VI

Me quedé en el baile el tiempo necesario para poder salir del salón a banderas desplegadas, luego me fui a la cantina donde hallé sentados a un par de misántropos bebiendo ron. Al poco rato se reunió conmigo el mayor Graves, que vino con una sonrisa que le llegaba de oreja a oreja.

—Ahora ya no se podrá usted marchar tan pronto —me dijo.

—Ya puede usted hacer cuantas apuestas quiera. No perderá ninguna.

—En parte por esa razón, se quedará usted con nosotros bastante tiempo todavía. Nuestro buen coronel no podrá sostener que un poquitín de alegría en un baile es un obstáculo para la pacificación de la frontera. El Cuartel General también tiene que velar por su buena fama. Si desde aquí hasta Burma corriese el rumor, y en este imperio chismoso y muerto de hambre no dejaría de correr, de que un brigadier había ordenado el traslado del capturador de Kambar Malik por haber hecho unas cuantas cabriolas en unión de la hija del coronel, el pobre brigadier no acabaría nunca de oírse decir cosas. Los brigadieres pueden parecer omnipotentes, pero no lo son.

Añadió después que, sin embargo, si yo dejaba pasar un poco de tiempo, digamos seis semanas, y solicitaba un traslado, tenía muchas probabilidades de ser atendido.

Su opinión, generalmente acertada, me resultó muy agradable de oír esta vez. Se me había enfriado el deseo de provocar una reacción violenta en el coronel —temía yo la pública repulsa de un traslado por castigo— y podría ser que hubiese otra razón para estar yo alegre. No era aquello lo que yo buscaba sino otra cosa, y, no obstante, esto aparecía y desaparecía en lo más profundo de mi mente como una sombra bajo el agua que podía o no tener forma sólida Después de despertar de una procesión de sueños disparatados que tuve en las últimas horas de la noche, ya no podía dudar por más tiempo de su realidad.

¡El bastardo de Juvena anhelaba tener una compañera memsahib! Era una broma loca que encajaría muy bien en el grotesco molde de mi suerte. ¡Un hijo adulterino, de piel morena, en una casa victoriana —un tramposo chalán de caballos en una batalla, científica de soldados británicos— una danza de campesinos de los Balcanes en un baile de regimiento —la pasión de un gitano por la hija del coronel! Debía haber una pervertida lógica en esa serie de cosas, debía haber en el mundo otros ángeles que los ángeles de la gracia.

La siguiente vez que vi a Sukey fue desde lejos; paseaba a caballo con Henry Bingham. Lo que pasó fue asombrosamente trivial, y no tenía yo motivos para darle tanta importancia ni recordarlo tanto tiempo. Primero me vio él; se lo dijo a ella; ella volvió vivamente la cabeza. Yo buscaba, cosa que no hubiera debido hacer, señales de que aquella mujer era imposible para mí. El gozo que sentía Henry cuando estaba al lado de la joven era un placer que necesitaban sentir los iguales a él, pero que, para los que eran como yo, resultaba, por naturaleza, inútil. El modo de montar a caballo de Sukey, su manera de vestirse, la forma en que obraba ahora que ya estaba roto el hielo, todo decía lo mismo. Yo hacía al revés que el zorro; iba a refugiarme debajo de las parras, donde los racimos de uva colgaban tan altos y estaban tan fuera de mi alcance, que nunca tuve necesidad de preguntarme si sus granos estaban verdes o maduros.

Después volví a ver a Sukey, en nuestra sala de visitas, tomando el té con Clifford Holmes. Otros oficiales e invitados entraban y salían. Aquello me brindaba ocasión para verla más de cerca y para dejar de conducirme como un imbécil. No temía a los alfilerazos de Clifford, pues por cada uno que él pudiera clavarme, yo tendría el gozo de tomarme el perverso desquite de clavarle otro a él. Me detuvo en mi impulso la cara radiante y el oír el grave murmullo de su risa.

Al día siguiente la vi jugando a los bolos con Gerald sobre el césped del jardín del emir. El ver que Gerald se movía alrededor de ella como un tonto hizo sonreír burlonamente al libertino que había en mí. Trotaba como un potro de un lado a otro para que ella no se fatigase haciendo excesivo ejercicio. Alababa con grandes exclamaciones las mediocres tiradas que ella nacía y volvía caballerosamente la vista hacia otra parte cuando ella inclinaba el cuerpo hacia adelante y al subírsele la falda por detrás quedaba al descubierto alguno de sus íntimos encantos. Toda aquella estúpida ceremonia era obra de la madre naturaleza. No pude creer que se agachase con algún propósito deliberado —ella que hubiese podido hacer que el dócil garañón de Adonis se rebelase contra su amo al sentir el olor de una yegua, y hacer que los ciervos luchasen noblemente en el bosque, y hacer que Lochinvar raptase una novia de hermosura sin par—. Tal vez Sukey sabía lo que iba a suceder, que su tesoro sería hallado de un modo sobrenatural. En lo más hondo de la imaginación de Gerald existía quizá una visión de ruda conquista; pero él era demasiado caballero para dirigir sus miradas en aquella dirección.

En aquello estaba el remedio para mi mal, según creí. Las ansias amorosas de Gerald podrían verse colmadas con el tiempo. Pero las mías, que tan cómicas y fútiles eran, ¿lo serían algún día? Cuando llegué al borde del macizo de césped la escena cesó de ser risible. Sukey me dedicó una de sus exageradamente brillantes sonrisas y tiró torpemente la bola que tenía en la mano y no derribó ninguno de los bolos porque la bola pasó lejos de ellos. Gerald se dio cuenta del azoramiento de ella y habló casi febrilmente. En vano apelé esta vez a mi sangre fría habitual, cosa distinta del cinismo, que me había salvado de muchas caídas. ¡Estaba el cielo tan azul, tan brillantes las flores y era tan encantadora la expresión de anhelo que se pintaba en el rostro de ella!

¿Te arrepientes, Sukey, de haber bailado de aquella manera conmigo? ¿Ves ahora la enormidad de ello, ahora que el coronel y todas las señoras criticonas de aquí ponen caras ceñudas? ¿No han insinuado que los oficiales jóvenes de buena familia, ricos y con buenas relaciones sociales, no se sienten inclinados a dar sus nombres y sus corazones a señoritas que se exhiben bailando con libertinos? ¿Sabes que las señoritas tienen que poner un cuidado especial en parecer tales en la India, en dónde hay muchas probabilidades de que las corderillas se vean mezcladas con los chivos? ¿Parece a tus ojos tan grave la ofensa como podría parecértelo otra cometida por una moza aldeana en los bosques el día primero de mayo, que en el momento de ser cometida no parecía tan perversa, pero cuyas consecuencia resultan alarmantes después?

¿Qué es lo que te ha turbado, Sukey? ¿Dijiste a los que te dan buenos consejos que tú no hiciste las cabriolas por gusto, sino que te prestaste a hacerlas por mera cortesía de invitada hacia uno de tus anfitriones? ¿No es todo cerveza y juego de bolos para la hija del coronel ahora que he dejado que vieran mi cara morena?

Cuando te miro al rostro, Sukey, mis burlas se vuelven contra mí. Nunca fueron mis burlas otra cosa sino un ruinoso baluarte de mi orgullo. Te estoy viendo ahora a través de una especie de niebla que no puedo apartar de mis ojos. Tengo la ilusión, que no se destruirá, de que te vuelves bonita. Se podría llamar a esto un fraude de mi imaginación, pero ¿qué realidad lo ha provocado? ¿Hay algo que sea real fuera de la mente? Todo lo que llamamos real es el símbolo de un deseo que, a veces, no es reconocido.

¡Ya sé lo que me aflige, a mí, pálido y angustiado caballero errante! No; soy todavía el Rom del camino abierto, el que paga su libertad con el destierro, el desesperadamente astuto o retador para no morir de hambre.

—Sukey —le dije—, hizo usted mejor las cabriolas que ahora el lanzar la bola.

Aún ahora, estaba orgulloso de mi facilidad de palabra y del tono algo indiferente con que solté la insolencia y que la acentuaba aún más. El llamarla meramente por su nombre de pila era una mordaz alusión a una intimidad secreta. Aquello hirió a Gerald en un sitio blando, porque se puso tieso y asomó a sus labios una sonrisa enfermiza. Pero no pude entender la contentación de Sukey. Fue como si hubiese hecho un disparo a quemarropa y no hubiese acertado el blanco. El color de Sukey se encendió un poco, y emitió un sonido que hubiera podido llamarse una risita falsa. Quizá fuese una risa nerviosa, pero yo la hubiera tomado por un reír feliz.

—Rómulo, no vuelva a mencionarme ese escandaloso asunto otra vez —me dijo, mirándome a la cara—. Casi he estado a punto de que me mandaran a Inglaterra otra vez.

Puede que la necesidad la obligara en aquel momento de aprieto a fingir como una actriz consumada. Yo me quité un gran peso de encima y noté en mis labios una sonrisa burlona al responder amablemente.

—Y yo estoy sorprendido de que no me hayan mandado a Tombuctú.

—¡Oh! Papá no le echa a usted la culpa. Dice que, si yo no le hubiera arrastrado a usted a ello, usted se hubiera portado como un perfecto caballero. Cuando se le pasó el ligero enojo que sentía, me contó que en su juventud, durante la Guerra Peninsular, hacía muy buena figura bailando el bolero español.

Estaba completamente seguro de que aquello era una mentira ingeniosa. ¿A quién había querido favorecer con su mentira, a mí, a Gerald, o a ella misma? Estaba demasiado excitado para poder pensar claramente. A pesar de haber fracasado en mi presente empresa, sentía un júbilo que me aturdía.

De repente se me ocurrió pensar que la mentira había sido dicha a Gerald y en favor mío. Cuando la miré, con las cejas levantadas por el asombro, me enseñó sus deditos cruzados que es la señal que hacen los niños cuando dicen una mentira inocente, como un corazón cruzado es señal de verdad solemne.

—En Inglaterra estará haciendo más fresco y mejor tiempo que aquí —dijo ella secándose las gotitas de sudor que perlaban su frente—. Gerald, si sigo jugando me voy a derretir. ¿Quiere irme a buscar el quitasol? Ya sabe donde está.

Gerald pareció alegrarse de que le hicieran aquel encargo. Cuando ella creyó que mi hermanastro no podría oírla, me dijo en voz bajísima y tensa, con los ojos muy abiertos clavados en los míos:

—La culpa fue suya, ¿no?

—Sí.

—Usted fue quien empezó, digan lo que digan. ¿Por qué lo hizo?

—No lo sé.

—Hizo usted muy mal, si sabía las consecuencias que iba a tener después.

—No creo que lo supiese. No recuerdo que me moviese otra cosa que el deseo de dejar en mal lugar a Clifford Holmes a los ojos de usted.

Ella respiró profundamente y me replicó:

—Pues no veo que haya hecho usted, desde entonces, ningún esfuerzo para ganarse mi voluntad. No le interesa a usted, y me parece muy bien. Tampoco me interesa a mí, particularmente. Ningún otro hombre de los que están aquí hubiera cometido la bajeza de hacerme esa pooja.

Pooja es una palabra hindustani que significa brujería. Me sorprendió que ella la conociese y me asombró el modo como la dijo.

—No; los otros son demasiado caballeros —respondí yo.

—Lo que podía hacer, por lo menos, aunque sólo fuera por disimular y para reparar el daño que me ha hecho, es hablarme de vez en cuando donde seamos vistos. No quiero pasar por una especie de muchacha seducida y abandonada, cosa que no soy.

—¡Voto a todos los diablos!

Era una exclamación que hubiera hecho coagular la sangre de un Victoriano puro y a mí me hacía tambalear. Todas mis figuraciones se venían abajo, y tenía que volver a empezar otra vez.

—Con juramentos no se arreglan las cosas —me dijo ella con cierta ansiedad.

—No; pero si pudiéramos hablar…

—¿De qué?

—De nosotros mismos, Yo entiendo que ello importa mucho para nosotros. De cualquier modo sería interesante que lo hiciéramos.

—¿Cuándo y dónde?

—Cuando se vea libre de compromisos y podamos ir a cualquier parte.

—Hablando claro; me pide usted que vaya a verle a escondidas.

—Al desierto iría yo por verla a usted, si usted me lo mandase. Estaba pensando que si nos citamos en cualquier parte para poder hablar, si su padre se entera antes de que nos hayamos visto, usted no vendría Y si su papá se enteraba después, no le gustaría. ¿No está convenido que hay que tenerme a distancia?

—¿Por qué me hace esa pregunta tan tonta? Ha de procurar usted que se le ignore completamente Pero ahí viene Gerald…

—¿No podría usted ir mañana a las diez a contemplar las ruinas de Nirun? El sitio es seguro, porque hay allí policía vigilando.

—Si acudo allí, la que se va a caer en ruinas seré yo —me dijo, bailoteándole súbitamente los ojos, con picara ironía.

Gerald se presentó entonces con el quitasol, lo abrió como si el abrirlo fuera un trabajo superior a sus fuerzas y se lo entregó a ella diciéndole que esperaba que todavía no hubiera cogido una insolación. Parecía un poco avergonzado de ella —pensé yo— y tal vez se preguntaba por qué no lo estaba yo. Una noche, hace mucho tiempo, había soñado que había faltado a la palabra que había dado a Gerald y que había tenido que matarme por ello. ¡Pero había engañado a Gerald tantas veces para mantener la fe! Si se enamoraba de Sukey, la conducta de ella, no la mía, sería el desquite de él y mi castigo. Estaba convencido de que ella no acudiría a nuestra cita.

Resignándome de antemano a ello, salvaría mi rostro antes que mi alma, si ella no venía. Era una farsa magnífica; pero aún sería mejor, aún excitaba más mi interés, la que habría de representarse en el escenario elegido, en las ruinas. Ya no importaba que ella viniese o no, y casi dije esto en voz alta, para serenar mi palpitante corazón, para calmar mi estómago.

Estaban los antiguos escombros en la ladera de una colina que se elevaba en una parte de la ciudad muy densamente poblada, y tiempo hacía que nada había turbado su quietud, como si estuviesen malditos. Vi en aquel lugar restos de tumbas mahometanas bajo desnudos cipreses tras las tapias del recinto, y es probable que, en tiempos pretéritos, la veneración de tales tumbas hubiese dado origen a un tabú. Ni siquiera los perros vagabundos correteaban y dejaban señales de su paso por allí, porque allí no hubieran encontrado ni un mal hueso.

Una litera india de alquiler pasó bajo lo que quedaba del casi desplomado arco de la entrada. De ella se apeó Sukey. Hubiera sido un loco si hubiera esperado encontrarla cambiada de como la vi la última vez que hablé con ella. Puede ser que yo la mirara a través de unos lentes con cristales de color de rosa, pero a mí me parecía que lo hacía con ojos recién lavados y muy abiertos. Mis ojos la veían moverse y actuar de un modo distinto. Mis ojos gozaban contemplando cualquier insignificancia suya, desde su pelo, liso y espeso, de color azafranado, hasta los movimientos de sus largos pies, que asomaban bajo la falda un tanto remangada, y los alegres movimientos que imprimía a su quitasol. Aunque pretendía aparecer seria, iluminaba sus labios una sonrisita jocosa.

La hice pasar al recinto en ruinas por una antigua puerta de entrada. Nos sentamos en un banco de piedra, del que había limpiado el polvo para que no se manchara ella las ropas. Quería que viese, por mis acciones, lo agradable que me era tenerla allí en mi compañía, pero sin que me viese demasiado excitado, y, menos que nada, hechizado por su presencia. Llegaba desde la calle un sordo murmullo, mezclado con algún grito de cuando en cuando. Tenía que decirme algo, porque vi formarse en su frente un pliegue que duró un instante.

—Si alguien me preguntara, tendría que confesarle que no se me ha perdido nada aquí; pero a usted, ciertamente, no podría responderle tal cosa —fueron sus primeras palabras.

—No a mí, que soy su cómplice en este crimen.

—Tendría que tener una excusa preparada, pero no se me ocurre ninguna. Si me viesen aquí, me quedaría sin piernas para poder tenerme en pie. Todos los recelos de papá estarían justificados.

—¿Qué recelos?

—Este es un secreto de familia muy bien guardado. Ahora necesito que me diga usted una cosa. ¿A qué se debe —y esto no es tan sencillo como yo imaginaba—, a qué se debe que haya querido verme a escondidas? Todo lo que papa dijo de usted es que no era de nuestra clase. Por supuesto que usted ya sabía que él pensaba así, pero quizá la estoy hiriendo en sus sentimientos repitiéndolo yo…

Me burlé de ella, pero con risa verdadera.

—¡Oh!, estoy muy contenta de que haya hecho esto ——prosiguió—. Así podremos hablar con más libertad. Pero, Rom, quiero saber por qué no es usted de nuestra clase. Si no lo dice, me marcharé en seguida.

—Supongo que usted también sabe que no lo soy.

—Bueno; supongo que sí. Pero no sé por qué. Es usted el hombre mejor educado que hay en toda la guarnición; así me lo ha dicho Henry. Es usted pariente de Gerald, y él es la cumbre de la respetabilidad. Es usted un brillantísimo oficial que ha cosechado grandes éxitos; papá lo admite. Clifford Holmes le odia; me consta por lo que dijo después que hubimos bailado. Traté de sonsacarle el porqué, pero no se mostró franco conmigo, aunque estuvo muy correcto y muy caballero. Se permitió desmentirme, con cierta altivez, cuando yo le dije que era usted uno de los oficiales de su regimiento. Él me replicó que usted sólo estaba alojado en él. ¿Sabe usted por qué le odia?

—En cierto modo rebajo la opinión que él se tiene formada de sí mismo. Le he herido en su amor propio.

—Bueno, ¿me va a decir qué ha hecho usted, o quién es usted, para no ser de nuestra clase?

—¿Qué opina usted?

—Yo creí la primera cosa que se le puede meter en la cabeza a cualquier muchacha que haya nacido en la India.

—Perdóneme un instante. No sabía que hubiera nacido usted aquí.

—Pues sí, señor; y viví en este país hasta los once años.

—Y a usted se le metió en la cabeza que yo era un chico de aquí. Pues no lo soy. Nací en Norteamérica.

—Eso me consuela. No me sería posible tener tratos con un eurasiano. Si viviera en América, o en Francia, sería diferente tal vez, porque llevo metido en los huesos el orgullo de la raza.

Me pareció muy voluble, muy suelta de lengua.

—Aunque no en su cerebro; pero lo mismo da.

—Tiene algo de sangre extranjera en las venas, sin embargo…

—Uno de mis antepasados pudo ser oriundo de los Balcanes. Ya sabe usted que en los Estados Unidos vive toda clase de gente. Además, yo no nací con una cuchara de plata en la boca.

Estuvo meditando largo rato, y, al final, sacudió la cabeza.

—Si todo es así, puedo no estar conforme con la opinión de papá. A mí me educaron de otro modo. No me desagradan las personas que tienen aspecto de extranjeros, ni los hombres que se saben abrir paso en la vida. Pero ello no es razón para que hayamos bailado como lo hicimos. Fue una danza perversa, y usted lo sabe. Esto no explica el que usted atrapara a aquel diwana[4] lashkar en la zanja.

—¿Quién le ha contado eso? En la guarnición no se habla de ello a menudo. Lo que hice no se ajustaba a las normas de táctica guerrera ortodoxa, y la batalla estaba ganada ya antes de empezar.

—Me lo contó mi criada. Además, Rómulo, aunque me tenga usted por loca le diré que eso tampoco explica su captura de Kambar Malik. Según dijo usted, le cogió indefenso, montado en un caballo robado, y ni siquiera lo conoció.

—Fue demasiada suerte para un hombre como yo.

—Eso he querido decir. La verdad es que tuvo usted imaginación y astucia, y tal vez empleó medios perversos que no se atrevería a confesar, y que, por ciertas razones —por Gerald seguramente— se abstuvo usted de hacerse valer, como merecía. Pero eso podría ser también la astucia del diablo. De todos modos no es usted el pariente pobre con gotitas de sangre extranjera en las venas. Es usted peor, mucho peor que eso. Puede ser… algo tan tremendo…

Su apuro no estaba ni en su respiración ni en su voz, sino en su lengua. Se le trababa la lengua de un modo curioso; había en su rostro la expresión que hay en el de un viajero que se esfuerza en decir unas pocas palabras en un idioma que apenas conoce.

—¿Qué es eso tan tremendo? Dígamelo, Sukey.

—Por ejemplo —me dijo hablando en hindustani, y ya las palabras le salieron libres— que «tú has vendido tu alma a Shaitan[5]».

Esto no hubiera podido decirlo ella en nuestro salón de invitados, ni siquiera en lengua vernacular. Se avergonzó en seguida de haber pronunciado aquellas palabras y comenzó a sonreír como si se tratara de una broma. Pero yo no me hallaba sorprendido en lo más mínimo. Si se domina cualquier lengua de modo que uno puede pensar y soñar en ella, ello equivale a verse uno dominado por esa lengua —la captura de la mente de uno por la mente de los que hablan tal lenguaje como idioma nativo—. Yo era una persona del todo distinta cuando pensaba en francés: volvíame en seguida más juicioso y emotivo. Todavía no sabía bastante árabe para ser poseído por tal lengua; pero cuando la usaba, notaba en mí un débil, excitante y, en cierto modo, delicioso cambio. El árabe me había servido para profundizar en el urdu; no podía explicarme, sin embargo, los rápidos progresos que había hecho en el indostano. Pero ahora lo sabía lo bastante bien para conjeturar —por aquella sola frase que en él había dicho Sukey— que aquella lengua se había adueñado absoluta y totalmente de Sukey, a través de algún hecho extraño ocurrido en su niñez. Verdaderamente, y no nominalmente, era su lengua nativa.

El momento era favorable para que aquella dominación saliese a la superficie. Dentro de aquel recinto habían paseado sacerdotes budistas y reyes indostánicos ponderando el misterio de Dios, antes de que los hijos del Profeta, seguros del amor y de la ley de Alá, los derribasen de sus tronos. Yo también era un comulgante, aunque ella no sabía por qué. Es totalmente probable que ella no habría revelado su dominio del indostano a ningún otro oficial de la guarnición.

—Estamos en el siglo decimonono —le dije en inglés.

De pronto la vi enrojecer y conducirse con torpeza.

—Le estaba tirando de la lengua para saber cómo piensa usted Rómulo.

—No es eso. Tú estabas hablando de un misterio que los ingleses no comprenden. En tiempos remotos sí que lo comprendían; pero ahora se han vuelto Césares, ante los cuales medio mundo se rinde, y los misterios y las maravillas han sido olvidados. Pero tú eres inglesa en cada gota de tu sangre. ¿Qué sabes tú de Shaitan?

—Sólo lo que mi aya me dijo cuando era muy pequeñita. Me dijo que el diablo no se aparece a uno en la forma que se narra en el cuento de Fouist Hakin[6], sino que es uno siempre el que va en busca de él, quizá en un sueño, o cuando se tiene el corazón roto, como ocurre en la niñez. Lo que ella quería decirme es que uno se aparta del Bien para ir a vivir con el Mal y amarlo al final. La línea divisoria entre avergonzarse de los hechos malos y sentirse orgulloso de ellos es muy angosta. Millares la cruzan sin saberlo. Los naturales del país conocen sus mentes y sus corazones mejor que los suyos los ingleses; millares de ellos, tales como las gentes de Yezedi, no conocen otro dios que Shaitan. Si usted es uno de ellos —los ingleses también lo dicen hace tiempo—, usted lo sabe y se jacta de ello. Hable, sahib.

Hay en los gitanos una cualidad diabólica. Los brujos y hechiceros abundan entre ellos. En la noche que no acogieron en sus tiendas a María y al Niño —y temblaron entonces la tierra y el cielo— quizá llamaran a Satán en su terror y partieron su pan con él.

—No. Es verdad que le conozco bien, y que, a veces, obro como él. Ahora mismo puedo obrar así. Pero estoy todavía en el otro campo.

—Esto es hablar ociosamente, khel kud. Me mareaba el vocabulario de Sukey. Creí que khel kud quería decir diversión, juego.

—Tu lengua es demasiado veloz y sutil, princesa, para que la entienda un hombre tan lerdo, de tan poco talento como yo. ¿Quieres hablarme en mi lengua nativa y no ocultar tus pensamientos?

—Si usted quiere, sí, Rom. Pero tengo miedo de no saber expresar los pensamientos que tengo en indostano en lengua inglesa. Van a parecer, tan tontos.

—No para mí.

—Espero que no se lo parezcan. Trataré de no turbarme.

—¿Qué la hizo creer que yo podría estar entre las filas de los condenados?

—Su apariencia, supongo. Los ojos, la boca, las facciones de su cara. A veces tienen un aspecto hermosamente perverso. Y usted bailó perversamente. Lo hizo, y usted lo sabe. Una muchacha educada en Inglaterra no podría saber eso. Yo fui educada por ayabs, de uno a otro lado de la India, hasta… que tuve once años. Hablaba en voz baja, con los ojos semicerrados e inmóviles. Me preguntó qué había empezado a decir cuando se interrumpió para luego acabar diciendo «que tuve once años». Probablemente sería la traducción en inglés de jab tak ki jawani. Si era así, en recordación de su orgullo igual al de una muchacha indígena en el gran momento, había querido poner en inglés los puntos sobre las íes.

—Ahora ya sé lo que es, Sukey —le dije—. Yo estaba predestinado a ser del demonio, tal vez —él hace mucho por mí y yo hago mucho por él—, pero cuando me siento tentado de venderle mi alma, no puedo. Alguien me lo impide.

—¿Gerald?

—Sí.

—¿Lo sabe Gerald?

—No; por supuesto.

—¿Porque él le quiere?

—No; porque yo le quiero a él.

—Tendría que haber sabido esto. Millares de personas pueden amarnos sin hacer cambiar nada de nosotros mismos. Es el amor que nosotros les profesamos el que opera los cambios.

Sus pensamientos saltaban. Lo leí en su rostro.

—Debo decirle una cosa. Voy a casarme con un perfecto pukka sahib. Por eso he venido a Hyderabad. Si no encuentro uno aquí, viajaré de guarnición hasta que lo consiga. Es cosa decidida. Es mi destino —lo ha sido siempre— desde que tengo uso de razón.

—¿Cree usted que yo puedo impedir eso?

—Estoy segura de que no. Nadie en el mundo podría hacerlo. —Se puso a meditar profundamente—. Pero puede usted influir en mi actitud hacia ello, y, también, en el resultado final.

—¿Para bien o para mal?

—¿Cómo puedo esperar que sea para bien?

—Y ¿por qué no? En cierta ocasión hojeé en una librería de lance de Marsella, un libro antiguo con tapas de madera. Parecía un libro de medicina, pero ahora resulta que era una de las obras más notables que tratan del double-entendre que yo he visto en mi vida Era un tratado de magia negra escrito por un herético medieval. Puede que haya en mí algo de nigromante, y que en vez de reducir con mi influencia las probabilidades de un futuro venturoso para usted, las aumente.

—En otras palabras; usted siembra por mí avena silvestre y consigue que la siembra fructifique.

—No he dicho eso.

—Pero lo piensa, sin embargo. Esto no se atrevería usted a decírselo a una chica educada en Inglaterra. Acuérdate de que soy la hija del coronel.

—Yo creí que aún bailaríamos otra vez. Aún podría enamorarme de usted y amarla sin esperanza de que usted me hiciera el honor de corresponder a mi amor. Porque sería un honor, ¿no es verdad? Nunca he estado enamorado. Hasta ahora no he sabido que ello era posible. A decir verdad, siempre he procurado no coger esa enfermedad por temor a que me dejara baldado para siempre. No me quitaría las fuerzas el amarla sin esperanza; al contrario, me daría más vigor.

—O miente usted con maldad o no sabe lo que dice.

Trabajaban los músculos de su garganta.

—Sé que no miento. Sufriría alegremente ese tormento. ¿No daría a usted con estos sufrimientos lo que usted necesita para hacer un matrimonio afortunado con un pukka sahib? ¿No le daría confianza o contento? Tiene usted un carácter indómito, es usted caprichosa como un ser salvaje, de lo contrario no estaría aquí. Se rebela usted contra su padre y todo lo que él representa en la esfera social. Esto es lo que le ha hecho sentirse atraída por un vagabundo como yo. En un sentido sembraría usted avena silvestre, sin hacer daño a nadie, para acabar aprendiendo que es esa una siembra insensata y nada provechosa. Acabaría sabiendo que el marido que más le conviene es un pukka sahib. Yo tengo algo —poca cosa— que no tienen ellos, si bien ellos tienen todas las mejores prendas. Se casará usted con uno de ellos, estará usted satisfecha de ese enlace, y no mirará usted nunca atrás.

—Me hace usted, Rom, la proposición más pérfida, o la más detestable, no sé qué pensar, que se me haya hecho nunca.

—Es una locura, por supuesto.

—Si la aceptase, habría menos locura en mi conducta de lo que usted supone. Pero ¿cómo puede usted estar tan seguro de que yo no correspondería a su afán?

—Porque se hallan de por medio Henry y Clifford, e incluso es posible que Gerald. Podría usted hacer su siembra de avena en ellos, en los tres a la vez, sin correr el menor riesgo.

—Sería un juego muy excitante. —Sus ojos cerrados e inmóviles un momento antes, comenzaron a brillar extraña, hermosamente—. Pero usted también ha de tener una…

—¿Una qué?

—Una excusa para tomar parte en el juego. Tendría que ser una excusa buena para mí y buena para usted también. Usted ha sembrado ya bastante avena silvestre para llenar todo el Sind. Esta excusa no valdrá.

—Sembraría en otra parte, Sukey.

—Y se acreditaría de inteligente, Rómulo.

—Sembraría en el corazón de la hija del coronel, que es absolutamente una pukka memsahib, excepto porque habla el hindustani demasiado bien.

Callé un momento porque vi que cambiaba la expresión de su rostro. El encogimiento, el endurecimiento de mi corazón, hubiera tenido que prevenirme de ello. Era la ruindad, el escarnio cruel, la alevosa puñalada del hombre de mala ralea que lleva siempre escondido un puñal para usarlo en momentos como este, para defender no sé qué sabiendo uno que no merece defensa.

—Sí; es una prueba de inteligencia. Ya una vez dijo Henry que yo era un sujeto extraordinariamente inteligente; pero con frecuencia me pierde esa inteligencia mía. Una de mis virtudes es decir la verdad de un modo que le da toda la apariencia de una mentira. Si me lo permite, quiero ser honradamente sincero con usted.

—Me parece bien.

—Conocí a la primera mujer, en el sentido bíblico de la palabra, cuando tenía quince años. Se trataba de una criada, una mujer que servía como doncella en casa de mis padres. Desde entonces, he tenido veleidades amorosas con muchas otras. Casi todas chicas de bar, hetairas o cabecitas locas, que se juntaban conmigo por gozar de la alegría de vivir, y, otras veces, por un poco de dinero. Entre ellas hubo muy pocas que fuesen malas de verdad —arpías o traidoras—. Más de una tenía buen fondo y hubiera podido ser una esposa excelente para un hombre igual que ella. Nunca tuve amistad con mujeres de las que pudiera enamorarme un día. Yo tenía que recorrer un camino muy largo, y me contentaba con las breves y felices aventuras que me salían al paso, con efímeros amores que no teman mañana, que no vivían más que una noche.

Hice una pausa. Sukey puso su mano sobre mi brazo y empezó a respirar lenta y profundamente. Me preguntó:

—¿Eso es todo?

—Lo es, si comprende usted lo que yo quiero. Yo busco en usted el misterio, lo maravilloso. Necesito enriquecer mi existencia porque mi vida es muy pobre. Lo único que poseo de valor es Gerald. No tengo otros seres leales a mi lado y mi lucha en este mundo carece de sentido, de fin determinado. Quiero que mi corazón rebose de amor por usted. ¿Comprende esto, Sukey? Será un don precioso que usted me hará. Este don es su belleza, que usted me deja contemplar, ya que todas las otras memsahibs me han ocultado las suyas. Es su humanitario compañerismo para conmigo, que usted no me regatea. Cuando me dijo que yo no podría lograr su amor, la creía a usted. Pero no quiero creerlo, aunque todos mis instintos me dicen que esa es la verdad, y que lo es por una razón mucho más poderosa que la que usted me confesó y que yo no sé cuál es. Por esa razón, u otras, no me detendrán en mi empeño de amarla a usted. He de amarla con todo mi corazón, con toda mi voluntad.

Fue como si las agitadas ondas del Arkany formasen remolinos a nuestro alrededor. Fui presa de aquella exaltación propia de los que nacen en el Sur a la que tan sujetos estamos los hombres no puramente blancos. Sukey respondió a idéntico sentimiento, y algo maravilloso podría suceder. Pero lo que pasó fue muy extraño solamente por ser muy mundano.

Un indígena joven, con el cuerpo mal cubierto por mugrientos harapos, entró en el recinto con la mano tendida en ademán de pordiosero.

Baskheesh, Protector del Pobre —dijo en plañidero tono—, mi madre está enferma, mi padre no tiene nada que llevarse a la boca…

—¡Baskaro[7]!

Le arrojé una moneda de un anna y le iba a gritar jao[8] cuando observé que Sukey le hablaba con lo que parecía innecesaria dureza. Al parecer estaba incomodada por la interrupción, lo que era señal de buen agüero para mí. Ek gadha jis ke dum nathi podría significar solamente un asno sin rabo, pero era sin duda un insulto grave para un sujeto de su casta.

—Sé piadosa, memsahib —dijo casi llorando—. Dile a tu esposo que me dé tres o cuatro annas más y ¡los dioses te concederán que lleves en tus entrañas un hijo varón! Los sahibs que están en la calle no me han dado nada, sólo malas palabras. Pregúntaselo cuando lleguen, porque estarán aquí dentro de un instante. Tu marido es rico…

—¿Quiénes son los sahibs que vienen aquí? ¡Habla, pronto!

—Ese que lee libros, el de la grande barba, y un oficial del Rani. Se han parado a mirar la mezquita.

El barbudo bibliófilo era evidentemente el doctor Ludlow, un arqueólogo alemán que viajaba por la India y era, al presente, huésped del Residente. Me hubiera gustado conocerle, pero no en aquel momento. Fue en parte una falta de previsión, aunque más que nada mala suerte, que se nos hubiera ocurrido la idea de vernos en aquel lugar cuanto pesaba sobre el recinto la amenaza de la insaciable curiosidad de un sabio teutón que había venido a bucear en la historia de Hyderabad… Abrigué la esperanza de que Sukey no creería en signos.

Le di al mendigo indígena otras tres annas —si le hubiera dado más no me lo hubiera quitado de encima en todos los días de mi vida—— y le ordené que se marchase. Sukey ya se había recogido las faldas para echar a correr. Sin embargo, aún se quedó allí el tiempo necesario para darme una prueba de que creía en los signos. Me hizo uno a mí. Como si hiciera una pausa en la huida me pasó un brazo suyo por el cuello y me dio un beso rápido, alegre, inequívocamente ardiente.