IV

El vasto territorio del Sind, tan grande como toda Inglaterra, por donde fluyen las aguas del ancho Indo desde Cachemira hasta desembocar en el mar, se convirtió en territorio británico. Los ingleses lo proclamaron así después de haber derrotado a los naturales del país, sus anteriores dueños, en la batalla de Meeanee. Tal hecho me hizo comprender, con un poco de asombro por mi parte, el verdadero motivo de la batalla: se habían cumplido los designios de dominio de unos amos poderosos. El traicionero ataque de los emires contra las fuerzas del general Outram había sido una bárbara reacción de los indígenas para protestar de que el citado general y su colega Charles Napier rigieran los destinos de sus ricas tierras.

Me pasó aquel ligero asombro. Un soldado no tiene derecho a preguntar si son justas o injustas las razones por las cuales mata o se deja matar. La guerra era la guerra, y la Reina era la Reina. Después que los triunfadores construyeron carreteras y levantaron puentes en donde antes sólo había habido polvorientos caminos de herradura, sus súbditos podían usarlos pagando los correspondientes impuestos y viajar de ese modo mucho más de prisa que antes de uno a otro extremo del país Después de haber sido abolidas sus leyes, los antiguos gobernantes ya no podían cortar a su antojo las cabezas de sus súbditos o arrancarles las lenguas.

Gerald, que era oficial de caballería en virtud de real nombramiento, al ser ascendido a capitán, fue destinado al muy por todos los conceptos distinguidísimo regimiento de lanceros Tatta, de guarnición en Hyderabad capital del Sind. También me mandaron a mí allí, a hacer el vago, y yo fui con el triste presentimiento de que sería expulsado, con mucha cortesía, sí, pero también muy pronto y de modo definitivo. Con gran sorpresa mía, un coronel llamado Jacob, que procedía de la guarnición de Delhi y era huésped del general en aquellos días, me invitó para que fuera a charlar con él en el alojamiento que tema en el que había sido palacio de los emires, encerrado dentro del laberíntico fuerte tan extenso como una granja campesina.

Era hombre de no mucha estatura, de movimientos ágiles y nerviosos, casi tan moreno como yo, que llevaba una vida modesta y no tan pukka como yo me había temido. Me habló un rato de la batalla, hizo los mayores elogios del comportamiento de Gerald en ella y auguró a mi hermanastro un brillante porvenir en su carrera militar. Mi aparente deserción, juzgada con criterio castrense, no era uno de aquellos actos llamados de cobardía merecedores de castigo, según me dio a entender.

«¡Ya saltó la liebre!», pensé yo. Pero ¿por qué se me amonestaba de palabra por boca de un oficial de alta graduación y no por medio de una seca comunicación por escrito entregada por un ayudante?

—El Cuartel General no estaba informado de la existencia de ese canal abandonado —me dijo—. No había habido tiempo para hacer los precisos reconocimientos del terreno. Aquel lashkar era la guardia del palacio del emir de Kalat. ¿Cómo descubrió usted aquel canal?

—Porque vi caer a uno de aquellos hombres en él.

—Viendo trepar a un gato por una valla aprendió Tamerlán de qué modo podía tomar por asalto el Ragbistan.

El coronel Jacob dijo en lengua arábiga este proverbio árabe tan conocido.

No me miraba, y comprendí entonces por primera vez que pertenecía a los Servicios de Espionaje de la India. Aquel cuerpo, como muchas organizaciones secretas, tenía sus pequeñas vanidades y excusa para practicar el histrionismo. En este caso, vanidades e histrionismo equivalían a un reto emocionante. No trataba de averiguar si yo hablaba el árabe. Él ya sabía lo que era cambiar un saco de rupias por una moneda de un anna. Lo que él quería saber es si a mí me gustaba y podía hacer esa clase de juegos de inteligencia que deleitan a los orientales. Suponiendo que yo tuviera un corazón grande y frío para dedicarme a tales astucias e intrigas, no podía dar una contestación clara y directa a una solapada pregunta sin exponerme a ser un eterno forastero en la India.

—Usted perdone —le dije en inglés, después de un largo silencio—, pero estaba pensando en las musarañas.

—Arabia es el centro, el eje de Oriente —prosiguió alegremente—. Es como una rueda, uno de cuyos rayos se extiende hasta Turquía, otro hasta Egipto, un tercero hasta el África oriental, un cuarto hasta Persia y la India. No es una lengua muy útil aquí, en el Sind, por supuesto.

—Es la madre y el padre del urdu —le dije en este liorna.

Y luego, hablando en indostano le dije que también aquella lengua tenía muchas palabras árabes, y le puse por ejemplo pronunciando una frase cualquiera en dicho lenguaje.

Jacob estaba contento como un chiquillo, y me dijo:

—Hemos estado pensando sobre el lugar a que potamos destinarle para que se vaya instruyendo en lo que tiene que hacer. Vistiendo el uniforme militar no se sospechará mucho de usted, y, aquí, en el Sind, tendrá una vida muy activa y divertida; verá usted irrupciones a mano armada por los confines de la región, e insurrecciones, levantamientos, motines, sublevaciones y tumultos para todos los gustos en los años venideros. Andando pequeños destacamentos y haciendo servicios policía, gozará usted la mar y nos procurará muy buenos informes. Los ratos de ocio los podrá usted pasar en los tugurios y callejuelas de Hyderabad. Así es que, si usted quiere, le agregaremos a la Brigada del Cuartel General como oficial de reconocimiento a las órdenes directas del coronel Webb. Por razones de conveniencia se alojará usted en el cuartel de los lanceros Tatta. Estos servicios tapan una multitud de pecados.

—Me gustaría muchísimo ir allí, pero quizá tuviera más tiempo para estudiar si se me alojara en un sitio donde no conociera a nadie. Gerald y yo ya nos vemos muy a menudo.

Daba una pobre excusa para resistirme a ir a convivir con Gerald; si el coronel Jacob la apreciaba en el valor intrínseco podría molestarse por mi disimulada negativa. Me hubiera gustado poder darle a conocer mis verdaderas razones; entre otras, la de que yo le estorbaría a él y él me estorbaría a mí. Tal vez se las había revelado sin darme cuenta, porque los negros ojos del coronel me miraban interrogadores.

—El regimiento de lanceros Tatta es el más distinguido de la Brigada, y ha de tener el mejor servicio de información —dijo Jacob—. Por otra parte, da la casualidad de que el ayudante del coronel Webb, el mayor Graves, está relacionado con el Servicio de Espionaje, y él le encomendará trabajos muy interesantes. Nadie tiene que saber esto, ni siquiera su hermano Gerald.

Mi interlocutor hizo una pausa y yo le contesté:

—Sí, señor.

—No es hombre de mucha sutileza; en eso se parece a nuestros más afortunados y expertos generales y administradores. La sutileza no es una virtud inglesa que podamos llamar pukka, no sé si me comprende usted; su ausencia impresiona a los nativos y es tal ve una de las principales razones de los éxitos que cosechamos aquí. —Cambió ligeramente el tono de su voz para seguir diciendo—: Estoy de acuerdo con usted en que los parientes cercanos no deben siempre servir juntos. Mi primo hermano, un inglés de pura cepa, es un competentísimo alto funcionario de la Compañía en Calcuta A mí, por cortesía, me llaman un «chico del país», aunque a veces dicen que soy de casta inferior, me parece conveniente seguir otro camino.

—Muchas gracias, señor.

Quizá no debí pronunciar palabras de agradecimiento pero ya estaban dichas.

—Es necesario arreglar las cosas de este modo, y me figuro que todo irá bien.

Resultó un buen profeta en todo lo que se refería a mi misión y a mis relaciones con Gerald. De los demás oficiales, tan sólo el mayor Graves me honraba con una chispa de amistad, que era más bien compañerismo y aún no muy íntimo, porque nos separaba la jerarquía. Los demás me toleraban por mi parentesco con Gerald, pero sin considerarme, en ningún modo, uno de los suyos. Era demasiado morena mi piel y poco ingleses mis rasgos fisonómicos para que yo pudiese encajar en el molde sahib. Traté de justificar mi aspecto de extranjero alegando que corría por mis venas sangre irlandesa, y que los irlandeses habían sido independientes, pero no logré disipar, después de la sorpresa con que me miraron la primera vez que me vieron, sus sospechas. Tenían, para mí, una actitud reservada.

Por supuesto que yo sabía lo que sospechaban —que yo era indio—. No tardé mucho tiempo en sorprender a uno de mis compañeros de mesa, un londinense coloradote llamado Clifford Holmes, mirando con disimulo a mis uñas porque esperaba encontrar en ellas lunas azules o purpúreas en su base. Los ingleses de raza pura que habitaban en la India creían que ese era el modo con que Dios marcaba a los euroasiáticos y ponía de manifiesto la bajeza de su condición. Ni esas señales ni el tener los ojos pequeños probaban en la actualidad la condición de un individuo. Luego, empezó a hacerme preguntas, creyendo, por la forma encubierta en que lo hacía, que yo no me daba cuenta de sus intenciones.

No me gustaba aquel hombre por la más humana de las razones —porque me menospreciaba— y como, afortunadamente, yo sabía leer en sus pensamientos mejor que él en los míos, no pude resistir a la tentación de entretenerme un rato jugando con él al ratón y al gato.

—Veo que se ha fijado usted en que soy más moreno que Gerald —le dije, fingiendo cierta intranquilidad en la voz.

—Sí; en efecto —repuso, encendiéndose más el color de su cara—, pero eso no es de extrañar, puesto que no son ustedes hermanos verdaderos, sino primos lejanos.

—Bien, teniente, veo que ha adivinado el secreto.

Se inclinó hacia adelante, brillándole los ojos.

—No estoy muy seguro de haber comprendido lo que usted ha querido decirme.

—Estoy muy orgulloso de ello; si quiere que le diga la verdad, tengo sangre irlandesa…, pero… déjeme decir que también un poco de sangre india.

—¡Me lo figuraba! Debo decirle que lo imaginaba. Por su aspecto… Además, yo tengo buen ojo para descubrir a los angloíndios. No es para avergonzarse. Algunos de ellos han servido al Imperio magníficamente bien. Usted no lo oculta. Pero, de todos modos, opino que debería decírselo al coronel.

—¿Qué le puede importar esto a nuestro jefe?

—Ya se lo tendría que haber dicho a usted alguien, y Gerald era el más indicado para ello. Hay excelentes oficiales angloíndios aquí; pero hay algunos regimientos, y el nuestro es uno, que sólo tiene oficiales europeos. Es como una tradición, ¿sabe? No puede ser que su hermano lo ignore.

—Nunca me lo ha dicho.

—Y comprendo el porqué.

—Pero como yo estoy aquí en calidad de alojado solamente…

—Es cierto; pero ¿cómo se lo diría a usted? Se sienta usted a la mesa de un regimiento en el que cada uno se cree blanco sin mezcla, lo mismo la oficialidad que los que pudiéramos llamar huéspedes. Gerald no hace mucho que está aquí, aunque yo supongo que es más bien por razones de delicadeza que…

—Por eso será. Verá usted. Mi bisabuelo… Pero no quisiera cansarle contándole pormenores sin importancia de la historia de mi familia.

—No me cansa; al contrario, me gustaría mucho oírlo todo.

—Pues bien; se dice en mi familia, y es posible que esto sea un romántico cuento oriental, que mi bisabuelo si casó con Alas de Mariposa, la hija del Gran Jefe Vientre Caído.

—¿Qué demonios quiere decir?

—Si eso es verdad, soy en parte angloindio. En la América del Norte, donde yo he nacido, nos llamaban con muy poca cortesía, mestizos. Ya habrá usted oído decir que, a veces, una sola gota de sangre de otra raza puede ser causa de una regresión de instintos o de otra cosa. ¡Cuántas veces siento impulso de arrancar el cuero cabelludo a alguien! Si cree usted que esto puedo decírselo al coronel…

—¿Se cree usted muy listo, verdad? Y el teniente Holmes se marchó después de decir esto, con el rostro pálido por la ira.

Maldije mi inteligencia. Con Holmes no se podía jugar impunemente. Tenía mucho dinero, y el dinero, aun en el mismo regimiento de lanceros Tatta, a pesar de la leyenda sentimental que lo negaba, hacía andar de coronilla incluso a los propios caballos regimentales. Aunque después de nuestra conversación seguía siendo correcto y cortés conmigo, esperaba la ocasión de su desquite, Oportunidad que, por poco que pudiera, no pensaba yo darle nunca. Los demás oficiales tenían para mí toda clase de respetos en el campo de operaciones, y sólo a medias sabían ocultar el gran alivio que sentían porque yo descuidaba casi del todo el atender al cumplimiento de mis deberes sociales, bien por estar ocupado en las misiones que se me confiaban, o bien por andar mezclado con los ingleses expatriados que había en las ciudades indígenas recién conquistadas. Con la llegada, de Londres, de la hija del coronel, se animaría aún más la vida de sociedad en la población, pero yo me proponía hallarme, por entonces, persiguiendo bandidos en las fronteras. No obstante la fuerte tentación que sentía de no transigir con sus convenciones de sahibs, no quería poner a Gerald en una situación embarazosa que hiciera creer a los demás que yo necesitaba de su amparo.

Cuando él y yo salíamos de operaciones, sin razón, y en cierto modo sin rubor, me sentía feliz. Me emocionaba su valor de hombre frío y sin nervios, me hacía sentir escalofríos en la espina dorsal. A veces mi orgullo se interponía en el camino de mi instinto, lo que producía en mi cerebro una reacción febril; entonces mi alma parecía escaparse de mi cuerpo para ir a asomarse al interior de un carro de gitanos, para penetrar en aquella inmunda tienda en que se negó asilo a la Virgen y al Niño; luego regresaba mi alma a su morada para afrontar desde ella su destino.

En aquellas excursiones a los bosques y campos de Berkshire, volvíamos a ser niños otra vez y a hacer travesuras todavía. Como los dos veíamos las cosas desde un punto de vista diferente, esto me permitía, con alegría por mi parte, salir en ayuda suya cuando era necesario sin que él se percatase de que lo hacía. Cuando él interrogaba a un jefe de pueblo o nufti, a mí me era fácil recoger matices, palabras y frases enigmáticas o de doble sentido en las respuestas que daba el interpelado, pues los indígenas gozaban hablando de tal modo. Los hombres de las tribus de Sind, que se hacían pasar por árabes, discutían sus negocios delante nuestro en un árabe corrompido, un lenguaje desconocido para todo oficial británico que hubiera pasado por allí alguna vez. Yo comprendía bastante aquella jerga atroz, y podía dar a Gerald generosas lecciones de ella o servirle de intérprete. Había ocasiones, empero, en que alguno de los indígenas me miraba con dureza y avisaba a sus compañeros por señas para que tuvieran cuidado con lo que decían. Era porque, aparentemente, había adivinado que yo era Lomri sahib, el que había hecho que se desbocaran varios caballos en Meeanee. Me había puesto aquel nombre un barrendero indostano que formaba parte de nuestro séquito; significaba señor zorro, y gustó a los indígenas, pues me siguieron nombrando así.

En las cada vez más temerarias excursiones que hacía, nunca fui reconocido cuando iba vestido como los naturales del país. El disfraz formaba parte del programa de instrucción que me habían impuesto y era una de las pruebas de capacidad a que me sometían. Si demostraba que me gustaba vestirme de máscara sería diez veces más útil a los Servicios Secretos. Ya traía al mayor Graves informes y noticias recogidos en los tugurios y rincones de Hyderabad. Gerald creía que yo tenía un criado indígena muy locuaz, y yo le dejaba en su engaño; aún más, halagaba su vanidad diciéndole que su gran ambición de llegar a ser gobernador militar de Sind sería una realidad con el tiempo.

Para qué no se avergonzara de mí, cuando estaba en el campo de operaciones no me metía en las trincheras y no tenía relaciones amorosas con mujeres del país a la vista de los demás. El mayor Graves insistió mucho en que aceptara una invitación para asistir a una fiesta; no pude negarme, y bailé varios valses, muy formalito, con respetables señoras casadas, sin sentirme tentado siquiera de ejecutar algunas danzas salvajes que tenía cautivas en mis piernas. El coñac no me sentaba bien, y no podía competir con mis compañeros bebiendo este licor en la cantina, pero sabía negarme con suavidad a aceptar estas perjudiciales libaciones. También yo tenía ambiciones propias, y, en alguna ocasión, salía en secreto, acompañado de un puñado de soldados de caballería, en dirección a algún lejano lugar, para quitar de la cabeza a uno o dos posibles rebeldes la idea de desmandarse.

Una vez, una moneda, que guardaba en el bolsillo y que había sido frotada con la saliva de una gitana, casi se excedió en su poder de talismán. Un hadji de Sind, capturado con las manos en la masa, o mejor dicho, montado a horcajadas sobre el lomo de la yegua del coronel, resultó ser nada menos que Kambar Malik, un degollador de cierta nombradía y una verdadera espina que el regimiento tenía clavada en el costado. Aquella noche, en la mesa, su hermano bastardo eclipsó a Gerald. Aquella noche, además, tuve ocasión de conocer a un carácter raro, otro compañero de mesa, el teniente honorable Henry Bingham, hijo menor de un par de Inglaterra.

Tenía Henry en el regimiento una graduación bastante más elevada que la de subalterno. El coronel se complacía en hacerle objeto de distinciones especiales que, algunas veces, llegaban a parecer exageradas y fuera de lugar. Pasaba por ser el más ingenioso de los mortales, y su conversación se juzgaba tan amena que, en las sobremesas, cuando él hablaba, solía ser el más escuchado de todos. En verdad que se merecía el título de honorable. En esto me recordaba mucho a Gerald, que era precisamente amigo íntimo del noble joven.

Afortunadamente, el memorable incidente que se diera, ocurrió cuando ya el coronel había abandonado el comedor y se había cumplido con la etiqueta. Los oficiales habían retirado las sillas de la mesa y hablaban en grupos; ya no corría más el oporto, pues nuestro khan-saman nos servía el café y el coñac. Henry había abusado de los vinos más de lo que nosotros habíamos podido observar. Su aristocrático semblante estaba muy encendido y sus manos temblorosas. Sentado cerca de él, en la actitud del pájaro madre que protege a su cría cubriéndola con las alas, estaba. Clifford Holmes. A su otro lado se sentaba Gerald, taciturno, aunque enteramente sobrio aquella noche. Me parecía ver a mi hermanastro contento y orgulloso de mi hazaña, si bien consciente del eclipse momentáneo que sufría a causa de ella.

El mayor Graves, ahíto de champaña y de coñac, estaba concediendo demasiada importancia al incidente En vano intenté cambiar el tema de la conversación, insistiendo pacientemente, una y otra vez, en que no había reconocido a Kambar Malik sino después de haberse logrado su captura, que no había hecho más que encontrar la yegua robada, y que se había entregado tan mansamente como un ladronzuelo de bazar de baja ralea.

—No seas tan modesto, Rom —dijo Holmes en tono agresivo—. Sin duda Malik te reconoció y debió pensar ¿de qué servirá resistirme? ¡Es el mismo indomable sahib que, casi con una sola mano, desbarató la carga del lashkar del Emir!

—Yo presencié esa carga, Cliff —terció Graves—. Usted no creo que la viera. No cometa el error de menospreciar nada de ella, ni siquiera la contribución personal de Rom. En nuestra profesión no es siempre fácil hallar gangas. Rom es un verdadero Jangi sawar.

—Y además de eso —dijo Henry Bingham, hablando en voz baja pero clara, sus vidriosos ojos clavados en los míos— un sutil, intrigante y siniestro hijo de perra.