VIII

Una de las virtudes sobresalientes en el sahib inglés era su credulidad. Daba por supuesta la existencia de su persona y de su mundo, juzgaba de lo bueno y de lo malo con espíritu de escolar infantil, daba o negaba su obediencia a un relativamente sencillo código de conducta preestablecido. Nunca desacataba a la autoridad. Sobre todo, nunca dudaba de la autenticidad de sus propios sentimientos y emociones. Si era desgraciado en amores, para huir de su dolor, escogía siempre uno de los varios caminos legales. Uno de esos caminos era embriagarse hasta ahogar su pena en alcohol. Otro —este lo recorrían rara vez— era nutrir su roto corazón con una dulce melancolía que, andando el tiempo, se convertía en algo tan confortante como la comodidad que unos zapatos muy usados procuran a nuestros pies, o como la satisfacción que nos proporciona, cuando fumamos, una vieja pipa que tira bien. El mejor camino era entregarse al trabajo con ardor y hallar consuelo en los premios que otorga el cumplimiento del deber. En muy pocos casos, pero que se daban alguna vez, el amante rechazado, si era un perfecto pukka, buscaba la muerte en el campo de batalla.

En mi caso, yo sentía la tentación de dejarme arrastrar por la corriente de la derrota, del fracaso, mi mente me empujaba, me inclinaba a la apatía ¿Por qué no disfrazarme de musulmán y desaparecer en el interior del país? Si renunciaba a cumplir la misión que me había encomendado el Cuartel General, podría marcharme de donde estaba sin causar graves perjuicios a Gerald o al Gobierno de la India. Para ahuyentar al demonio siempre me valía de Gerald como si fuera un bastón Recordaba igualmente, con profunda pena, que también me había servido del cuello de mi hermanastro para colgar en él una piedra de molino. Contra la voces de su conciencia, Gerald se alegraría de verme alejado de su mundo.

Se ha llamado al amor el mayor de los engaños de uno mismo. Si eso es cierto, la tristeza que llevaba en el corazón, tan persistente como un dolor de muelas, la grisácea tristeza que veía en todas las cosas que me rodeaban, mi falta de apetito en la mesa eran ilusiones extrañamente vividas. En parte por comprobar la teoría y más que por otra cosa por recobrar un tanto la tranquilidad perdida, hice un experimento que, sin duda, millares de acongojados amantes como yo habían hecho ya antes. La proporción de fracasados en este experimento era aterradora.

El no poder pedir ahora mi traslado inmediato a los Servicios Secretos o a otros regimientos en más lejana guarnición, me producía el mismo efecto que si tuviera nubes en los ojos. Me disgustaban mis propios pensamientos y esperanzas. Bendije mi buen suerte, tuve para ella una oleada de gratitud, cuando en un concurrido bazar eché la vista encima, otra vez, al joven indígena que nos había seguido a Sukey a mí el día que fuimos a las ruinas. Me hacía claramente objeto, el supuesto mendigo, de determinadas y expertas atenciones que nada tenían que ver con el chantaje. Al revivir en sí el sentimiento de la propia estimación, cada cosa que veía cobraba un aspecto nuevo y más brillante. Concentré mi atención en tal fenómeno como un perro concentra la suya en roer el hueso que le arrojan.

Parecía muy posible que aquel casi hermoso y joven indígena fuese un asesino a sueldo. Un centenar de las mejores cabezas de ganado de Nazir, vendidas en Hyderabad, podrían producir dos mil rupias; aún las peores podrían venderse por la mitad de aquella suma. Un asesinato corriente se pagaba en la India con cincuenta rupias —cinco libras esterlinas—. Si por doscientas rupias se hacía picadillo a un honrado ciudadano, ya se puede uno figurar lo que se era capaz de hacer por cobrar una suma principesca. El mayor Graves aventuró la opinión de que podría ser que el joven no fuera un mero asesino profesional, sino un agente de confianza del Gran Visir de Nazir Khan, emir de Beluchistán.

—No puedo llegar a creerlo —dijo Graves, pensativo.

—El episodio de la zanja, junto con la captura de Kambar Malik, se está convirtiendo en una leyenda —no se puede esperar otra cosa en el desierto—, y si los montañeses le hacen a usted prisionero en un combate, le degollarán antes de que pueda decir pío. Cada ser-dar[9] arde en deseos de alcanzar ese honor con sus propias manos. Pero a Nazir Khan se le atribuyen instintos deportivos, y me figuro que le quiere coger vivo para darse el gustazo de matarle con más pompa. Dígame la verdad, Brook. ¿Ha asaltado usted algunos harenes últimamente?

—Ninguno.

—¿No habrá insultado usted a algún musulmán influyente?

—A ninguno, que yo sepa.

—Ahí tiene usted una ocasión de lucirse. Una bonita tarea para usted. Tiene que averiguar quién es ese espía, cuáles son sus planes, a quién sirve; eso y algo más. La pista puede llevarnos a descubrir algunos grandes hakims, que pretenden pasar por amigos nuestros. Rung ho y mucho ojo.

Buen rastreador, el espía parecía interesarse mucho por todo lo que hacía cuando estaba libre de servicio. Después de dos prudentes salidas nocturnas con Graves en la visiblemente invisible compañía del espía, fingimos darnos una cita procurando que él nos oyera, y él nos oyó, claro está. Claro está, también, que no acudimos a la cita. Nuestro hombre se retiraba del lugar que nos oyó nombrar cuándo yo llegué, disfrazado con un traje de musulmán, dispuesto a entrar en escena como el actor que espera entre bastidores, y me puse a seguirle. No me costó gran trabajo acompañarle de este modo hasta un próximo café, donde entró a beber, a fumar y a charlar con algunos amigos. A pesar del mucho humo que había en la sala que la oscurecía, no me atreví a pasar más que una vez por detrás del banco en que él estaba sentado. Tan arriesgada empresa sólo me procuró una ganancia pequeñísima. Oír que uno de sus compañeros le llamaba Hamyd.

Después de esperar un rato en la calle a que saliera del café, cuando lo hizo volví a ser su invisible escolta. Me chocó el camino que seguía. Parecía que se dirigía hacia los cuarteles de nuestro regimiento. En la entrada de la poterna le dio el alto un centinela indígena. Evidentemente sabía el santo y seña, porque continuó subiendo por el camino de herradura en dirección a las residencias. Aquello me hizo barruntar algo que me puso de pésimo humor, de modo que, para ver si eran ciertas mis sospechas, decidí continuar siguiéndole, aún a riesgo de ser reconocido. Lo que yo suponía es que no era un asesino ni un espía peligroso, sino un individuo cuya profesión era prestar servicios de información, que me seguía los pasos por encargo de alguien.

Di el santo y seña a la puerta y dije al centinela que era el nuevo khadim de Graves sahib. La engañosa luz de la luna me hizo perder de vista a aquel hombre, y sólo me dejó ver un momento su sombra que se deslizó rápidamente por un caminillo luego de haber dejado atrás una hoguera. Contuve la respiración, mas luego desahogué los pulmones lanzando un largo suspiro. El hombre se dirigía ahora, sin duda, a la casa más grande, la primera de la hilera de casitas que allí había, la vivienda del coronel Webb… Aquella era la clase de sahib que él era. Aquel era el pago que me daban por servir en los lanceros Tatta. Aquella noche tenía quehacer con Hamyd. Mañana me lavaría mis pies de gitano que se manchaban pisando la tierra por la que andaban ellos…

Me acerqué un poco más, para terminar el asunto de una vez. El espía había dado la vuelta a la casa y había entrado en ella a hurtadillas, según pensé yo. ¿Iba el pukka coronel a recibirle en la oscuridad? No era así, porque le oí hablar unas palabras con el sirviente que abrió la puerta y vi desaparecer a este hacia el interior de la morada. En aquel momento se abría un poco una puerta trasera y salía alguien. Una delgada figura que no era la del coronel; además, el farol que colgaba del dintel de la puerta iluminaba una cabellera amarilla.

Sukey no traía ningún mensaje de su padre. Mientras ella y su espía hablaban juntos en voz baja, las posturas que adoptaban sus cuerpos indicaban confianza y amistad. Hamyd se tocó la frente y se marchó, corriendo. También yo tenía que irme, si no quería cometer alguna tontería irreparable. No estaba en estado de discurrir con claridad ni de obrar con inteligencia. Pero no me fui. Esperé cinco minutos, sudando; me acerqué al mismo sirviente que se estaba fumando un cigarro en cuclillas.

—Vengo de parte de Hamyd —le dije en hindustani—. Tengo que ver a la memsahib en seguida.

Se encogió el fámulo de hombros y entró por la puerta de servicio. Sukey salió en seguida, y afortunadamente el criado no la seguía, sin duda porque tenía órdenes de eclipsarse cuando su dueña había de hablar con el espía. En la sombra, tendí la mano en ademán de mendigo.

Baksheesh, memsahib —dije con lamentosos acentos—; soy amigo de Hamyd, y mi madre está enferma, mi padre…

—¿Qué burla es esta? Tu madre, tu padre, ¡mentiras!

No me gritó Jao jaldi y hablaba dulcemente.

—¿No me conoces, Protectora de los Pobres?

El sonido que dejó escapar de su garganta apenas si fue algo más que un gruñido. Por la forma que tomaron sus labios debió haber lanzado la exclamación «¡Wah!», como podía esperarse de una persona cuya lengua nativa es el indostano. Se quedó tan inmóvil, que me produjo el curioso efecto de que se había atado ella misma, A la pálida luz de la luna, su cara tenía un color gris blanquecino. No sabía el aspecto que tenía la mía, pero sí que mis labios sonreían burlones.

—Sí; ahora te conozco —murmuró ella después de una larga pausa—. Pero no tengo una anna para un perro, sólo tengo un salivazo.

—Pero debe ser un perro extraordinario para que una memsahib de tanta categoría como tú quiera que le den cuenta de cada árbol junto al cual levantó la pata.

—Tus burlas han hecho que se marchiten todas las flores de mi jardín.

Creí que me iba a estallar el cráneo. Ninguna muchacha de pura raza india hubiera dicho esto a menos de ser una alta shahzadi[10] hablando a un amante infiel. Si una chica de bazar, de baja casta, hubiera querido expresar con aquellas palabras idéntica idea, su pensamiento hubiera parecido una obscenidad, sus palabras hubieran sonado a obscenas. En la historia de la India se encontrarían poquísimas muchachas tan versadas como ella en orientalismo, capaces de concebir tan dramática metáfora.

Tenía la cabeza erguida cuando salió de sus labios, en baja monotonía, la tremenda acusación, que escocía como un azote, que quemaba como una brasa. Había hecho yo un disparate muy grande, probablemente el más desastroso de mi vida.

—¿Sabes lo que has dicho, Sukey? Yo había creído que sólo tratabas de averiguar cosas que me pudieran perjudicar. No he tratado de saber por qué. Puede que sea porque quieres, probar de vencer lo que tú creíste era una infatuación vergonzosa. Puede que porque busques motivos para despreciarme. Recuerda lo que dijiste e hiciste la última vez que nos vimos.

—Ya sé demasiadas cosas malas de ti, Rom. No estaba avergonzada de lo que tú llamas infatuación.

—Entonces, ¿por qué haces eso?

—Si tú no lo sabes, si estás ciego, si eres tan bajo como para acusar a alguien a quien creías amar…

—Estoy ciego, Sukey. Cuando obro con bajeza es porque no puedo ver las cosas bien. No es culpa mía.

—Sabes una cosa. Me crie con Hamyd. Fue mi compañero de juegos en mi infancia. Es la única persona de cuyo cariño y lealtad puedo fiarme.

—Sukey…

—No diré una palabra más.

—Nos espiaba el día que viniste a las ruinas de Nirun. Desde entonces…, pero esto no lo quiero decir.

No. Ahora tengo que buscar mi izzat. La caída que haría, si me equivocara.

—Desde entonces es de suponer que Hamyd haya ido a visitar a sus parientes. Esto justificaría su ausencia de aquí.

—Es un espía consumado. No solamente puede averiguar muchas cosas de mí, sino también de las personas que se interesen por mí.

Sukey meneó la cabeza casi imperceptiblemente.

—Por ejemplo, de los que tienen interés en cobrar la recompensa de cien cabezas de ganado que ofrecen por la mía.

—No quiero oírte hablar más de esto. Hamyd no te molestará más. Adiós.

Me volvió la espalda para entrar de nuevo en la casa.

—Espera un segundo más. Creí que te amaba y no he dejado nunca de creer lo mismo. Ahora sé que te quiero y que tengo motivos para quererte, para ofrecerte el pobre amor que yo te puedo dar.

Me escuchó vuelta de espaldas, sin moverse Luego, con un movimiento de gran belleza, alzó la cabeza como si alguien la llamara y echó a andar hacia adentro.