autorizar una boda pukka a los ojos de los demás. Si pasado este plazo sigues oponiéndote a nuestro casamiento, haremos bendecir nuestra unión por un misionero, o celebraremos la ceremonia de nuestro enlace con arreglo al rito indostano o contraeremos matrimonio civil.

Su padre estaba tan erguido y con los brazos tan rígidamente pegados a sus costados que parecía que estuviera en la militar posición de firmes. Había adoptado la postura que le procuraba el mayor dominio de sí mismo. Pero tenía la cara lívida, y sólo en el campo de batalla había visto yo en los ojos de un hombre un brillo letal como el que había en los suyos. Agradecí a mi buena estrella el que Sukey y yo nos hubiéramos casado ya por la ley natural.

—Sukey —dijo con dulzura en la voz—, no te echo a ti la culpa de nada. Yo me niego a creer que tú la tengas.

—¿No he sido puesta en evidencia? Le he dicho a Rom que tú pensabas esto.

—No sé quién es ese hombre. Para mí es un eurasiano. Y tú no estás en tu sano juicio. Mi deber sería…

—Tu deber es, según tú crees, embarcarme en seguida para Inglaterra. Pues bien, ¡no iré! Puedes alejar de aquí a Rom con el pretexto de cualquier misión. Pues bien, ¡yo seguiré a Rom! Quien conoce la India tan bien como yo puede reunirse con él por lejos que le manden. Conseguiste apartar de mí a mi madre, pero no lograrás separarme de mi marido. Porque eso es él, ¡mi marido!, y yo me considero, en este momento, su esposa.

Ignoraba yo lo que el instante siguiente me iba a traer. Como un púgil, me sostenía sobre las puntas de los pies con todos mis músculos prestos a entrar en acción. ¡Y el instante siguiente nos trajo a Sukey y a mi lo increíble! Se hundió el poderoso arco del pecho del coronel, quien dio un paso hacia adelante y habló en un tono que parecía deliberadamente triste.

—Esperaré las dos semanas que me pedís, Teniente Brook. le pido mil perdones por lo que haya podido parecer injusto. Como sigo todavía bajo el peso de la emoción que me causa lo que se ha tratado aquí esta noche, me atrevo a suplicarle que me tenga la bondad de retirarse.

A medio camino de la puerta, en un sitio en que el coronel Webb no podía ver los ojos de ella ni los míos, miré a Sukey y me despedí de mi esposa diciendo:

—Buenas noches, corazón mío.

—Buenas noches, Rom mío.

Tales fueron nuestras palabras, las dichas para que él las pudiese oír. Pero el rostro de Sukey me decía algo más. Me decía: ¡Guárdate! ¡Ten cuidado! ¡Guárdate mucho!