VII

Menudeaban las visitas de Sukey a nuestro salón de invitados, la teníamos con frecuencia sentada a nuestras mesas de té, o iba al jardín a jugar, o ver jugar, a los bolos.

En todos esos sitios hacían para ella el oficio de escuderos, nuestros elegantes petimetres, y ella correspondía graciosamente a las atenciones de sus admiradores. No se le derretía la mantequilla en la boca, como se dice vulgarmente. Recibía y devolvía mis corteses saludos, y demostraba con ello a los que le hacían compañía que, aunque había cometido un error en la noche del baile, la lección que le enseñaron le había servido de escarmiento Pasaban los días sin que pudiéramos tener un momento de conversación a solas. Ella esquivó amablemente todas las ocasiones que yo busqué para hacerlo. Entretanto, escuchaba los ardientes requiebros de Clifford Holmes, recibía los infantiles homenajes de admiración de Henry Bingham y daba, de cuando en cuando, paseos románticos con Gerald.

Una quincena después de nuestra visita a las ruinas, la hallé en el salón de uno de nuestros casinos.

Atraje su mirada, y, con la mía, le indiqué la puerta de un estrecho aposento que nosotros llamábamos pomposamente la biblioteca. Aquel guiño audaz de mis ojos bastó para ponerla inquieta. Rodeado de libracos maltratados por el uso y cubiertos de polvo, entretuve la espera preguntándome a qué extremos me lanzaría si ella no atendía mi llamada. Pero vino, entró allí alegre, sonriente, seductora.

—Rom, es peligroso lo que hacemos —me dijo cariñosamente—. Sólo me puedo quedar un minuto.

—Antes que nada, necesito que me digas si has vuelto a ver a aquel indígena que nos siguió a las ruinas de Nirun.

Me miró, sobresaltada.

—No. ¿Por qué me lo preguntas?

—Porque yo he vuelto a verle. Le he visto en el camino y he tenido la impresión de que me seguía. Iba vestido de mahometano esta vez, y con mejores ropas.

—Deduzco, por lo que me dices, que entonces no salía a pedir, porque los mendigos mahometanos, para disimular, se visten como indostanos. Es posible que te siguiera con la intención de evitar que dieras a otro pedigüeño, amigo suyo, que te podría salir en el camino, la limosna que él esperaba para sí. Las cuatro annas que le diste fueron una fortuna inesperada para él. No esperaba que le dieras tanto.

—Para mí ese hombre proyecta algún chantaje. A ti ya te hizo alguna insinuación. Cuando dijo que había visto a los sahibs aquel día, nosotros supimos que ello era debido a la casualidad. Ahora que el mendigo no necesitaba ser muy listo para comprender que nos estábamos viendo a escondidas de los demás. Si llegan a sorprendernos allí el doctor Ludlow y el mayor Graves, el maldito pordiosero hubiera podido vender a muy buen precio el gato tiñoso que llevaba en el saco.

—¿Crees que cobró algo en seguida por decir a quien sea que nos había visto y que ahora espera sorprendernos en una situación más comprometida y cobrar nunca más? Es posible, porque ese hombre es algo más que un vulgar pedigüeño indostano. Menos mal que hemos tenido el buen sentido de no vernos a solas otra vez.

—Yo no he tenido ese buen sentido, como tú dices. No lo tengo tampoco ahora. ¿Cuándo y dónde podremos vernos de nuevo?

Me contestó con una sonrisita encantadora:

—¿Cuándo?

—No lo sé. Puede que nunca.

Meneé la cabeza como si hubiera esperado aquella respuesta; comprendí el significado de tal contestación, que era lo que yo anhelaba: un sí. Con los ojos muy abiertos, Sukey abrió un poco la puerta. Pero yo no podía dejarla marchar sin luchar por ella. ¿Qué me podía importar mi falso orgullo de medio sahib o el de otro dios de hojalata que nunca había venido en mi socorro en mis trances amargos? Ella había entrado en mi vida de un modo alegre y hermoso, como cae sobre el campo la lluvia primaveral; como lluvia en primavera había disipado el polvo cegador que no me dejaba ver; como lluvia en primavera, había hecho germinar las semillas en tierras antes estériles; como lluvia en primavera, había hecho salir el arco iris en el antes nublado cielo de mi triste corazón.

—¿Quiere eso decir que te propones no cometer locuras que pueden poner en peligro el triunfo en tu campaña matrimonial?

—Eso es lo razonable, Rom. Por ahora prosiguen con éxito las operaciones. Estoy casi segura de poder hacer prisionero a Clifford, aunque Henry logre romper el cerco.

—Y Gerald, ¿no está entre el enemigo?

—No. Si crees lo contrario, te equivocas.

—Has entrado aquí para oír lo que tenía que decirte. Te debo algo por esto.

—Y yo te debo a ti algo por haberme hecho popular. Lo has hecho, tanto si lo sabías como si no, por medios indirectos que no te proponías emplear y cuyo alcance no comprenderás.

—Entonces, estamos iguales, excepto por una deuda que tengo contigo. Puede que tú quieras olvidarla; pero has de saber que la persona que convierte en deudora a otra persona, no puede honradamente negarse a recibir del deudor el pago de la deuda.

—Eso es verdad —dijo ella, pensativa; sus ojos mirándose en los míos.

—Pues te voy a pagar ahora mismo.

Rodeé su cuerpo con mis brazos y puse mi boca sobre la suya. No se resistió a mi acción, solamente se estuvo quieta, como esperando. Mientras la suave presión de mis labios se iba prolongando, ella seguía todavía resuelta a mantenerse serena. No pudo prolongar la resistencia mucho tiempo sin sentirse estremecida, y, al final, me devolvió el beso —un beso rápido como el que me dio en las ruinas— dado como para salir de un compromiso y poderse marchar. En el juego del amor las deudas hay que pagarlas siempre, y yo ya tenía otra deuda que pagar. La pagué mientras sus labios estaban aún entreabiertos, y ahora ya sabía ella lo peligroso que era jugar al amor. Tenía yo un gran aliado a cuyo poderío había ella lanzado un reto.

Como un astro en eclipse, palideció todo cuanto nos rodeaba mientras saciábamos nuestra hambre y nuestra sed de besos. Yo no dudé de que aquel era el primer chorro de agua que brotaba del manantial de su amor. Libre súbitamente el agua de la larga y penosa sujeción que no la dejaba salir, saltó como un geiser. Para mí también, un libertino que lleva retratada la sensualidad en su morena cara de gitano, para mí también era aquello emprender un viaje por tierras desconocidas. Sukey sufría el agudo dolor del fracaso, pero yo sabía ya lo que era la risa de los dioses. Eran aquellos dioses de los que se oculta el indostano, sentándose muy tranquilamente cuando es feliz, para que no muden su alegría en pesar; los poetas, los borrachos, los parias los conocen muy bien. Famélicos, necios, tostados por el sol del Sur, albergando en nuestros pechos jadeantes furiosos anhelos que es vano esperar ver cumplidos, con nuestros rostros sombríos, nuestras inmensas pupilas, nuestras lenguas mordaces, podríamos componer los gitanos estampas de una alta comicidad.

¡Alguien podría abrir la puerta! Un oficial majadero o cualquier chismoso entrometido podía hacerlo. Pensé en esto, tal vez una visión de ello. Entonces, Sukey me golpeó el pecho con las manos y se escapó de mis brazos.

—¿Quieres ponerte en otro sitio del cuarto? —me dijo, hablando casi sin aliento.

Me fui al otro lado de la mesa de lectura. Ella miraba a la puerta mientras sus manos se movían rápidamente para arreglarse el cabello y corregir las arrugas de su vestido. Ahora sí, ahora veía de veras su belleza, envuelta la de su rostro en sus cabellos, que no eran de oro, sino amarillos; la de la especial estructura de su nariz; la de su boca, que cambiaba de expresión a cada instante; la que le daban sus rubores infundados; la que le daban los vestigios que dejaron en el cutis de su cara unas pecas que antes había aborrecido; la de su intensa vitalidad. Parecía una planta, de profundas raíces, que florecía de repente con el buen tiempo.

Lentamente, en voz baja, en la que había ligeros acentos de tristeza, sin reproches, me dijo:

—Eres de mala ralea, ¿verdad, Rom?

—Si se me ha de definir de algún modo con palabras, sí. Pero no estoy seguro de saber de qué modo me defines tú.

—Has descubierto mi flaqueza y te has aprovechado de ello.

—Quizá haya encontrado tu fortaleza, y la he librado de las cadenas que la ataban.

—Tienes un pico de oro. Hablas muy bien Haces ver las cosas de modo distinto a como son. Tener fortaleza significa poderse dominar a sí mismo. Las flaquezas significan que no se tiene ese dominio. No me puedes engañar en eso. —Hizo una pausa para serenar la voz—. De todos modos, me has enseñado adonde nos conduce el librarnos de las cadenas que nos oprimen. Tú y yo ya no podremos estar nunca en el mismo lado de la mesa.

—¿Aunque descubramos que nos queremos el uno al otro?

Puso una mano en el canto de la mesa; se veían sus tendones a través de la piel tirante. Con orgulloso ademán la retiró.

—No me interesa descubrirlo, porque no quiero que pase. No apetezco la clase de cariño que tú me puedes dar. Si lo necesitó, en mi corazón, en mi carne, renuncio a él. Aceptaré la clase de cariño que me pueda ofrecer Gerald, o el que yo creo que Henry me da ya. Es un amor que no me tiende lazos traicioneros, que no trata de volverme mala. Un amor que me da honor, no un amor que me deshonra.

—En mi corazón…, pero no, en mi corazón, no. Quiero decir que, según yo juzgo, tienes razón. Puedes renunciar a mí, puedes renunciar al amor que yo puedo darte. ¡Puede mentir mi corazón, que es una mísera piltrafa! Pero quiero que recuerdes lo que me dijiste antes de que sucediese esto; me dijiste que te había hecho popular; me dijiste que por medios indirectos que yo no podría comprender. ¿Quisiste decirme que he hecho nacer en ti la confianza?

—Me atrevo a contestarte que, en parte, sí.

—¿Me quisiste decir también que te había dado la hermosura?

—¡Rom!

—No me mires asustada. No hace falta. No ha sido brujería. ¿O es que te da miedo que lo sepa yo?

—¿Cómo puedes haberme dado la hermosura? Esos son juegos de palabras tuyos, son palabras sin sentido.

—¿Es verdad o no es verdad, Sukey?

—Nada de lo que hiciste fue hecho en bien mío, sino en mal mío. Toda persona decente juzgará que fue para mi daño. La danza… y lo demás.

—Te hice más bella, Sukey, y te di la felicidad.

—Fueron dones perversos. Lo hiciste por maldad.

—¿No te acuerdas ya de la belleza y de la felicidad que has sentido tan sólo hace un instante? Aún las llevas en los labios. ¡Niégalo!

—No lo niego; pero renuncio a ello.

Con el dorso de la mano se tapó la boca, sin que dejaran sus ojos de mirar los míos.