El miércoles por la mañana, Bosch y Chu decidieron acercarse a los juzgados a presenciar el primer paso del proceso judicial contra Chilton Hardy. Aunque no era preciso que asistieran a la comparecencia inicial de Hardy por asesinato, Bosch y su compañero querían estar presentes. Era raro que un inspector de homicidios acabara con la carrera criminal de un monstruo, y eso era Hardy precisamente. Querían verlo cargado de grilletes y haciéndole frente a la justicia del pueblo.
Bosch lo había consultado antes y sabía que Hardy iba en el autobús de transporte de los presos de raza blanca. Como era el segundo autobús, Hardy no iba a comparecer hasta las diez, como muy pronto. Harry aprovechó el rato muerto para tomarse un café y echar una ojeada a los artículos de prensa que esa mañana se hacían eco de la investigación.
Los teléfonos no paraban de sonar en el cubículo, sin que ni él ni Chu respondieran. Los periodistas estaban empeñados en conseguir declaraciones de los inspectores o acceso preferente a la investigación en curso. Bosch decidió que ya estaba bien de tanto telefonazo y que lo mejor sería acercarse a los juzgados de una vez. Mientras Chu y él se ponían las americanas —sin haberse puesto de acuerdo de antemano, ambos se habían presentado vestidos con sus mejores trajes—, Harry advirtió que todos los presentes en la sala de inspectores los estaban mirando. Se acercó al escritorio de Tim Marcia y le explicó adónde iban. Prometió volver en cuanto terminara la comparecencia de Hardy, a no ser que el fiscal asignado al caso quisiese hablar con ellos.
—¿A quién le ha tocado el caso? —preguntó Marcia.
—A Maggie McPherson —respondió Bosch.
—¿Maggie la Fiera? Pensaba que estaba en los juzgados del valle de San Fernando.
—Lo estaba. Pero ahora se ocupa de llevar los casos importantes. Cosa que nos viene bien.
Marcia se mostró de acuerdo.
Bajaron en ascensor. En la puerta del edificio de la policía había varios periodistas. Algunos reconocieron a Bosch, lo que al momento originó una estampida de reporteros. Bosch se abrió paso entre ellos sin hacer declaraciones. Chu y él finalmente cruzaron la Primera, y Bosch señaló el imponente edificio de Los Angeles Times.
—Dile a tu novia que su artículo de hoy sobre el caso estaba muy bien.
—Ya te he dicho que no es mi novia —protestó Chu—. Me equivoqué con ella, pero luego lo he arreglado. No he leído el artículo, pero yo no he tenido nada que ver.
Bosch asintió y decidió no volver a insistir en el tema. Las cosas se habían arreglado entre él y Chu.
—Bueno, y entonces ¿cómo está tu novia? —contraatacó Chu.
—¿Mi novia? Eh, pues, bueno, ya se lo preguntaré cuando la conozca.
—Venga ya, Harry. La tienes en el bote. Se lo noté en la cara, hombre.
—¿Ya has olvidado el patinazo que pegaste por dejar que una relación de trabajo se convirtiera en algo más?
—Tu situación es completamente distinta.
El móvil de Bosch vibró en ese momento. Miró la pantalla. Precisamente se trataba de Hannah Stone. Bosch señaló el teléfono móvil en el momento de responder, indicándole a Chu la necesidad de que guardara silencio un momento.
—¿Doctora Stone?
—Supongo que esto quiere decir que no estás solo.
En su voz había una nota de angustia.
—No, pero ¿qué es lo que pasa?
—Bueno, no sé si es importante, pero Clayton Pell anoche no volvió al centro. Y resulta que tampoco fue a trabajar cuando se marchó de aquí después de firmar la declaración.
Bosch dejó de andar y guardó silencio un instante mientras asimilaba la noticia.
—¿Y no ha vuelto desde entonces?
—No. Acabo de enterarme al llegar.
—¿Ha llamado a su trabajo?
—Sí, he hablado con su jefe. Dice que Clayton llamó ayer diciendo que estaba enfermo y que no se presentó a trabajar. Pero el hecho es que se fue después de que os marcharais. Y dijo que iba al trabajo.
—Bueno, ¿y qué dice el funcionario que se encarga de seguir su caso? ¿Le informaron anoche?
—No. Acabo de llamarlo yo misma. Dice no saber nada, pero va tratar de enterarse de lo que ha pasado. Eres el siguiente con quien hablo del asunto.
—¿Y por qué ha esperado hasta esta mañana para hacerlo? Pell lleva casi veinticuatro horas desaparecido.
—Ya te lo he dicho: porque acabo de enterarme. Te recuerdo que este es un programa de tipo voluntario. En el centro tenemos unas normas que todos están obligados a seguir, pero si alguien se va, no hay mucho que se pueda hacer. Lo único que nos queda es esperar a que vuelva e informar de su marcha a la junta de la libertad condicional. Pero, después de lo sucedido esta semana, y dado que Clayton va a ser uno de los testigos en el juicio, me ha parecido que también tú tenías que saberlo.
—De acuerdo. Entendido. ¿Alguna idea de dónde puede estar? ¿Tiene familia o amigos por aquí cerca?
—No. Nadie.
—Muy bien. Voy a hacer unas cuantas llamadas. Si se entera de algo, llámeme.
Bosch colgó el teléfono y miró a Chu. De pronto tuvo una intuición poco tranquilizadora. Algo le decía que era posible que Chu supiera dónde se encontraba Pell.
—Clayton Pell se ha esfumado. Parece que se largó justo después de que ayer habláramos con él.
—Es posible que haya…
Pero Chu no terminó la frase, como si no tuviera una buena respuesta.
Bosch pensó que él sí que la tenía. Llamó al centro de comunicaciones y pidió a una operadora que mirara el nombre de Clayton Pell en el ordenador para averiguar si tenían alguna noticia acerca de él.
—A ver —dijo la operadora—. Aquí pone que ayer fue detenido un tal Clayton Pell. Por un delito del tipo 243.
Bosch no necesitaba una traducción del artículo 243 del Código Penal californiano. Todos los policías lo conocían. Lesiones a un funcionario de seguridad del Estado.
—¿Qué cuerpo lo detuvo? —preguntó.
—Nosotros. Pero no tengo más detalles, salvo que fue puesto bajo custodia en el edificio central.
Bosch había estado fuera del edificio durante gran parte del martes, ocupado en ayudar a la fiscalía a preparar el sumario, pero al regresar al final de la jornada había oído rumores sobre una agresión a un agente situado en la plaza de enfrente. La agresión había tenido lugar sin provocación alguna. Un individuo se había acercado al agente, supuestamente para hacerle una pregunta, y de forma inexplicable le había soltado un cabezazo en el rostro. El agente había salido del percance con la nariz fracturada, pero las habladurías decían que el agresor sencillamente era un loco, cuyo nombre no había llegado a ser mencionado.
Bosch comprendía qué era lo que había pasado. Pell se había dirigido al centro de Los Ángeles y al edificio de la policía con el objetivo de hacerse detener para que lo encerraran en el centro metropolitano de detención adyacente, pues sabía que allí era donde se encontraba Hardy. Los agentes del cuerpo de policía siempre trasladaban al centro a los detenidos en el centro de la ciudad, sin llevarlos a los distintos calabozos y cárceles del condado que servían como centros provisionales de detención en otros puntos de la urbe.
Bosch colgó y procedió a examinar el listado de llamadas recientes que había hecho con el móvil. Dio con el número del centro de detenciones, al que antes había telefoneado para enterarse del horario de salida de Hardy.
—¿Qué pasa, Harry? —preguntó Chu.
—Problemas.
Al momento respondieron a su llamada.
—Centro metropolitano. Le habla el sargento Carlyle. Por favor, espere a…
—No, no me ponga es espera. Le habla Bosch, del LAPD. Hemos hablado hace un rato.
—Bosch, estamos bastante liados en este momento y…
—Escuche. Sospecho que alguien va a intentar atentar contra Chilton Hardy. El hombre por el que antes estuve preguntando.
—Ya ha salido, Bosch.
—¿Qué quiere decir que ya ha salido?
—Que ya está en el furgón de la oficina del sheriff. De camino a los juzgados.
—¿Quién más va en el furgón? ¿Puede mirar un nombre? Clayton Pell. Se lo deletreo.P-E-L-L.
—Un momento.
Bosch miró a Chu, quien estaba a punto de hablar, pero el sargento de guardia al momento se puso otra vez, con una clara nota de alarma en la voz.
—Pell está siendo transportado en el furgón con Hardy. ¿Quién es este Pell? ¿Y por qué no nos han informado de que había un problema entre los dos?
—Se lo explico más tarde. ¿Dónde está el furgón?
—¿Y cómo quiere que lo sepamos? Acaba de salir.
—¿Sabe qué ruta sigue? ¿Por dónde va?
—A ver… Creo que va por San Pedro hacia la Primera y que luego sube por Spring. El aparcamiento está en el lado sur de los juzgados.
—Bueno, pues llame a la oficina del sheriff y explique que tienen que detener ese furgón. Y separar a Pell de Hardy.
—Si aún están a tiempo.
Bosch colgó sin decir más. Se giró y echó a andar otra vez hacia el edificio central de la policía.
—¿Qué pasa, Harry? —preguntó Chu, siguiéndolo.
—Pell y Hardy están juntos en el furgón. Tenemos que darle el alto.
Bosch echó mano a la placa que llevaba prendida al cinturón y la alzó en el aire al situarse en la intersección de Spring y la Primera. Levantó las manos para detener el tráfico y empezó a caminar en diagonal por la intersección. Chu hizo otro tanto.
Una vez terminaron de cruzar la calzada, Bosch corrió hacia tres coches patrulla estacionados frente a la plaza del edificio de la policía. Un agente uniformado estaba apoyado en el capó del primer coche, ocupado en mirar su teléfono móvil. Con la placa todavía a la vista, Bosch le palmeó la mano al pasar corriendo junto a él.
—¡Oiga! Necesito su coche. Es una emergencia.
Bosch abrió la portezuela de atrás y se metió en el auto, seguido por Chu.
El agente se levantó, pero sin dirigirse a la portezuela del conductor.
—Lo siento, amigo, estamos esperando al jefe. Tiene una reunión con los propietarios de…
—El jefe puede irse a tomar por culo —soltó Bosch.
Se dio cuenta de que el agente había dejado las llaves en el contacto y que el motor estaba en funcionamiento. Levantó las piernas y se las arregló para escurrirse hasta el asiento del conductor, pasando entre la percha para la escopeta y la terminal del ordenador.
—¡Oiga! ¡Un momento! —gritó el agente.
Bosch puso el coche en marcha y salió disparado de la cuneta. Conectó las luces y la sirena mientras avanzaba por la Primera a todo gas. Recorrió tres manzanas en tres segundos, tras lo cual trazó una ancha curva a la izquierda y torció por San Pedro, tan rápido como era posible.
—¡Allí! —gritó Chu.
Un furgón de la oficina del sheriff llegaba por el carril de enfrente. Bosch comprendió que al conductor no le había llegado el mensaje enviado por Carlyle desde el centro metropolitano. Pisó el acelerador y se dirigió en línea recta hacia el furgón.
—¿Harry? —dijo Chu en el asiento trasero—. ¿Qué estás haciendo? ¡Que es un furgón!
Bosch pisó el freno en el último instante y giró el volante a la izquierda, de tal forma que el coche derrapó lateralmente hasta quedar estacionado frente al furgón. El furgón asimismo derrapó ruidosamente y fue a detenerse a metro y medio de la portezuela de Chu.
Bosch saltó al exterior y fue hacia la puerta del furgón con la placa bien a la vista. Soltó un fuerte palmetazo contra la puerta de acero.
—¡Cuerpo de policía! —gritó—. Abran ahora mismo. Es una emergencia.
La puerta se abrió de golpe, y Bosch se encontró con que un alguacil uniformado lo estaba apuntando con una escopeta desde lo alto. A sus espaldas, el conductor del vehículo —un segundo alguacil— también lo estaba apuntando con una pistola.
—Con la placa no basta. Enséñenos su identificación.
—Llame a su superior. Los del centro metropolitano los han estado avisando por radio.
Tiró el estuche con la identificación al conductor.
—En este furgón viaja un detenido que se propone cargarse a otro.
Nada más decir estas palabras, en la parte trasera del furgón se oyó un estrépito. Acompañado por gritos de ánimo:
—¡Eso es!
—¡Mátalo!
—¡Acaba con ese hijo de puta!
—¡Déjenme paso! —instó Bosch.
El conductor finalmente gritó:
—¡Rápido! ¡Por aquí!
Con un manotazo, pulsó el botón rojo que descorría la puerta enrejada que daba a la caja del furgón. El alguacil armado con la escopeta fue el primero en entrar, mientras Bosch subía corriendo a la cabina para seguirlo.
—¡Pida refuerzos! —gritó al conductor antes de entrar en la caja tras el primer alguacil.
El alguacil casi al momento cayó de bruces, después de que uno de los detenidos lograse hacerle la zancadilla con sus tobillos encadenados. Bosch no se detuvo. Saltó por encima de la espalda del alguacil y continuó dirigiéndose hacia la parte trasera del furgón. Todos los detenidos tenían la atención puesta en la parte derecha, donde Clayton Pell estaba de pie y agachado sobre el asiento que tenía delante. Había ceñido una cadena al cuello de Chilton Hardy y estaba estrangulándolo por la espalda. Hardy tenía el rostro violáceo y los ojos fuera de las órbitas. Con las manos sujetas con grilletes a la espalda, no podía hacer nada por defenderse.
—¡Pell! —gritó Bosch—. ¡Suéltalo!
Su grito apenas resonó entre el coro de detenidos que exhortaban a Pell a hacer justamente lo contrario. Bosch dio dos pasos más y se abalanzó contra Pell, apartándolo de Hardy, pero sin conseguirlo del todo. Bosch advirtió que Pell estaba amarrado a la cadena que ceñía el cuello de Hardy. Se trataba de la cadena que Pell en principio debería llevar en torno a la cintura.
Bosch trató de aferrar la cadena, mientras gritaba a Pell que la soltara de una vez. El alguacil ya se había recobrado de la caída, pero no podía desprenderse de la escopeta, por lo que no servía de ayuda. Chu pasó corriendo por su lado e intentó agarrar la cadena que apretaba la garganta de Hardy.
—¡No, mejor agárrale la mano! —gritó Bosch.
Chu aferró una de las manos de Pell, Bosch hizo otro tanto, y entre los dos pronto lograron reducir al hombre. Bosch desligó la cadena del cuello de Hardy, que se desplomó de bruces y fue a estrellar el rostro contra el respaldo del asiento de enfrente. Su cuerpo terminó por caer al pasillo, junto a los pies de Chu.
—¡Déjenlo morir! —chilló Pell—. ¡El hijo de puta merece morir!
Bosch devolvió a Pell a su asiento de un empujón y se abalanzó sobre él.
—¡Mira que eres estúpido, Clayton! —espetó—. Van a volver a encerrarte por esto.
—Me da igual. Fuera de la cárcel no tengo nada.
Su cuerpo se estremeció con brusquedad, como si las fuerzas lo hubieran abandonado. Rompió a llorar y a gemir:
—Quiero verlo muerto… Quiero verlo muerto…
Bosch se giró hacia el pasillo. Chu y el alguacil estaban asistiendo a Hardy. O bien había perdido el conocimiento o bien estaba muerto, razón por la que el alguacil en ese momento llevó la mano a su cuello para comprobar las pulsaciones. Con la cabeza gacha, Chu tenía la oreja junto a la boca de Hardy.
—¡Que traigan una ambulancia! —gritó el alguacil al conductor—. ¡Rápido! No le encuentro el pulso.
—¡Ya está en camino! —respondió el conductor.
La noticia de la falta de pulsaciones ocasionó que los demás detenidos prorrumpieran en vítores en el interior del furgón. Empezaron a agitar las cadenas en el aire y a patalear contra el suelo. Bosch no tenía claro si sabían quién era Hardy o si se trataba de simple sed de sangre.
Bosch de pronto oyó unas toses. Dirigió la mirada al suelo y vio que Hardy estaba volviendo en sí. Seguía teniendo los ojos vidriosos y el rostro violentamente enrojecido. Pero su mirada se fijó un instante en Bosch, hasta que el hombro del alguacil se interpuso entre el uno y el otro.
—Muy bien, parece que no se nos muere —informó el alguacil—. Vuelve a respirar.
Sus palabras fueron acogidas con feroces abucheos por los detenidos. Pell soltó un aullido grave y prolongado. Su cuerpo entero se debatía bajo el de Bosch. El aullido parecía resumir una existencia marcada por la angustia y la desesperación.