Algunas veces, en mayo, cuando la tierra está tan reseca como la garganta de un hombre durante una tempestad de arena y los camellos mueren de sed en el desierto, las nubes se reúnen solamente para disolverse. Cuando el ganadero espera con ansia el bautismo de los cielos, el sol, cruel, rasga la tenue nube otra vez. Algunas veces olvida el ganadero su rabia y su angustia para compadecer a la lluvia, que tanto ansia bendecir sus pastos y que, en tal agonía, lucha por caer.
Algunas veces, mientras el hombre peregrina en la tierra, es decir, desde que nace hasta que muere; cuando todas las corrientes de su vida permanecen detenidas y todos sus menudos negocios mundanos caben en el fondo de un saco, siente que su destino lucha en vano por ponerse en marcha. Medio había olvidado mi trabajo, no me acordaba de sentir remordimiento por dejarlo abandonado; tanto me absorbía la lucha contra las circunstancias adversas, tanto me desesperaba ver que mis esfuerzos se estrellaban contra obstáculos insuperables. Había hecho todos los pooja que sabía para vencer aquellos impedimentos. Por mi mal, necesitaba salir de aquel abismo de futilidad. Había practicado el rito de escribir una veintena de cartas, que arrojé al fuego sin mandarlas. Había estado esperando, horas y horas, junto a las puertas por las cuales yo creía que Sukey podría pasar, solamente por verla de más cerca, y, luego como los gitanos, me retiraba de mi observatorio y echaba a andar camino abajo. Me decía su cara que me había visto, tal vez que me quería decir algo; pero yo la dejaba marchar sin hablarle.
Por suerte era ahora la estación del año en que hacía frío —los días eran solamente un poco más calurosos que los de los veranos italianos—, un tiempo que deparaba a los montañeses noches largas y frías en las que podían cabalgar y hacer peligrosas incursiones. Al regimiento no le faltaban diversiones, puesto que con frecuencia salía de operaciones para castigar a los perturbadores de la paz. Yo llevé a feliz término algunas misiones interesantes en pueblos del oeste. Mediado el mes, cuando el templado sol comenzaba a inflamarse nuevamente, me mandó Graves a una antigua torre, que no estaba muy distante de la orilla occidental del Indo, para que, desde allí, con ayuda de un catalejo, vigilase los movimientos de cierto barco sospechoso de llevar armas de fuego robadas en Lahore.
Aquella construcción produjo en mi imaginación el efecto de un encantamiento, en parte porque parecía una obra inútil. No se oía desde ella la llamada de ningún almuecín, aunque puede ser que los zorros del desierto la oyesen; no era aquella torre un vestigio, de ciudad muerta; no guardaba ningún camino ni paso. Sus muros, sin embargo, tenían el espesor de los de una fortaleza y el ensamblaje de sus piedras era perfecto; la escalera que tenía el edificio era angosta y de hierro, y subía desde el terraplenado piso de la torre hasta el techo que había debajo de la balaustrada que la remataba. Quizá la había hecho construir un rey demente como lugar desde el que podría otear la venida de Aza zel, el Destructor de las Delicias.
Mi sais[11] barrió y arregló aquella especie de nido de ave de rapiña antes de dejarme entregado mi solitaria vigilancia. Dos mantas de las que se usa para silla de montar, tendidas sobre el suelo, templaba el calor acumulado en las piedras. De la balaustrada colgaban dos botijas para agua, lujo de sibarita en el desierto, puesto que eran de cocido barro hecho con tierra porosa, por lo que dentro de ellas se conservaba fresca el agua como la de un profundo pozo; es un primitivo procedimiento de refrigeración que los camelleros conocen desde hace miles de años, cuyo principio científico se ignora, a no ser que lo conozcan unos pocos sabios de rostro pálido que rara vez ven la luz del sol. Envuelta en hojas verdes estaba mi cena, muy selecta para ser una comida hecha en el desierto; bolas de arroz sazonadas con azafrán, chapatties fritos en aceite de manteca clarificado, una jarrita de miel, dátiles medio secos de color dorado oscuro y una botella de barro con aguardiente de palma. Vi como mi sais se alejaba a caballo llevando al mío cogido de las riendas, para esperarme escondido en el más cercano wadi. Como él, yo también esperaba que la vela sería larga. Tenía yo mucho de indígena ahora, en aquel lugar, y acogía a la soledad con la alegría que se recibe en un harén poblado de mujeres conocidas de varón a una esclava nueva, joven y de doncellez impoluta. Como Jano, el de las dos caras, necesitaba pensar en el pasado, quería soñar con el porvenir.
Por encima de la balaustrada, que me llegaba a la rodilla, podía ver a una muchedumbre de indios que formaba como una gran adujada de una milla de ancho que brillaba al sol como el cristal. Era una caravana de un centenar de camellos que la distancia hacía parecer diminuta, pero que se delineaba claramente en el fondo del cielo y que semejaba uno de esos finos bordados que se ponen en la orla de una trena para adornarla. Pensé que, después de todo, la torre había sido erigida con intenciones nobles; ya era una intención noble el que desde ella se pudiera contemplar la faz del desierto, y no sólo contemplarla sino conocer como es, una faz maravillosamente arrugada, vieja sin consciencia de su vejez, sin huellas del paso de los que transitan sobre ella, pues las borran sus devastaciones. Entre las dunas se puede hacer retroceder al Tiempo para que vuelvan a venir las legiones de Alejandro surgiendo nuevamente del Oeste; antes de que el tiempo recobre su poderío, puede volver a venir un tártaro lisiado, que, jinete en brioso corcel, marcha al frente de la horda de tártaros que acaudilla; ninguno de los dos hallaría cambiados esa tierra, ni los áloes ni los sedientos arbustos enanos que en ella hay, ni los zorros que corren acompañados de sus propias sombras, ni los buitres que revolotean muy altos en el espacio. ¡Sí, por Zeus o por Alá, el río se ha salido de madre en la noche! Donde el cocodrilo había dormido sobre un bajío fangoso se revolcaba una hiena y jugueteaba con una calavera.
En la dirección de Hyderabad se veía una nube de polvo. La miraba a ratos, y notaba que se acercaba; pero no usaba yo el maldito catalejo del diablo para averiguar lo que la causaba y poner fin a la agradable especulación en la que trabajaba mi mente. Un anteojo de larga vista es uno de los peores engaños que existen. Es el enemigo de la curiosidad y del misterio, dos de las mayores bendiciones que Alá ha prodigado sobre sus criaturas. El anteojo de larga vista jugaba al escondite con los sueños. Se le podía llamar profano incluso, porque convertía en pequeños remolinos de viento muchos de los prodigios de Alá.
Al poco rato, las vagas sombras de dos animales aparecían y desaparecían dentro de la nube, que se acercaba rápidamente. No eran jumentos salvajes que hubiesen renunciado momentáneamente a la vida de libertad que les brindaba la naturaleza para ir a echar un vistazo a la ciudad y volver a casa una vez saciada su curiosidad, parecían tener los lomos muy altos para ser pollinos. Podían ser camellos, pero resultaban demasiado bajos, si llevaban jinetes encima… Eran dos personas montadas a caballo. Puesto que se dirigían en derechura a la torre, llegué a la conclusión de que eran correos que me enviaba nuestra brigada. Que dos peregrinos visitasen la solitaria torre en la misma tarde mudaba toda lícita coincidencia en caos… No tenían el aspecto de correos, pero debían serlo.
Nunca había visto que un correo montase a la amazona su caballo, como lo hacía el jinete que iba delante… Nunca había visto que un correo le salieran por debajo del casco unas greñas tan abundantes y largas de color amarillo… ¿Estaría yo loco en este instante? Cualquier cosa increíble podía suceder. La nube de polvo empezó a disiparse cuando los jinetes hicieron andar al paso a sus caballos. Vi entonces unas fantasmas que se parecían grandemente a Sukey y su yegua blanca, y a Hamyd, que hacía a esta de sais, caballero en una jaca beluchistana. Se me erizaron los pelos de la nuca, porque no eran espectros, sino ellos en persona.
Me levanté y, desde una altura de unos cincuenta pies, miré hacia abajo para verla. Por instinto, para cerciorarme, grité:
—¡Eh!
—¡Eh! —me contestó ella desde abajo, y se quedó esperando.
—Sube. Entretanto que vaya Hamyd al río con los caballos, para que beban.
—Tal vez sería mejor que bajases tú., Tengo que hablarte un momento.
—No puedo abandonar mi puesto. Tendría que comparecer ante un tribunal de guerra para ser juzgado en juicio sumarísimo por ello. La escalera está dentro del arco.
Se había levantado el velo que le cubría el rostro. Ahora se lo quitó del todo y empezó a limpiarse el polvo que se le había pegado en las sienes y alrededor de los ojos. A una orden suya, dada en voz baja, Hamyd la ayudó a quitarse el polvo del vestido, que era un traje de muselina blanca. Dio instrucciones al criado antes de que se marchara llevándose también el caballo de ella. Estuvo un instante sin hacer ningún movimiento antes de entrar en el estrecho arco, y se detuvo lo que a mí me pareció un gran rato al pie de la escalera. Mirando bien por el ojo de la escalera, solamente pude ver los destellos de sus cabellos en aquella cámara sombría. Entonces, vacilando puso el pie en el primer peldaño de la escalera. Estaba perdida o salvada; eso dependía de su buena o mala estrella.
Había angostas troneras en los muros de la torre. Mientras subía, cuando pasaba cerca de una dé ellas, su cuerpo y su cara se iluminaban un instante, pero en seguida volvían a quedar medio en sombras. Ni una sola vez levantó la vista hacia la grande y brillante estrella de la salida a la plataforma. Yo estaba convencido de que, contra lo que le dictaba su buen juicio, subía la escalera empujada por unas fuerzas que no podía dominar. Ni se me cortó la respiración ni dejó mi corazón de palpitar; pero me daba vueltas la cabeza y sentía malestar en el estómago. Al tomarle una de sus húmedas manos, la encontré febril porque la mía estaba helada.
Cuando se halló en la terraza, lo primero que hizo fue mirar en dirección a Hyderabad. La vista le debió dar nuevas fuerzas, porque levantó un poco la cabeza y la volvió para contemplar el desierto. Respiraba tan profundamente, que la tela de su vestido, al ponerse tirante, se apretaba sobre su seno, dibujándolos y revelando su forma, una forma tan hermosa como los de las doncellas de Cachemira. El sol de la India había empezado a redondearlos y a desarrollarlos, los había hecho crecer en la primavera de su vida, y las nieblas de Inglaterra no los habían marchitado.
—¿No quieres sentarte, Sukey?
—Lo haré. Puede que tenga que quedarme aquí más tiempo del que yo contaba.
Doblé una manta de silla de montar para que le sirviera de cojín. Se sentó cruzada de piernas, como un faquir. Reposaban inmóviles sus manos sobre su regazo, y ya no había tirantez en los rasgos de su fisonomía, Evidentemente, había cruzado un ancho río.
—La primera pregunta que vas a hacerme es cómo he sabido que estabas aquí —me dijo.
—No me propongo preguntar nada. Estoy demasiada asombrado para sentirme curioso.
—Quisiera que no tuvieras una lengua tan pronta ni tan sabia. El poquito de educación inglesa que he recibido me hace sospechar de ella. Bien. Hamyd no te ha espiado nunca. Nadie te ha espiado sino yo. No debía hacerlo, por supuesto. Estuve en la oficina del mayor Graves a cumplir un encargo de mi padre. Sobre su mesa había una orden y tu nombre estaba escrito en ella. Un momento que volvió la espalda la leí.
Bueno; me alegro de que lo hayas hecho.
—No decidí entonces venir aquí. En realidad, no he tomado todavía esa decisión. He venido aquí, sencillamente. Quería hablar contigo… y, para ello, este lugar es maravilloso. —Miró en torno suyo y prosiguió diciendo—: Es un lugar completamente indio. Haga lo que haga, piense lo que piense, no puedo olvidar nunca a la India. Lo que hay entre tú y yo, es algo puramente indio. Hizo una pausa.
—Yo temía que esto había terminado —dije yo—. No, no del todo. Ahora ya sabes cuál fue la principal razón que tuve para hacerte seguir por Hamyd Además de guardarte de los peligros que te podían acechar, me decía adonde ibas y lo que hacías. Así, pues, era yo la que espiaba. Fue, como diría la gente, una imperdonable intrusión en tu vida privada.
—¿Lo crees así, Sukey? Hizo ver que no me oía.
—Por ejemplo: me enteré de tu visita a esa mujer de media casta que vive en el camino de Pushta. Hice contar a Hamyd todo lo que había pasado hasta que se apagó la luz. Quería saberlo porque estaba celosa.
—¿Tú, celosa de una muchacha eurasiana?
—Alguna de ellas hace que me parezca a una charca de lodo, tú ya lo sabes. Estaba más celosa de ella ¡que lo que hubiera podido estarlo de una chica inglesa! Tenía para darte a ti mucho más, siendo tú la clase de hombre que eres.
—¿Estuvo allí Hamyd hasta que volvió a encenderse la luz?
—Sí. Y me dijo que, cuando saliste, parecías tan decepcionado como avergonzado. Y casi batí palmas de gozo.
—¿Sabes por qué fui allí?
—Hamyd me lo dijo. Me dijo que él había hecho lo mismo una vez que una muchacha campesina de Assam, de la que él estaba enamorado, le dio calabazas. ¡Sentí un alivio tan grande!
—¡Alivio! Una muchacha inglesa me consideraría un perdido.
Se puso a meditar un momento. Yo, entretanto, me maravillaba contemplando su amarillo cabello, sus ojos azules, el color de su carne: leche y pétalos de rosa.
—Me preguntabas hace un minuto si creía que espiarte era una cosa imperdonable. No te contesté porque mi respuesta te hubiera parecido espantosa. Cualquiera, el menos pukka, sabe que lo es, pero a mí me parecía una cosa perfectamente natural. Todo lo que tú hacías me importaba. Y es porque no soy una muchacha inglesa como debo ser. Puedo decir, en ocasiones, algo de lo que debo decir, pero nunca pienso como debo pensar. Soy más indígena de este país, en realidad, que esas chicas de media casta. Ellas están en perpetuo conflicto consigo mismas; yo estoy en conflicto, principalmente, con lo que me rodea al presente. Es algo… completamente exótico.
—¿Cómo sucedió esto, Sukey?
—Ya te he dicho que me crie entre indígenas. Hay muchas otras cosas aún que ahora no te puedo decir, que no te podré decir nunca probablemente. En estas circunstancias, era casi inevitable que nosotros, tú y yo, llegáramos adonde hemos llegado. Navegábamos los dos en el mismo bote.
—¿Por qué supones que subí a ese bote yo?
—Creo que lo sé, pero puedo equivocarme. Te acordarás que una vez te pregunté si eras eurasiano, y quise decir medio indio. Tú me contestaste que no lo eras. Yo creí que habías mentido. Creí que habías mentido, porque te lo había mandado Gerald, aunque a ti te repugnase hacerlo. Entonces te mentí yo al decirte que nunca tendría tratos con nadie de media casta. Ahora no miraría eso si él estuviera orgulloso en lugar de avergonzado de serlo. Cuando estuve de paso en Bombay para venir aquí, me visitó el coronel Jacob. Lo conocí siendo niña. Hubiera podido intentar que se casara conmigo si no hubiera tenido ya la mujer más hermosa de la India. No me importaba que tuviera treinta años más que yo, me resultaba fascinante por su alta casta de sangre indígena. Me habló un poco de ti, del modo cómo nos íbamos a conocer, y también, un secreto entre él y yo, de que tenías sangre asiática. Me dijo que lo hubiera podido asegurar sin mirarte siquiera al rostro, sólo por lo bien que hablas el indostano. El pobre hombre está muerto de curiosidad desde que te conoció. Dijo que le recordaste el indostano que hablan las tribus criminales de baja casta en el Punjab. Añadió que podría apostar doble contra sencillo a que tu lengua nativa era algún dialecto enraizado en el sánscrito.
—Ya te contaré algo de esto si se presenta ocasión. Lo que puedo decirte ahora es que nunca había puesto los pies en la India hasta hace solamente dos años.
—De todos modos, no eres inglés. Por eso he dicho que navegamos los dos en el mismo bote.
Sukey no hablaba al tuntún. Estaba preparando el terreno para decir algo extremadamente importante. Me vino a la memoria otra escena de la tarde anterior; el sol se hundía, las sombras eran largas, y yo estaba escondido tras un inmundo establo para vacas, acechando, esperando el paso de un leopardo que salía a cazar su alimento. Se oían ruidos que parecían, casuales, pero que no lo eran el que hacían las ramitas secas al crujir a intervalos, el imperceptible susurro de la maleza, el excitado clamoreo de los pájaros, el que hacía súbitamente el vuelo zigzagueante del guaco. Todos estos ruidos hablaban un mismo lenguaje y prepararon mi corazón para lo que iba a venir.
—Me puedo casar con un sahib y hacer un buen papel en la vida de sociedad de la India. Sería una experiencia interesante, porque no estoy bien preparada para esa vida; tendría que poner a prueba todas mis habilidades. Reverencio a los sahibs del mismo modo que tú, y me sentiría orgullosa de tener hijos de uno de ellos, que fuese un verdadero burra. En las presentes circunstancias me casaría antes con Gerald que con Henry o Clifford, y no precisamente porque el primero tenga más porvenir que los otros. Tú te olvidas que es un ser humano y haces de él un ídolo. Podría enamorarme perdidamente de él si me diera ocasión para ello. Hay abismos en su persona que yo no he sondeado nunca.
—¿Con quién te vas a casar entonces, con Henry o con Clifford?
—Es posible que no me case con ninguno de los dos. Si nosotros dos estuviésemos lo bastante enamorados el uno del otro, y tú me lo pidieses, me casaría contigo.
Me habló con la misma ligereza que si me propusiera que podíamos comenzar a cenar. Ello no me sorprendió, me pareció muy propio de la situación. Estábamos tan solos como si visitáramos un planeta deshabitado. En lo alto de aquella antigua torre, mudo centinela en el desierto, nos habíamos escapado del mundo y del temor que le hace girar. Pocos mortales hay que lleguen a tan alto, que pierdan el miedo a ser heridos en donde ninguna herida se cura por completo en el alma. Nosotros lo habíamos hecho, en esta hora, como por encanto. Era como si fuésemos faquires que hubiesen lanzado una cuerda hacia lo alto, hubiesen trepado por ella, y, luego, la hubiesen retirado.
Contesté con calma:
—Esto significa un cambio en tu programa, Sukey.
—¿Un cambio? Esto quiere decir que estaría dispuesta a arrojarlo a los buitres. Esto no había pasado nunca por mi imaginación hasta la noche aquella en que te llamé perro que sólo merecías un salivazo, cuando me destrozaste el corazón con esta sonrisa burlona tuya, y este pensamiento acabó por volverme tonta. ¡Me vi libre de repente para pensar en la vida que podría llevar contigo! Tú no serás gobernador, tú no serás general; pareces tan delicadamente equilibrado, que sólo puedes ser un vagabundo. Pero si sabes conservar tu alma sana, y en eso te puedo ayudar yo, tendrás, con certeza, una vida emocionante, tal vez notable. Si lo quisiera malamente, Rom, correría el albur.
—Has dicho «malamente». Eso es hablar como un niño. Yo me pregunto…
—Creo que sé lo que piensas. Has interpretado la palabra «malamente» como si yo hubiera dicho «si yo fuese lo bastante mala». Es que yo siento dentro de mi conciencia una voz que me grita que sería una cosa mala, casi perversa, en el supuesto de que la hiciera. No lo puedo explicar enteramente diciendo que haría daño a papá. Y le haría un daño tremendo, mucho mayor que el que tú te imaginas, porque no sabes toda la verdad. Pero podría ser que el sentimiento de culpa desapareciese.
En el Oeste, las nubes, muy bajas, se encendían en múltiples llamas, y en medio de ellas, el río parecía el Estigia. Sukey miraba hacia allí con medrosa fascinación.
—¿La principal pregunta que te haces es si me amas a mí bastante? —le pregunté.
—Si nos amamos el uno al otro.
Y volviendo lentamente hacia mí sus ojos, llenos de reflejos de los fuegos de los elementos de la naturaleza, me dijo todavía:
—Ya lo ves, Rom, va a ser algo tremendo.