XI

Nos apoyamos en una de las balaustradas, Sukey en el hueco de mi brazo, juntas las manos de los dos.

Nuestra pasión no se había apagado, pero parecía por el momento una fuerza inerte. Vi que Sukey estaba más serena que yo, y comprendí, por fin, que, para mí, | era la mujer única. Una hija del coronel inglés, que ha vivido en la India casi en medio de indios solamente hasta la adolescencia, se ha de convertir por fuerza en un raro ejemplar de mujer joven. Aún me quedaban por conocer otros factores y fuerzas que había en su vida.

Cada personalidad que vive sobre la tierra es más compleja y enigmática que lo que nosotros suponemos. Nadie lee en los pensamientos de otro como se puede leer en un libro; toda expresión en las palabras, en las miradas en la conducta, está sujeta a demasiadas influencias externas para que pueda darnos el retrato de un alma desnuda. Verdaderamente, cada alma es tan diferente de las demás como, bajo un lente de aumento, son distintos en la vaina que los contiene los guisantes que allí hay. En Sukey esas variaciones de aspectos humanos eran mayores. Había muchas razones aparentes por las cuales aquel ser femenino hermoso y raro, caminando por caminos próximos, podría acercarse mucho a mi propio camino; pero existían otras razones que me eran desconocidas.

—Me alegro de deber a un ardid de mujer el que estemos aquí tú y yo —observé—. ¿Cómo te las compusiste para conseguirlo?

—Fue una treta magnífica. Oí hablar a papá de cierto barco del que se sospechaba que llevaba en sus bodegas un cargamento clandestino de rifles. Ya había visto esta torre y me había estado devanando los sesos para dar con el modo de poder venir a ella, y por ello hice que papá me la describiera con toda clase de detalles. Entonces mandé llamar a uno de los amigos de Hamyd, un muchacho de quien me podía fiar enteramente, y le aleccioné para que pudiera llevar al mayor Graves el rumor que circulaba de que el barco aquel se había ocultado tras los mangles del delta y que tomaría carga a bordo en Kala Weir a última hora de esta tarde. Hice creer a mi padre que si se veían por las inmediaciones de aquel sitio sahibs o soldados, los botes y embarcaciones menores se darían mutuamente la alarma y tendrían tiempo de esconder el contrabando. Añadí que el único modo de sorprender al barco contrabandista era montar un puesto de vigilancia cerca de ese punto del río, para desde allí observar cómo se cargaba la nave con unos buenos gemelos de campaña y después oponerse a su salida en el mismo embarcadero de Kotri.

Resultaba claro que Sukey tenía la misma afición que los indígenas a aquella clase de estratagemas.

—Por supuesto que Graves se lo creería. Esta torre es un buen observatorio. ¿Pero cómo estabas tan segura de que me iba a mandar a mí de vigilante?

—Porque él siempre desea que te distingas, y yo me sé el porqué.

—Pero tú ya sabes que un policía sahib, secundado por varios indígenas, mantiene estrecha vigilancia sobre el embarcadero de Kotri.

—¿Qué importa eso en un asunto tan grave como este? Esos policías se librarán así de tener que prestar un servicio tan penoso.

Sukey no había pensado en que corríamos el riesgo de ser sorprendidos por el coronel Webb en persona Después de notar la ausencia de algún comensal en su mesa, podría haberse informado con discreción… Todo lo que yo podía hacer era no decírselo por ningún motivo a Sukey, y pensar en ello lo menos posible para que no se alterara la tranquilidad de mis nervios.

—Bueno; hemos de pensar en nuestro porvenir —le dije—. Hemos de pesar nuestras probabilidades de participar en él con honor y felicidad.

—Rom, ¿hay alguna razón, que tú sepas y yo no, que nos impida casarnos?

La astucia me abandonó un momento, y estuve vacilando más rato del que era prudente antes de contestar que no.

—Has pensado mucho la contestación, y en tu voz he notado algo raro.

—Si tú fueses otra muchacha inglesa de las que están en la India, no hubiera podido decir que no.

—¿Eres eurasiano o no eres eurasiano? Dímelo.

En breves palabras le conté que era hijo de un inglés de buena familia y de una mujer gitana, medio hermano, por lo tanto, de Gerald. Se lo dije con palabras sencillas y claras, haciendo pequeñas pausas, como si meditara o tomara aliento. No había allí parte alguna donde pudiera ocultar mi rostro a la luz de la luna, para que no se pudieran leer en él mis emociones.

—¿Lo ves, Sukey? Cuando yo te dije que uno de mis antepasados era oriundo de la Península Balcánica, ese portillo por el que los gitanos entran en la Europa occidental…

—Me dijiste la verdad, ¿no es eso, Rom?

No trató de fingir la voz, y sus manos en las mías estaban frías.

—No se lo había dicho a nadie hasta ahora. Ya habrás echado de ver mi falta de costumbre.

—¿Lo sabe Gerald?

—Me parece que se malicia algo.

—¿Hacía la madre de Gerald vida marital con tu padre después que él te trajo a su casa?

Mi cabeza era una devanadera.

—No lo sé. Dormía cada uno en su cuarto. Siendo muy niño todavía, cuando empecé a comprender las cosas de la vida, me figuré que sí. Pero no tuvieron más hijos.

—¿Te odiaba ella?

—Sí. Con el tiempo me hice fuerte y llegó a no importarme. Es algo peor de lo que tú creías, ¿no es verdad, Sukey?

—Mucho peor.

—¿Hubieras preferido que fuera un media casta?

—Es que lo eres. Llevas la media casta bajo la piel Oí decir a alguien, no al coronel Jacob, a otro aficionado, al estudio de la historia de la India, que la cuna de los gitanos era la India del norte, no Egipto, y que pertenecían a la casta de los barrenderos. Tenía razón el coronel Jacob. Tu lengua nativa es un antiguo dialecto indostano. Por eso aprendiste el hindustani tan rápidamente. No es de extrañar que al coronel le intrigasen tanto tus inflexiones de voz.

—Mi padre no se avergonzaba de haber tenido un hijo con una mujer gitana. Se les ocurrió a mis padres gastarme una broma muy divertida: darme el nombre de Rom, diminutivo de Rómulo, que significa gitano varón.

—¡Muy divertida!

—¿Te avergonzarías de tener un hijo de un medio gitano?

—No.

—¿Quieres ser mi mujer esta noche y mañana nos casamos?

—¿Eso me propones?

—Supongo que sí. Me han hecho poner a la defensiva.

—Estás a la defensiva, y lo siento. No, no quiero hacer ninguna de esas dos cosas. No quiero tener un hijo tuyo ni casarme contigo. Lo quisiera hacer, porque creo que te amo con toda mi alma, pero no hay la más mínima probabilidad de que lo haga. Me voy a casar con un sahib tan pronto como pueda Por el bien de los dos sería mejor que te trasladasen lejos de aquí.

Hablaba en voz baja. Parecía extraño que sonidos tan débiles llevasen en sí tan graves significados.

—Has dicho que no te avergonzarías…

—No me avergonzaría. Eres un hombre bien dotado que llegará muy lejos.

—¿Y no te parece que debes explicarme por qué crees que llegaré lejos?

—Lo estoy intentando. Quisiera decírtelo del modo más claro posible. Te haces llamar Rómulo, que es un nombre romano, pero en realidad tu nombre es Rom, que significa gitano. A mí me bautizaron con el de Sukey, un antiguo nombre inglés que ahora se usa como diminutivo cariñoso para nombrar a una vaca. Yo no sé si los indios saben esto o no; pero ellos me llaman por mi verdadero nombre Bachhiya, que quiere decir vaquilla, un nombre encantador según el modo de pensar indostánico. Si lo supieran también les parecería una ocurrencia muy jocosa. ¿Te has fijado que las personas se conducen en la vida según el nombre que llevan?

—Esto es muy oriental, Sukey.

—Puede que sí. Yo he vivido de acuerdo con mi nombre. Mi alma y mi corazón son casi enteramente indios. El haber sido educada por indios no hubiera producido estos efectos si yo hubiera luchado contra ello, pero es que yo luché a favor de ello. Tenía que ser una india o nada. En los impresionables años de la niñez eran las únicas gentes que me rodeaban, las únicas que me querían.

Le corría el sudor por la cara. Cuando yo le presté mi pañuelo, riendo extrañamente, se lo secó.

—Nos estamos volviendo locos los dos, Sukey.

—¡Oh, no! Esto es solamente una vieja torre en el desierto. No hubiéramos debido elegir este lugar para contarnos sórdidas historias familiares. Pongamos fin a esto y volvamos a casa. Yo era una hija que papá tuvo con su esposa, pero él no permitió a su mujer que cuidara de mi educación. No se le permitiría que me tocase siquiera, no podía poner los ojos en mí sino cuando había extraños en la casa, y aún tenía que ocultar lo que pasaba. No critico a mi padre, pues por el ambiente en que se había criado y viviendo como vivía ajustando su vida a los inflexibles preceptos de cierto código de conducta, no podía ser de otro modo. Es un hombre severo, sin imaginación, obstinado. Si más tarde quiso perdonar a mi madre, ella se lo impidió. Mi madre le escupía, le llenaba de improperios, le hacía creer que a mí me despreciaba por ser hija de él, y yo llegué a creérmelo. Pero él no se dio cuenta, ahora mismo sigue sin dársela, del inmenso daño que me hizo separándome, de niña, de mi madre.

Brillaban sus ojos en la inundación de luz que enviaba la luna, y estaban secos como piedras. Yo sólo podía hacer una cosa: esperar.

—Te estarás preguntando qué cosa mala pudo haber hecho mi madre. Cuando lo descubrí, al final, me resolví a perdonárselo del todo. Algo te di a entender de esto cuando te hablé, en broma, de cierto esqueleto familiar. Si llego a pensar que tú podrías saber lo que te estaba revelando, no lo hubiera hecho. En la India no lo sabe nadie, salvo papá, Hamyd y yo. Papá ignora que yo lo sé. Me lo dijo Parbati desobedeciendo las estrictas órdenes de mi madre. Nuestros criados sólo sabían que mi madre vivía en una extraña especie de purdah[13] voluntario, y les estaba prohibido hablar de ello hasta entre ellos. Pues bien, lo que ella hizo no fue tan malo si se examina desde un punto de vista realista. Ocurren muchas tragedias domésticas entre los ingleses expatriados en la India, y de ello tiene en parte la culpa el clima, el nuevo género de vida, la vida licenciosa. Si él y mamá se habían separado, yo no untaba con aquel veneno cada pedazo de pan que me comía, sino que muchas veces pasaba por encima de ello. Ahora sé que nunca lo perdoné, sus efectos habían sido demasiado terribles. No me fue demasiado duro confesárselo a Hamyd. Pero mi garganta está seca, no puedo gritar, no puedo…

Enderezó el cuerpo, sentada como estaba, y me miró al rostro.

—Papá era joven entonces y era todavía un oficial subalterno en el ejército, que vivía en un acantonamiento próximo a Calcuta. Mamá era guapa, pero no de su misma condición social. Cuando empezó a llevarme en su seno, papá, caballerosamente, dormía en otro aposento —tal vez algún médico estúpido le dijo que era mejor así— y yo supongo que mamá era muy apasionada y que sufriría mucho con tal separación. Fuere lo que fuere, lo cierto fue que, al cabo de poco tiempo, papá se presentó de improviso un día y sorprendió a uno de sus sargentos en el lecho de ella.

Sukey paró de hablar para dar tregua a la garganta, y añadió como en broma, adoptando una actitud de orgullo:

—Creo que a mi padre no le hizo mucha gracia lo que vio.

—¿Mató al sargento?

—No. Su conducta fue enteramente la de un pukka. Dijo al hombre que merecía menos censuras que mamá, y que pidiera en seguida su separación del ejército y se volviese a Inglaterra, y que si se le escapaba una sola palabra de lo que había sucedido, le azotaría hasta matarle.

—Nada tiene de extraño, en vista de esto, que nosotros dos seamos unas ovejas descarriadas.

—Voy a contarte el resto, lo poco que queda. Mi madre no pudo resistir aquel golpe y murió. Cogió unas malarias y no puso nada de su parte para curarse. Yo acababa de cumplir seis años entonces, y puse mi mano en su cara fría, la primera vez que tocaba a mi madre. Papá sufrió mucho. Yo creo que aún sigue sufriendo por ello, y le compadezco. Así, pues, el pensar en casarme contigo ha sido un sueño loco. Ha sido una suerte que haya despertado a tiempo de él. Me voy a casar con un sahib, y le seré fiel, y tendré con él hijos ingleses, y no cochinos bachchas pequeños. Así expiaré la culpa de mi madre, el daño que hizo a mi padre, el mal que ellos dos me hicieron a mí.

—Has cambiado de estribillo. No es este el que cantabas cuando llegaste a la torre.

—Cantaba una canción de amor entonces. Ya sabes que te he dicho, desde un principio, que no debíamos concebir demasiadas esperanzas.

—Nos hemos encontrado el uno al otro, Sukey.

—A ti te parece que anda en esto la mano del Destino, Rom. La India es un gran país y nosotros un par de desgraciados. En estos tiempos hay millares de personas que tienen que vivir con odio en lugar de amándose. Si fue el Destino el que quiso que nos encontrásemos y nos enamorásemos, la solterona ha caído pesadamente. No me juzgues mal, Rom. Renunciando a nuestra locura hacemos un poco de bien a papá. Me hago bien a mí misma, a la salud de mi alma y a mi felicidad, que han de ser cimentadas en la dignidad, en la seguridad, en la tranquilidad. Has dicho hace un momento que éramos dos ovejas descarriadas. Pues bien; quiero encontrar un redil. No quiero ser de ningún modo una oveja negra.

Observó Sukey que no le podía contestar, y tomó mi diestra entre sus dos manos.

—¿Te duele, Rom?

—No me hace cosquillas precisamente.

—¡Eso es bueno para ti! Y aún va a dolemos más; a los dos nos va a doler, cuando termine el drama y sólo quede el vacío. Ya lo sabes: tú eres una oveja negra.

—Lo sé.

—Tu padre y tu madrastra lo han querido así, pero tú ya lo llevabas dentro. Los gitanos son verdaderos descastados. Los intocables de la India son miembros respetables de la sociedad comparados con ellos, por lo menos bajo el paraguas indostano que los protege lo son; las castas reconocen la existencia de los intocables, por lo menos. Los gitanos son brujos y hechiceros, ladrones, dicen la buenaventura, roban niños. ¿Por qué roban niños? No lo hacen para cobrar un rescate. Ellos se hallan en el fondo del barril humano y un niño blanco vale por doce de los suyos. Su música, sus bailes, su doble vista, son todo cosas del demonio. Tenía razón en lo que te dije.

—Lo que dices es behudgi. No son sino unos pobres vagabundos, unos seres malditos.

—¿Me quieres hacer creer esa mentira a mí? ¿Te has olvidado de que yo no soy una muchacha inglesa, sino casi india? Imagínate, Rom, si puedes, un casamiento entre tú y yo; un carnero negro y una oveja descarriada. Los dos tenemos que Volver a encontrar nuestro camino. Tú debes casarte con una buena chica inglesa que quiera hacerlo contigo. Si encuentras una de la clase media, de esas que comen carne de buey, te hallará romántico y nunca descubrirá lo que eres en realidad. Ten hijos que matrimonien con otros comedores de carne de buey hasta que tus descendientes tengan los ojos azules y el pelo rubio y hagan reverencias a la Reina. Deja de vestir ropas indígenas. Apártate de las torres y de los sitios encantados. En cuanto a mí, voy a casarme con Henry, si puedo. Ni Clifford ni Gerald son tan seguros como él. Que descarte a Gerald te parecerá imposible, ¿pero puedes imaginarte que rechace la proposición matrimonial de uno de ellos para quedarme contigo? Tú dejarías de quererme, Rom, si fuese tan loca como para aceptarte a ti. Y, ahora, volvamos a casa.

Mi respuesta fue que no, y, en mi entender, premeditada, cauta. Hice que me mirara a los ojos unos segundos, dejándole creer que le iba a hablar. Leí en los suyos que deseaba que hablase, pero me abstuve de hacerlo, porque suponía que tendría la contestación preparada, y, cuanto más hablásemos más ancho sería el abismo que nos separase. En aquellos segundos mis dedos, se hundieron por entre los botones de la pechera de mi camisa y tocaron una moneda de plata que pendía de una cadenita que llevaba al cuello. Era aquello una inconsciente invocación que ya había hecho antes unas pocas veces. Y sucedió que, cuando ella empezó a levantarse, yo, para hacerla quedar, tiré un poco de su mano, le hice perder su precario equilibrio y caer de espaldas sobre mis rodillas. Con un brazo mío aprisioné los dos suyos, y me incliné sobre ella para decirle:

—¿Crees, Sukey, que te voy a dejar marchar?

—¡Suéltame, Rom!

—No mires atrás. Todas las razones que me diste rara separarnos son otras tantas razones para que estemos juntos. Y eso es lo que vamos a hacer. Vamos a estar juntos siempre. Y la prueba de ello…

—¡Déjame marchar!

—Tú no quieres irte. No tienes fuerza en los brazos. ¡Pero nota esta fuerza! Es la que tenemos juntos… Tus uñas arañan y se clavan, pero aún producirían más daño si te las afilaras. ¿Por qué no lo haces, Sukey? Porque no puedes. Mi carne te es ya demasiado querida para que quieras hacerla sangrar. Es ya tu propia carne…

—No quiero marchar, pero ¿me ayudarás tú?

—Te ayudaré, no temas… ¿No es esto una gran ayuda?

—No te burles de mí.

—No me burlo. Sólo contesto a lo que tú me dices. Me estás hablando con cada célula de tu cuerpo y con cada pulgada de tu piel. ¡Mienten las palabras, aunque digan la verdad…! ¡Esto es la verdad!

—No, no me quiero ir, y tú te aprovechas de esta debilidad mía.

—No sé quién de los dos se aprovecha más. Es una carrera de velocidad. Yo iba delante, pero tú ya me estás alcanzando.

—Quiero esto… Pero es una cosa mala.

—Si es así, mucho me temo que aún voy a hacer algo peor.

—Sigue dándome tu amor, pero no lo hagas con esa perversa actitud que tienes ahora. Admite que somos dos desenfrenados y no te gloríes en ello.

—¿Y por qué no? Esto no es más que un amor apasionado y profundo.

—Aunque sea lícito este amor, seremos terriblemente castigados.

—Lo soportaremos los dos juntos.

—Nos pueden separar… Creo que nos separarán. ¡Pero nosotros nos querremos siempre!

—Será muy difícil separarnos después de esto. Esta es la verdadera razón de lo que está sucediendo, esto es lo que nos une con lazos tan fuertes que nadie podrá romper.

—Aún te quiero más de lo que acabas de decirme. Esto hace que te quiera como una muchacha india. La muchacha india no espera para darse al amado; no conoce otro dolor ni otro pecado que el de no saber agradar a quien la ama.

Sukey respiró en éxtasis y me murmuró algo en indostano. Creí que eran las palabras que, según los cultos de Indra, se pronuncian en el preludio de la ceremonia nupcial y significan Te doy, mi señor, mi prenda más preciada, la flor roja del amor.

—Y yo la recibo.

—Pero, tú, Rom, eres gitano. ¿Puedo tener fe en tu palabra? ¿Te marcharás envuelto por las sombras de la noche abandonándome después que haya sido tuya? ¿Habré de sufrir en mis oídos el escozor de la risa burlona de las demás mujeres? Contéstame, Rom, te exhorto a que respondas, a que me lo jures: ¿Si soy tuya ahora, te casarás conmigo ante testigos para que mi descendencia pueda llevar tu nombre con honor?

Por un momento creí que me hablaba en indostano por instinto, inconscientemente, a causa de su enajenación. Mas mirándola al rostro comprendí que había menospreciado el dominio de sí misma que ella tenía. Ya no había en su cara la expresión de embeleso que antes la iluminara. Dominando el incendio que la devoraba, había hecho la eterna pregunta de la mujer en la lengua en que ella podía ser elocuente y tierna y, al propio tiempo, perfectamente clara.

—¿Te casarás conmigo, Sukey?

—Sí. Y ahora puedes hacer de mí lo que quieras.

Me rodeó el cuello con sus brazos y me dio un beso lleno de belleza y de ternura.

—Ahora acude a mi mente la palabra que quería recordar cuando hablábamos acerca de este lugar salvaje. Tuve miedo de recordarla antes. En el poema no dice solitario, sino que dice sagrado. ¿Verdad que sí?

—Sí.

—¿Ahora…?

—Sí, amor mío.

—¡Qué áspera es esta manta! —dijo tocándola.

—¡Qué importa!

—Nuestra cámara nupcial es maravillosa, Rom. Por lámpara, la luna; por tálamo, una manta de caballo sobre las piedras de la terraza de una torre en el desierto. ¡Pero date prisa, Rom, que siento frío!