¡Ojos brillantes como estrellas de la niñez! Los míos habían visto mucho más de lo que hubieran debido ver, incluso muchas cosas que la reina Victoria no hubiera podido tolerar en su hermoso universo, antes de que se me cayeran los dientes de leche. Con su caída perdí la inocencia, porque, por inclinación natural, no sentía apego alguno por ella, y porque mi suerte, ya en movimiento, no me hubiera permitido evitarlo. Me ayudó a preservarme de este mal una vieja y gruesa gitana. Recuerdo el año, el 1830, y casi el día de aquel verano, porque habiendo celebrado mi duodécimo cumpleaños me tenía intrigado una grave pregunta que me hacía a mí mismo la de si era ya un hombre. Todavía no había confiado mi perplejidad a mi hermanastro Gerald, tan diferente de mí como un joven perro guardián de un zorro. Nos decían que teníamos la misma pinta pero él era más alto que yo, más varonil en muchos aspectos, y, a mis ojos, que le miraban sin envidia, mejor que yo por lo cual él tenía que estar por encima de estas cosas, o avergonzado de ellas, Gerald y yo, sentados en nuestro tílburi, que arrastraba una jaquita, sorprendimos a la gitana en el camino que conduce a Hungerford, más abajo de Ilsley, cuando se dirigía al campamento que había al lado del río. Gerald guiaba, —papá le había dicho que podía hacerlo, y él guiaba siempre, salvo los pocos ratos o contadas veces que me dejaba hacerlo a mí— y yo iba contemplando el camino. En lugar de aminorar la marcha, fustigó al caballejo, que emprendió un vivo trote y dejó a la anciana cincuenta pasos atrás antes de que yo quisiera quitarle las riendas de las manos y detener al animal.
—Sigamos, no nos detengamos —gritó Gerald, temblando dentro de sus calzones—. Los gitanos roban a los niños.
—No creo que se nos pueda llevar a nosotros dos —contesté yo.
Y aquel día perdí mi niñez como algo que cae dentro de un carro y queda en el camino.
—Mamá lo dice. Y son ladrones y puercos.
No dudaba de que las últimas imputaciones eran verdad, pero no sentí indignación moral y sí, en cambio, cierta envidia. Por codicia, a menudo, había hurtado cosas que pertenecían a Gerald, a pesar de que papá me había dicho, con la cara un poco avergonzada, que no debía envidiarle el que tuviera más y mejores objetos que yo. Muchos de ellos eran regalos que le hacía mamá y comprados con dinero de ella. Como yo era sólo un hijastro, no carne y sangre de ella y de papá, ella quería más a Gerald, claro está. Me había, dicho mi padre, además, que, dadas las circunstancias de mi nacimiento, no podía exigir que él me hiciera iguales obsequios. En verdad, a mí, aquello ni me importaba gran cosa ni me dolía demasiado. Si los gitanos eran sucios, yo también me avenía perfectamente con la suciedad, y detestaba las tareas de lavarme, bañarme, peinarme y cepillarme la ropa que me mandaba hacer mamá. En el aspecto de la limpieza parecía cuidarse personalmente más de mí que de Gerald, pero debía ser porque en cuestiones de aseo yo necesitaba que me diesen la del león. No tenía juguetes bonitos, pero las personas reales, que no estaban lejos del mundo, se acercaban a mí.
Esto se demostró en aquel momento. La obesa gitana se iba acercando más hacia mí, y no justamente andando con sus piernas, mientras que a Gerald, al tenerla más cerca de él, le pareció, aún más, una extraña. Él no podía realmente verla, solamente podía mirarla. Sintiendo yo un ávido apetito por todo lo que sean aventuras, emociones y sensaciones nuevas, estuve encantado, por supuesto, con el encuentro de aquella vieja vagabunda, cuya pintoresca indumentaria consistía en un pañuelo de colores chillones, un vestido encarnado y verde, pulseras sonantes y un collar hecho con monedas de oro. Mi memoria no recordaba haber visto antes a otros gitanos recorrer las sendas de nuestra región. Sin embargo, algo más que la novedad que estaba viendo me excitaba, y de un modo fuerte y extraño Sentía un cálido bienestar en mi corazón y pugnaba mi cerebro por descubrir un misterio. Era algo así como si yo hubiese soñado con gitanos que viajaban por un camino, aunque en dirección contraria en cierto modo —retirándose en lugar de avanzar—, cuyas espaldas podía ver, pero las caras, no. Puede que este sueño hubiera sido provocado por lecturas acerca de ellos, y porque yo envidiaba su vida libre de nómadas.
La gitana alcanzó nuestro tílburi, y yo vi su cara atezada, arrugada, llena de pringue. Me miró a los ojos y luego, rápidamente, posó su mirada en Gerald. Hubiera podido creer que ella ya había adivinado que mi hermano era uno de los gallitos del lugar —con más probabilidades de llevar un chelín en el bolsillo que yo— a no ser por lo que había sucedido durante el breve intervalo en que nuestros ojos se miraron. Lo que había sucedido era una extraña herencia de algo. Se había parado en su camino, sus ojos habían cesado de brillar y trocado en negra piedra, y el conjunto de las facciones de su rostro, que le daban un aire de astucia y de avaricia, siguió sin alterarse pero del todo inexpresivo.
—Si haces una cruz en la palma de mi mano con una moneda de plata, señorito, te diré la buenaventura —dijo con su gitanesca verborrea, mirando a Gerald.
Si creía lo que decía, mis instintos, que tal vez eran Un puñado de aguzados sentidos zorrunos, me habían mentido.
—No quiero que me digan «mi suerte» —contestó él—. Vámonos, Rom.
Aquellas palabras de mi medio hermano la asombraron —la petrificaron, como hubieran dicho nuestros padres— y yo pude imaginarme el porqué. Una expresión salvaje, casi de susto se pintó en su cara, y los nudillos de su morena mano, asidos a la limonera del coche, parecían blancos. Tuve la sensación de los misteriosos, familiares detalles de la escena —un seto, carneros paciendo en el campo y una lejana granja sita entre árboles— que tenían el aspecto de cosas vistas en sueños.
Muy lentamente sus ojos se alzaron hacia los míos Yo no pude leer en ellos, porque una nube cruzó por su lustroso color negro.
—Tienes un nombre muy bonito, señorito —dije ella.
—Es un diminutivo de Rómulo, señora —respondí excitado y con escasa firmeza en la voz.
—¿Rómulo?
—Sí. Fue uno que fue amamantado por una loba que fundó Roma.
—Eres un señorito muy inteligente y muy instruido. ¿Me quieres decir tu apellido?
—Brook, y este se llama Gerald Brook.
—Pues no parecéis hermanos. Él es tan rubio, guapo como un sol, y tú tan moreno…
—Somos medio hermanos nada más, abuela, si bien somos parientes. Yo nací en América, y soy hijo de un primo segundo de papá, y como me quedé huérfano, papá me adoptó.
—Si me dices cómo se llamaban tus verdaderos padres, te podré predecir el destino mejor.
—El nombre de mi padre era Harris, según me dijo papá. Nunca me ha dicho el de mi madre. Los dos murieron de la peste, siendo yo pequeño.
—¿Quieres hacer una cruz en mi mano con una moneda de plata, o aunque sea con una de cobre?
—Dame alguna prueba antes de tu poder de adivinación.
—Tu verdadero padre —puede que hayas visto su retrato— tenía los ojos azules y el pelo rubio.
—Mi padre adoptivo los tiene, y puede que su primo los tuviera también.
—Eres muy aficionado a la música. Te gusta mucho bailar.
—No he ido aún a una escuela de baile, pero me agradan los aires de danza cuando son de veras vivaces y alegres.
—Se encontró un violín viejo en el desván —terció Gerald— y ya lo sabe tocar un poco. Yo voy a ser militar.
—Ya se te ve, señorito. Sin mirarte la mano, lo sé. —Y la hechicera se volvió hacia mí—. Te entusiasma viajar, y siempre te andas preguntando lo que hay detrás de cada revuelta del camino.
—He de viajar por el mundo entero algún día. —Y, sacando del bolsillo una moneda de seis peniques, dije a la gitana—. Toma, para ti; y si puedes predecirme algo más…
Tomó la moneda, escupió en ella limpiamente, y, moviendo los labios, limpió bien el salivazo.
—¿Qué me dirías si te devuelvo este medio chelín? —me preguntó, con sus ojos buscando los míos.
—Después de la porquería que has hecho en él, ya no lo quiere —protestó Gerald.
—Sí que lo quiero, abuela, si tú me pides que me lo vuelva a quedar.
—Quiero devolvértelo y que lo conserves, porque esta moneda te traerá buena suerte. Pero te voy a pedir una cosa a cambio.
—Te daré cuanto llevo encima…
—Sólo un mechón de tu pelo, te pido, que es negro y áspero, no fino y bonito como el de tu medio hermano. Haré un uso de él, que no te habrá de dañar.
Saqué mi cortaplumas, lo abrí y se lo tendí. Gerald echó el cuerpo hacia atrás como si ella fuera a cortarnos el cuello con él; pero yo también temblé —no sé por qué— cuando cortó el mechón de cabello, de muy cerca de la coronilla de mi cabeza. Lo guardó en una especie de medallón que llevaba colgando del cuello.
—Adiós, Rómulo —me dijo.
—¿Te vas sin decirme la buenaventura?
—Tu porvenir ya te ha sido predicho hace largo tiempo. Quizás te acuerdes de ello cuando tu destino se cumpla. Está lleno de cosas grandes: amor y odio, peligros, bellas mujeres, montañas hermosas, y grandes cambios. Tu destino parecerá más raro que el de tu hermanastro.
—No es mi hermanastro, es el hijo de mi padre adoptivo, abuela.
—Así me lo has dicho hace un instante, pero soy vieja y mi memoria flaquea. A ti no te parecerá extraño, porque sale de ti mismo. ¡Adiós, Póral!
Con esta extraña salutación, se alejó de nosotros, y a mí pareciome que era la segunda vez que presenciaba aquello. Gerald me quitó las riendas de la mano, y habíamos dejado atrás media milla de camino antes que hubiese despertado de una especie de ensueño. Había contestado a una observación que me había hecho Gerald y no me acordaba ni de una sola de las palabras que había dicho.
—No le digas a mamá que he hablado con una gitana.
—¿Por qué no? —preguntó él.
Ignoraba el motivo que me había impulsado a pedirle tal cosa.
—Ya sabes que dice que son cochinos, y que roban…
—No le diré nada, si me das los seis peniques.
—Como la gitana ha escupido en ellos, creía que no los querrías.
—No, no los quiero. ¿Cómo puede un salivazo de aquella gitana traer suerte a nadie?
—Tú ya tendrás toda la suerte que quieras de todos modos. Mamá te adora, y a mí me aborrece.
—¿Cómo te atreves a decir esa sandez?
—Me odia. No había pensado en ello antes, pero es verdad.
—Pero papá te quiere.
—Más bien creo que quisiera quererme, pero que tiene miedo de hacerlo.
Dije esto sin saber lo que significaba. Y, entonces, rio y vació mi ser a causa del temor y de la soledad que sentía, tuve que hablar de nuevo, mirando derechamente hacia adelante.
—Y tú, Gerald, ¿me quieres?
—Yo sí, Rómulo.
—¿Estás seguro?
—Hazme una cruz sobre el corazón, que muera, si miento. Te quiero, Rom.
—¿Me prometes no decir nada a mamá de lo de la gitana, aunque no te dé la moneda?
—Si tú me pides que calle, lo haré.
—Te quiero más que a nadie. Eres todo lo que tengo.
Hasta aquel momento había creído que a quien más quería era a papá, porque me cuidaba y se desvivía por mí, a pesar de no ser hijo suyo, como yo creía entonces.
Después de llegar a casa, aproveché la primera oportunidad que se me presentó para buscar en la excelente biblioteca que tenía papá, libros en los que pudiese aprender algo acerca de los gitanos. Un libro titulado Etimología de la península balcánica contenía un breve capítulo hablando de ellos, mas no pude hallar en él ninguna alusión a la palabra póral, que había pronunciado la gitana aunque se me erizaron los pelillos del cogote al leer lo que sigue:
Se llaman a sí mismos el pueblo romani[1], y usan la palabra Rom, que significa hombre, para designar a un gitano varón.