XII

La Tierra gira alrededor del Sol, pero la Luna gira alrededor del mundo que los mortales humanos habitamos. Los hombres pueden adorar al gran sol, pero pueden sentirse amigos de la luna, tener con ella un vínculo de amistad, ya que ella sólo brilla por los rayos luminosos que, desde lejos, le envía el astro del día. El astro de la noche ilumina o ennegrece los cielos gracias a la tolerancia de Febo, y, lo mismo cuando se enciende que cuando se apaga, es nuestra próxima, nuestra constante compañera. Nunca me había tratado la luna con galantería. Parecía demasiado alta y apartada para que pudiera molestarse por mí. Cuando mi ánimo se ensombrecía no se burlaba de él con su brillar, más bien parecía poner un semblante grisáceo y melancólico y seguir tristemente su solitario camino. Cuando mi ánimo estaba alegre, era ella un viajero radiante, jovial, audaz, entre las estrellas.

Nunca la había contemplado tan hermosa ni tan gozosa como ahora que volvía a mirarla un momento. Sólo unas pocas estrellas grandes, esparcidas a lo lejos, enviaban su débil luz desde los lugares que ocupaban en el firmamento. Uno podría imaginar que una de las estrellas pequeñas, eclipsada por el brillo de la luna, caía a plomo desde el cielo a la tierra, y, que, en las agonías de la muerte, flameaba amarillenta y vacilantemente sobre el desierto. Se veía una llamarada, oculta a veces por el humo, no lejos de la torre. Hamyd y mi sais habían encendido un buen fuego para luchar, durante la larga espera, contra el frío de la noche.

—Si pudiera mandar un aviso a papá… —comenzó a decir Sukey pensativa.

Luego, sin poderse contener, se echó a reír nerviosamente al darse cuenta de la cara de preocupación que puse yo al apuntar ella aquella idea.

—¿Para que haga salir al regimiento en nuestra busca? —le pregunté.

—Ya es demasiado tarde para esto. Mi idea es que, si le aviso que estoy sana y salva, que no he sido capturada por los montañeses, no tendremos necesidad de correr el riesgo de desnucarnos haciendo galopar a nuestros caballos para volver a casa.

—¿No le puedes escribir unas líneas?

—Sí, si las haces entregar por tu sais. No puedo enviar a Hamyd, porque no querría ir. Esto sería contra sus principios, a pesar de que no hay ningún peligro en esta parte del río. Además, quiero que nos acompañe cuando nos vayamos de aquí.

—Mandaré a Abdullah, que estará encantado de entregar la misiva porque aprovechará el viaje para quedarse un rato en la casa de té.

Disparé mi pistola, que era la señal convenida con mi sirviente para que acudiera a la torre cuando yo le necesitase. Pronto pudimos ver, en la media distancia, las figuras de él y de Hamyd que traían nuestros caballos. Sukey y yo bajamos de la torre para salir a su encuentro, y luego que ella hubo escrito unas palabras en la hoja de papel que arrancó del bloque que sacó de la bolsa en que llevaba el cepillo de la ropa, dio instrucciones a Abdullah para que lo entregara al criado que le abriera la puerta y se marchara en seguida sin esperar contestación. En modo alguno se lo tendría que entregar al coronel sahib. Luego mandó a Hamyd que la siguiera hasta las sombras de las bajas dunas ¡dónde sin duda querría contarle lo de nuestro desposorio! Unos minutos más tarde, volvieron caminando ¡cogidos de la mano!, algo que yo no hubiera esperado nunca ver en la India. Cuando tuve cerca a Sukey otra vez, la luz de la luna me permitió ver que se había secado recientemente muchas lágrimas de los ojos.

—Hamyd recogerá las mantas —me dijo—. Acerquémonos al fuego ahora.

Fuimos hacia donde ardía la hoguera con cierta humildad, como contritos de nuestro pasado éxtasis, dejando en las heladas arenas las huellas de nuestros pies junto a las de la hiena y las del guaco. Aún no habíamos andado la mitad del camino cuando nos alcanzó Hamyd, que traía los caballos de los dos, y me pareció ver en el criado de Sukey, por el modo como cabalgaba, un orgullo feroz. El humo ocultó por un momento las llamas de la hoguera, pero sólo para que resurgieran en seguida altas y brillantes. La propia hoguera guio nuestros pasos hasta su amarillento y caliente círculo. Hamyd había extendido las mantas en donde no llegaba el humo y se había marchado.

—Se ha llevado su manta por si tiene frío —me dijo Sukey—. Podemos quedarnos aquí hasta que se apague el fuego.

—¿Y no volverá él hasta que…?

—Podemos hacer lo que nos plazca. No volverá hasta que le llamemos.

Aquel fuego de dura leña ardería todavía una hora más. Nos mirábamos el uno al otro triunfantes y con asombro. Podríamos estar sentados un rato contándonos los felices incidentes de nuestro enamoramiento. Lo intentamos y lo conseguimos a medias mientras no acudió a nuestras mentes el primer pensamiento de lo que iba a ser el día de mañana. Aun entonces me sentí un poco avergonzado de ser tan insaciable, ya que sólo podía hacer, para mi novia, un lecho de gitano junto a un fuego en el desierto; me sentí avergonzado hasta que ella me enseñó a sentirme orgulloso. Sólo entonces comprendí completamente la inmensa fortuna que me había caído en las manos sin ton ni son. Era amado apasionadamente, no por la hija del coronel, sino por una hija del sol, quien en tiempos más épicos hubiera sido reconocida como una circunstancia, y en quien los ojos clarividentes de los indios hubieran podido ver manifestaciones de Rada, la encantadora amada del pastor Krishna. Si mi sublimada imaginación estaba creando pooja, era una creación bien inspirada y los encantamientos extrañamente reales y magníficos.

Esta comunión era la realización de nuestra nupcial aventura. Pudimos haber renunciado el uno al otro cuando descendimos de la torre; ahora estábamos entrelazados por el común milagro, el profundo misterio del matrimonio. Los solemnes ritos, los documentos legales serían la declaración del mismo ante el mundo, lo mismo que sucede con más de la mitad de los casamientos que se celebran en la tierra. Trataba yo de expresar todo el significado de aquel misterio que podía comprender cuando su belleza carnal se realizó, y pedí a Sukey que cerrara los ojos mientras yo le daba una cosa.

Cuando ella los abrió, no se podía ver más que una pequeña moneda de plata colgando de un cordel atado al cuello de Sukey. Pero tal vez ella vio algo en mi cara, porque sus ojos crecieron con el asombro y se pintó en su rostro una patética expresión.

—Esto no es tan sólo una moneda que trae buena suerte —murmuró profundamente conmovida.

Y le conté lo de la gitana que Gerald y yo habíamos encontrado en el camino.

—Rom, es un regalo maravilloso, pero…

—¡Pareces asustada, Sukey!

—Lo estoy. Por ti. —Me cogió la mano—. ¿Te das cuenta, Rom, de qué cosa más horrible hemos hecho a los ojos del mundo de mi padre?

—Supongo que sí; pero no lo he pensado todavía.

—No hablo del hacer de nuestras carnes una sola carne sin que haya precedido la ceremonia del matrimonio. Ya sabes que no me refiero a esto. Si eso fuera todo, lo podríamos ocultar. Y si la oposición a nuestro matrimonio fuese muy fuerte, podríamos renunciar el uno al otro. Pero tú me has hecho tu esposa y yo te he hecho a ti mi esposo. Nadie puede interponerse entre nosotros. Tú, Rom, y yo, Bachhiya.

—¿Rómulo Brook y Sukey Webb, no?

—Tú no tenías probabilidad de ser Rómulo Brook. Este talismán te lo impedía. ¿Comprendes lo que quiero decir? Cuesta mucho decirlo en inglés. Cuando te colgaste del cuello una moneda de plata en la cual una gitana había hecho pooja, magia simpática que tú y yo sabemos obra cuando se cree en ella con suficiente intensidad, renunciaste a ser Rómulo Brook. Seguiste el camino de tu madre. Te convertiste en un renegado para la familia de tu padre, y ahora Gerald es el único lazo verdadero que existe entre tú y ella.

—Es verdad. Nunca había pensado de tal modo acerca de ello, tal vez porque no me fui a vivir a una tienda.

—Sí que lo hiciste. O si no algo que equivalía a lo mismo. Pero, Rom, yo he tenido la probabilidad de ser Sukey Webb. Y, en cambio, me he casado con un medio gitano.

—¡Sukey, por favor!

—¿Has leído el Otelo, verdad?

—Muchas veces. Es una obra que me gusta en gran manera.

—Y sabrás el porqué te gusta, por supuesto. Toda persona puede hallar su propia historia en los dramas de Shakespeare. Entonces te acordarás de lo que dice a Otelo el padre de Desdémona, en la cámara del consejo del Duque, después de la fuga de él y ella.

—Le acusó de ser un astuto intrigante. Claro que yo no te he conquistado tan fácilmente como Otelo ganó a Desdémona, pero tampoco he usado filtros ni bebedizos.

—¿Acaso crees que los sahibs creerán tal cosa? No son italianos civilizados y de espíritu abierto del siglo decimosexto, son ingleses del siglo decimonono.

—Otelo era negro. Por lo menos tenía un rico color-de chocolate —proseguí, sonriendo un poco.

—No saben que eres gitano. Sólo saben que eres para ellos más extraño que uno de media casta. A mí no me criticarán, porque ya lo han hecho bastante. Pero tú vas a necesitar toda la suerte gitana habida y por haber.

Comencé a contestar algo jocoso, pero la frase se me atragantó en la garganta. El fuego se iba extinguiendo ya y el círculo de sombras saltaba más audazmente que antes, y alguna de ellas tomaba formas grotescas. Las hienas habían estado dando aullidos, cerca y lejos, desde que oscureció, y ahora un cachorro de zorro aullaba a la luna.

—Esa suerte te la he dado a ti, Bachhiya.

Me echó los brazos al cuello y me besó con profundo amor.

—La compartiré contigo, Rom, sea buena o sea mala.

Cogió una rama ardiendo de las que había en el fuego y la arrojó al aire bastante alta; era la señal que el antiguo jinete del desierto hacía a los hombres de su clan. Al poco rato se oyó un ruido sordo de cascos de caballos. Cuando Hamyd desmontó creí que la luz de la luna, al caer sobre, el rojizo círculo del fuego, producía el extraño efecto de hacer palidecer su atezado y hermoso rostro. Entonces miré a Sukey, y el proceso usual de un hecho parecido que resulta ser una ilusión quedó invertido: lo que parecía ser una ilusión resultaba ser un hecho. Tanto él como su ama estaban pálidos.

—He esperado hasta que vinieras para hablar del asunto a Rom sahib —le dijo Sukey.

—Bien, memsahib.

—¿Sigues pensando lo mismo?

—Sí.

Se volvió hacia mí, pero continuó hablando en indostano para que Hamyd pudiera entender la conversación.

—Mi señor: En lo alto de la torre nació en mí el deseo y sentí la necesidad de hacerte un noble regalo. De esto hablé con mi siervo Hamyd, lejos de ti. Ten presente que esto ocurrió antes que tu generoso corazón me diera el talismán. Que sea esto prueba de que el regalo no te lo doy en pago de una deuda, ni por obligación, ni por gratitud, ni por nada, sino que te lo da mi corazón como prenda de amor.

—Lo tengo bien presente —contesté.

—Te doy, por tanto tiempo como los dos viváis, los servicios de mi amadísimo siervo Hamyd Din.

Temblaba su voz, y me miraba a través de una niebla de lágrimas iluminada por la luna. Hamyd estaba inmóvil a nuestro lado, y yo le veía de perfil, una postura de gran significación entre los mahometanos de la India y que indica un gran orgullo.

—Te exhorto, Bachhiya, a meditar —respondí yo—. Puede que tengas que vivir muchos días y noches, tal vez muchas lunas, separada de los dos.

—Señor: Si hubieras de vivir a mi lado a todas horas, ¿qué valor tendría el regalo? Es porque estarás mucho tiempo apartado de mí, y muy lejos de donde yo esté, que el regalo tiene valor. —Se volvió hacia Hamyd—. Tú serás sus oídos, y sus ojos y sus manos. Le seguirás a todas partes que vaya; cruzarás con él las aguas y los desiertos que su destino le mande cruzar. Si me olvida y toma otra esposa, le seguirás aún. ¿Está jurado, Hamyd?

—¡Está jurado, memsahib!

—¡Está jurado! Tú eres un joven de mucha fuerza, de muchas virtudes viriles, nieto de un gran jeque, educado en la escuela de la astucia. No es conveniente que, a tu edad, continúes sirviendo por más tiempo a una memsahib. Acompañando al burra sahib ejercerás los derechos que te son debidos por tu nacimiento, y serás realizador de grandes empresas, desafiador de muchos peligros, y un viajero y un guerrero de renombre.

Sukey se volvió hacia mí y me preguntó:

—Mi señor: ¿Aceptas mi regalo?

—Sí, shahzadi. (Princesa).

—Entonces, Hamyd, tienes mi venia para irte.