Había confesado papá sin que casi se diera él cuenta, y, a la noche siguiente, murió en paz. Yo fui el que más sintió su muerte, ya que mamá odiaba el ser su esposa legal —lo que no es lo mismo que odiarle a él, al hombre— y se alegraba de tenerlo metido en un agujero del que no podría salir para ir a buscar un tálamo nupcial más cálido que el de ella. Puede que hubiera otra persona, más allá del mar, que lo llorara también. Quizá en un sueño, Juvena, había sentido que se iba. Yo no creía que ella hubiera muerto también, porque ni en sueños ni en visiones la había visto o sentido morir. Era lógico pensar —razonando de acuerdo con las realidades humanas, que mezclando en un puchero los variados ingredientes de un potaje científico— que ella se hubiera detenido brevemente en el umbral de mi puerta, para despedirse de mí, antes de emprender el último viaje, del que nunca se vuelve. No debía pasar, probablemente, de los treinta y cinco años. Si hubiera tenido más de catorce años cuando mi padre la conoció, habría estado casada entonces, en cuyo caso no se hubiera entregado tan ligeramente como un potrillo ensangrentado cogido en una trampa. Puede que papá, en su huida, se hubiera parado en la puerta de ella, y que entonces ella hubiera dicho a su marido y su tribu, acampados en cualquier camino yanqui, que Su alto y blanco amante, al que había dado un varón, se había metido en su tienda y se había ido, y entonces las viejas apergaminadas cantarían una canción de muerte y llorarían los violines.
Mamá lloró de veras un año después, cuando Gerald fue destinado a un regimiento de Cheshire que debía partir a la India. Yo ya estaba destinado a la India —lo estaba desde que mi voz cambió—, pero todavía no me había puesto en camino ni había hecho los baúles. Todavía estaba dándole vueltas en mi cabeza a la idea del vestuario que necesitaría cuando llegase allí. Solicité en vano de la East India Company un empleo a mi gusto, que me fue denegado porque mi formación cultural era bastante irregular para que se me concediera tal beneficio. La única alternativa que me quedaba era prestar servicio en sus instituciones militares. Como aún resonaban en los oídos de la Compañía las sangrientas profecías del general Napier prediciendo una rebelión india, tuve la suerte y no poco contento de ver que con contar mis andanzas de guerrillero en la guerrita de Albania, se me confiaba un cargo subalterno. No intenté, por supuesto, ingresar en las filas de los antiguos regimientos aristocráticos, para mandar ingleses, que se alimentaban de carne de buey, y ser yo solamente carne de cañón. A los veintidós años de edad conseguí que me incorporaran a un regimiento de fusileros indios que estaba de guarnición en Bombay, del que formaba parte gentuza que no inspiraba la menor confianza, y que a mí me pareció que sólo olerían las batallas de lejos, y en él determiné quedarme hasta que hubiera completado mis estudios y pudiera obtener un empleo más satisfactorio para mí.
Antes de que el magnífico vapor, a cuyo bordo iba, hubiese rebasado las Puertas de Hércules, mis compañeros de grado —los oficiales— ya me tenían por persona mal educada. En vez de romper con ellos botellas en la cantina, estudiaba indostano y urdu, y practicaba esos idiomas con los hindúes y los musulmanes que hallaba sobre y bajo las cubiertas del barco. Me daban el tratamiento de sahib[2], por respeto a mi empleo de oficial de la Reina, pero, cuando se fijaban en mi semblante y en el aspecto de mi persona con ojos inmóviles y sagaces, me dejaban descubrir fascinantes sendas de sus mentes. En El Cairo alquilé un camello para hacer el viaje a Suez. ¡Creí que aquel bruto maloliente era un hermano mío! El destino de los dos era cocear y morder, atravesar áridos desiertos, pasar mucha sed antes de poder beber. Yo me sentía maravillosamente feliz sobre su giba, al notar su capacidad de sobrevivir en una región muerta. Siempre me servía de tan expertos animales para medrar. Mis compañeros maldecían a aquellas bestias tan desgarbadas, tan incómodas de montar, pero yo firmé treguas con la mía. La tempestad de arena que nos azotaba nos molestaba y nos dañaba menos que a cualquier otro extranjero y su cabalgadura.
A pesar de que por mi humilde nacimiento sentía el anhelo de brillar entre mis superiores, no hablé una sola palabra de árabe mientras anduve sobre aquellas arenas arábigas. Los sahibs hubieran admirado y respetado mi saber, pero como estos conocimientos, en la India, parecían inútiles y no hubieran servido para ascender, los oculté reservándolos como arma extra para un caso de necesidad. Los trujamanes y camelleros enriquecieron grandemente mis conocimientos prácticos de esa lengua, y me divirtieron y me abrieron los ojos sobre muchas cosas con sus fantásticas y lúbricas descripciones de los viajeros sahibs, sin que me perdonaran a mí, sin que yo fuera menos discutido que los demás.
—El bribón de su camello le sirve bien, aunque juraría ante Alá, que nunca ha puesto antes su trasero sobre una jiba —dijo un camellero jefe, que soltó una obscenidad de las grandes.
—Me parece que su madre lo tuvo de un beduino —replicó un compañero del que había hablado en primer lugar, haciendo alarde de un repertorio de palabras equívocas que daba miedo.
—¿Habrá nacido en Sind, como algunos de los que le acompañan? ¿Hay púrpura en la base de sus uñas? Juraría que no fue ninguna memsahib, de blancura de loto, la que le dio esa negrura de piel y esos ojos tan brillantes.
—¡Bah! —exclamó un viejo nómada sacando humo de su thooka (pipa en la que el humo pasa a través de agua)—. Es un cristiano, y no quiero mirar dos veces su prepucio antes de degollarlo el día de Jihad[3].
Entre tanto, estaba aprendiendo cómo se tomaban el café, fumaban, escupían, hacían gestos e invocaban a Alá, Algún día haría una peregrinación a La Meca en su compañía. El mundo era ancho y maravilloso, me había impuesto la obligación de ver mucho de él —y recoger muchos de sus frutos agradables— en el más corto tiempo posible.
Después que los otros viajeros y yo nos hubimos asado de calor en el desierto, nos acabamos de achicharrar en el mar Rojo antes de que las brisas del océano nos refrescaran. En la ciudad de Adén, recién conquistada por nosotros, me desanimé en gran manera, porque el bello proyecto que yo acariciaba de pasarme un año tranquilo en Bombay se había venido abajo. Allí no esperaban órdenes para que nuestro barco pusiera, primero, proa hacia Karachi, en el revuelto norte, y ahí habrían de desembarcar tropas y oficiales, incluyéndoos a mí, que no eran necesarias en otras partes. Los mahometanos y beluchistanos se habían alzado en arma en la frontera occidental de la India, según rumores que circulaban en el Cuartel General. Habría lucha encarnizada y tal vez una espantosa mortandad, una verdadera carnicería.
Desde Karachi nos mandaron al norte del país, ; Hyderabad, en Sind, que era el lugar desde el cual era residente, general Outram, había lanzado su llamada de demanda de socorro. A mediodía me enteré de un noticia que desbarató todos mis planes. El regimiento de Gerald, el número 22 de cazadores a pie, iba a ser mandado, probablemente, a Hyderabad. La noticia, por sí misma, no podía asombrar a nadie. El general Charle Napier había agrupado a todos los soldados británicos de que pudo echar mano. Quiso mi suerte que este acontecimiento hiciera de mí un verdadero soldado.
La expedición ya no era tan sólo la principal preocupación de la Reina, o de los magnates de la Compañía o de algunas tropas sedientas de lucha. Ya no era únicamente el recluta por azar, impelido por el soplo del viento del desierto, a quien sólo preocupaba salvar su piel. Ya no estaba seguro de querer a Gerald, y estaba totalmente convencido de que él no me quería a mí; de todas formas, continuaba siendo mi hermanastro para mí, el apuntalamiento necesario a las altas murallas de mi ambición. Todo lo que había de ser lo llevaba dentro de mí mismo. Yo había huido del amor y de la ley. La reverencia que sentía por él era a la vez, mofa y orgullo. En medio de la desesperada brillantez y de la grosería de mi espíritu —debida a mi humilde cuna— era él la única joya que aún poseía.
Nuestro último día de marcha terminó con el lanzamiento de un ataque sobre un campo de batalla de una extensión de treinta millas. Lo que motivó el ataque, cosa sorprendente para mí, fue la respuesta que dio cada corazón inglés a las noticias y rumores de que eran portadores los indígenas que desertaban del frente. Cada noticia sucesiva era peor que las anteriores. Las escasas tropas que, al mando del general Outram, guarnecían la plaza de Hyderabad, habían sido atacadas por sorpresa por fuerzas diez veces superiores en número, de aullantes y feroces montañeses beluchistanos. El general se defendió bravamente y los rechazó. Pero, ahora, una horda de treinta mil salvajes descendía dispuesta a degollar a todo hombre blanco que pillase en Sind. Entre ella y la matanza que se avecinaba, sólo se interponía el puñado de supervivientes de Outram y las menguadas fuerzas de dos mil quinientos hombres blancos y guerreros indígenas que, a toda prisa, había podido reunir el viejo y poco brillante Charles Napier. Cuando los ingleses, con los que yo marchaba, se dieron cuenta de su situación, de lo que les iba a caer encima, ¿qué visión podían tener, como no fuera la de la muerte? Lo emocionante, lo sorprendente, fue que esperaron sin perder la calma, y así prestaron una ayuda eficaz a sus cercados compatriotas, y así, entre todos ellos, obtuvieron una resonante victoria.
Aquellos trescientos hombres —una compañía de soldados ingleses, muchos de ellos bisoños, y una docena de oficiales— según los rumores que corrían, habían hecho retroceder a una fuerza beluchistana de varios miles. Los montañeses no eran cobardes —su clase de muerte favorita la encontraban combatiendo y loando a Alá— pero no eran tampoco unos locos. Con las tropas inglesas atacantes combatían varios indígenas, cuyas vidas eran oscuras, cortas y baratas. Puede que esos indígenas considerasen que pagaban un precio muy bajo por la efímera gloria, que los hombres altos les prestaban.
Nuestro grupo se unió a las menguadas fuerzas de Napier el día 16 de febrero de 1843, a la puesta del sol. Sabía hablar hindustani, pero como no había tomado parte en ninguna batalla librada con tropas inglesas, pusieron bajo mi mando mayor número de gente que la que me correspondía mandar por mi categoría de oficial subalterno, si bien la tropa que tenía que obedecer mis órdenes era la escoria del ejército. Me dieron tres sargentos ingleses, algunos cabos nacidos no se sabe donde y un abigarrado grupo de individuos entre los que había camelleros y cocineros que se habían alistado la semana anterior. El que tantos bellacos combatieran en las filas de los británicos sería una vergüenza para el Ministerio de la Guerra. A los orgullosos generales de la vieja escuela les darían ataques apopléticos. Pero a Charles Napier no le importaba nada aquello con tal que los bellacos supieran resistir el fuego enemigo.
La compañía que mandaba Gerald acampaba a media milla de distancia solamente de los fuegos de nuestro campamento. No fui a verle por dos razones: una para que no estuviera inquieto por mí, puesto que iba entrar en fuego pronto; la otra, para evitar que elevados principios fueran motivo de preocupación para mí, y me cohibieran. Nuestro ejército —lo llamábamos y hasta lo creíamos así— se entregó al descanso hasta poco antes de la salida de la aurora, a cuya hora, después que se hubo tocado diana, se puso en marcha. Creí que seguramente nos dirigíamos a campos atrincherados preparados de antemano, donde podríamos formar el cuadro con bien fundadas esperanzas de resistir firmemente las cargas del enemigo. Pero, en cambio, según las apariencias, el general Napier, perdida la serenidad a causa de nuestra desesperada situación y alimentando ilusiones de grandeza napoleónica, estaba dispuesto a atacar en su propio campo a fuerzas once veces superiores en número a las nuestras.
A las ocho y media de la mañana, con los buitres revoloteando muy altos sobre nuestras cabezas y las olas de calor comenzando a desplegarse débilmente, divisamos las vanguardias de las huestes musulmanas. Estábamos cerca de la orilla del río Fullailee, que se elevaba en cuesta sobre el llano, y en lo alto se veía una nutrida fila de cabezas cubiertas con turbantes. La luz del sol hacía brillar los cañones de sus fusiles formando una hermosa hilera de luceros. La brillantez de aquel espectáculo daba alientos al sargento Willis, que lo comentó diciendo:
—Los muy piojosos tienen ociosos los mosquetes. Esperan a que nos acerquemos más para afinar bien la puntería. Como están ahora son la mitad de peligrosos que si llevaran el arma en bandolera.
Estrechamos nuestras filas. Nuestros afables oficiales vestían tan pulcramente como si de dar un paseo se tratase. Los pálidos soldados de nuestro país suspiraban por la cerveza, pero no habían perdido ni las ganas de bromear ni las de refunfuñar. Mientras nosotros avanzábamos a paso ligero, salieron de nuestra vanguardia gritos y ruido; eran los infantes del regimiento de Cheshire, armados de rifles, que iniciaban el ataque corriendo en dirección al río. Al mismo tiempo, nuestros artilleros fustigaban a los mulos que arrastraban los cañones para que subieran la loma situada a un lado y delante de nuestra columna, donde debían emplazarse las piezas; comenzaron a colocar, casi juntos, los doce cañones de que se disponía en lo alto de la eminencia, en un terreno despejado y casi llano, desde el que se dominaba, sin duda, el lecho del río. Las siluetas de los artilleros y de sus pacientes bestias se recortaban en el fondo del cielo, y se veía a aquellos hombres afanarse en su ruda tarea en medio de un silencio imponente, a treinta yardas de distancia de los indígenas que permanecían emboscados. Cada segundo de tiempo en que me figuraba que iba a ver saltar al enemigo hecho pedazos, o tragado por la tierra o barrido colina abajo, transcurría en un silencio extraño; sólo se oían los ruidos que producía la infantería que estaba ya atacando. En la altura donde se hallaba el enemigo no se veía humo ni polvo. Los beluchistanos aguardaban el momento de que se ordenara el ataque a la bayoneta.
Nuestras tropas de retaguardia corrían tras las de vanguardia, lanzadas ya al ataque, para mantenerse cerca de ellas, y había subido hasta la mitad de la loma cuando sonó, atronadora, la primera descarga del enemigo. Gerald y sus compañeros de armas estaban a quince yardas de los mosquetes que les esperaban. A pesar de ello, los beluchistanos se habían precipitado e quemar la pólvora, de cierto modo porque habían calculado mal la distancia a que estaban los atacantes o la velocidad de estos, pues el ataque continuó como si no hubiera pasado nada. De nuestras filas desaparecieron aquí y allá, algunos cascos —las primeras bajas—. La línea espesa, casi tan recta como las que suelen verse e los desfiles, que formaban nuestros valientes soldados y que se movía como una guadaña roja sobre la cresta; parecía, entonces, haberse detenido brevemente. Como los beluchistanos no nos habían lanzado ninguna nueva descarga, ni habían hecho uso todavía de sus sables para repeler nuestra carga, ninguno de nosotros, que mirábamos desde abajo, sabíamos el motivo de aquella pausa casi imperceptible.
La momentánea interrupción de nuestro avance había sido provocado por el asombro. Nuestras vanguardias podían ver ya enteramente el ancho, profundo seco cauce del Fullailee. Allí, la horda beluchistana no parecía estar empeñada en una acción guerrera, pues guardaba correcta formación, excepto su primera fila de fusileros, cuyos hombres se habían amontonado en desorden como avergonzados de la inutilidad de la descarga que habían hecho. El humo de la pólvora quemada se había dispersado y el aire del desierto había recobrado su transparencia. Los casi treinta mil beluchistanos se sentían individualmente serenos y, en cierto modo, orgullosos. Cada uno de ellos conocía su orgullo, y hablaban de él sus altivos ojos; también de claraban su orgullo el tamaño, el color del turbante y el estilo o modo de ponérselo, lo mismo que sus vestido multicolores. El regimiento de Cheshire, que había tomado la mal guardada cima, se había convertido en una sola voluntad, un solo cerebro y en lo que parecía un solo cuerpo con seiscientos mortíferos tubos o armas de fuego. Bajo ellos, el ancho y profundo cauce estaba lleno, desbordaba de individuos que blandían sables, y cada uno de estos hombres adoptaba la extravagante actitud caballeresca de ir en pos de la gloria o de la muerte cada uno de ellos se había adornado para celebrar este rito, y el oleaje de colores, en contraste con el parduzco tono del desierto, aturdía la mente, causaba vértigo.
Pero aquel no era el campo del honor, donde acicalados caballeros medievales, que se vertían sobre las ropas el contenido de pomos de perfume, se pavoneaban y luchaban. Los hijos del desierto, levantando sus grandes escudos negros y blandiendo sus sables, proclamando a gritos la gloria de Alá, cargaron contra los británicos, de una ojeada pude ver claramente lo que parecía una irisada ola en el momento preciso en que rompía sobre una invisible playa de plomo volador. Cada bala, fríamente dirigida con certera puntería, que salía de las bocas de los rifles de nuestros soldados que estaban en primera línea, abrían una herida horrible en la carne de la aullante y densa masa enemiga. Seguramente aquel engañoso mar humano ofendía la mirada de Dios, pero un corazón que saltaba tan salvajemente como el mío no podía sentir piedad. Lo exultaba de alegría al contemplar los montones de cadáveres, los cuales me parecieron por un instante sangrientos terraplenes levantados para contener el oleaje de aquel mar todavía embravecido que era el enemigo.
El humo y el polvo borraron el colorido de tan brillantes atavíos cuando la segunda descarga rugió sobre las cabezas de nuestros serenos y heroicos muchachos —Gerald entre ellos— que estaban en la primera línea de fuego, los cuales pusieron una rodilla en tierra para volver a cargar sus armas. La horda seguía hostilizándonos, pero la metralla vomitada por nuestros cañones contra aquella caterva, o el fuego graneado que hacían ahora nuestros veteranos infantes que habían tenido tiempo de volver a cargar sus armas, o quizás un nuevo montón de enemigos muertos, tras el cual nuestros soldados se libraban por unos instantes de los tajos de los innumerables sables, retardaban siempre un poco más la derrota.
Una y otra vez, los aullantes guerreros se arrojaban temerariamente sobre nuestros cañones, y una y otra vez eran rechazados y despedazados por la metralla que vomitaban nuestras bocas de fuego. Lograron romper nuestro frente más de una vez, mas nuestros gruñones y maldiciente soldados, acordándose de la instrucción que habían recibido y obedientes a las órdenes de la oficialidad, los rechazaban de nuevo metódicamente y volvían a cerrar sus filas. Unos mil beluchistanos estaban cruzando el lecho del río algo más arriba, sin duda con la intención de atacarnos por el flanco o por la retaguardia, y refuerzos de caballería enemiga, que aparentemente acababan de llegar, cabalgaban arriba y abajo por el llano entorpecidos sus movimientos por los grupos de guerreros a pie. Fue entonces cuando yo y los mercenarios que mandaba pudimos hacer algo para ayudar a los hombres de Gerald que tan bravamente luchaban.
Parte de la línea defendida por él había sido envuelta por un enjambre de fanáticos de Rohela, siendo atacada encarnizadamente. Un furioso y desordenado contraataque lanzado por los hombres a mi mando dio a sus agotados y jadeantes soldados tiempo y ocasión para rehacerse. Creo que, a pesar del humo y del polvo, me vio. Yo a él le vi también, alto y elegante, con un completo dominio de sí mismo que no le henchía sino que le prestaba cierta gracia en medio de la delirante tempestad de la batalla.
La masa enemiga iba desembocando en el llano, lo que obligó a nuestro general a reforzar nuestra ala derecha. Durante este movimiento perdí contacto con mi inmediato superior, perdí la serenidad y creo que la cabeza también. Di una orden desatinada y vi a mis pelotones colgando como un miembro roto del tronco principal de nuestro batallón, y antes de que pudiera darme cuenta de ello, un millar de indígenas, venidos de Dios sabe donde, nos pusieron en precipitada fuga. Según el Código de Justicia Militar podíamos ser fusilados por cobardía. Hubiéramos podido optar entre abrirnos paso a través de la horda, vendiendo caras nuestras vidas, o ocurrir el bulto, que era lo más cómodo para mí y para el atajo de mestizos que llevaba. Pero no habíamos abandonado por completo la batalla, sino que simplemente nos habíamos ausentado de ella sin permiso hasta que encontráramos una oportunidad de volver a la carga.
La nube de polvo, como una tempestad de arena en si desierto, nos ocultó hasta que pudimos encontrar refugio en un lecho de río, seco. Estaba mirando por encima de la orilla y pensando cómo podríamos esconder nuestra vergüenza, cuando un jinete beluchistano, deteniéndose en su veloz carrera para alcanzar el dashkar que yo había visto antes, desapareció de mi vista. Era indudable que se había precipitado por un barranco de abruptas paredes que atravesaba la despejada llanura.
El poco profundo álveo seco en que nos hallábamos seguía en aquella dirección y me di cuenta de que el fondo del barranco todavía constituía, para nosotros, un sendero seguro para regresar a nuestras líneas. Ordené a mis hombres que me siguieran y les guie por aquel tortuoso camino. A veces anduvimos a gatas, y con bastante frecuencia arrastrándonos sobre el vientre, y finalmente encontramos al desaparecido jinete y su caballo. Ambos estaban en el fondo de lo que antes había sido canal de riego y ahora era una zanja seca de veinte pies de ancho y la mitad de profundidad. El caballo se había desnucado y su jinete, que no se podía mover debido a la tremenda caída, lanzaba lastimeros ayes.
Recorrí la zanja en toda su extensión; era completamente recta y tenía las paredes inclinadas hasta una distancia de doscientas yardas; la zanja terminaba en lo que había sido orilla del Fullailee, antes de que este río desviara su curso. Más lejos de allí, en la planicie, o había sido cegada, o se había abandonado el proyecto de su excavación.
El azar nos brindó entonces una ocasión antes de que yo pudiera pestañear o siquiera pensar. El grueso de la caballería beluchistana, luego de mucho galopar sin objeto y en vano, se lanzaba impetuosamente a la carga, y tenía que pasar muy cerca de donde estaba el extremo superior de la zanja. Di voces para mandar a los bellacos puestos a mis órdenes que se dejaran ver del enemigo. Brillaban sus ojos negros y sus blancos dientes cuando lo hicieron. Nos asomamos un segundo o dos a la orilla más alejada del canal con objeto de que el enemigo nos tomara por un grupo de rezagados de las líneas inglesas y, antes de que los excelentes tiradores Rohelas pudiesen intentar hacer blanco en nuestros cuerpos, ya estábamos otra vez con el vientre pegado al suelo.
Tal como me lo había imaginado, como si hubiera mirado a través de los sibilinos ojos de Juvena, toda aquella hueste de jinetes indígenas atacantes se desvió de su ruta. Cada uno de ellos sentía el cruel afán de ser el primero en mojar en sangre inglesa su lanza, y ya teníamos muy cerca de nosotros a los cincuenta guerreros que galopaban delante. Sus caballos, pegados unos a otros, producían un ruido atronador en la llanura. A un aficionado a apostar en las carreras de caballos le hubiera sido muy difícil adivinar quién sería el ganador. Un empujón de la frenética masa que les seguía podía apresurar el ansiado momento de clavar una lanza en la odiada carne enemiga. Mas, de repente, su aullante vanguardia, se puso a cantar en otro tono. No ensalzaban ya la gloria de Alá, y los gritos que daban se habían vuelto extrañamente penetrantes. Ya no azotaban con el látigo a sus corceles ni les clavaban las espuelas en los ijares, sino que tiraban de las riendas.
Trataron de pararse los caballos, cuyos cascos levantaron polvo y grava. Una fuerza ciega y frenética que había detrás de ellos los lanzaba hacia adelante. Lo cincuenta primeros animales cayeron, desapareciendo de nuestra vista con gran rapidez. Otros tantos lucharon por no caer, y no pocos, dando saltos mortales, cayeron en la hoya. Luego, una veintena, poco más o menos, de jinetes fueron despedidos violentamente de las sillas de montar, y sus cuerpos pasaron saltando por encima d las cabezas de sus monturas como piedras lanzadas por una catapulta; en aquel salto trágico sus barbas y su vestidos volaron en el aire, y su caída fue el más maravilloso de los espectáculos para los ojos de lobo de mis seguidores. Cundió el desorden en sus filas traseras y el grueso de aquellas fuerzas de caballería enemiga, desconcertado, sorprendido, se amontonaba en la orilla del río y recibía el duro castigo del fuego exterminador que le hacían los nuestros desde Brown Bess. No se atrevieron a rodear la zanja bajo aquella granizada de plomo, y el desbaratado lashkar hizo dar media vuelta a los caballos y se dio a la huida.
Mi euforia terminó antes de que se hubiera disipado el polvo que levantaron los jinetes en su huida. Ya se había extinguido antes de que hubiera llegado a conocer sus motivos. Ahora el campo estaba más silencioso que un poco antes y la visibilidad era mejor. Las destrozadas huestes beluchistanas se retiraban en ambas márgenes del río y se disolvían en grupos, y los grupos iban engrosando continuamente a medida que más guerreros abandonaban el lecho del río, para unirse a ellos. A pesar de que aún tronaban nuestros cañones, volvían los buitres, que planeaban en lo alto.
Todo aquello había durado más de lo que yo creyera… En realidad, el estruendo de la batalla había disminuido hasta convertirse en mero ruido antes de que mis pelotones hubiesen desertado de nuestras filas.
En la zanja había un largo montón de caballos heridos y muertos. Entre los brutos puede que yaciera una veintena de piojosos montañeses, desnucados o con la columna vertebral rota, o agonizando a causa de los tremendos pisotones de herraduras que habían recibido en sus cuerpos. Otras dos decenas, por lo menos, de aquellos jinetes se revolcaban por el suelo entre ayes de dolor. El resto había podido escapar a través del río. Desde luego, aquellos guerreros indígenas no eran como la flor y nata del ejército francés vencido en Waterloo… A la batalla de Meeanee se le otorgó un lugar honroso, aunque menor, entre las grandes batallas de la época; en ella los generales habían luchado como sus soldados, y el regimiento número 22 de Cheshire se había ganado una fama inmortal… ¡Pero la victoria ya había sido alcanzada antes de comenzar la batalla!
Volví con mis gentes a las Líneas británicas. Al principio anduvimos serpeando por temor a las balas perdidas; pero yo, sintiendo asco de aquella cobardía, erguí el cuerpo en seguida. Mis jangalwallas me siguieron a pesar de no llevar amuletos que les guardaran del plomo que volaba, silbando a nuestro alrededor. En lo que mis superiores hubieran llamado buen orden, habida cuenta de nuestra calidad de tropas mercenarias, apretamos el paso para llegar cuanto antes a nuestro campo.
Algunos oficiales ingleses, todavía pukka, todavía elegantes del todo a pesar del humo y del polvo que manchaban sus guerreras, nos miraron con curiosidad. Saludé al comandante de mi batallón, que estaba entre ellos.
—¿De vuelta ya, teniente Brook?
Había en sus ojos una mirada de un brillo frío, hablaba en el tono burlón con que solía reprender a un criado indígena cuando habiéndole pedido que le trajera whisky volvía el sirviente con la botella de ginebra y se asomaba a sus labios una sonrisa desdibujada.
—Sí, mi comandante.
—Muy bien. Ha salvado usted de morir degollados por lo menos a seiscientos de los nuestros con eso de poner fuera de combate a un centenar de jinetes enemigos. ¡Brava gente esos ghoras beluchistanos! Ya lo ha visto. Nos atacaron a ciegas; esa canalla lo hace casi siempre cuando ve perdida para ellos una batalla. ¡Qué lástima que hayan huido! ¡Los hubiéramos podido mandar a todos al Paraíso!
—Pero antes de ir allí, comandante, hubieran mandado unos cuantos cristianos al cielo.
Mi réplica hizo meditar al comandante. El joven oficial subalterno devolvía la pelota a su superior jerárquico, pero le decía una gran verdad. No era la respuesta que debía dar un soldado disciplinado, mi actitud no era correcta; pero, al fin y al cabo la guerra y el juego del cricquet son dos cosas distintas. Cambiando de tema de conversación y mudando la expresión de su rostro, me dijo que debía informarse por escrito al alto mando de las razones de la ausencia del campo de batalla de los pelotones mandados por mí. Entretanto, nos ordenó que ayudáramos a los camilleros a llevar a nuestros heridos al hospital de sangre.
Hubiera recobrado un poco el ánimo ahora, si no hubiese tenido tan cerca la entrevista con Gerald. Lo vi un poco después, ileso afortunadamente, aunque con un agujero de bala en la gorra. Su hermoso rostro, algo infantil, me hizo una acogida verdaderamente fraternal. Díjome que le había dado la sorpresa más grande de su vida al verme aparecer de repente en el campo de batalla; que me había portado como un valiente cuando el enemigo atacó el flanco defendido por él.
—Cuando vi a tus hombres entrar de sopetón en el campo, me dije: ahí está mi hermano preparando una celada al enemigo. —Y al decirme esto sus hermosos ojos brillaban—. ¿Te acuerdas de aquella vez que hiciste caer en una trampa a los faisanes del viejo Crandall? Aún fue más bueno lo que hiciste con aquellos individuos que pasaron con sus caballos por los sembrados de los campesinos a los que teníamos alquiladas nuestras tierras, aunque aquello fue un poco cruel. ¡Chico, quisiera ser tan listo como tú!
—Vale más que no sea así, Gerald.
—Ya sé lo que piensas. Tú tienes un cerebro yanqui, que, trasladado a mi cabeza, no me serviría para nada porque en ella no funcionaría bien. He de agradecerte, sin embargo, los buenos ratos que me has hecho pasar con tus diabluras. ¡Ya verás lo que vamos a hacer los dos juntos aquí, chiquillo!
Mi encogido corazón se dilató. ¡Gerald me trataba como hermano! Gerald crecía a mis ojos, porque no me negaba su mano fraternal. No me había hablado de su ascenso a capitán, ganado por méritos de guerra, en pleno campo de batalla, por sus dotes de mando, por su valor sereno. Cuando le hablé de ello pareció turbarse.
Casi me satisfizo tanto el agudo comentario que hizo uno de mis sargentos luego que hubimos rematado a todos los maltrechos caballos que habían caído en la zanja y prestado el auxilio que pudimos a algunos jinetes heridos.
No nos darán medallas por esto, teniente —me dijo con mayor familiaridad de la que se hubiera atrevido a emplear si hubiera estado hablando con Gerald—. Créame; antes de que estos piojosos decidieran suicidarse, la batalla estaba ya ganada. A estas horas los muy cochinos estarán jactándose de que, si no hubiera sido porque se cayeron en la zanja, la batalla la habrían ganado ellos. Se acordarán de esto, esté seguro. Los engaños y las traiciones de esta clase exaltan mucho su imaginación. De hoy en adelante va usted a ser famoso entre ellos, señor.