Bosch hizo acopio de voluntad, suspiró y marcó el número. Ni siquiera tenía la certeza de que el número de teléfono siguiera siendo válido después de tantos años. Miró uno de los relojes de pared y volvió a hacer el cálculo. Tres horas más en Ohio. Ya habrían terminado de cenar, pero aún no se habrían ido a la cama.
Una mujer respondió al tercer timbrazo.
—¿La señora Price? —preguntó Bosch.
—Sí. ¿Con quién hablo?
En su voz había una nota de inquietud, y Bosch supuso que en su teléfono había un identificador de llamada. Sabía que la estaban telefoneando de la policía. A través del tiempo y la distancia.
—Señora Price, soy el inspector Bosch del cuerpo de policía de Los Ángeles. La llamo porque hay novedades en la investigación de la muerte de su hija. Tengo que hablar con usted.
Bosch oyó que la mujer contenía el aliento. A continuación cubrió el auricular con la mano y habló con otra persona. No entendió bien lo que decía.
—¿Señora Price?
—Sí, perdone. Se lo he dicho a mi marido. El padre de Lily. Ha subido al piso de arriba para hablar por el otro teléfono.
—Muy bien, pues esperemos a que…
—¿Llama usted por lo que están mostrando en televisión? Estábamos mirando el canal Fox, y no he podido evitarlo… Me he preguntado si ese hombre conocido como Chill podría ser el que mató a Lily.
Estaba llorando al terminar de decir estas palabras.
—Señora Price, ¿podemos…?
Se oyó un clic, y su marido se sumó a la conversación.
—Le habla Bill Price.
—Señor Price, estaba diciéndole a su esposa que soy el inspector Harry Bosch, del cuerpo de policía de Los Ángeles. Tengo que informarles de las últimas novedades en la investigación de la muerte de su hija.
—Lily —dijo el señor Price.
—Sí, señor, su hija Lily. Yo trabajo en la Unidad de Casos Abiertos/No Resueltos. La semana pasada obtuvimos una información de gran importancia en lo referente a este caso. El análisis de las muestras de ADN presentes en la sangre en el cuerpo de Lily nos llevó a interesarnos por un hombre llamado Chilton Hardy. La sangre no era suya, sino de otra persona que conocía bien a Hardy y podía relacionarlo con el crimen. Estoy llamando para notificarle que hoy hemos detenido a Chilton Hardy, a quien vamos a acusar del asesinato de su hija.
Tan solo se oía el sonido de la señora Price al llorar.
—No sé si hay algo más que añadir en este momento —repuso Bosch finalmente—. La investigación sigue en curso, y voy a mantenerlos al corriente de cuanto vayamos descubriendo. Una vez que se sepa que este hombre ha sido acusado del asesinato de su hija, es muy posible que la prensa contacte con ustedes. Son libres de decidir si quieren hacer declaraciones o no. ¿Hay alguna pregunta que quieran hacerme?
Bosch se los imaginó en su hogar de Dayton. En uno y otro piso de la vivienda, conectados por la línea telefónica con un hombre a quien nunca habían visto. Habían pasado veintidós años desde que mandaron a su hija a Los Ángeles a estudiar en la universidad. Y nunca regresó a casa.
—Tengo una pregunta —dijo la señora Price—. Un momento, por favor.
Bosch oyó que dejaba el auricular y seguía llorando sin remedio. Su marido finalmente dijo:
—Inspector, gracias por no olvidarse de nuestra hija. Ahora voy a colgar y bajar para estar con mi mujer.
—Entiendo, señor. Estoy seguro de que pronto volveremos a hablar. Adiós.
Cuando se puso otra vez al teléfono, la señora Price tenía la voz más serena.
—En la televisión han dicho que la policía está examinando las fotos y vídeos de las víctimas. Pero no van a mostrarlas en televisión, ¿verdad? No van a mostrar a Lily, ¿verdad?
Bosch cerró los ojos y apretó el auricular contra la oreja.
—No, señora, eso no va a suceder. Las fotografías son pruebas, y no se harán públicas. Es posible que llegue el momento en que las empleen en el juicio. Pero si eso sucede, el fiscal asignado al caso lo hablará antes con ustedes. Van a mantenerlos informados de todo cuanto tenga que ver con el proceso judicial. Pueden estar seguros.
—Muy bien, inspector. Gracias. Pensaba que este día nunca iba a llegar, la verdad.
—Sí, señora. Sé que ha pasado mucho tiempo.
—¿Tiene usted hijos, inspector?
—Tengo una hija.
—Cuídela bien.
—Sí, señora. Se lo prometo. Pronto volveré a llamarlos.
Bosch colgó.
—¿Cómo ha ido?
Bosch se volvió en la silla. Chu acababa de entrar en el cubículo.
—Como acostumbran a ir estas cosas —dijo—. Ahora hay dos víctimas más…
—Ya. ¿Dónde viven?
—En Dayton. Los demás ¿qué están haciendo?
—Casi todo el mundo está a punto de irse. Creo que por hoy ya han visto bastante. Este material es verdaderamente horrible.
Bosch asintió. Volvió a mirar el reloj de pared. La jornada había sido larga, de casi doce horas. Chu se estaba refiriendo a los demás equipos de inspectores asignados a la investigación, que llevaban seis horas mirando vídeos de torturas y mutilaciones.
—Yo también estaba pensando en irme, Harry. Si te parece bien.
—Claro. Yo mismo voy a marcharme a casa.
—Mañana lo tendremos bien, ¿no te parece?
Bosch y Chu iban a comparecer a las nueve de la mañana en la fiscalía del distrito para informar del caso y establecer una denuncia contra Hardy por el asesinato de Lily Price. Bosch se volvió hacia el escritorio y cogió la gruesa carpeta de bolsillo que contenía los informes que iban a presentar al fiscal del distrito. El «paquete».
—Sí —convino—. Creo que la cosa está clara.
—Bueno, pues entonces me voy. Nos vemos por la mañana. ¿Nos encontramos aquí y vamos andando?
—Eso mismo.
Chu siempre llevaba una pequeña mochila. Se la colgó del hombro y echó a andar hacia la salida del cubículo.
—Una cosa, David —dijo Bosch—. Antes de que te vayas…
Chu se giró y se apoyó en una de las paredes de metro y medio del cubículo.
—¿Sí?
—Quería decirte que hoy has trabajado muy bien. Hemos trabajado bien como equipo.
Chu asintió.
—Gracias, Harry.
—Así que olvidémonos de todo lo anterior, ¿te parece? Digamos que volvemos a empezar de cero.
—Te dije que iba a arreglarlo todo.
—Eso mismo, así que vete a casa… Y nos vemos mañana.
—Hasta mañana, Harry.
Chu se marchó, contento. Bosch entendía que quizá había estado esperando algún otro pequeño gesto por su parte. Que le ofreciera tomar una cerveza o comer algo juntos a fin de reforzar su condición de compañeros. Pero Harry necesitaba marcharse a casa. Quería hacer exactamente lo que la señora Price le había sugerido.
El nuevo y gran edificio de oficinas municipales había costado casi quinientos millones de dólares y tenía cincuenta mil metros cuadrados de superficie entre todos sus pisos, pero carecía de cafetería, y el aparcamiento tan solo era accesible para unos cuantos altos cargos privilegiados. En su calidad de inspector de nivel tres, Bosch entraba dentro de dicha categoría —por los pelos—, pero el privilegio de estacionar el coche en el aparcamiento subterráneo del edificio municipal salía muy caro, en forma de una cuota fija deducible del salario mensual. Por esa razón Harry seguía aparcando gratuitamente en el viejo «aparcamiento elevado», la gran estructura metálica medio oxidada situada a tres manzanas de distancia, detrás del Parker Center, el antiguo cuartel general de la policía.
No le importaba tener que caminar las tres manzanas hasta el trabajo. En ellas estaban los distintos edificios administrativos del Ayuntamiento, y el paseo era una buena forma de prepararse para la jornada laboral o relajarse un poco después.
Bosch se encontraba en Main Street, cruzando la arteria emplazada junto a la fachada posterior del Ayuntamiento cuando advirtió que el negro automóvil Lincoln Town Car avanzaba a poca velocidad por el carril del autobús y se detenía en la cuneta a media docena de metros de donde se hallaba.
Vio que estaban abriendo la ventanilla trasera del coche, pero fingió no verlo y siguió andando con la mirada puesta en la acera.
—Inspector Bosch.
Bosch se dio la vuelta y vio el rostro de Irvin Irving enmarcado por la abierta ventanilla del Lincoln.
—Creo que no tenemos nada de qué hablar, concejal.
Continuó andando, pero el Lincoln volvió a ponerse en marcha y empezó a seguirlo por la cuneta. Bosch no tenía ganas de hablar con Irving, pero estaba claro que Irving sí que tenía ganas de hablar con él.
—¿Se cree que es indestructible, Bosch?
Harry agitó la mano en el aire en su dirección.
—¿Piensa que este gran caso que acaba de resolver lo convierte en indestructible? Pues no es usted indestructible. Nadie lo es.
Bosch estaba harto. De pronto se volvió hacia el coche. Irving se apartó de la ventana cuando Harry agarró el antepecho de la ventanilla y se apretó contra el vehículo. Con lentitud, el coche terminó por detenerse. Irving estaba a solas en el asiento trasero.
—Yo no tengo nada que ver con ese artículo del periódico de ayer, ¿entendido? Y no creo ser indestructible. Yo no creo ser nada. Me limito a hacer mi trabajo y punto.
—La ha cagado a fondo, Bosch. Lo que se dice a fondo.
—Yo no he hecho nada de eso. Ya le he dicho que no tengo nada que ver con el artículo. Y si tiene algún problema, vaya a hablar con el jefe.
—No estoy hablando del artículo del periódico. Los Angeles Times me importa una puta mierda. Que se vayan a tomar por culo. Estoy hablando de usted. La ha cagado, Bosch. Yo confiaba en usted, pero la ha cagado.
Bosch asintió. Sin soltarse del antepecho de la ventanilla, aminoró un tanto la presión sobre el automóvil.
—El hecho es que he resuelto bien el caso, y los dos lo sabemos. Su hijo se tiró por el balcón, y usted sabe el porqué mejor que cualquier otra persona. El único misterio pendiente es por qué pidió que fuera yo quien llevase el caso. Usted conoce mi historial. Yo no hago las cosas a medias.
—Es usted un estúpido. Quise que fuera usted precisamente por esa razón. Porque sabía que si tenían la menor oportunidad, harían lo posible por utilizar el caso para perjudicarme, y pensaba que usted era lo bastante íntegro para negarse a seguirles el juego. No me daba cuenta de que su antigua compañera de equipo lo tenía tan obnubilado que le resultaba imposible ver la jugada que estaba poniendo en marcha.
Bosch meneó la cabeza y soltó una risa mientras se enderezaba.
—Es usted muy bueno en lo suyo, concejal. Finge estar escandalizado, aporta las necesarias palabras malsonantes, hace lo posible por sembrar las semillas de la desconfianza y la paranoia. Seguramente podrá convencer a otros con semejante repertorio. Pero a mí no. Su hijo se tiró por el balcón, y eso es lo que hay. Lo siento por usted y por su mujer. Pero por quien más lo siento es por su hijo. No se merecía terminar así.
Bosch fijó la mirada en Irving y vio que el anciano se esforzaba en sofocar su rabia.
—Tengo algo para usted, Bosch.
Se volvió para coger algo en el asiento, y Bosch por un instante pensó que Irving de pronto iba a encañolarlo con una pistola. El egocentrismo y la arrogancia del concejal eran tales como para creer que podía hacer una cosa así y salirse de rositas.
Pero Irving de nuevo se volvió hacia él y le ofreció un papel a través de la ventanilla.
—¿Qué es esto? —preguntó Bosch.
—La verdad —respondió Irving—. Léala.
Bosch cogió el papel y lo miró. Era la fotocopia de un impreso de mensaje telefónico fechado el 24 de mayo y enviado a alguien llamado Tony. El número desde el que se había enviado la llamada tenía el prefijo 323. Más abajo había una anotación:
Gloria Waldron se queja de que el conductor del taxi de la compañía B&W que anoche la recogió en la puerta del restaurante Musso and Frank estaba claramente borracho. La mujer hizo que se detuviera y se bajó del coche. Dice que el taxi olía a alcohol, etc. Por favor llamen para hacer un seguimiento.
Bosch terminó de leer la fotocopia y miró a Irving.
—¿Qué se supone que tengo que hacer con este papel? Usted mismo podría haberlo escrito esta mañana.
—Podría haberlo hecho, pero no es el caso.
—¿Y qué pasa si llamo a este número? Esta tal Gloria Waldron me asegurará que efectivamente llamó para elevar esta queja. Y usted luego mencionó el asunto a Bobby Mason en la fiesta de Chad Irving. Esto no arregla nada, concejal.
—No hace falta que se moleste en llamar. Ese teléfono ya no está operativo. Un colaborador mío, Tony Esperante, se acuerda perfectamente de que llamó a la mujer y le pidió más detalles. Y yo luego hablé del asunto con Mason. Pero esa línea ahora está desconectada. Y fíjese en la fecha, inspector.
—Ya lo he hecho. El 24 de mayo. ¿Qué me está diciendo con eso?
—El 24 de mayo cayó en martes. La mujer dijo que el taxi la recogió en la puerta de Musso la víspera.
Bosch asintió.
—Musso está cerrado los lunes —dijo Harry—. La llamada, si es verdad que alguien llamó, fue una llamada de pega.
—Exacto.
—¿Está tratando de decirme que le hicieron la cama, concejal? ¿Que su propio hijo le hizo la cama? ¿Que habló con Mason de forma inocente, sin saber que estaba siguiendo los designios de su hijo?
—No los de mi hijo. Los de otra persona.
Bosch levantó la fotocopia.
—¿Y esta es la prueba que tiene?
—No necesito ninguna prueba. Lo sé. Y ahora usted también lo sabe. Alguien en quien confiaba me estuvo utilizando. Lo reconozco. Pero a usted también lo han utilizado. Alguien del décimo piso. Usted les dio los medios para que me clavaran una puñalada por la espalda. Lo utilizaron para ajustar cuentas conmigo.
—Bueno, es su opinión.
—No, es la verdad. Y usted mismo se dará cuenta algún día. Abra bien los ojos y ellos mismos terminarán por delatarse. En ese momento se dará cuenta.
Bosch hizo ademán de devolverle la fotocopia, pero Irving no la cogió.
—Quédesela. El inspector es usted.
Irving se volvió y ordenó algo a su chófer. El Lincoln empezó a alejarse de la cuneta. Bosch vio que la ventanilla de cristal ahumado empezaba a cerrarse mientras el coche se sumaba al tráfico. Se quedó un momento inmóvil, meditando cuanto acababa de oír. Dobló la fotocopia y se la metió en el bolsillo.