Esa noche Bosch estaba de pie en el porche trasero, contemplando la cinta de luces en la autovía a sus pies. Seguía llevando puesto su mejor traje, cuyo hombro izquierdo se había ensuciado durante la lucha con Pell en el interior del furgón. Ansiaba beber algo, pero no iba a hacerlo. Había vuelto a la música que siempre lo acompañaba en los momentos importantes. Frank Morgan al saxo tenor. Nada resultaba mejor para moldear el ánimo.
Había cancelado la cita con Hannah Stone. Los acontecimientos del día habían puesto fin a cualquier deseo de celebración, incluso a las ganas de hablar.
Chilton Hardy había sobrevivido al asalto en el furgón del sheriff sin sufrir lesiones de importancia. En seguida lo habían transportado al pabellón de seguridad del centro médico del condado en la Universidad del Sur de California, donde seguiría ingresado hasta que los médicos le dieran el alta. La comparecencia en los juzgados quedaba pospuesta hasta entonces.
Clayton Pell fue detenido una vez más y acusado de nuevos cargos vinculados a la agresión contra Hardy. A lo que se le sumaba el quebrantamiento de la libertad condicional. Estaba claro que Pell pronto iba ser encarcelado de nuevo.
En circunstancias normales, Bosch se alegraría de que un criminal sexual fuera otra vez a la cárcel. Pero el hecho era que la suerte de Pell le provocaba cierta melancolía. Se sentía un poco responsable. Y hasta culpable.
Culpable por intervenir.
En el momento de atar cabos sueltos mientras se encontraba en First Street, Bosch pudo haber dejado que los acontecimientos siguieran su camino, y el mundo hoy se habría librado de un monstruo, tal vez del hombre más depravado que Bosch había conocido en la vida. Pero Harry había intervenido. Había entrado en acción para salvar al monstruo, y sus pensamientos ahora estaban nublados por el arrepentimiento. Hardy merecía la muerte, pero probablemente iba a eludirla, o puede que la muerte le fuera a llegar tanto tiempo después de sus crímenes que ya casi no significaría nada. Hasta entonces seguiría siendo una figura prominente en los juzgados y en la cárcel, y entraría a formar parte de la leyenda criminal. La leyenda que llevaba a tantas personas a hablar y escribir interminablemente sobre los hombres como él. A adorarlos, en algunos casos en los que mejor era no profundizar.
Bosch podía haber evitado todo esto, pero no lo había hecho. Su lema personal de que o bien todas las personas contaban o bien ninguna persona contaba no parecía explicarlo. O excusarlo. Era consciente de que durante mucho tiempo iba a tener que cargar con los remordimientos por lo que había hecho.
Había pasado la mayor parte de la jornada redactando informes y respondiendo a las preguntas que otros investigadores le hacían sobre lo sucedido en el furgón del sheriff. Finalmente se estableció que Pell había sabido cómo llegar hasta Hardy porque sabía cómo funcionaba el sistema. Conocía los métodos y las rutinas. Sabía que los detenidos de raza blanca eran segregados y transportados por separado, por lo que era muy posible que lo hicieran subir al mismo furgón en que viajaba el hombre al que se proponía matar. Sabía que le pondrían grilletes en los tobillos y las muñecas y que tendría las manos amarradas a una cadena ceñida a la cintura. Sabía que podría deslizar la cadena bajo sus estrechas caderas y pasarla bajo los pies hasta contar con un arma para matar al otro preso.
El plan era astuto, pero Bosch lo había desbaratado. El incidente estaba siendo investigado por la oficina del sheriff, ya que había tenido lugar en su furgón de conducción de detenidos. El alguacil que entrevistó a Bosch le preguntó directamente por qué había intervenido. Bosch sencillamente respondió que no lo sabía. Había actuado por instinto y por impulso, sin pararse a pensar que el mundo sería un lugar mejor sin Hardy.
Mientras contemplaba el río incesante de metal y cristal, sintió nuevos remordimientos al rememorar la angustia de Pell. Había privado a Pell de su única oportunidad de redención, del momento compensatorio de todos los daños infligidos a su persona y —a su modo de ver— de los daños infligidos a sus víctimas también. Bosch no terminaba de verlo así, pero lo comprendía. Todo el mundo anda en busca de la redención. De una cosa u otra.
Bosch se lo había arrebatado todo a Pell, y por eso ahora estaba escuchando la desconsolada música de Frank Morgan y ansiaba ahogarse en un mar de alcohol. El depredador le daba lástima.
El timbre de la puerta resonó por encima de la tonalidad del saxofón. Bosch fue a abrir, pero mientras cruzaba la sala de estar, su hija salió al pasillo y se le adelantó. Puso la mano en el pomo y acercó el ojo a la mirilla antes de abrir, tal como Harry le había enseñado. Se apartó de la puerta y echó andar hacia atrás con movimientos robóticos hasta pasar junto a Harry.
—Es Kiz —musitó.
Se dio la vuelta y fue a esconderse al pasillo.
—Muy bien, no hace falta dejarse llevar por el pánico —recomendó Bosch—. Creo que podemos manejarnos con Kiz.
Bosch abrió.
—Hola, Harry. ¿Cómo estás?
—Bien, Kiz. ¿Qué te trae por aquí?
—Bueno, supongo que me apetecía sentarme un rato a tu lado en la terraza.
Bosch no respondió. Se la quedó mirando hasta que el momento se convirtió en verdaderamente embarazoso.
—¿Harry? Oye, que soy yo. ¿Hay alguien ahí?
—Eh, sí, perdón. Estaba… Pasa, pasa.
Terminó de abrir la puerta y la dejó pasar. Kiz sabía cómo llegar hasta la terraza.
—Bueno, no tengo bebidas alcohólicas en casa. Tengo agua y algunos refrescos.
—Un poco de agua ya me va bien. Luego tengo que volver al centro.
Al pasar junto al pasillo, resultó que Maddie seguía allí en la penumbra.
—Hola, Kiz.
—Oh, hola, Maddie. ¿Qué tal estás, pequeña?
—Bien.
—Me alegro. Si necesitas alguna cosa, no tienes más que decírmelo.
—Gracias.
Bosch entró en la cocina y sacó dos botellas de agua mineral de la nevera. Rider apenas había necesitado unos pocos segundos para llegar hasta la terraza, donde estaba de pie, admirando las vistas y los sonidos. Cerró la puerta corredera a sus espaldas, para que Maddie no oyera lo que Kiz había venido a decirle.
—Esta ciudad nunca deja de sorprenderme —comentó Rider—. En Los Ángeles no hay forma de escapar al tráfico. Ni siquiera aquí en lo alto.
Bosch le pasó una botella.
—Si después tienes que volver al centro y esta noche trabajas, es que vienes en visita oficial. A ver si lo adivino. Me va a caer un puro por haberme llevado prestado uno de los coches del jefe.
Rider agitó la mano en el aire, como quien le suelta un manotazo a una mosca.
—Eso da igual, Harry. Pero sí que vengo a avisarte.
—¿De qué?
—De que la cosa está que arde. Con Irving. El mes próximo vamos a estar lo que se dice en guerra y va a haber bajas. Así que vete preparando.
—Tú y yo nos conocemos de siempre, Kiz. Así que sé más específica. ¿Qué es lo que está haciendo Irving? ¿Es que ya soy una baja?
—No, no lo eres. Pero, para empezar, Irving ha ido a hablar con los de la comisión policial para pedirles que revisen el caso Chilton Hardy al completo. Empezando por el mismo principio y acabando por lo del furgón. Y los de la comisión van a hacerle caso. La mayoría de ellos le deben el puesto. Así que van a hacer lo que diga.
Bosch pensó en su relación con Hannah Stone y en cómo la podría utilizar Irving. También pensó en el hecho de que se había saltado la orden de registro. Si Irving se enteraba, iba a estar dando ruedas de prensa al respecto, todos los días que quedaban hasta las elecciones.
—Bueno, pues que investiguen —concluyó Bosch—. No tengo nada que ocultar.
—Eso espero, Harry. Pero tu participación en la investigación me preocupa menos que lo sucedido durante los veinte años anteriores. Cuando Hardy estuvo haciendo de las suyas impunemente, porque nunca llegó a emprenderse una investigación. Vamos a quedar muy mal cuando la prensa se entere.
Entonces Bosch creyó entender por qué Rider había ido a verlo en persona. Así era como funcionaba el politiqueo. Era lo que Irving le había dicho que iba a ocurrir.
Bosch se daba cuenta de que cuanto más documentara la Unidad de Casos Abiertos/No Resueltos los crímenes de Hardy, mayor sería el escándalo por el hecho de que aquel sujeto hubiera estado cometiéndolos con impunidad durante más de veinte años. Hardy nunca había estado verdaderamente preocupado por la posibilidad de ser detenido, hasta el punto de que ni se había molestado en irse de la zona.
—¿Y qué es lo que quieres, Kiz? ¿Que lo reduzcamos todo a Lily Price? Es eso, ¿verdad? ¿Que nos concentremos en un único caso y pidamos la pena de muerte? Al fin y al cabo, a Hardy tan solo podemos matarlo una vez, ¿no? Y que se fastidien las demás víctimas, como Mandy Phillips, cuya foto adornaba la puta mazmorra de Hardy. Supongo que Phillips es una de las bajas a las que te estabas refiriendo.
—No, Harry. No quiero que lo dejéis ahí. No podemos dejarlo ahí. Para empezar, la noticia ya ha aparecido en los medios internacionales. Y queremos que se haga justicia a todas las víctimas. Ya lo sabes.
—Entonces ¿qué es lo que me estás diciendo, Kiz? ¿Qué es lo que quieres?
Rider guardó silencio un instante, con la idea de no tener que decirlo en voz alta.
Pero no iba a poder evitarlo. Bosch se mantenía a la espera.
—Solo quiero que aflojes un poco el ritmo —dijo por fin.
Bosch asintió. Había entendido.
—Las elecciones. Nos lo tomamos con un poco de calma hasta que pasen las elecciones, con la esperanza de que a Irving le den la patada en el culo. ¿Es eso lo que quieres?
Harry sabía que si Rider se lo decía, la relación entre ambos nunca iba a ser la misma.
—Sí, es lo que quiero —reconoció ella—. Es lo que todos queremos. Por el bien del cuerpo.
Aquellas cinco palabras… «Por el bien del cuerpo». Siempre eran sintomáticas de politiqueo. Bosch asintió, se dio la vuelta y contempló la vista a sus pies. No quería seguir mirando a Kiz Rider.
—Vamos, Harry —dijo Rider—. Tenemos pillado a Irving. No le des lo que necesita para recuperarse y perjudicarnos… para seguir perjudicando al cuerpo.
Bosch se acercó a la barandilla y contempló los arbustos que crecían en la ladera bajo la terraza.
—Es curioso —apuntó—. Me parece que Irvin Irving al final ha resultado ser el único que tenía razón, el único que seguramente estaba diciendo la verdad.
—No sé de qué me estás hablando.
—Al principio no entendía nada de nada. ¿Por qué Irving quería que el caso fuera investigado a fondo? ¿Para que se volviese en su contra y dejase clara su complicidad en los chanchullos con el Ayuntamiento?
—Harry, no hay necesidad de meternos en todo eso. El caso está cerrado.
—La respuesta es que quería una investigación a fondo porque no era cómplice. Porque él estaba limpio.
Metió la mano en el bolsillo interior de la americana manchada y sacó la doblada fotocopia del mensaje telefónico que Irving le había entregado. La llevaba en el bolsillo desde entonces. Sin mirar a Rider, se la entregó. Y esperó a que la desdoblara y leyera lo que ponía.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—La prueba de la inocencia de Irving.
—Es un papel sin ningún valor, Harry. Lo pueden haber escrito en cualquier momento. Esto no demuestra nada.
—Pero resulta que tanto tú como yo como el jefe sabemos que no es una falsificación. Que es la verdad.
Rider volvió a doblar el papel y se lo devolvió. Bosch lo metió en el bolsillo otra vez.
—Me habéis utilizado, Kiz. Para vengaros de Irving. Habéis estado utilizando la muerte de su hijo. Y todo cuanto fui descubriendo. Con la idea de que la prensa os hiciera el trabajo sucio, publicara una noticia falsa y acabara con su carrera política.
Rider guardó silencio un largo instante y finalmente respondió tal y como le habían aleccionado. Sin reconocer nada en absoluto.
—Treinta días, Harry. Irving es un incordio para el cuerpo de policía. Si conseguimos librarnos de él, estaremos en disposición de mejorar y ampliar el cuerpo. Para que nuestra ciudad sea más segura y mejor.
Bosch se enderezó y dedicó una última mirada al paisaje. Los tonos rojizos se estaban convirtiendo en violetas. Comenzaba a oscurecer.
—Claro, ¿por qué no? —dijo—. Pero si para librarse de él hay que convertirse en alguien como él, ¿qué diferencia hay?
Rider palmeó la barandilla ligeramente, dando a entender que ya había hablado bastante, que la conversación se había acabado.
—Me voy, Harry. Tengo que volver.
—Claro.
—Gracias por el agua.
—Sí.
El sonido de los pasos en el entarimado le indicó que estaba yendo hacia la puerta corredera.
—Una cosa, Kiz: ¿lo que el otro día me dijiste también era un cuento chino? —preguntó, sin dejar de darle la espalda—. ¿También formaba parte de la comedia?
Los pasos se detuvieron, pero Kiz se mantuvo en silencio.
—Cuando te llamé y te conté lo de Hardy. Me dijiste que la nuestra era una profesión noble. «Es la razón por la que hacemos nuestro trabajo», dijiste. ¿También era un cuento chino, Kiz?
Rider se tomó su tiempo antes de responder. Bosch sabía que estaba observándolo, a la espera de que se volviese y la mirase. Pero eso no podía hacerlo.
—No —respondió finalmente—. No era un cuento chino. Era la verdad. Y un día quizá te darás cuenta de que hago lo que tengo que hacer para que tú puedas hacer lo que tienes que hacer.
Kiz esperó a oír su respuesta, pero esta no llegó.
Harry oyó que la puerta corredera se abría a sus espaldas y se cerraba un momento después. Kiz se había ido. Bosch contempló la luz cada vez más débil y esperó un momento antes de decir:
—No lo creo.