II

Se hicieron borrosos ante mis ojos los tipos de imprenta. Cerré el libro con presteza, como si hubiera sido la puerta de un gabinete que yo hubiese abierto en el preciso momento en que dentro de la estancia estuviese ocurriendo un suceso espantoso. Como por encanto, la sala biblioteca se ensombreció de pronto, notablemente, y las cortinas y los muebles parecieron cambiar de aspecto. Se me puso la carne de gallina, y salí corriendo de allí, perseguido a marchas forzadas por un silencio que me pisaba los talones, para entrar en el salón grande, donde papá estaba leyendo un periódico, la mujer de rostro pálido a la que yo llamaba mamá, cosiendo, y Gerald clasificando su hermosa colección de huevos de ave. Gerald y papá me miraron cariñosamente, y sus miradas, entonces, formaron un ángulo del cual mi cara constituía el vértice.

—¿Qué te pasa, Rómulo? —preguntó papá con calma, con una sonrisa tranquilizadora.

La mujer levantó los ojos de la costura. Sus ojos parecían demasiado llenos de otros pensamientos, y no estaban como para prestar atención inmediata a la realidad del momento.

—Nada, señor —respondí, fingiendo asombro por la pregunta.

—Te encuentro paliducho.

Entonces la mujer posó con calma sus ojos en mi rostro. Papá paró de hablar en vista de ello. Esperaba, con una ansiedad que no podía ocultar a su esposa —una ansiedad como la que, a menudo, me había ocultado a mí, pero que ya no podía ocultarme más— a que ella hablase.

—¿Por qué dices eso, Federico? —dijo lentamente—. Yo le veo muy buen color.

—Si tú lo dices…

Y papá continuó la lectura de su periódico, Gerald la clasificación de los huevos de pájaros, la mujer su costura o sus bordados. Yo nunca podía volver a hacer lo que había hecho antes, ni pensar o sentir lo que antes había sentido o pensado, ni volver a ser lo que había sido.

Después de los sucesos que narro, estuve unas cuantas semanas, pocas, sin ir a ninguna parte. No sabía donde estaba mi camino, en verdad. No parecía viviese en aquella casa —una quinta, grande, cómoda, a la que llamaban a Yew Gate, parte del patrimonio de la mujer— y por extraño que parezca, me creía de visita en ella, huésped molesto que tendría que hacer sus maletas pronto y marcharse de allí, y, sin embargo, incapaz de dar el primer paso. A veces, después de haber estado sentado en silencio un largo rato, en turbadora introspección, me parecía que no tenía derecho a la propiedad de un cuerpo que pertenecía a un muchacho que ya no era yo —el primo de Gerald, Rómulo Brook—. En mis sueños nocturnos, la madre de Gerald se metamorfoseaba milagrosamente en madre mía. De día, acariciaba a su hijo mientras yo permanecía en un rincón, en la fría sombra; en mis sueños me hacía partícipe por igual de sus caricias, y mi corazón estallaba de alegría. Tuve una vez un sueño —fue antes de levantarse la aurora— que comenzó teniéndome ella en sus rodillas, y sus besos dejaban cálida huella en mis mejillas y garganta; pero apareció Gerald llamándome Rom, y me echó de su regazo, y me escupió en el rostro. A pesar de esto, no terminó el sueño en la helada parálisis de una pesadilla. Yo luchaba bravamente, con fiereza, contra alguien o contra algo, con la esperanza puesta en la victoria.

A menudo, me sorprendía a mí mismo levantando castillos en el aire, castillos fantásticos donde salvaba la vida de Gerald con peligro tremendo de la mía propia; impedía que ardiera el castillo, que alguien había incendiado; libraba a la reina de las manos de su asesino, y recibía como premio de mis valerosas hazañas el amor y la gratitud de mis padres adoptivos. Estos sueños, que tenía de día, estando despierto, me incitaban a preguntar a mi padre adoptivo la verdad sobre mi nacimiento y su adopción. Sospechaba la verdad, y temía que al decírmela él, se levantase entre nosotros una elevada barrera que nos separase eternamente. Pero, cuando llegué a los catorce años, estas mismas sospechas me sirvieron de armas. La ocasión se presentó poco después de haberse marchado Gerald a Rugby, pues yo todavía asistía a una escuela diurna de Berkshire, y sufría los rigores del mal humor de su amante madre.

Cierto día, al regresar yo a casa después de haber dado un largo paseo por el campo, arrugó un poco la nariz y me mandó que fuera al cuarto de baño a quitarme la ropa.

—Ya me he lavado bien esta mañana, señora —repliqué—. Si usted me lo permite, me iré a estudiar un poco.

—¿Has oído lo que te he dicho, Rom?

—Sí, señora.

—¿Te propones desobedecerme?

—Sí, señora.

—Te aconsejo que cambies de conducta, si no quieres que se lo diga a tu padre.

—Puede usted hablar con él, señora, si es su deseo. Estoy seguro que le dirá que el color oscuro y el olor no se marchan aunque los laven.

Salieron estas palabras de un corazón desesperado y de una garganta dolorosamente seca, pero, en el instante que atravesaron mis labios, saltó mi corazón y me eché a reír. Me daba motivo para ello la expresión que veía en su feo rostro. Hasta entonces no me había dado cuenta nunca de su fealdad, a pesar de haber vivido con ella durante todo el tiempo a que alcanzaban mis recuerdos; tenía los huesos afilados, una piel pálida y sin brillo, rictus de acritud en la boca y unos ojos llenos de despecho o de rencor. Ahora había abierto los ojos, dejando ver lo blanco de ellos bajo los fríos iris azulados, y yo sabía que estaba asustada.

—¿Qué quieres decir, Rom? —preguntó moviendo su cuello que parecía un manojo de hierbas.

—Nada, excepto que, de ahora en adelante, me bañaré cuando me parezca, e iré sucio tantas veces como me plazca. Obedeceré a él, pero a usted no la obedeceré sino cuando quiera. Si quiere usted ir a decírselo vaya, no se detenga. Aunque dudo mucho que se decida a hacerlo, pues a usted le gusta llevar cuentos pero le desagrada que le canten las verdades. Esto podría acarrear disgustos en una casa tan feliz como la nuestra.

Se puso en pie, pero no le vi la menor intención de ir a hablar con mi padre.

—Esas verdades de que hablas, ¿son algo que te ha dicho tu padre a ti?

—No; pero son tan palpables como las narices que tiene él en la cara.

—Eres una bestezuela con la que no se puede hablar.

Cuando salió ella de la habitación, me reí con uno ánimos, con una osadía, tal vez con una perversidad como no hubiera podido imaginar nunca, y aún me duraba la sorpresa que ello me produjo cuando hice un importante descubrimiento. Todo el tiempo que había estado desafiándola, mi mano había estado metida en uno de los bolsillos del pantalón, y mis dedos jugando con una pequeña moneda de plata.

Aquella noche colgué la moneda de un grueso cordel y me até el bramante al cuello.

Ya no volví a soñar con los besos naturales de aquella mujer. Tenía, a veces, unos sueños confusos, ardentísimos, en los que me besaba una mujer joven, de cara morena y ardientes y encantadores labios. Al siguiente año, se puede decir que ya casi no soñaba de día pensaba en mi porvenir y comenzaba a prepararme para alcanzarlo caminando por senderos cortos y seguros. Papá se sorprendió de que no aceptara su ofrecimiento de mandarme a una nueva escuela, un poco cara, de Wales. Aceptó con facilidad las excusas que le di cuando le dije que pensaba seguir estudiando en casa un año o dos más, y que luego iría a una escuela del Continente.

Entre los más íntimos amigos de mi padre, había un individuo grueso, de cabellos canos, que había perdido una pierna en un accidente de caza en la India y que se había ganado una piel bronceada, tan bien teñida, que ya de ningún modo podía perder el tinte. Siempre me había tratado con especial afecto, así es que, una noche que me halló solo con él en nuestra biblioteca, me atreví a pedirle que me diera un consejo respecto a mi educación.

—He decidido ir a la India para hacer carrera —le dije.

—Veo que es una decisión de envergadura —me dijo él, con plácida sonrisa—. ¿Me quieres decir cómo la tomaste?

—Creo que puedo hacer muchas más cosas allí que en Inglaterra. Le oí decir a usted una vez que había pocos ingleses que comprendieran a los naturales del país, y yo creo que podría ser uno de esos pocos. Yo ya tengo aspecto de indio; vi uno en Londres y se me parecía. Además, me interesa grandemente ese país. Se me ocurrió pensar que usted me podría indicar cómo debo prepararme para ir allí mientras acabo de crecer.

—Tendrás que leer todos los libros que encuentres que hablen del Este, no sólo de la India, sino de Arabia y Persia y de lo que llamamos el Nordeste. Todos esos países están ligados entre sí. Sin duda esperas que te aconseje que aprendas el hindustani vernacular. Más que esa lengua deberías saber mucho indostano y mucho urdu. Pero te vas a sorprender cuando me oigas decir que te aconsejo que debes dominar otro idioma antes que cualquiera de los que he mencionado ya. Me refiero al árabe.

—Lo haré, si es que usted cree que es lo mejor.

—Deberás imponerte una disciplina un poco dura, pero necesaria, porque ese idioma es difícil de aprender, constituye también la clave para llegar a un conocimiento real del cercano Oriente. Es tan imprescindible para un orientalista como el griego lo es para un estudioso de los clásicos. Es la raíz, la madre de las lenguas orientales, el lenguaje de los conquistadores del África Oriental, en realidad el gran puente tendido entre la India y el Oeste. Rara vez, los ingleses que van allá, se toman muy a pecho la gran labor que les está encomendada; prefieren jugar al polo. Los pocos que lo hacen obtienen inmediatamente notables ventajas.

—Iré a Londres a comprarme algunos libros, y comenzaré mis estudios sin demora.

Me miró con curiosidad, como preguntándome si no sería aquello un capricho de chiquillo que pronto sería abandonado. Yo podía asegurarle que no era así. Todas las niñerías las tenía que dejar a un lado, aquello era un propósito firme, al que no quería renunciar por motivo alguno.

—Por supuesto que tendrás que aprender francés ¿sabes? —prosiguió él—. Es el lenguaje que se habla en las cortes de los monarcas y en las cancillerías, es en Europa, el santo y seña que te abre todas las puertas. Esto, naturalmente, si quieres dedicarte a la caza mayor.

Cuando le di las gracias, me hizo una observación que he recordado mucho tiempo.

—Siendo tan moreno como eres, y sin duda teniendo algunos de los rasgos característicos de los que tienen tu mismo color de piel, puedes lograr un gran triunfo sin sufrir un enorme descalabro; eso dependerá de la fortaleza de tu carácter. Muchos ingleses e inglesas viven solamente en la fachada de la India, llevan allí una vida alegre y agradable, un poco fanfarrona; pero pocos pasan más allá de esto, y, al final, se encuentran… Bueno; ya lo verás tú mismo algún día. A propósito, no es menester que vayas a Londres a adquirir los primeros libros. Ya te mandaré yo algunos mañana.

Cumplió su promesa, y yo, por mi parte, no tenía intención alguna de quebrantar la mía. Creo que papá estaba satisfecho porque me veía estudiar francés, asegurándose que aquello podía abrirme camino para adquirir prestigio social; pero se sentía desorientado y preocupado por el ardor que yo ponía en dominar un Lenguaje tan extraño y poco útil como el árabe. Cuando contemplaba, inquieto, mi moreno rostro, no podía menos de reírme por dentro. Me había metido, coma aprendiz, en un oficio que estaba firmemente resuelto a conocer a fondo. La ambición me arrastraba a ser maestro, a ser jefe o dueño de algo.

La única persona de la casa que mostraba curiosidad por lo que yo hacía, era Nora, la doncella, que dormía en el cuarto de arriba, que estaba en sus diecisiete abriles mientras yo contaba quince, con la cual papá cambiaba unas miradas que lo decían todo. Una mañana la encontré en mi cuarto, hojeando, con mirada atónita, un ejemplar de los poemas de Jamil.

—¿Pero usted sabe leer esto, señorito Rom? —me preguntó—. ¿No le gustan los libros ingleses? Al señor y al señorito Gerald bien les gustan.

—Yo no soy como ellos, Nora. Yo nací en América, y mi padre verdadero, según me ha dicho papá, era un primo suyo lejano que se llamaba Harris.

Algo en el tono con que pronuncié aquellas palabras le hizo levantar los ojos hacia mí.

—No veo la gracia de lo que usted dice por ninguna parte.

—No pretendo ser gracioso. Te he dicho lo que me ha contado él. No puedo dejar de pensar en cómo serían mis verdaderos padres. Uno de ellos debió ser muy moreno, con el pelo y la piel como los míos. Pero mis ojos son de color castaño claro, como las avellanas. ¿No son así mis ojos?

—No tengo por qué mirarlos. —¿Por qué no? No echo el mal de ojo a nadie, según creo.

—Yo no estoy segura de ello. Tiene usted los ojos más brillantes y más raros que yo he visto en la cara de un yanqui, los pómulos salientes, la nariz aquilina… —A Gerald y a mí se nos nota un aire de familia, ¿no te parece? Y muy notable para ser primos terceros o cuartos.

—Sí; pero déjeme usted en paz, y no me haga más preguntas.

—No te enfades, mujer. Sin embargo, nuestro parecido no es tanto como para que nos puedan tomar por parientes más cercanos. Se echa de ver que Gerald ha nacido en mejor cuna que yo. Yo me pregunto si no me pareceré a la familia de papá en lo de gustarme los viajes. Su primo, mister Harris, fue a los Estados Unidos. Papá estuvo allí, por lo menos una vez, el viaje que hizo cuando me vio y me adoptó. ¿Sabes si había estado allí antes?

—¿Cómo quiere que lo sepa yo? —Nora permanecía en pie, pero en una postura que parecía que apoyara la espalda en la pared—. ¿Por qué no se lo pregunta usted a él?

—Te lo pregunto a ti, Nora.

—Creo haber oído decir a alguien que estuvo allí antes una vez, cuando la señora estaba embarazada del señorito Gerald.

—Y ella tan chiflada y tan desagradable como siempre. Supongo que papá se tomaría unas vacaciones para perderla algún tiempo de vista, porque en aquel estado sería más insoportable, si cabe. Pero es un viaje largo, su ausencia duraría entre cuatro y cinco meses cuando menos. ¿No supones que cometería por allí alguno de esos pecadillos que se llaman de juventud?

—Yo no puedo decir eso del señor, y usted no puede obligarme a que lo haga.

—Da por supuesto que lo cometió, Nora. ¿Cómo te imaginas que era ella?

—Puesto que me lo pregunta, se lo diré, diablillo curioso. Yo no creo, entiéndalo bien, que el señor hiciese allí cosa mala alguna; pero, si tuvo devaneos amorosos con una mujer —me han dicho que muchos caballeros los tienen— ella debió ser una salvaje con cara de hurón, con unos ojos raros y un corazón perverso, y creo que debió ir derechita al infierno. Es muy probable que fuera una india piel roja.

—No creo yo que fuera una piel roja. Y debió ser casi tan bonita como tú, Nora, aunque de una belleza diferente.

Nora estaba muy lejos de tener un temperamento flemático. La temperatura de su corazón era la de un abril perpetuo. Me miró, rápidamente, a los ojos —mis ojos un momento antes vilipendiados por ella— y convenciéndose de que no me burlaba de ella, me prendó con una sonrisa provocativa.

—Hasta ahora no me había dicho usted que era bonita, señorito Rom. Pensaba que le parecía fea.

—No hay quien tenga un cuerpo tan bonito como el tuyo —proseguí, acercándome más a ella.

Su cuerpo era tan apetitoso como un pastel de perdiz, con una cintura brevísima —talle de avispa—, unas caderas pronunciadas, piernas finas y bien torneadas.

—No es usted tan alto como él señorito Gerald, pero es usted bastante robusto y vigoroso.

—¿Hay alguien en casa?

—La señora ha salido y no volverá hasta la hora de comer. Lucía no está, porque le tocaba salir hoy… ¡Oh…! ¡Señorito, no sea usted tan malo…!

No fue una victoria difícil. Nora tenía un corazón muy grande, sus venas estaban llenas de roja y ardiente sangre primaveral, era un soldado del amor bien entrenado en la táctica de la rendición, y yo pasé el más delicioso, el más grato de los días de mi vida. Me aturdía la embriaguez de tener en mis brazos, a una mujer por primera vez, pues no sabía del todo lo que hacía.

—¿Soy la primera mujer que conoce usted, señorito Rom? —me preguntó suspirando, con la cara arrebolada y una sonrisa de satisfacción en los labios.

—Sí, Nora.

—No sé por qué lo adiviné. Té has portado como un hombre, y no lo parecías.

—Desearía que nos viéramos a solas más a menudo. Me gustaría subir a tu cuarto cada noche. Pero no va a poder ser, porque…

Se colorearon más sus mejillas, desapareció de su rostro la alegría, y su expresión de incredulidad se trocó en otra de orgullo ofendido.

—No me mires así, Nora. Eres un encanto; pero no estaría bien que le hiciéramos eso a papá…

—No le entiendo a usted, señorito Rom.

Sus ojos, que yo había visto grandes y brillantes tan sólo unos minutos antes, se habían vuelto pequeños y echaban chispas.

—Yo puedo tener amores con otras mujeres, pero él no puede, tú lo sabes. Él es demasiado viejo y respetable, y está muy enamorado de ti.

—Pero yo nunca…

—Yo no podría darte el dinero que tú envías a tu casa cada mes. Él nos trata a los dos muy bien, y nosotros no debemos tratarle mal.

—No puedo creer que se haya vuelto de repente tan duro y tan frío tan sólo por no hacer mal al viejo. Más bien creo que no le gusto. Tan cariñoso hace un rato, y ahora me trata usted como a una mujer del arroyo ¿Por qué ha hecho eso conmigo?

—Me gustas, y mucho. Pero quiero que en la vida de papá haya alegría, y tú le das mucha.

—Tiene usted otras razones para querer que el señor siga conmigo. Lo veo en esos ojos malvados que tiene. Es por la señora por lo que…

—Ella te trata tan mal como a él. ¿No tiene ella la culpa de lo que hay entre tú y él?

—Esto es lo que tranquiliza mi conciencia hasta cierto punto. Para mí lo sabe, pero no puede probar nada, y, como es tan orgullosa, no intentará buscar las pruebas siquiera.

—¿Y qué? Esto la fastidiará más que si te sorprendiera con él.

——No me importa que me sorprenda o no. Se merece lo que pasa por ser de tan mala índole. Pero no quiero ser yo la que me entregue atada de pies y manos a ella.

Empezó a decir algo más, pero lo pensó mejor y cerró la boca. Parecía, de todos modos, que la herida inferida a su orgullo se había cicatrizado. Observé esto, y algo mucho más significativo todavía, el deseo, que se convertía en alegría, de que no nos viéramos más a solas de aquel modo, pero por razones particulares de ella. No quise conocer aquellas razones. Tuve bastante con ver que, después, huía de mí como asustada.

Cuatro meses después de haber ocurrido el suceso relatado, con el consentimiento de papá, dado de un modo tan espontáneo y generoso que merecía gratitud, estaba completando mi educación al otro lado del Canal. Escogí Francia para dar mis primeros pasos de estudiante fuera de casa, y, durante medio año, cursé mis estudios bajo la dirección de un brillante profesor oxfordiano, algo borrachín, que tenía una especie de escuela —pensión en las afueras de París—. Cuando de mi casa comenzaron a mandarme menos dinero para mis gastos —Gerald estudiaba en Sandhurst y tenía que llevar un tren de vida con arreglo a su rango— me marché alegremente de París con rumbo a Marsella, donde se podían estirar más los francos que en las ciudades norteñas del país galo, donde el sol y las mujeres eran más benignos, en cuyo puerto fondeaban los barcos que llegaban de Esmirna.

Fui después a Tolón. Libre como un halcón emigrante, volé a Génova y a Trieste en poco tiempo. En este último lugar, me hubiera podido hartar de ver gitanos austriacos si no hubiera sido porque mi instinto me advirtió que me alejara de ellos. No se podía hacer un viaje tan largo como el que yo tenía que emprender, viajando en un carro de gitanos. Fue cosa de maravilla la facilidad con que aprendí el italiano después de conocer bien el francés y, tan parecido me pareció el primero al español, que no hubiera vacilado en seguir la ruta de Don Quijote. Pero, en lugar de seguir las huellas del romántico amador de Dulcinea, cruzando mares angostos, me planté en Túnez, para perfeccionar allí, con el trato humano, el árabe aprendido en los libros, lengua que habría de ser en lo futuro mi mejor herramienta de trabajo. Cuando salí de la ciudad africana podía competir con un camellero en echar ternos y maldiciones y proferir blasfemias.

Aunque todavía un neófito en las elegancias de la grande y noble lengua arábiga, me estaba convirtiendo rápidamente en algo que suele ser raro entre los ingleses jóvenes, común en el Continente y bastante frecuente en Oriente, o sea, en un verdadero lingüista. Fui descubriendo que la palabra significa algo más que hablar y comprender varios idiomas. Era una subconsciente percepción de la función de hablar, por la cual todas las lenguas que el políglota conoce devienen aspectos de una sola, y por la cual la mente del lingüista toma un colorido y una inclinación distintos en la expresión de cada una de ellas. Una curiosa e indudable consecuencia de esto es que los idiomas que se estudian posteriormente pueden ser aprendidos con mucha mayor rapidez y con gran facilidad.

La ingrata Fortuna, en aquellos días, empañaba la brillantez de mis triunfos como estudiante. Tenía que aprender, pero también que comer, porque sin lo segundo no se pueden tener fuerzas para hacer lo primero. Mi mayor riqueza era que empezaba a sentir el anhelo de saber. Con vistas a un probable viaje a Oriente, me propuse dominar en poco tiempo el indostano y el urdu, tarea agradable y relativamente fácil para quien ya sabe árabe.

Mientras tanto, iba ganando en experiencia más que en caudales. Gusté de los placeres que me salieron al paso, sentí emociones, corrí aventuras. Viví horas, muy pocas, de emoción rayana en lo sublime; viví lo más del tiempo ocupado en ese ir y venir, dar y tomar, que es la vida espiritual; y viví algunos días de vileza. Como los fondos que me mandaban de casa no alcanzaban a cubrir mis necesidades, me procuraba algún dinero sirviendo de mensajero, haciendo de espía y, en una ocasión, de preceptor; y otra vez —sin gran vergüenza por mi parte, porque todas las partes interesadas sacamos buen provecho de ello— de alcahuete de una doncella ambiciosa y de un enamorado duque.

Quiso mi suerte que, a los dieciocho años, en Albania, tomase parte en una pequeña guerra santa combatiendo al lado de los rebeldes, los eslavos cristianos, contra los turcos, y salí de ella a los seis meses con la piel intacta, pero entretanto había visto morir a los hombres del mismo modo que cayeron muertos en la batalla de Waterloo, había gustado la miel de victorias minúsculas y probado la amargura de grandes derrotas además de haberme convertido en un hábil caballista Al año siguiente, entre otros sitios, estuve en Oxford De allí me echaron a patadas con gran diligencia —aun que en el colegio, con elegante eufemismo, me dijeron que se me expulsaba— y estaba dando pasos para emplearme en la East India Company cuando recibí noticias de casa avisándome que papá, en una cacería a la que había asistido, había sufrido un accidente y estaba herido de gravedad, por lo que se me ordenaba el regreso inmediato.

Hallé a Gerald hecho ya todo un señor oficial de la Reina, con bigote por añadidura, y estuvimos charlando un rato antes de que me llamara papá. ¡Gran Dios —pensé yo—, lo que atrae la voz de la sangre! Había crecido tres pulgadas más que yo, aunque en peso no me ganaba gran cosa, y estaba muy guapo. Poco alegre, me pareció, y también inocente. Alto y delgado, era un soberbio jinete y un excelente tirador; tenía la arrogante presencia del que sabe y está acostumbrado a mandar, y, como no conocía el miedo —era mucho más valiente que yo, que no pensaba más que en conservar el pellejo— llegaría sin duda a ser un militar de valor acreditado. A mi juicio, era incapaz de mentir, de adular, de intrigar. Cuando tuviéramos que atravesar una misma puerta los dos, yo siempre le dejaría pasar primero.

Necesitaba yo que él me dijera que aún seguía queriéndome. Me moría de ganas de oírselo decir, y, a no ser por el orgullo que podía más que yo, se lo hubiera preguntado sin sentir vergüenza. Mi corazón, empero, se resistía a creerlo. Iba contra la razón que me quisiera, aun cuando no barruntara siquiera, en aquel entonces, que yo era un hermano bastardo suyo. Si así fuera, cumpliría con su deber en cuanto a mí. Ya lo estaba haciendo entonces, esforzándose en que me sintiera como en casa.

Cuando papá me llamó y entré a verle, le hallé con el rostro enrojecido por la fiebre, pero con la cabeza despejada y tristísimo. No quería morir tan joven, pero nada podía hacer para evitarlo. Por un momento tuve un deseo extraño: el de querer morir en su lugar. Si hubiera sido un dios, lo hubiera decretado así, y hubiera borrado el pecado de papá de derramar su semilla en las entrañas de una gitana, habría salvado su alma precisamente por aquel pecado. Hubiera sido el rasgo de generosidad de un dios que hubiera hecho avergonzar a los reyes de la tierra. En medio de esas tinieblas amenazadoras, pensé locamente que sólo una voluntad divina podría hacer que muriese. Tomaría algo más que el consentimiento de tal dios, tomaría su desenvainada espada. Sentía la vida, dentro de mí, como una llama voraz y brillante, llama alimentada por un aceite inagotable y que ningún viento podría extinguir. Su lámpara, mi cuerpo, era tan fuerte como el hierro. Estaba maldito de un modo extraño…

—¿Tienes algo que decirme antes de que me muera? —preguntó él en voz baja y clara.

Comencé a decirle que por qué me hacía aquella pregunta, si en menos de otra quincena estaría en pie y se iría a Londres a ver desfilar a Gerald delante de la Reina antes de que las hojas de los árboles cayeran; pero la mentira se detuvo en mi garganta.

—Sí, papá. Quiero darte las gracias por todo lo que has hecho por mí.

—Rómulo, me partes el corazón. Si supieras…

—Lo sé —dije interrumpiéndole precipitadamente por no poder soportar la vista de la angustia que se pintaba en su cara.

—¿Lo sabes? .

—Ya hace años.

—Y ¿me das las gracias?

—Volviste y me trajiste contigo a pesar del miedo que te inspira mamá. A pesar del peligro que corría de que la gente lo descubriese y de perder tu buena reputación, que tanto aprecias. Así hubieras hecho más por mí si no hubieses tenido que vivir la mentira de que yo era un hijo de tu primo. Y aun sabiendo mamá que era una mentira —y a ti te constaba que ella no lo ignoraba— todavía me has tenido a tu lado.

—Puede ser que hice mal. Mamá te odiaba, y Juvena te quería.

—Creo que hiciste mal, pero tú creíste obrar bien. Y aún tengo que agradecerte otro favor: que me hayas puesto el nombre de Rómulo. Demuestra eso que no te has avergonzado de haber conocido a mi madre.

—Lo decidimos medio en broma, al amor de la lumbre, antes de nacer tú. Creíamos que no llegarías a descubrirlo nunca. Estabas destinado a ser un caballero inglés.

—Te equivocaste en esto, papá.

—Ya lo sé. Gerald es un caballero de lo más fino que hay. Y esto empeora tu situación…

—También te equivocas en esto. Gerald es mi mayor orgullo, y yo le quiero.

—En esto, como en todo, habla en ti la sangre gitana. Son las únicas gentes humildes que aún quedan sobre la tierra. ¿Sabes por qué?

—He oído narrar la leyenda. Echaron a la Virgen y al Niño de sus tiendas, cuando la Reina de tos Cielos fue a pedirles asilo en ellas. Por eso tienen que errar eternamente sobre la faz de la tierra, sintiendo el dolor de lo que han perdido.

—Juvena me lo dijo, al lado del fuego, teniendo yo mi cabeza apoyada en su regazo. A nadie le gusta más la finura que a los gitanos, y, aunque ellos no la pueden tener, nunca la niegan por orgullo, porque saben que la han perdido debido a su propia ceguera.

Se quedó con la garganta seca, se le hizo corta la respiración. Para reanimarlo le serví una copa de vino.

—Te juro, Rom, que creí que serías como Gerald —prosiguió con indicios de su antiguo vigor en la voz—. Más oscuro de piel y más alegre de corazón, por supuesto, pero un verdadero inglés. Tenía que irte a buscar y traerte antes de que te hicieses a las costumbres de los de tu raza. Tardé demasiado en hacerlo. Y si te hubiera arrancado de su pecho cuando eras todavía un bebé, puede que hubiera sido demasiado tarde también. He reparado mi culpa tarde y con daño, pero no podía hacer nada mejor bajo los ojos de mamá. Te he dejado la mitad de lo que tengo, y ella me despreciará por ello hasta en mi misma sepultura.

—No tenías que haberme dejado ni un solo penique —le dije con voz ahogada por la emoción.

—Ya sabía que me dirías esto. Tú nunca me has reprochado nada, ni has reprochado nada a Gerald. Eres el gitano otra vez. Tenía que dejarle a él la mitad —aparte de lo que heredará de mamá, como hijo de su sangre— aunque no hubiera sido esa mi voluntad, que lo era. Es el primer hijo que me ha nacido, y mi orgullo además.

—Y yo soy tu vergüenza.

—No; lo juro ante Dios. También he puesto mi orgullo en ti, un orgullo extraño, gozoso, retador. Solamente cuando ella concibió, con el orgullo de una petirrojo que pone su primer huevo, vi lo que había hecho. Antes de esto, cuando la requería de amores, mis ojos estaban ciegos de pasión.

Dijo «pasión» con voz más alta, después de haber pensado lo que estaba tan orgulloso de decir.

—Nunca había soñado que ella hubiese podido despertar tal pasión en mí. Viví como un loco todo aquel verano. Pero ¿qué es lo que observo en tu cara?

—Un deseo fallido únicamente.

—¿Cuál era ese deseo? Puede que te lo pueda conceder todavía…

—Ya es demasiado tarde para ello. Ya no importa, creo yo. Hubiera deseado que la hubieses amado… un poco.

—¡Un poco!

Papá se incorporó sobre un codo, echando llamas por los ojos.

—El infierno es fuego —dijo—. La quise más que a nada en el mundo. Si Dios me castiga y me arroja al infierno por mi falta de arrepentimiento, la seguiré amando todavía.