En una región de mi mente que era como un frío y profundo pozo de agua que estuviese bajo una casa ardiendo, me pregunté qué esperaría Henry que hiciese yo. Si perdía la serenidad, si no vigilaba mis actos externos con la más rígida vigilancia, me vería arrastrado a hacer lo que él esperaba que hiciese, sin meditar las consecuencias, desconocidas o tal vez desastrosas, de ello. Si Clifford Holmes esperaba que yo me iba a acobardar, temía que poner el mayor cuidado en que aquella esperanza suya no me forzara a cometer un acto irreflexivo. El más poderoso y peligroso elemento de aquella situación eran las confianzas, los deseos y las esperanzas de Gerald. Con un deliberado acto de voluntad, tomé el mando tanto de mi porvenir como del suyo, basando mi decisión en la atrevida hipótesis de que lo que sería bueno para mí lo sería igualmente para él. Ni miré a mi hermanastro ni tuve en cuenta para nada sus deseos.
Lograda esta victoria, me tuvo sin cuidado el centelleo de los ojos de Holmes y la repentina sobriedad que se manifestó en los de Henry.
El silencio que reinaba allí parecía que iba a crepitar como la yesca cuando empieza a arder. Lo rompí lo más suavemente que pude.
—No estás en tu sano juicio ahora, Bingham.
Acabé de apurar mi copa de licor —alarde que parecía necesario— y me levanté. Al dar media vuelta para marcharme, oí el ruido que hizo la silla de Gerald cuando él empezó a ponerse en pie; pero no quería que me siguiese, que hiciese en mi favor un acto demostrativo de defensa, y se lo dije con una mirada y un imperceptible sacudimiento de cabeza. Después, me fui a mi alojamiento a esperar los acontecimientos.
A Henry le tocaba dar el primer paso, cosa que todos sabían. Al final tendría que probar la verdad de su afirmación o confesar su falsedad reconociendo que había proferido aquellas injurias en un momento de embriaguez. Si era realmente una mentira o no, era cosa que no modificaba en nada la situación creada; yo no me calenté la cabeza por ello. Allá Henry si lo quería mantener.
No salía rumor alguno del comedor. Interpreté aquel silencio en el sentido de que mi injuriador estaba esperando, con creciente ansiedad, para ver si yo volvía al salón. Yo no iba a ser tan loco como para volver por el comedor. Estuve aún una hora levantado, y, viendo que no se presentaba nadie, me desnudé para meterme en la cama. Poco después de estar bajo las sábanas, oí que se abría la puerta de enfrente y salía alguien. Como ningún oficial al que tocase entrar de guardia tenía necesidad de salir por allí, y los que estaban libres de servicio no tenían nada que hacer en la prevención, me dijo la razón que Henry se iba a dar un paseo solo. Me dispuse a dormir sin dejar de escuchar para oír su regreso Una de mis dotes de gitano era la de poder escuchar hasta dormido, pues había en mi cerebro algo así como un reloj despertador, que no sólo registraba el paso del tiempo, sino que sonaba para arrancarme del sueño a la hora que yo le había mandado o para avisarme de alguna contingencia esperada por mí.
Sonó hacia la madrugada. Seguí tumbado en el techo medio dormido, pues para aquel domingo por mañana no se había ordenado ningún desfile. Penetraban por la ventana las gris-azuladas primeras luces matutinas cuando Henry se detuvo ante mi puerta y llamó a ella suavemente con los nudillos. Me levanté de la cama, encendí la lámpara y le hice entrar.
Su cara de muchacho estaba seria y le brillaban los ojos como si hubiera conseguido una victoria notable.
—Supongo que sabrás a lo que vengo, Rom —empezó a decir.
—Me agradaría que lo que pienso lo confirmase la realidad. Pero puedo equivocarme en eso.
—He venido a excusarme, por supuesto. Ya hace horas que quería entrar para decírtelo; pero no me atrevía, y, al final, me he decidido. ¡Me he sentido contento al tomar esta decisión! ¡Ha sido más fácil de hacer de lo que yo creía!
—Te acepto las excusas profundamente agradecido. Siéntate y enciende la pipa.
Se sentó poniendo las manos sobre las rodillas y mirando al suelo.
—Por cierto que esto no arregla las cosas del todo —prosiguió—. Voy a retirar mis palabras delante de todos los compañeros.
—¡Por lo que más quieras, no hagas eso! —grité yo—. Ya no estaba el coronel allí, ya nos habíamos levantado de la mesa. Además he de decirte una cosa: que no quiero obligarte a decir nada que tú puedas creer que no es verdad. Eso, a la larga, no me aprovecharía. Tu sola ofensa ha sido expresar una opinión que, de no haber estado bebido, hubieses guardado para ti.
—No tenía motivos para formarme de ti esa opinión. Que yo sepa, nunca has hecho mal a nadie. Tú eres un soldado pundonoroso y bravo, y has hecho cuanto has podido para que Gerald medre en su carrera. ¡Me atreví a insultar a tu madre además!
Le hablé en tono doctoral y le llamé behudgi, algo equivalente a tonto.
Tu insulto lo disfrazaste pronunciando unas palabras inglesas que sonaron como si hubieras dicho «tu madre no tenía nariz», que es una buena invención e bazar. Me lisonjeo de ser algo sutil. Me reconozco que soy intrigante por temperamento. Siniestro quiere decir como ya sabes, que lo izquierdo es la negación de lo derecho. Yo creó que estoy situado en el lado izquierdo de la vida, en la sombra en lugar de al sol.
—¿Me hablas en serio o te burlas de mí?
—No me burlaría de ti por nada del mundo. El verdadero pukka sahib británico es para nosotros, los siniestros, un personaje algo cómico, supongo que porque es tan romántico en un mundo realmente vulgar, pero nosotros, los siniestros, no reverenciamos en modo alguno a esos señores. No os estamos en modo alguno agradecidos porque estéis en el mundo. Vosotros no sólo nos probáis la existencia de Dios, el único Dios en quien creemos, el más grande, el más inmenso Señor sino que, en cierto modo, con vuestra conducta nos desviáis del cumplimiento de nuestros deberes para con Él. Mientras haya tan viles señores que tengan la insolencia de pretender brillar ante Él, el único Ser nosotros seremos intrigantes y ladrones, o fornicadores, o idólatras o rufianes, sin preocuparnos del dolor que, como criaturas suyas, causamos a nuestro Creador. Es verdad que a veces nos embriagamos y soñamos ideas de igualdad y otras zarandajas por él es que a veces enloquecemos y os matamos. Cuando padecemos hambre, de nuestro hambre os echamos la culpa —y muchas veces la tenéis— e, incumpliendo la Ley de Dios, os robamos a vosotros la comida que necesitamos. Culpa vuestra es nuestra vileza, el bajo origen de nuestro nacimiento, puesto que vosotros, solo vosotros, con vuestras concupiscencias, envilecisteis la pureza de nuestras madres. Y así y todo, en nuestro corazones, a distancia, aún os adoramos.
Declamaba a mis anchas —a qué negarlo— pero más para propia admiración mía que para la suya Además, como había podido conservar la piel intacta me hallaba en ese estado de euforia por el que nos dejamos arrastrar la gente no blanca. Su boca de chiquillo bostezaba un poco. Sus dispersas facultades mentales trataban de volverse a unir para recoger y comentar una frase que yo había dicho.
—Has hablado de nacimiento de origen bajo. Gerald ha nacido en buena cuna, y eso se le ve a la legua es el más cumplido tipo de caballero inglés. Dijiste que eras primo suyo…
—Soy lo que se llama el pariente pobre.
—Escucha, Rom. Si es por consideración a mi rango social por lo que vas a sufrir, sin vengarla, la afrenta que te he hecho… —Se interrumpió y se puso encarnado—. Quisiera decir que si eres un caballero…
—Yo no seré un caballero nunca, Henry. ¡Y Dios me libre de intentar serlo!
—Quiero decir que ese estúpido código que prohíbe a un caballero batirse con quien no sea su igual…
—Tú no debes batirte en duelo conmigo, Henry. Si para ganarte fuera necesario, no vacilaría en darte una patada en la ingle, y me perdería para siempre.
—¡Rómulo!
—Puede que no lo hiciera. Puede que me pareciera la desgracia de perderme una calamidad mayor que el ser vencido en el duelo. Te puedo asegurar que si por tu rango fuera, más probablemente me batiría que no me batiría contigo. Si un canalla borracho me llamara en una taberna lo que tú me has dicho —claro que no usaría unos adjetivos finos como los tuyos— no le escucharía siquiera.
—Eres muy difícil de entender. Rom.
—Soy un pez fuera del agua en el regimiento de lanceros Tatta.
—Bueno; ya te he presentado mis excusas por lo que te llamé. Quiero retirar mis palabras, porque sé que tú no eres eso.
—Tú sí, pero yo no.
—Si tú lo dices… Pediré al coronel que se me traslade a otro sitio, para que haya paz en el regimiento.
—Si quieres hundirme, si quieres arruinar mi carrera en la India, es el modo más seguro de conseguirlo. Dirán de mí en seguida que soy el grosero don nadie que obligó a pedir el traslado a Bingham. Gerald cree un deber defenderme y resultaría tan perjudicado como yo.
—Tienes razón. En eso no hay duda. ¿Cómo tengo que reparar mi ofensa entonces?
—No te entiendo.
—He de darte una reparación. O te la doy o quedo como un cochino. Pero hombre, Rom, ¿es que no has ido a la escuela?
—No.
—Lo que más admiramos en un sahib británico es que se deje sacudir el polvo de su chaqueta por alguien que sea superior a él. Hay que respetar los principios. Pero ya veo lo que debo hacer.
Tenía abierta la puerta de mi armario, y había visto dentro un bastón de caña de Malaca. Lo cogió y me lo entregó.
—Dame unos cuantos palos en la espalda, hazme el favor.
—No quiero.
—Te lo pido de veras, Rom —me dijo con voz grave—. Pero pega de firme, no de mentirijillas. Me lo tengo merecido.
—Está bien.
Y le di unos bastonazos con toda mi alma. Los aguantó, temblando un poco y me dijo:
—¿Somos amigos ya, muchacho?
—¿He de decírtelo?
—Si puedo hablar con franqueza, he de confesarte que estoy contentísimo de no tenerte por enemigo, esto es lo que no supimos ver ni tú ni yo, la verdad que se esconde detrás de mi elegante contrición. ¡Estoy asombrado! Lo estoy de veras. De todos modos cometí un error.
Se rio y me dejó solo.
Pensé que debía comenzar a seguir pronto el camino que yo mismo me había trazado. Pero no sería con Henry Bingham, Gerald y los otros caballeros del regimiento de lanceros Tatta. Estaba conforme con los otros adjetivos que me dedicó Henry: el de «reservado», el de «solitario». Cuando después de esto dije al mayor Graves que me gustaría desarrollar todas mis actividades exclusivamente en los Servicios Secretos, me dijo que tenía méritos sobrados para ser atendido en mi petición y que él arreglaría el asunto tan pronto hubiera un poco más de tranquilidad en las fronteras Hasta entonces, el Cuartel General no quería prescindir de mis servicios. Le había dado mucha satisfacción que capturase a Kambar Malik. Era ya —me dijo—, un buen oficial de reconocimiento y quedaría muy airoso en las futuras misiones que se me confiasen cuando los beluchistanos dieran nuevamente pretexto para ello.
Un bandido beluchistano no cometería ya más fechorías. Le tenían que ajusticiar al amanecer. Yo le vi ahorcado en sueños, y me desperté sabiendo que no iría a comprobar con mis propios ojos que la ejecución se había llevado a cabo aunque pudieran tildarme de cobarde. Después del toque de diana mandé a mi asistente a llevar el parte de baja, en el que alegaba que me notaba síntomas de fiebre de dengue. El médico vino a visitarme en seguida, y, realmente, me iba el pulso muy de prisa y respiraba con gran fatiga. El sabio galeno no me tomó la temperatura; se limitó a recetarme quinina y a recomendarme una mañana de reposo en la cama.
—No es dengue —me dijo sonriendo—; es algo que está relacionado con una grave condición que los antiguos romanos llamaban locus poenitentiae.
Al doctor Haines le gustaba mucho airear su latín.
—Suena muy mal eso, doctor.
—Ya conoce usted la cita.
Y aquí el médico se puso a recitar unos versos que no pueden reproducirse por su mucha obscenidad.
—Yo voy a añadir algo a eso, doctor.
Y lo que añadí, por las mismas razones, me lo callo.
—Sus pecados no eran pequeños, Rom. Kambar Malik incendiaba y mataba.
—Si yo fuera un piojoso lungi y tuviera que hacer zalemas a un conquistador extranjero, mataría e incendiaría también.
—Nosotros dos no hemos recibido la educación adecuada para seguir la vida militar. ¿Qué importa que se cuelgue a unos pocos si con tan elevado ejemplo se consigue civilizar el país? Ya aprenderás, negrito mío, a conocer la prodigiosa locura que es mirar las cosas desde el punto de vista del enemigo. Cuando se comete tal locura se pierden de vista los cuernos y el rabo del enemigo. Hay que tomarle tal como es. No le encabes, no lo empequeñezcas, no le quites importancia en tu pensamiento. El general te elegirá los enemigos y los pondrá en tus manos. Tú no tendrás más que cogerlos.
—Me da usted un buen consejo.
—Que a ti te costará más de seguir que a los pukka sahibs. Como médico me interesan tus ojos y tu boca. No son de irlandés, son de piel roja. ¿Sabes tú lo que eres?
—Cuando mi madre me llevaba en su seno le clavó las zarpas un lobo que se había escapado de la jaula de un circo —respondí, mirándole a la cara.
—¿Sabes lo que eres, eh? ¡Mil diablos! Muy interesante Bueno, Rom, sanarás de tu indisposición Pero vas a sufrir otros ataques, aunque menos violentos, antes de que estés curado completamente.
Sonrió burlón y se marchó. Yo no me moví de mi cuarto hasta que calculé que Kambar Malik habría sido ahorcado de la manera más completa y segura. Luego me avergoncé de mi pánico, porque era cosa que estaba en contra de mi resolución de medrar Si fuese necesario, sería capaz de repetir con aire piadoso Hay que dar al César lo que es del César. Hay que entregar al César todos los cesares minúsculos que corren por el mundo, así como los ambiciosos de toda laya, y los propietarios y los prestamistas.
Entré en franca convalecencia con la noticia que me trajo el mayor Graves Se había hecho el más cumplido elogio de mi persona Yo le pregunté:
—¿Mejor que el de Henry?
—De la misma clase Pero, al proceder del enemigo, constituye un verdadero tributo de admiración Nazir Khan ha puesto precio, aunque no oficialmente, a la cabeza de usted.
Nazir era el emir de Beluchistán.
—Según he oído decir, le ha tasado en cien cabezas de ganado. Sus jefezuelos se disputan el honor de cobrar la recompensa. Su cabeza ha de ser entregada al sahib coronel después que le hayan sacado los ojos, en cuyas cuencas vacías se pondrán ciruelas como adorno.
—¡Un espléndido regalo para el coronel!
—Pues aún ha conseguido usted otro triunfo izzat, su buen nombre en el regimiento ha aumentado mucho después del incidente Bingham. Este muchacho no hace más que cantar alabanzas en su honor.
—Me siento halagado en extremo —le dije, notando que me ruborizaba y oyendo los latidos de mi corazón—. Estoy por empezar a creer que ya me comporto como un pukka sahib.
—Me gustaría que le destacasen, como usted desea, entre tanto, el Cuartel General va a darle carta blanca para que descubra el lugar donde celebran sus reuniones secretas los Rohelas para preparar sus incursiones. Usted y su patrulla podrán vivaquear en la parte oriental del rio y tendrá ocasión de explorar las colinas sólo con unos buenos gemelos de campaña.
—Será una juerga —exclamé, imitando a Gerald. Procure usted que Nazir Khan se ahorre esas cien cabezas de ganado.
Gocé con la misión que me confiaron, porque era uno de esos deportes que a mí me gusta practicar solo, y sentí tener que interrumpir aquel divertido juego por tener que asistir a un desfile militar en honor de un dignatario que había escoltado desde Bombay a la hija del coronel, la señorita Sukey Webb. Recién salida del colegio y de Inglaterra, se iba a dar, para festejar su llegada, en el que fue salón del trono de Nazir Khan, dentro del fuerte, un baile de gala organizado por la oficialidad del regimiento. El rumor de que Sukey había sido una muchacha patosa, pecosa y boba, con el pelo del color de la mantequilla, no podía disimular su importancia como futura dueña de la casa del viudo coronel, y, por ende, la primera dama del regimiento. Su nombre, que hacía pensar en una vaca jorobada, tenía que ser oído y pronunciado con gran respeto debido a su honrosa antigüedad entre los nombres ingleses.
Habría de ser un verdadero esperpento para que no deslumbrar al regimiento. Las, casadas, ya ajamonadas, que entraban en nuestros círculos de recreo, se veían rodeadas en seguida por media docena de oficiales que les Ponían los ojos tiernos. Se podía apostar, sin temor a perder lo apostado, que al primer mes de estar con nosotros, recibiría por lo menos un par de proposiciones matrimoniales. Perderían sus apuestas muy pronto los que hubiesen apostado que no cazaría a Henry Bingham. Y eso a pesar de que el coronel Webb no estaba aparentado con familias que justificasen una alianza con la auténtica nobleza inglesa. Mi primera intención fue no asistir al baile, y no hubiera ido si no llego a oír parte de una conversación que se sostenía en el salón de invitados. La oradora era la esposa del segundo jefe de nuestro regimiento.
—Quiero esperar que nos hará el favor de no venir —decía a las esposas de los comandantes.
Me obstiné en no creer que se refería a mí, aunque sabía que sí. En verdad estaba más que medio convencido de que hablaba para que la oyese yo. Pero después que vi a Sukey un momento, decidí ir pesara a quien pesara.
La patosa muchacha no se había convertido en un cisne precisamente. Aunque su figura era alta y esbelta, y andaba a pasos largos y ligeros, cuando no andaba adoptaba posturas tan raras, que, el de boba, era el calificativo que mejor le cuadraba todavía. El color de sus cabellos era igual al de la amarillenta mantequilla que se obtiene de la leche de las vacas alimentadas con pienso, un color que estaba muy lejos de llegar a rojo y que tampoco se podía llamar dorado. Distaba mucho de ser fea; vista a distancia, causaba impresión, y un observador desinteresado hubiera dicho que era algo bonita. Su ovalada cara no tenía nada de particular; unos ojos azules poco brillantes y una nariz un poco ancha aunque un poquitín más alta y delicada que muchas de las narices que se ven en los rostros de las damas inglesas. Después de haberle sido presentado me llamó la atención su boca; no era de una belleza singular ni por su color ni por su forma, pero era el indicio, la revelación quizá, de un carácter bastante distinto al de muchas otras hijas de coronel, lo bastante complejo para interesar a un pez viejo como yo que le gustaba creer que podía penetrar con la mirada más adentro de la piel.
Sin ser muy gruesos sus labios insinuaban la sensualidad. Sus sonrisas tenían una brillantez casi me dije. Parecía, además, tener muchos deseos de dar. Fruncía ligeramente los labios cuando no sonreía, gesto que daba a su semblante una expresión que no era petulante, pero sí anhelante. Se me antojó que era excesivamente tímida y que hacía lo imposible para ocultar tal defecto. Su risa era nerviosa y algo áspera; se ruborizaba con frecuencia y sin motivo aparente, emoción que se notaba en su blanca piel que tomaba una coloración rosada igual en la cara que en su garganta, en la superior de los brazos y, presumiblemente, en las regiones de su cuerpo que sólo podía ver yo con los ojos de la imaginación. Mientras la banda del regimiento ejecutaba una marcha, el coronel pareció reprender a su hija, en voz baja, más de una vez. El perro callejero con malos instintos que soy yo, hambriento aquella noche, hubiera tenido que saciar hambre con aquello. Pero no; me ofendieron las miradas de inteligencia que se dirigían entre ellas algunas las otras mujeres que asistían a la fiesta, especialmente las de aquellas gatas que estaban más cerca de la menopausia que de la pubertad y que se llamaban a sí mismas segundas madres de Henry. Me iba a acercar a Sukey, sin saber por qué, y tuve la grata sorpresa de observar que ya cuatro de nuestros más distinguidos jóvenes parecían grandemente prendados de ella. Uno de ellos era Bingham y el otro Gerald. Primero había mariposeado alrededor de ella Clifford Holmes, pero sólo porque era la hija del coronel; mas ahora que había olfateado que los que tenían más y mejores prendas que él la encontraban de su gusto, se había convertido en su más ardiente cortejador. Lo asombroso es que aquel ardor parecía absolutamente sincero, incluso a mis ojos preñados de envidia. Casi le oía suspirar cuando la miraba. Puede, pues, que fuera cierto aquel ardor. ¡Qué poco conocía yo el corazón y los pensamientos de los hombres! Aún menos que los míos.
A pesar de hacerlo con buenos bailarines, Sukey bailó torpemente los primeros bailes; pero ya después danzó de un modo encantador y gracioso. Estaba orgulloso de la pareja que hacían ella y Gerald, los dos tan altos y tan distinguidos. Me consternó el observar que bailaba mejor cuando su pareja era Clifford Holmes, en Parte porque él era un notable bailarín y, en parte… ¡Oh condición femenina!, porque era un hombre vigoroso En los bailes de salón se mezcla el diablo, porque el baile es un pretexto, que la alta sociedad admite y aprueba Para que un hombre pueda tener a una mujer entre sus brazos, para que una mujer esté en los brazos de un hombre. Me sentí celoso de Holmes, y mis celos aumentaron mi rencor. Desde que había puesto los pies en tierras de la India no había tenido en mis brazos a ninguna muchacha blanca. ¡Qué ilusión más grande seria tener en los míos a Sukey!
Mi turno de bailar con ella se acercaba. Con arreglo a lo previsto en los programas de la fiesta, a cada soltero le tocaba, por lo menos, un baile con la invitada de honor. Se me había concedido un minué, la menos íntima de las danzas, pues es una ceremonia que me recuerda los galanteos de los búhos, que se inclinan para decirse sus amores; una danza inventada para que el hombre la baile vestido con calzón corto, pero en la que mis conocimientos del arte de Terpsícore no tendrían ocasión de mostrarse.
Entre aquellas gentes de espaldas tiesas y modales rígidos —la flor y nata de la clase media inglesa— tales conocimientos míos eran bastante reales. Si me comparaba con los miembros de la tribu de mi madre, donde cada uno era como una Salomé, yo era un búfalo; por el contrario, si me comparaba con los albaneses, los húngaros o aun los mismos italianos, era un oso bailador; por educación, por naturaleza, yo había asimilado el arte de ellos. Por eso, en el estilo peculiar de ellos de hacer cabriolas, yo podía bailar dando vueltas alrededor de cada hombre de los que, entregados al placer de la danza, estaban en el salón. Aquel estilo hubiera hecho fruncir el ceño a la Reina. Con aquellas vueltas mías no iba a conseguir que, en el regimiento, se me apreciara más. Gané prestigio, me tuvieron por más pukka por haber capturado a Kambar Malik, pero era porque nadie sabía que aquel hecho había sido realizado por alguien que no tenía educación ni rasgos de pukka. Me exponía ahora a perder el terreno con tanto esfuerzo ganado y a que me colgaran de nuevo el sambenito «no es de nuestra clase», porque obedecía a un impulso insolente y deshonroso.
Pero la noche era calurosa, el salón del trono estaba deslumbrante, el vino era fuerte. Los robustos pulmones de los músicos de nuestra banda regimental se fatigaban soplando en sus instrumentos marchas, rigodones, minués. Cuando la banda descansaba, tocaba valses y animadas polcas populares, con mucho gusto, una orquesta de paisanos en la que había flautas, tambores y violines, dirigida por un notable artista de casta inferior, anunció que la orquesta iba a tocar un galope. Al oírle, las parejas se animaron extraordinariamente. ¡Qué poco se esperaban lo que iban a presenciar!
Fui a buscar a Sukey, que no estaba a mucha distancia de mí, para sacarla a bailar. Se cogió a mi brazo sin hablar, y al principio bailó con la compostura a que le obligaba el respeto al nombre que llevaba dentro de la esfera militar. Parecía que sus largas piernas se resistiesen a hacer las flexiones que la danza requería o que sus grandes pies no quisiesen seguir a los míos. Sin embargo, conocía los pasos de aquel baile. A los primeros pasos que dimos ya despertamos expectación. Algunas parejas que habían esperado hallar en aquel baile un ejercicio fuerte, saludable, agradable, dejaron de bailar para convertirse en espectadores de lo que nosotros hacíamos. El hechizo se apoderó de mi pareja. Yo ayudaba al encantamiento conteniéndome, bailando tan con comedimiento, tratando de guardar las formas.
Ardían en sus mejillas los fuegos del rubor y dirigió a los mirones una mirada de inquietud. Huesos y músculos se le volvieron flexibles entonces, de una flexibilidad maravillosa. Su cuerpo se entregó a la bárbara música y empezó a hacer un cambio mayor que el que yo había adivinado, pero no previsto de un modo consciente. Este cambio estaba despertando en ella una vitalidad fuera de lugar en aquella grave y sosegada sociedad, del cual ella se sentía atemorizada y avergonzada. Sus esfuerzos para reprimir y ocultar aquella vitalidad eran la verdadera causa de aquella bobería que los que no la conocían a fondo veían en ella. Su timidez no era más que miedo a ser ella misma. Sabía yo, además, que los que habían bailado antes con ella, lo habían notado, inconscientemente quizá, y anhelaban tenerla en sus brazos otra vez.
Su personalidad se revelaba mucho más rica de lo que había parecido, con una sensibilidad más ancha y más profunda. Su cara se volvía más expresiva, y no sabría decir si aquel rostro era bonito o era que había perdido, quizá, una belleza superficial para ganar una excitante individualidad. Súbitamente era ella igual a toda esta ofrecida experiencia. Siguiéndome gozosamente en las variaciones de pasos que yo hacía, pronto comenzó a expresar el encantador significado de los mismos. Yo me olvidé de donde estaba. Bailábamos los dos el Arkany como hubieran podido hacerlo los montañeses albaneses a una hora tardía de la noche bajo la luna que preside las cosechas.
Después de haber bailado tal danza, las parejas desaparecían para ir a bailar al son de otra música. Es un hecho curioso que mientras un vals ensoñador puede excitar a un muchacho y a una muchacha ingleses a sentir un deseo parecido —cosa extraña, el sátiro de lord Byron se lamentaba de ello— las danzas más briosas dejan a los dos sudando pero serenos. No pasa esto al sur de los Pirineos ni al este de los Cárpatos. Las más apasionantes —danzas que hayan encendido en todo tiempo la lámpara de Himeneo son algunas de esas violentas y apasionantes rapsodias de la Europa meridional y oriental, aquella era la razón de su existencia. Poco a poco me fui dando cuenta de que lo que Sukey y yo bailábamos se había convertido en una danza de pasión, en una expresión tan elocuente de esa energía como lo son las actitudes, las posturas y los brincos de un n’go-ma del África oriental.
Estaba haciendo el amor a Sukey de un modo profundamente primitivo, tanto si los mirones lo veían como si no. Eran muchos los que miraban ahora, y su número iba creciendo cada vez más —algunas de las parejas más correctas habían cesado de bailar para mirar lo que a ellos vagamente les parecía una escandalosa exhibición—, y el resto de los bailadores, así como las personas que estaban en el salón, no tenían ojos más que para mirar a la invitada de honor y al joven moreno que era su pareja, que estaban bailando tan salvajemente como los derviches que sueñan con los deleites del Paraíso. Sentía sus miradas fijas en mí, pero un torrente de sentimientos más fuertes las aniquilaba. Su key también las sentía, y sabía lo que estaba pasando, pero no paró de bailar todavía. La razón era que no podía.
Fue sorprendida por aquel torrente y arrastrada por él. Se pintaba en su rostro el mismo éxtasis que yo había visto despertarse en los de las bayaderas indias cuando se entregaban en cuerpo y alma a aquel antiguo y lascivo arte. No se expresaba a ella misma, Sukey Webb, sino a la hembra, a la hembra primitiva. Hubiera recordado al coronel Jacob, muy aficionado a los estudios sobre cultos y religiones de la India, a una sacerdotisa budista bailando ante un pilar de piedra que remedaba por su forma a cierto atributo varonil.
Efectivamente dimos crédito a la hermosa invención, si no es que, verdaderamente, la cambiamos nosotros en algo nuevo. Yo estaba demasiado perdido en aquello para poder pensar en lo extraño y maravilloso que resultaba. El bebedizo de la bruja estaba compuesto de muchos ingredientes bien mezclados; una orquesta eurasiana, que tocaba muy bien y para nosotros solos, inspirando e inspirada por nuestro fervor; el grande, el deslumbrante salón; el calor de la India, y, en cierto modo, mi morenez y su blancura, coloraciones de piel simbólicas del Este y del Oeste, que cuando se frotan una con otra despiden chispas. Luchábamos el uno contra el otro, y por eso cada uno de nosotros estaba encerrado dentro de sí mismo, y lo mismo les pasaba a los asistentes a la fiesta con respecto a nosotros dos. Hubiéramos podido jurar que nos habíamos olvidado de donde estábamos y de quienes nos miraban, pero hubiéramos jurado en falso. Nos habíamos quitado el yugo que ellos nos habían puesto y nos gloriábamos de ello. Desafiábamos a ellos y a sus diosecillos.
Arkany significa también lasso en lengua húngara, y sus melodías parecían volar como dardos, describir espirales y ondular. Terminó la melodía con la visión de un conductor de ganado tártaro, que hacía dar vueltas a la cuerda de su lazo cada vez con mayor rapidez, por lo que la soga silbaba y sus delgados brazos parecían volar mientras él daba gritos —una escena de vida dinámica—. Al dar la imaginaria cuerda el último chasquido, besé a mi pareja en la boca —como si estuviéramos en un carnaval magiar— y sus labios quemaron los míos. Pero ahora teníamos que pagar al violinista, y quizá la propina que había que darle fuera más que lo que poseían un gitano y una reina robada por él.
De entre la multitud congregada en el salón parecían salir, para mirarme, dos rostros. Lo parecía porque mi mirada los buscó con disimulada prisa. Dejé de mirar en seguida para que no traicionaran mis ojos la culpa y el miedo que me avergonzaba, pero seguí viendo aquellas caras como a través de desgarrones en una nube. Una de ellas era la de Gerald. Era inevitable que mirara la suya primero; si él sonreía, lo que hicieran los demás no me importaría lo más mínimo. Sonreía, pero más me hubiera valido verle el ceño fruncido. Era una sonrisa helada, para que todos la vieran, como una mueca en su pálida cara. El largo y ancho semblante del coronel estaba rojo; el sonrojo le llegaba hasta la calva, y, como ahora me mordía el perverso humor de los condenados, su calvicie me recordaba la nevada cumbre de una montaña iluminada por los rayos del sol naciente. Pero, hasta ahora, no estaba más que confuso, confuso hasta un extremo al que no había llegado nunca ni podría llegar, porque yo tenía en mucho menos mi dignidad que él. Muy pronto, tal vez dentro de pocos segundos, aquel calor iniciaría un incendio.
Eché a andar en dirección a él en medio de lo que parecía un frágil silencio, con Sukey colgada de mi brazo y con la cabeza muy erguida. Se interpuso en mi camino Clifford Holmes, quien me habló en voz baja y tono mordaz.
—Eres un gran bailarín, Rom.
En aquel instante, Henry Bingham se separó de un grupo de oficiales que estaba cerca del coronel.
—Mi coronel, ¿permite usted a este subordinado suyo hacer un comentario que viene como anillo al dedo en esta situación?
—Ciertamente.
Se volvió hacia nosotros y dijo:
—Hablo en nombre de todos los presentes para agradecer a nuestra invitada de honor y a mi amigo y compañero de alojamiento, Rom Brook, la deliciosa velada que los dos nos han hecho pasar. Todos sabéis lo aburridos que suelen ser los bailes organizados por el elemento militar. El de esta noche ha sido un éxito, gracias a la inspiración de la señorita Webb, de la que nos sentimos orgullosos en extremo. Rom, viejo corcel de guerra, estoy acostumbrado a verte persiguiendo a paganos idólatras; nunca hubiera podido soñar que pudieras distinguirte tanto en un salón y bailando. Señoras, caballeros: Me van ustedes a permitir que sea yo el que inicie la ovación, y ustedes me seguirán. ¡Un aplauso para los dos!
Dos o tres compañeros de armas batieron palmas ruidosamente dando gritos de «¡Bravo! ¡Bravo!», y también «¡Rung ho!». La mayor parte de los demás aplaudían porque estaban asustados. Todos los espectadores creían que Bingham se había metido por una brecha peligrosa para sacar a todos de aquella embarazosa situación. No se podía esperar menos de un vástago de casa noble y del orgullo del regimiento. Sólo yo, quizá, al ver como le brillaban los ojos, me obstiné en creer que no lo había hecho por aquello de que nobleza obliga, sino, sencillamente, porque se divirtió como un chiquillo haciéndolo.