Sukey pareció sentirse muy aliviada después de lo que dijo. Suspiró como si fuera una niña y estiró los miembros.
—¡Qué asiento más duro! ¿No estás cansada? —le dije.
—Yo, no. Esta es una de las ventajas de haberme criado entre indígenas. Me acostumbraron a dormir en el duro suelo sobre una estera de esparto. Cuando tenía almohada, esta consistía en una delgada tabla de madera. Me habitué a ello sin darme cuenta. Las veces que papá venía a verme, mientras estaba conmigo, Parbati me hacía acostar en una cama de verdad, en la que, por falta de costumbre, me pasaba la noche entera dando vueltas sin poder apenas pegar los ojos. En Inglaterra, como el clima es frío, llegué a civilizarme del todo, desde que regresé a mi tierra, volví al salvajismo de nuevo. ¡Fíjate cómo seré, que cuando veo la puerta de mi cuarto cerrada, me pongo a dar patadas en el suelo!
Quise imaginármela allí, en una tarde calurosa y sin viento, y tuve miedo de que leyera en mi cara lo que estaba pensando en tal momento.
En las habitaciones de la casita, en que yo vivía no había sillas —prosiguió Sukey—. Me pasaba muchas horas sentada en cuclillas con Parbati y las amigas de ella. Es extraño que yo no tenga los músculos tan desarrollados como los tienen muchas mujeres de mi país.
—Bueno; no estarás cansada, pero hambre sí tendrás.
—Voraz.
Disfrutó a más no poder con la cena, que partimos, especialmente hizo mucho honor a la botella de aguardiente de palma. Parece ser que le habían dado unas jotas de esa clase de aguardiente diluidas en leche de coco, siempre que Parbati podía echar mano a una botella. Con el vaso que me había traído bebimos los dos por turno, y yo creía que Sukey no se daba cuenta de que yo ingería menos cantidad de licor que ella. A la hora que terminamos la copiosa cena, el sol se había ocultado tras las montañas, y el río tenía el color de las orquídeas. Me propuso que mezcláramos agua y miel con el ardiente licor, para hacer algo así como un hidromiel, esa bebida tan apreciada en Inglaterra. No estaba muy convencido que de la mezcla resultara algo bueno; pero ella, como no teníamos cuchara, agitó el brebaje con el dedo, y luego se chupó la yema de este y declaró solemnemente que le había salido una bebida deliciosa. Era indudable que, como a todos los indígenas, le gustaban mucho las cosas dulces.
—¿Te parezco muy diferente de las pukka memsahibs? —me preguntó con ansiedad.
—No he tratado nunca a ninguna. Sospecho, no obstante, que la principal diferencia entre ellas y tú, es que tú dices y haces lo que sientes, lo que ellas no se atreven a hacer.
—Eso es terrible, Rom.
—No he querido decir, sin embargo, que sea enteramente natural. La hija de un cazador de cabezas de las montañas de Aka no hace eso. Pero tu segunda naturaleza es menos propensa al desorden que las suyas. Yo me inclino a creer que tú tienes, más fe en tu Creador, en tu Dios. Infinidad de personas hacen una religión tratando de no ser lo que su Dios las ha hecho, reprimiendo todos los impulsos naturales que pueden y calificando de perversos a muchos de los impulsos que no pueden refrenar.
—Por ejemplo: aman a espaldas de Dios.
—Eres muy sutil, Sukey.
—¿Por qué soy sutil? Es exactamente la misma confusión a la que ibas a llegar tú. Todo tu discurso ha sido deliberado, adulador, dicho para inspirar confianza: ha estado en armonía con tu conducta, porque tú has hecho ver que bebías aguardiente mientras a mí me dejabas beber todo el que yo quería tomar. Todo lo que haces lo haces taimadamente, con segunda intención.
—¿Ahora te enteras?
—No.
—Entonces, ¿por qué has venido aquí?
—Quería saber lo que se escondía detrás de todo esto. Como verás, yo no desprecio la astucia en sí. ¿Has oído cómo ríen las mujeres indígenas cuando se hallan en presencia de la astucia? Sienten de gozo. Quería saber, a demás, si la tuya es buena o mala. Un tigre es muy taimado; tiene que serlo para poder seguir viviendo, y yo te odio por eso. ¿Haces tú como él?
Yo pensé que no, y quise hacerla callar diciendo:
—No.
—Confiesa, ¿es buena o mala?
—No lo sé.
—¿Por qué pones a prueba —así se dice en los libros— mi capacidad de resistir al arrack[12]?
—Supongo que para privarte de todos los medios de defensa que pueda.
—Está bien. Yo hubiera podido pensar que eras la quintaesencia de la depravación si no hubiera estado, tratando de hacer lo propio por mi parte. Por eso te he dejado que intentaras embriagarme. Pero puede ser que yo necesitaba privarme de mis medios de defensa por razones distintas a las tuyas. Necesito encontrar mi propia verdad.
—Y ¿no te da miedo eso?
—Un miedo terrible; pero quiero saber lo que es, cuanto antes mejor.
Iba a saberlo muy pronto. El resplandor, en el Oeste, se había apagado, y algunas estrellas cambiaban su color azul pálido por el blanco y empezaban a parpadear. Palidecía la brillantez de las aguas del río. Nos hacíamos la ilusión de que veíamos el desierto hasta muy lejos, pero era porque las cosas próximas parecían muy distantes. Antes de que se encendieran otras estrellas, había magia en abundancia. Se veía un hilo de plata a lo largo del horizonte oriental.
—Una vez no te portaste astutamente —prosiguió ella con calma—. La noche que me hiciste salir. Estuviste brutal. Esta es otra razón que me ha hecho venir.
—¿Cuándo te tienes que ir?
—Cuando me plazca.
—Eso no lo puedo creer.
—Pues es la verdad. Hice creer a papá que salía a dar un paseo a caballo con Gerald. He escrito unos renglones a tu pariente excusándome y…
Hizo una pausa. A pesar de la oscuridad reinante vi que tenía los ojos muy abiertos.
—¿Qué te pasa?
—Me choca la expresión de tu cara. Tu actitud de hace un instante también me ha llamado la atención. Bueno; no me importa. Tú crees que nadie tiene derecho a dejar plantado a tu Gerald. Me invitó a dar ese paseo por pura cortesía, y, entre tanto, ha sucedido algo muy importante: el que te hayan mandado venir a esta torre. Papá no estaba en casa cuando yo salí de ella y, a mi regreso, pienso decirle que he pasado todo el tiempo contigo. Le diré que me invitaste tú. Si resulta que esta es la última vez que nos vemos a solas tú y yo, y yo estoy casi segura de que lo será, se lo diré igualmente. Se enfurecerá al saberlo, pero se le pasará pronto el enfado cuando vea que, desde ahora, voy a ser una buena chica y no le daré ninguna clase de disgustos.
La fina hebra de plata entre la planicie y el firmamento se acortaba rápidamente, se volvía más brillante y comenzaba a combarse hacia arriba un poco. Todo el peso del cielo parecía resistir el movimiento; instintivamente, el vigilante contuvo su aliento y suspiró con alivio cuando se formó el arco. En lo alto, con gloria y poderío, surgió la gigantesca luna.
Desde su brillante ascensión y majestuoso descenso de la noche anterior, la luna se había convertido en un disco completo. Era aquella su noche de las noches ea su veloz viaje alrededor de la Tierra; desde sus últimos resplandores había enflaquecido al recorrer el primer cuarto de su camino; navegó a ciegas otro cuarto, y, luego, no dejando ver más que un frágil arco de plata al lado del sol, se había transfigurado en la emperatriz de la noche. Parecía que reinase por derecho de belleza solamente, pero sus suaves y argentinos rayos eran potentísimos. La vida toda se convierte en círculo completo y en resplandor en su cenit, las mareas de los mares más altas, las mareas de la sangre más espumosas en su dinámico fluir; los peces tragan vorazmente o desovan furiosamente y el perruno chacal se siente ardientemente orgulloso y cesa en su lloriqueo.
Una catarata de luz lunar arrollaba la llanura e inundaba el oscurecido río. Revivía y brillaba de nuevo el río. El airecillo, como agitado por el mismo impulso, buscando algo por todas partes, correteaba a través de las susurrantes arenas, para volver, helado, a abofetear nuestros rostros. La torre proyectaba una larga sombra, claramente delineada, debajo de nosotros, que iba haciéndose más opaca a medida que atravesaba el plateado llano, y se desvanecía en la oscuridad sin revelar las formas de nuestros cuerpos que estaban en lo alto. Pero quizá esas cosas no hubieran parecido señales y maravillas si una hiena no hubiese estado llorando, sollozando, desde el altozano en que tenía su atalaya.
—Es la luna llena solamente —murmuró Sukey, como si tuviera miedo de ser oída.
—Puedo afirmar que la he visto así de grande y hermosa infinidad de veces.
—Es lógico que te hayan mandado venir aquí en un día de plenilunio, pues así podrá durar más horas tu vigilancia.
—Pero ha sido por azar, una casualidad que sólo se da una vez en cada cien, cada mil veces, supongo yo, el que hayas visto la orden.
—No seamos más supersticiosos de lo que ya somos. Se supone que somos ingleses.
—¿Has notado el frío que está haciendo? —Mi voz era sorda y poco firme… Da gusto el calor que desprenden estas piedras.
—En el desierto siempre hace frío al ponerse el sol.
Si despliegas la manta que yo tengo, podríamos sentarnos a un lado y con la otra mitad abrigarnos las rodillas.
Cuando estuvimos sentados de aquel modo, la atraje sobre mi pecho. Derramaba sobre él su intensa vida, que no podía negarse a darme. Pero luchaba consigo misma más que yo, porque no estaba tan bien orientada o no era una fatalista tan firme como yo. Sukey parecía poseída por su dios y por el diablo… Murmuraba algo entre sus labios, tan cerca de los míos que los rozaban.
—Puede que esta sea la Torre Tenebrosa.
Mi imaginación saltaba frenéticamente y no pude comprender en seguida lo que quería decirme.
—No te acuerdas —prosiguió ella—. «Child Rowland vino a la torre tenebrosa». No he llegado a saber lo que esto significaba. No sé si era una torre endiablada al propio tiempo que tenebrosa. Supongo que él fue allí para averiguarlo.
Hice callar sus labios con los míos.
—Cuando haces esto —me dijo, después que mis labios soltaron los suyos tras haberlos besado— me importa menos saber si era tenebrosa o no.
Es parte de la función de la poesía rondar la mente en los momentos de alta sensualidad, pues en su fantasía están los únicos medios de capturar y de realizar enteramente la espléndida aventura. El amante que no tiene fantasía es un ser triste despojado del mayor de los bienes. Mi espíritu estaba rondado por la voluptuosa poesía árabe, y yo haría el amor a mi indostana como lo hace el atezado hijo del desierto a la nueva esclava núbil que acaba de adquirir. Me iba identificando, me iba fundiendo con la naturaleza que me rodeaba; tenía la punzante sensación de que mi destino se cobijaba en la torre. Y el árabe bronceado por el sol debe amar su destino, para bien o para mal, con el mismo apasionado amor que brinda a la nueva concubina que entra en su harén y con el mismo amor solemne que siente por la saki que le ha dado un hijo varón. Si ellas conspiran juntas y le ponen una sustancia venenosa entre el pan que le dan de comer, él habrá de mandar que les corten sus cuellos de seda, pero tendrá que seguir amándolas todavía.
—Quisiera hacerte tan feliz como tú me haces a mí.
Quizá luchaba ella contra la felicidad, por ser tan joven e inocente. Primero la desarmaría, luego, le enseñaría a amar.
—Soy demasiado feliz. Y esta es mi pena. ¡Mi gran pena!
—Tu cara es hermosísima a la luz de la luna.
Pero la belleza de su rostro era una insignificancia en comparación con la hermosura que iba a contemplar cuando la luna ascendiera más.
—No tardará en amanecer, y tenemos que acordarnos…
—Tenemos que pensar en eso —le dije yo.
Nuestros besos eran más profundos y extraños que antes, y ahora no teníamos enemigo delante de la puerta. No había peligro de que nuestro éxtasis pudiera ser sorprendido y castigado. No había miedo disfrazado de culpa.
—Te quiero, «Cobah».
Quería haber dicho Sukey, su nombre inglés, pero en cambio mis labios habían dado forma al tributo que en Oriente se rinde a la belleza femenina, y le había llamado Estrella Matutina. Tal vez ella no había comprendido la ilación, tal vez no presumía lo que batallaba mi cabeza para hacer de nuestro deleite carnal la justificación de su seducción, no teniendo yo, como no tenía, fe alguna en el amor que ella decía sentir por mí ni tampoco esperanzas de que correspondiese al mío en lo futuro.
—¿Qué entiendes tú por amor?
—Que te necesito ahora y te necesitaré siempre.
Iba a ser mía muy pronto y durante una hora entera. Se elevaba la luna a lo alto del cielo, y lo mismo subían las mareas todas. Nuestro ardor no nos dejaba sentir el calor de sol recogido por las piedras y que penetraba a través de la manta sobre la que estábamos sentados.
Me cogió la mano suspirando y me dijo:
—¿Por qué no luchas por mí en lugar de contra mí?
—Lucho por los dos.
Mi contestación podía ser también un ardid.
—Lo harías si me quisieras de veras… Me protegerías contra mi amor por ti. Sabes que este amor no traerá nada bueno. Sólo será maldad cometida en la oscuridad…
—Si es maldad, ¿por qué has venido aquí?
—Por la razón de que quería que esto pasase. Pasé a caballo por delante de esta torre acompañada de Gerald, y mi imaginación, endiablada, vio todo… lo que está sucediendo ahora. No ha sido por pura casualidad que te han hecho venir aquí hoy. No ha sido ese hermoso destino que tú sueñas el que te ha traído aquí. Ha sido el designio de una mujer.
—Ya es tarde para arrepentirse o sentir miedo.
Me clavó las uñas de su mano en la mía.
—Sabes que tu conducta es reprobable —me dijo, respirando ya con naturalidad—. Hiciste que me enamorara del demonio. Por eso quería verte aquí, darme a ti en este lugar salvaje…
Se apartó de mí, temblándole todo el cuerpo, y sus ojos, lentamente, se fueron poniendo redondos.
—¿Has oído lo que te he dicho? —murmuró.
—Has dicho que te ibas a dar a mí. Yo también me daré a ti. Nos amamos los dos.
—He dicho lugar salvaje. Un poco antes te hablé de la Torre Tenebrosa. Nada de eso salió de mis pensamientos conscientes, era sólo poesía que me rondaba la imaginación, y subieron desde lo más profundo de mi mente, para decirme lo que está pasando y advertirme.
—La mente siempre trabaja de este modo, ya lo sé. Pero sigo sin recordar que me dijeras…
—No me acuerdo de las palabras exactas. Un lugar salvaje… solitario… encantador…
—Ahora me acuerdo. Kubla Khan. Puede que fuera él quien hizo edificar esta torre. Diré con el poeta:
Como siempre, bajo una luna que palidece…
Una mujer llora por el amor de su demonio.
—Sukey, tu imaginación…
—Sí; mi imaginación. Me lo ha hecho sentir en cada nervio de mi cuerpo, en cada pulgada de mi piel, en cada gota de mi sangre. Tú hiciste esto encendiendo en mí toda esta pasión. Tú no eres un demonio amante, pero tienes algo demoníaco en la cara, ahora mismo lo acabo de ver, y puedes ser un amador perversamente falso. Nos rodea el mal, aquí, Rom, ya te lo he dicho. Se nos quiere llevar a los dos. No sé si hay algún modo de escapar de él como no sea rompiendo el encanto de este momento y volviendo a casa.
Calló Sukey.
—Creo que nos queremos el uno al otro con toda la fuerza de nuestros corazones.
—Pero hemos tenido miedo de entregarnos a ese amor, porque hemos temido caer en la lujuria. ¿Es verdad o no?
—Hemos cerrado los ojos a muchas cosas. No sé…
—Lo que tú querías era: tomarme, primero, y luego hacer lo que te conviniera.
—Puede que fuera eso. No lo sé.
—Eso es lo que yo quería que hicieses conmigo. No quería pensar en el futuro antes de que esa tremenda necesidad hubiera sido satisfecha.
—Está bien. Veremos de saciarla.
—A eso llamo yo una prueba de amor.