Eran casi las once y media de la mañana del martes cuando Bosch y Chu llegaron a los apartamentos Buena Vista. Bosch había telefoneado previamente a Hannah Stone. Hannah le dijo que estaba previsto que Clayton Pell fuera a trabajar al supermercado a mediodía, pero convino en retenerlo en el centro hasta la llegada de los inspectores.
Cruzaron la entrada de seguridad sin dilación. Stone fue a recibirlos en la puerta del centro. La situación era extraña, porque Bosch venía en compañía de su compañero de equipo y por cuestión de trabajo. Se estrecharon las manos con formalidad.
—Bien, hemos reservado una de las salas de terapia.
—Perfecto —dijo Bosch.
Harry había estado hablando con ella durante más de una hora la noche anterior. Tarde, cuando su hija ya se había acostado. Bosch estaba demasiado en tensión por los acontecimientos del día como para irse a dormir. Sentado en el porche trasero, llamó a Hannah y estuvo conversando con ella hasta cerca de la medianoche. Hablaron de muchas cosas, pero sobre todo del caso Hardy. Hannah ahora estaba mejor informada que si se hubiera limitado a mirar los noticiarios televisivos o leer Los Angeles Times.
Stone condujo a Bosch y a Chu a una salita en la que había dos sillas tapizadas y un sofá.
—Voy a buscarlo —dijo—. ¿Le parece correcto que esta vez también esté presente?
Bosch asintió.
—Me parece bien si eso hace que se sienta más cómodo y le lleva a firmar el documento.
—Se lo preguntaré.
Se marchó. Chu miró a Bosch con expresión de extrañeza.
—La doctora estuvo presente durante mi entrevista con Pell de la semana pasada —explicó Bosch—. Pell confía en ella. Y no se fía de los policías.
—Vale. Por cierto, Harry. Diría que a la doctora le gustas.
—¿De qué me estás hablando?
—De su forma de mirarte y sonreír. Lo digo porque me lo ha parecido. Creo que lo tienes bien si quieres un plan.
Bosch hizo un gesto de asentimiento.
—Lo tengo presente.
Bosch se sentó en el sofá y Chu se acomodó en una de las sillas. Guardaron silencio durante la espera. Esa mañana habían estado ocupados durante dos horas en la entrega del expediente —el «paquete»— de denuncia a un funcionario de la oficina del fiscal del distrito. El funcionario se llamaba Óscar Benítez, y Harry había trabajado con él en anteriores ocasiones. Era eficiente, listo y precavido, razón por la que solían asignarle los casos de importancia. Su trabajo era asegurarse de que la policía tenía motivos fundados para presentar una denuncia contra un sospechoso. No se limitaba a hacer de comparsa, y esa era una de las razones por las que a Bosch le gustaba trabajar con él.
Benítez se mostró convencido al estudiar el paquete. Tan solo quería la aclaración o formalización de unos cuantos aspectos. Uno de ellos era la contribución de Clayton Pell al proceso contra Chilton Hardy. Bosch y Chu se encontraban en el centro para conseguir que dicha contribución fuera lo más sólida posible. Al enterarse del historial de Pell, Benítez se mostró preocupado por su desempeño como testigo clave y por la posibilidad de que tratase de obtener un beneficio de algún tipo a cambio de su testimonio o de que por alguna razón optase por alterar su versión de los hechos. Benítez tomó la decisión estratégica de hacer que Pell lo pusiera todo en papel, esto es, que firmara una declaración por escrito. Se trataba de algo inusual, pues una declaración firmada apenas permite modificar los detalles del testimonio y a la vez debe entregarse al abogado defensor como proposición de prueba.
Stone volvió con Clayton Pell al cabo de unos minutos. Bosch invitó a Pell a ocupar la silla libre.
—¿Cómo estás, Clayton? ¿Por qué no te sientas ahí? Supongo que te acuerdas de mi compañero, el inspector Chu.
Chu y Pell se saludaron con sendos gestos de la cabeza. Bosch dirigió una mirada interrogadora a Stone para saber si se quedaba o se iba.
—Clayton prefiere que me quede —indicó.
—Muy bien. Podemos compartir el sofá.
Una vez que todo el mundo se hubo sentado, Bosch abrió el maletín que tenía en el regazo y sacó una carpeta.
—Clayton, ¿has estado mirando las noticias de la tele?
—Pues claro. Parece que ha pillado a su hombre.
Cruzó las piernas sobre el asiento. Era tan menudo que su figura llevaba a pensar en la de un niño sentado en un gran sillón.
—Ayer detuvimos a Chilton Hardy por el asesinato del que te hablé la semana pasada.
—Sí, y me parece perfecto. ¿También lo han detenido por lo que me hizo a mí?
Bosch estaba esperando que Pell le hiciera esta pregunta exacta.
—Bueno, lo que queremos es acusarlo de varias cosas a la vez. Por eso estamos aquí, Clayton. Porque necesitamos tu ayuda.
—Como le dije la semana pasada, ¿qué gano yo con todo esto?
—Bueno, como te dije la semana pasada, nos ayudarías a quitar de la circulación a este individuo para siempre. Al hombre que te estuvo atormentando. Hasta es posible que te cruces con él en el juicio, si el fiscal quiere que testifiques en su contra.
Bosch abrió la carpeta.
—Mi compañero y yo hemos estado en la oficina del fiscal del distrito preparando la denuncia contra Hardy por el asesinato de Lily Price. La acusación es sólida y va a serlo cada vez más. El fiscal confía en presentar la denuncia antes del final del día. Le hemos hablado del papel que desempeñaste y que la sangre encontrada en la víctima era tuya y…
—¡¿Qué papel?! —Chilló Pell—. Les dejé bien claro que yo nunca estuve allí. ¡Y ahora le dicen al fiscal que yo estuve metido en el asunto!
Bosch dejó la carpeta en el maletín abierto y levantó las manos en ademán apaciguador.
—Un momento, Clayton. No es eso lo que le hemos dicho al juez. Me he expresado mal, pero tienes que dejarme terminar. Lo que hemos hecho ha sido explicarle el caso en detalle. Lo que sabemos, las pruebas con que contamos y el hecho de que todo encaja, ¿entendido? Le hemos contado que en la víctima había muestras de tu sangre, pero dejándole claro que tú no estuviste allí. También le hemos dicho que por entonces eras un chaval y que no podías estar implicado de ninguna de las maneras. Y el fiscal lo ha entendido perfectamente, ¿está claro? Sabe bien que tú en realidad fuiste otra víctima de ese sujeto.
Pell no respondió. Se ladeó en la silla, tal y como había hecho la semana anterior.
—Clayton —intervino Stone—. Presta atención, por favor. Es importante.
—Tengo que irme al trabajo.
—Si escuchas y no interrumpes, llegarás a tu hora. Todo esto es muy importante. No solo en lo referente al caso, sino también para ti. Por favor, míranos y escucha.
De mala gana, Pell se volvió en el asiento y fijó la mirada en Bosch.
—Vale, vale. Estoy escuchando.
—De acuerdo, Clayton. Voy a dejarte las cosas claras. Tan solo hay un crimen que no haya prescrito todavía. ¿Sabes a lo que me estoy refiriendo?
—A que al cabo de unos años ya no pueden acusarte. Al cabo de tres años, en los casos de delito sexual.
Bosch se dijo que Pell estaba al corriente en lo referente a lo que significaba la prescripción. Durante su encarcelamiento probablemente había aprovechado para familiarizarse con las leyes californianas vinculadas a sus propios crímenes. Era un siniestro recordatorio de que el hombrecillo petulante sentado delante de él era un depredador muy peligroso y de que los depredadores siempre hacían lo posible por conocer el terreno legal que estaban pisando.
La mayoría de los delitos sexuales prescribían a los tres años. Pero Pell se equivocaba en un punto. Había numerosas excepciones, en razón del tipo de crimen cometido y la edad precisa de la víctima. La oficina del fiscal del distrito tendría que recabar información para saber si Hardy podía ser incriminado por sus abusos a Pell. Bosch pensaba que seguramente era demasiado tarde. Pell había estado contando su historia personal a los psicólogos de la prisión durante años, pero nadie se había molestado en emprender una investigación. Bosch tenía claro que los días de Hardy como depredador sexual y asesino habían terminado para siempre y que por lo menos iba a pagar por algunos de sus crímenes. Pero era muy posible que nunca fuera inculpado por lo que le hizo a Clayton Pell.
—Suele ser como dices —explicó Bosch—. Los delitos sexuales acostumbran a prescribir a los tres años. Así que seguramente ya sabes la respuesta a tu propia pregunta. No creo que Hardy llegue a ser enjuiciado por lo que te hizo en el pasado, Clayton. Pero eso no importa, porque tú puedes desempeñar un papel fundamental en el juicio por asesinato. Hemos explicado al fiscal que las muestras de sangre encontradas en el cuerpo de Lily Price son tuyas. De forma que vas a poder prestar declaración sobre lo que Hardy te hizo, sobre sus malos tratos físicos y abusos sexuales. Vas a poder aportarnos lo que llamamos un testimonio de conexión, Clayton, el testimonio que nos permitirá conectar el ADN encontrado en la víctima con el propio Chilton Hardy.
Bosch de nuevo echó mano al documento.
—Una de las cosas que el fiscal ahora mismo necesita es una declaración firmada por ti en la que se establezcan los hechos de tu relación con Hardy. Mi compañero y yo esta mañana hemos escrito este borrador, basándonos en las notas que tomé la semana pasada. Quiero que lo leas. Y si encuentras que se ajusta a los hechos, que lo firmes. Para conseguir que Hardy pase el resto de su vida encerrado en el corredor de la muerte.
Bosch le tendió el documento, que Pell rechazó con un gesto.
—¿Por qué no me lo lee en voz alta?
Harry comprendió que Pell seguramente era analfabeto. En su expediente no constaba que hubiera ido a la escuela con regularidad, y estaba claro que en su casa nunca lo habían animado a estudiar por su cuenta.
Bosch procedió a leer el borrador de una página y media de extensión. El texto se ceñía a la máxima de que menos es más. Era un resumen de la confesión hecha por Pell de que había estado viviendo en casa de Hardy por la época del asesinato de Lily Price y que durante dicho período había estado sometido a malos tratos y abusos sexuales. Se hacía hincapié en el hecho de que Hardy solía azotarlo con su cinturón, con tanto ensañamiento que Pell muchas veces sangraba por sus heridas.
En el borrador también constaba que Pell recientemente había identificado a Hardy en una rueda fotográfica de reconocimiento y había reconocido el apartamento en el que había estado viviendo con Hardy a finales de los años ochenta.
—«El abajo firmante reconoce la veracidad de estos hechos vinculados a su relación con Chilton Aaron Hardy júnior en 1989» —terminó de leer Bosch—. Y ya está.
Miró a Pell, que asentía como si estuviera de acuerdo.
—¿Te parece bien? —preguntó Bosch.
—Sí, está bien —dijo Pell—. Pero ahí pone que Hardy me tomó una foto un día que estaba haciéndole una mamada.
—Bueno, no lo pone con esas palabras exactas, pero…
—¿Hace falta poner eso?
—Creo que sí, Clayton. Porque hemos encontrado la foto que mencionaste. Encontramos la caja de zapatos. Y por eso nos interesa que aparezca en la declaración, porque la foto corrobora lo que dices.
—¿Y eso qué quiere decir?
—¿Te refieres a lo de corroborar? Quiere decir que más o menos confirma tu versión de los hechos. Que demuestra que es verdad. Primero dices que el tipo te obligó a hacer eso, y luego enseñamos la foto que lo demuestra.
—¿Y la gente va a ver la foto?
—Muy poca gente. La prensa no va a tener acceso a esa foto. Se trata de un simple elemento que nos sirve para reforzar la acusación.
—Y otra cosa —terció Stone—. No hay razón para que te sientas avergonzado, Clay. Tú eras un niño. Y él era un adulto. Te tenía completamente controlado. Te convirtió en su víctima, sin que pudieras hacer absolutamente nada para evitarlo.
Pell asintió, primero para sí, y luego a Stone.
—¿Estás dispuesto a firmar esta declaración? —preguntó Bosch.
Había llegado el momento de la verdad.
—Voy a firmarla, pero ¿luego qué va a pasar?
—Que se la entregaremos al fiscal, quien la incluirá en la denuncia que va a presentar esta tarde.
—No, me refiero a qué va a pasarle a él. A Chill. ¿Qué le van a hacer?
—Ahora mismo está encerrado en el centro metropolitano de detención y sin derecho a fianza. Si el fiscal del distrito presenta la acusación hoy mismo, mañana comparecerá ante el Tribunal Superior. Es probable que pida la libertad condicional.
—¿¡Cómo!? ¿Van a darle la condicional a un tipo como él?
—No, no he dicho eso. Lo que pasa es que tiene derecho a solicitar la libertad condicional. Como todo el mundo. Pero tú por eso no te preocupes, que este individuo no tiene ninguna posibilidad de salir. Hardy no va a pasar un solo día en libertad durante el resto de su vida.
—¿Puedo ir a hablar con el juez?
Bosch miró a Pell. No se le escapaba el porqué de una petición así por su parte, pero de todos modos le sorprendía que la formulara.
—Emm, no me parece buena idea, Clayton. Ten en cuenta que es muy posible que te llamen a declarar como testigo. Si quieres, puedo hablarlo con la fiscalía, pero creo que dirán que no. Lo que les interesa es que aparezcas por sorpresa y prestes declaración. No que estés sentado mirando el juicio, y menos aún cuando Hardy esté en la sala.
—De acuerdo. Solo era una idea.
—Claro.
Bosch señaló su maletín con el documento que tenía en la mano.
—¿Quieres firmar la declaración encima de este maletín? Me parece lo más práctico. Es la única superficie rígida que tenemos por aquí.
—Vale.
El hombrecillo saltó de la silla y se acercó a Bosch. Harry sacó un bolígrafo del bolsillo y se lo pasó. Pell se agachó, con el rostro muy cercano al de Bosch, y se dispuso a firmar el documento. Cuando habló, Bosch notó su aliento caliente.
—Ya sabe lo que tendrían que hacer con este tipo, ¿no?
—¿Con quién? ¿Con Hardy?
—Con Hardy, sí.
—¿Qué tendrían que hacer?
—Tendrían que colgarlo de los cojones por lo que le hizo a esa chica, por lo que me hizo a mí. Ayer estuve mirando la tele. Me he enterado de todo lo que hizo. Tendrían que enterrarlo boca abajo y a tres metros de profundidad. Pero lo que harán será sacarlo en la tele todos los días y convertirlo en una estrella.
Bosch negó con la cabeza. Pell estaba yendo muy lejos.
—No sé muy bien qué quieres decir con eso de que van a convertirlo en una estrella, pero yo supongo que van a pedir la pena de muerte y van a conseguirla.
Pell soltó una risa desdeñosa.
—Eso es una puta mierda, hombre. Si van a conseguir la pena de muerte, lo que tienen que hacer es matarlo. Y no pasarse veinte años mareando la perdiz.
Bosch esta vez asintió para mostrarle que estaba de acuerdo, pero no dijo nada. Pell garabateó su nombre en el papel y ofreció el bolígrafo a Bosch. Cuando Harry fue a cogerlo, Pell lo siguió agarrando. Intercambiaron sendas miradas.
—A usted tampoco le gusta todo este numerito —murmuró Pell—. ¿Verdad que no, inspector Bosch?
Pell finalmente soltó el bolígrafo, y Bosch lo guardó en el bolsillo interior de la americana.
—No —reconoció—. No me gusta.
Pell dio un paso atrás. Habían terminado.
Cinco minutos más tarde, Bosch y Chu estaban dirigiéndose a la puerta de hierro del complejo. Harry de pronto se detuvo. Chu se lo quedó mirando. Bosch le pasó las llaves del automóvil.
—Pon el coche en marcha —le dijo—. Me he olvidado el bolígrafo.
Bosch volvió a entrar en dirección al despacho de Hannah Stone. Parecía estar esperándolo. Hannah estaba de pie en la recepción, esperándolo.
—Venga aquí, detective.
Entraron de nuevo en la sala de terapia y ella cerró la puerta. Cuando se dio la vuelta lo primero que hizo fue darle un beso. Bosch se puso nervioso.
—¿Qué pasa? —preguntó ella.
—No sé —dijo Harry—. Creo que no está bien que mezclemos las cosas de esta forma.
—Bueno, pues lo siento. Pero como he visto que volvías… Justo lo que pensaba que ibas a hacer.
—Ya, sí, pero…
Bosch sonrió ante su propia incoherencia.
—Mira, ¿qué tal si nos vemos mañana por la noche? —preguntó—. Después de que Hardy comparezca por primera vez. Va a sonarte raro, pero quiero celebrarlo… Y es que cuando uno quita de la circulación a un individuo así, luego se siente bien. No sé si me explico…
—Creo que sí. Nos vemos mañana por la noche.
Bosch finalmente se marchó. Chu había estacionado el coche frente a la puerta. Bosch entró y se sentó a su lado.
—¿Qué? —Interrogó Chu—. ¿Ya tienes su número?
—Tú conduce y calla.