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Mientras bajaba por la escalera, su nivel de adrenalina iba subiendo. Vio que Hardy no se había movido de la silla; ahora estaba fumando un cigarrillo. Chu estaba sentado en el brazo del sofá, ojo avizor.

—Le he obligado a cerrar el tanque de oxígeno —explicó Chu—. Tampoco es cuestión de que saltemos todos por los aires.

—En ese tanque no hay nada —dijo Bosch.

—¿Cómo?

—Bosch no respondió. Cruzó la habitación hasta ponerse frente a Hardy.

—Levántese.

Hardy alzó la vista, con expresión de confusión.

—¿Qué pasa?

Bosch extendió las dos manos, lo agarró por la camisa y lo levantó de la silla con violencia. Hizo girar su cuerpo y lo empujó contra la pared, de tal forma que su rostro impactó contra ella.

—¡Harry! ¿Qué estás haciendo? —Gritó Chu—. Es un viej…

—Es él —dijo Bosch.

—¿Qué?

—Es el hijo, no el padre.

Bosch sacó las esposas del cinturón y amarró las manos de Hardy tras su espalda.

—Chilton Hardy, está detenido por el asesinato de Lily Price.

Hardy se mantuvo en silencio mientras Bosch declaraba sus derechos constitucionales. Ladeó la cabeza contra la pared; en su rostro había aparecido una pequeña sonrisa.

—Harry, ¿es que el padre está arriba? —preguntó Chu a sus espaldas.

—No.

—Entonces, ¿dónde está?

—Creo que está muerto. Chilton júnior ha estado suplantándolo, cobrando su pensión, beneficiándose de su seguro médico y todo lo demás. Abre la ficha. ¿Dónde está la foto del carné de conducir?

Chu se acercó con la ampliación de la foto de Chilton Aaron Hardy hijo. Bosch hizo girar a Hardy y le puso la mano en el pecho para fijarlo a la pared. Acercó la foto a su cara. De un manotazo, las gafas con los gruesos cristales fueron a parar al suelo.

—Es él. Se afeitó la cabeza antes de hacerse la foto del carné. Para cambiar su aspecto. No hemos llegado a ver la foto de su padre. Creo que habrá que echarle un vistazo.

Bosch devolvió la foto a Chu. La sonrisa se ensanchó en el rostro de Hardy.

—¿Es que todo esto le parece divertido? —espetó Bosch.

Hardy asintió.

—Me parece la mar de divertido: no tienen una puta prueba y no tienen un puto caso.

Su voz era ahora distinta. Más profunda. Ya no era la frágil voz de un anciano.

—Y también me parece divertido que hayan estado registrando esta casa ilegalmente. Ningún juez va a creerse que les di permiso para hacerlo. Es una pena que no hayan encontrado nada. Porque me encantará ver cómo el juez los deja en ridículo.

Bosch agarró a Hardy por la camisa, apartó su cuerpo de la pared y lo estrelló contra ella otra vez. Su rabia iba aumentando.

—Escúchame, socio —dijo—. Ve al coche y trae tu ordenador. Voy a solicitar una orden de registro ahora mismo.

—Harry, acabo de mirar el móvil y aquí no hay conexión inalámbrica. ¿Cómo vamos a enviarla?

Socio, tú ve a por el ordenador. Primero escribirás la solicitud, y luego ya nos preocuparemos por la conexión inalámbrica. Y cierra la puerta al salir.

—Muy bien, socio. Voy a por el portátil.

Mensaje captado.

Bosch no perdía de vista los ojos de Hardy. Vio que se hacía cargo de la situación, de que iba a quedarse a solas con Bosch, y en su brillante frialdad asomó el principio del miedo. Tan pronto como oyó que la puerta de la casa se cerraba, Bosch encajó el cañón de la Glock en el cuello de Hardy.

—Voy a decirte una cosa, hijo de puta. Vamos a acabar contigo aquí y ahora. Porque tienes razón, no contamos con suficientes pruebas. Y no voy a dejar que sigas en libertad ni un solo puto día más.

Arrancó a Hardy con violencia de la pared y empujó su cuerpo hacia el suelo. Hardy se estrelló contra la mesita, haciendo que el cenicero y el vaso de agua se precipitaran sobre la alfombra, y fue a caer de espaldas. Bosch al momento se sentó sobre su torso, inmovilizándolo por completo.

—Vamos a hacer las cosas bien, ¿entiendes? Diremos que no sabíamos que eras tú. Todo el tiempo estuvimos pensando que eras el padre, y cuando mi socio fue un momento al coche, te abalanzaste sobre mí. Estuvimos luchando para hacernos con la pistola. ¿Y sabes qué pasó? Tú no la conseguiste.

Bosch acercó la pistola hasta situarla a un palmo de narices de Hardy.

—Los disparos van a ser dos. Ahora mismo voy a clavarte el primero en tu negro corazón asqueroso. Y luego, cuando te haya quitado las esposas, cerraré tus manos muertas sobre la Glock y haré que le pegues un tiro a la pared. De forma que los dos tendremos restos de pólvora y todo el mundo lo verá muy bien. —Bosch acercó su cuerpo al de Hardy y situó el cañón sobre su pecho—. Sí, es un plan que no puede fallar.

—¡Espere! —Chilló Hardy—. ¡No puede hacerlo!

Bosch vio el pánico en sus ojos.

—Voy a hacerlo por Lily Price, por Clayton Pell y por todos los demás que mataste, heriste y destruiste.

—Por favor…

—¿Por favor? ¿Es lo que Lily te dijo? ¿Te lo pidió por favor?

Bosch ladeó ligeramente la pistola y se echó aún más hacia delante, de forma que su pecho quedó a un par de palmos del de Hardy.

—Muy bien, lo reconozco. Venice Beach, 1988… Voy a decírselo todo. Lléveme a comisaría y ya está. También le contaré lo de mi padre. Lo ahogué en la bañera.

Bosch negó con la cabeza.

—Estás pensando en contarme lo que sea para salir de aquí con vida. Pero no es bastante, Hardy. Es demasiado tarde. Ya no puede ser. Incluso si confesaras de verdad, el juez no lo admitiría. Una confesión obtenida mediante coerción. Lo sabes perfectamente. —Bosch montó la Glock a fin de poner una bala en la recámara—. No quiero una confesión de tres al cuarto. Quiero pruebas. Quiero tu colección.

—¿Qué colección?

—Tú guardas cosas. Todos los tipejos como tú guardáis cosas. Fotos, recuerdos. Hardy, si quieres salvar la piel, dime dónde tienes la colección.

Esperó. Hardy no dijo nada. Bosch apretó el cañón contra su pecho y volvió a ladear la pistola.

—Muy bien, muy bien… —gimió Hardy con desespero—. En la casa de al lado. Todo está en la casa de al lado. Mi padre era el propietario de las dos casas. Hice que en la escritura constara un nombre de pega. Vaya a ver. Encontrará todo lo que necesita.

Bosch mantuvo un buen rato su mirada clavada en él.

—Si me mientes, estás muerto. —Apartó la pistola y la enfundó. Empezó a levantarse—. ¿Cómo entro?

—Las llaves están en la encimera de la cocina.

En el rostro de Hardy reapareció la extraña media sonrisa. Un momento antes estaba desesperado por salvar la vida; ahora sonreía. Bosch comprendió que la suya era una sonrisa de orgullo.

—Vaya a ver, ahora mismo —urgió Hardy—. Va a hacerse famoso, Bosch. Por detener al puto cabrón que tiene el récord.

—¿Ah, sí? ¿Cuántas personas?

—Treinta y siete. Clavé treinta y siete cruces.

Bosch suponía que las víctimas iban a ser unas cuantas, pero no tantas. Se preguntó si Hardy estaba inflando la cifra de asesinatos como una última forma de manipulación. Si estaba diciendo lo que fuera, haciendo lo que fuera, para salir por la puerta con vida. Lo único que tenía que hacer era sobrevivir a ese momento y convertirse en su nueva encarnación, de asesino desconocido y nunca detectado a figura espeluznante que iba a fascinar a la opinión pública. Un nombre que iba a inspirar horror. Bosch sabía que así era como se sentían realizados los individuos como él. Hardy seguramente llevaba años relamiéndose por anticipado a la espera de ese momento. Los hombres como él fantaseaban con ese instante.

Con la velocidad del rayo, Bosch volvió a desenfundar la Glock y encañonó a Hardy.

—¡¡No!! —Chilló Hardy—. ¡Hemos cerrado un trato!

—Una mierda es lo que hemos cerrado.

Bosch apretó el gatillo. El mecanismo de disparo resonó, y el cuerpo de Hardy se estremeció bruscamente, como si hubiera recibido un tiro, pero no había ninguna bala en la recámara. La pistola estaba descargada. Bosch le había quitado la munición en el dormitorio.

Bosch asintió. Hardy no se había percatado del engaño. Ningún policía habría montado el arma para colocar una bala en la recámara. No en Los Ángeles, donde los dos segundos necesarios para ejecutar la maniobra podían costarle a uno la vida. Bosch había estado jugando de farol, por si resultaba necesario alargar la comedia.

Se acercó y volteó el cuerpo de Hardy. Se colocó la pistola en la espalda y sacó dos cinchas de plástico del bolsillo de la americana. Con una de ellas amarró bien los tobillos de Hardy, y se valió de la otra para atarle las muñecas, tras lo cual le quitó las esposas. Bosch tenía la intuición de que no iba a ser él quien escoltara a Hardy al calabozo y no quería que sus esposas se extraviaran.

Se levantó y ajustó las esposas al cinturón. Volvió a meter la mano en el bolsillo de la americana y sacó un puñado de balas. Sacó el vacío cargador de la pistola y empezó a insertar las balas en su interior. Una vez terminado, volvió a colocar el cargador en su sitio y montó una bala en la recámara antes de enfundar el arma otra vez.

—Siempre hay que tener una en la recámara —indicó a Hardy.

La puerta se abrió y Chu entró con el portátil. Sorprendido, miró a Hardy tendido en el suelo. No tenía ni idea de lo que Bosch había hecho.

—¿Está vivo?

—Sí. Vigílalo. Asegúrate de que no empiece a pegar saltos como un canguro.

Bosch enfiló el pasillo, entró en la cocina y encontró un manojo de llaves en la encimera, tal y como Hardy le había dicho. Tras volver a la sala de estar, miró en derredor, tratando de dar con una forma de inmovilizar a Hardy por completo mientras Chu y él hablaban en privado fuera sobre lo que convenía hacer a continuación. Unos meses antes, en el edificio de la policía se había estado hablando, y mucho, de un episodio embarazoso, referente a un sospecho de robo a mano armada apodado el Canguro. Los agentes que lo detuvieron le ataron por las muñecas y los tobillos, lo dejaron tumbado en el suelo de la oficina bancaria y fueron a buscar a otro sospechoso que posiblemente seguía en el interior del edificio. Quince minutos después, los agentes de otro coche patrulla que se dirigía al lugar de los hechos vieron a un hombre que avanzaba pegando saltos por la calle, a tres manzanas de distancia del lugar del asalto.

Bosch finalmente tuvo una idea.

—Coge el extremo del sofá —dijo.

—¿Qué quieres hacer? —preguntó Chu.

Bosch señaló el extremo del mueble.

—Vamos a darle la vuelta.

Dieron la vuelta al sofá sobre sus patas delanteras y lo dejaron caer sobre Hardy. El sofá lo mantenía aprisionado de tal forma que era casi imposible que pudiese moverse, amarrado de pies y manos como estaba.

—Pero ¿esto qué es? —Protestó Hardy—. ¿Qué están haciendo?

—Tú tranquilo, Hardy —dijo Bosch—. Volvemos en un momento.

Indicó a Chu que saliera con él por la puerta de la casa. Echaron a andar hacia allí, pero Hardy gritó a sus espaldas:

—¡Tenga cuidado, Bosch!

Bosch se volvió hacia él.

—¿Con qué?

—Con lo que va a ver. No va a ser el mismo después de hoy.

Con la mano en el pomo de la puerta, Bosch se quedó mirándolo un momento. Tan solo los pies de Hardy emergían del sofá.

—Eso ya lo veremos —repuso.

Salió y cerró la puerta.