34

David Chu ya estaba en su cubículo cuando Bosch se presentó a trabajar el lunes por la mañana. Al ver a Harry, se volvió en la silla hacia él y abrió las palmas de las manos.

—Harry, lo único que puedo decir es que yo no he sido.

Bosch dejó el maletín en el suelo y miró el escritorio por si había algún mensaje o algún informe. Nada.

—¿De qué me estás hablando?

—Del artículo del Times. ¿Lo leíste?

—No te preocupes. Ya sabía que no habías sido tú.

—¿Pues quién ha sido?

Bosch tomó asiento y señaló al techo, indicando que la filtración había procedido del décimo piso.

—Politiqueo —afirmó—. Alguien de arriba ha decidido apostar fuerte.

—¿Para controlar a Irving?

—Para ponerlo fuera de la circulación. Para que pierda las elecciones. Pero eso ya no es asunto nuestro. Nosotros hemos entregado nuestro informe y el caso está cerrado. Hoy toca Chilton Hardy. Quiero encontrar a ese tipo. Lleva veintidós años en libertad y quiero verlo encerrado en una celda al final del día.

—Sí. Y una cosa. El sábado te llamé. Vine a trabajar un poco y me pregunté si te podía interesar que nos acercáramos a hablar con el padre. Pero supongo que tenías cosas que hacer con tu hija… No respondiste a mi llamada.

—Pues sí, tenía cosas que hacer con mi hija. Aunque tú tampoco me dejaste ningún mensaje. ¿En qué estuviste trabajando?

Chu se volvió hacia el escritorio y señaló la pantalla del ordenador.

—En tratar de ampliar el perfil de Hardy —explicó—. Pero no hay muchos datos sobre él. Hay más información sobre su padre, que toda la vida se ha dedicado a la compraventa de inmuebles. Chilton Aaron Hardy senior. El hombre lleva quince años viviendo en Los Alamitos. Vive en una casa de su propiedad.

Bosch asintió. La información era realmente valiosa.

—También traté de dar con una señora Hardy. Ya me entiendes, por si se divorciaron, y ella ahora estuviera viviendo en otro lugar. Quizá nos podría conducir hasta Hardy hijo.

—¿Y?

—Y nada. Encontré una necrológica del 97 de Hilda Ames Hardy, la esposa de Hardy padre y madre de Hardy hijo. Cáncer de mama. La necrológica no menciona más hijos.

—Parece que vamos a tener que ir a Los Alamitos.

—Eso parece.

—En ese caso, larguémonos de aquí antes de que la gente empiece a revolucionarse por lo del artículo del periódico. Y llévate la ficha de Pell con su foto del carné de conducir.

—¿Pell? ¿Por qué?

—Porque es posible que Hardy padre se muestre reticente a entregarnos al hijo. Igual será necesario ir de farol, y por eso nos interesa llevar la ficha de Pell.

Bosch se levantó.

—Voy a cambiar los imanes.

El trayecto en dirección sur les llevó cuarenta minutos. Los Alamitos se encontraba en el extremo septentrional del condado de Orange y era uno de la docena aproximada de barrios dormitorio situados entre Anaheim, al este, y Seal Beach, al oeste.

Por el camino, Bosch y Chu se pusieron de acuerdo sobre la forma en que iban a llevar la entrevista con Chilton Hardy sénior. Finalmente salieron de Katella Avenue y entraron en el distrito donde vivía, cerca del centro médico de Los Alamitos. Llegaron a un complejo de viviendas unifamiliares y aparcaron junto a la acera. Las casas estaban construidas en grupos de seis edificios y contaban con grandes extensiones de césped y dobles garajes que daban a unos callejones traseros.

—Coge la ficha —indicó Bosch—. Vamos.

Había un camino principal que pasaba junto a una agrupación de buzones de correos y llevaba a la red de caminillos individuales que conducían a las puertas de las residencias. La casa de Hardy sénior era la segunda. Delante la puerta principal había una puerta mosquitera. Sin vacilar, Bosch pulsó el timbre y a continuación golpeó con los nudillos en el marco de aluminio de la puerta mosquitera.

Esperaron quince segundos sin que llegara ninguna respuesta.

Bosch llamó al timbre otra vez. Iba a golpear en el marco de nuevo cuando una voz apagada resonó en el interior.

—Dentro hay alguien —afirmó.

Pasaron otros quince segundos, y la voz volvió a resonar, con claridad esta vez, desde el otro lado de la puerta.

—¿Sí?

—¿El señor Hardy?

—Sí. ¿Qué pasa?

—Policía. Abra la puerta.

—Pero ¿qué pasa?

—Tenemos que hacerle unas preguntas. Abra la puerta, por favor.

El otro no respondió.

—¿Señor Hardy?

Oyeron un pestillo que giraba. La puerta se abrió con lentitud, y un hombre con gafas de culo de botella los miró desde el otro lado de la puerta entreabierta. Tenía un aspecto desastrado, con el pelo revuelto y grasiento, y una media barba canosa de dos semanas en el rostro. Llevaba un tubo de plástico transparente prendido de las orejas e insertado en las fosas nasales, para aportarle oxígeno. Iba vestido con lo que parecía ser una bata azul claro de hospital sobre unos pantalones de pijama a rayas y unas sandalias negras de plástico.

Bosch trató de abrir la puerta mosquitera, pero estaba cerrada con llave.

—Señor Hardy. Necesitamos hablar con usted. ¿Podemos pasar?

—¿De qué se trata?

—Somos inspectores del cuerpo de policía y andamos buscando a una persona. Y nos parece que usted seguramente puede ayudarnos. ¿Podemos entrar?

—¿Quién?

—Señor, no podemos hablar de todo esto en la calle. ¿Nos deja pasar y se lo explicamos?

El anciano bajó la mirada un momento mientras consideraba la cuestión. Sus ojos eran fríos y distantes. Bosch comprendió de dónde procedían los de su hijo.

Poco a poco, el hombre alargó el brazo y corrió la cerradura de la puerta mosquitera. Bosch la abrió y esperó a que Hardy se apartara del umbral para entrar en la vivienda.

Hardy caminaba trabajosamente con ayuda de un bastón. Se dirigió hacia la sala de estar. Sobre uno de sus hombros huesudos llevaba amarrado un pequeño tanque de oxígeno conectado a los tubos que iban a parar a su nariz.

—La casa no está limpia —indicó, mientras se encaminaba a una silla—. Nunca tengo visitas.

—Por nosotros no se preocupe, señor Hardy —dijo Bosch.

Con dificultad, Hardy se acomodó en una gastada silla tapizada. En la mesa a su lado había un cenicero atiborrado de colillas. La casa olía a cigarrillos y vejez, y tenía el mismo aspecto desastrado de su propietario. Bosch empezó a respirar por la boca. Hardy vio que se había fijado en el cenicero.

—No estarán pensando en delatarme a los del hospital, ¿verdad?

—No, señor Hardy, no estamos aquí para eso. Me llamo Bosch, y él es el inspector Chu. Estamos tratando de localizar a su hijo, Chilton Hardy júnior.

Hardy asintió, como si lo estuviera esperando.

—No sé por dónde anda últimamente. ¿Qué es lo que quieren de él?

Bosch tomó asiento en un sofá cuya funda estaba raída, con el fin de situarse a la misma altura visual de Hardy.

—¿Le importa si me siento aquí, señor Hardy?

—Como guste. ¿Qué es lo que ha hecho mi hijo para que anden buscándolo?

Bosch negó con la cabeza.

—Nada, que nosotros sepamos. Queremos hablar con él sobre otra persona. Estamos investigando a un hombre que pensamos que estuvo viviendo con su hijo hace bastantes años.

—¿Quién?

—Su nombre es Clayton Pell. ¿Usted llegó a conocerlo?

—¿Clayton Powell?

—No, señor. Clayton Pell. ¿El nombre le suena?

—Me parece que no.

Hardy se echó hacia delante y empezó a toser sobre la mano. Su cuerpo se contrajo en espasmos.

—Los cigarrillos del carajo. ¿Y qué es lo que ha hecho este tal Pell?

—Lo siento, pero no podemos dar detalles sobre nuestra investigación. Eso sí, sepa usted que Pell ha cometido ciertas acciones reprobables, y todo cuanto averigüemos sobre él puede sernos de ayuda. Tenemos una foto y nos gustaría enseñársela.

Chu sacó la foto de carné de Pell. Hardy la estudió largamente y negó con la cabeza.

—No me suena de nada.

—Bueno, este es su aspecto actual. Pell estuvo viviendo con su hijo hace unos veinte años.

Hardy de pronto se mostró sorprendido.

—¿Hace veinte años? Pero entonces sería un… Ah, ya entiendo, se refieren ustedes al chaval aquel que estuvo viviendo con Chilton y su madre en Hollywood.

—Cerca de Hollywood. Sí, por entonces tendría unos ocho años de edad. ¿Ahora se acuerda de él?

Hardy asintió, y el gesto provocó que de nuevo empezara a toser.

—¿Quiere un poco de agua, señor Hardy?

Hardy dijo que no con un gesto de la mano, pero continuó tosiendo con fuerza, hasta que los labios se le llenaron de saliva.

—Chill vino con él aquí un par de veces. Eso es todo.

—¿Alguna vez le habló del niño?

—Lo único que me dijo fue que el chaval era un latazo. Su madre salía de casa y lo dejaba con Chill, que la verdad es que no había nacido para hacer de padre.

Bosch asintió, como si se tratara de un dato de interés.

—¿Y Chilton dónde está ahora?

—Ya se lo he dicho. No lo sé. Ya nunca viene a visitarme.

—¿Cuándo fue la última vez que lo vio?

Hardy se rascó el mentón sin afeitar y volvió a toser en su mano. Bosch miró a Chu, que seguía de pie.

—Socio, ¿puedes ir a traerle un poco de agua?

—No, no, estoy bien —protestó Hardy.

Pero Chu había captado la palabra clave «socio», por lo que ya estaba andando por el pasillo situado bajo la escalera, en dirección a la cocina o el cuarto de baño. Bosch sabía que tendría ocasión de echarle un rápido vistazo a la planta baja de la vivienda.

—¿Recuerda cuándo vio a su hijo por última vez? —repitió Bosch.

—Eh… No, la verdad. No sé cuántos años hace… No me acuerdo.

Bosch asintió, sabedor de lo mucho que los padres y los hijos podían distanciarse con los años.

Chu volvió con un vaso de agua del grifo. El vaso no parecía estar muy limpio. En el cristal había manchas de huellas dactilares. Al pasarle el vaso a Hardy, Chu negó ligeramente con la cabeza para indicarle a Bosch que no había visto nada de interés durante su rápida incursión en la casa.

Hardy bebió del vaso, y Bosch de nuevo trató de recabar información sobre su hijo.

—Señor Hardy, ¿tiene el teléfono o la dirección de su hijo? Nos interesa mucho hablar con él.

Hardy dejó el vaso junto al cenicero. Su mano fue a buscar un imaginario bolsillo en el pecho, pero la bata de hospital que vestía no tenía. Se trataba de un gesto subconsciente encaminado a echarle mano a un paquete de cigarrillos que no estaba allí. Bosch recordaba haber hecho ese mismo gesto cuando era adicto al tabaco.

—No tengo su número de teléfono —dijo el anciano.

—¿Y su dirección? —insistió Bosch.

—Pues no.

Hardy bajó los ojos, como si comprendiera que sus respuestas demostraban su fracaso como padre o el fracaso de Chilton júnior como hijo. Como Bosch hacía muchas veces al hablar con alguien, de pronto pasó a otro tema por completo distinto. También dejó de utilizar la excusa que les había facilitado entrar en la casa. Ya no le importaba que el anciano pudiera sospechar que en realidad estaban investigando a su hijo.

—¿Su hijo estuvo viviendo con usted durante la niñez?

Los gruesos cristales de las gafas de Hardy magnificaban sus movimientos oculares. La pregunta provocó una reacción. El rápido movimiento de los ojos en respuesta a una pregunta siempre resultaba revelador.

—Su madre y yo nos divorciamos. Poco después de casarnos. No veía mucho a Chilton. Vivíamos a bastante distancia. Su madre, que ya murió, fue la que cuidó de él. Yo les mandaba dinero.

Lo dijo como si su único deber hubiera sido mandarles dinero. Bosch asintió, mostrándose supuestamente comprensivo otra vez.

—¿Ella alguna vez le contó que su hijo estuviera metido en problemas o algo por el estilo?

—Yo pensaba… Me habían dicho que andaban buscando a ese muchacho, Powell. ¿Por qué me vienen con preguntas sobre la niñez de mi hijo?

—Pell, señor Hardy. Clayton Pell.

—Ustedes no han venido aquí porque quieran saber cosas sobre Pell, ¿verdad?

Ya estaba. La comedia había terminado. Bosch se levantó del asiento.

—Su hijo no está aquí, ¿verdad?

—Ya se lo he dicho. No sé dónde está.

—Entonces no le importará que echemos un vistazo, ¿verdad?

Hardy se pasó la mano por la boca y meneó la cabeza.

—Para hacer eso necesitan una orden judicial —se quejó.

—No si se trata de una cuestión de peligrosidad —contestó Bosch—. Sugiero que se quede aquí sentado tranquilamente, señor Hardy, mientras doy una ojeada rápida. El inspector Chu se queda con usted.

—No, yo no…

—Simplemente quiero asegurarme de que no corre usted ningún peligro, eso es todo.

Bosch salió de la sala de estar, mientras Chu hacía lo posible por refrenar las protestas de Hardy. Echó a andar por el pasillo. La casa tenía la distribución típica de tantas viviendas unifamiliares, con el comedor y el cuarto de baño situados detrás de la sala de estar. Bajo la escalera había un armario y un tocador. Bosch apenas miró estas habitaciones, pues suponía que Chu ya lo había hecho antes, y abrió la puerta situada al final del pasillo. En el garaje no había ningún automóvil. El espacio estaba atiborrado de montones de cajas. También había un viejo colchón apoyado en una de las paredes.

Se volvió y regresó por el pasillo.

—¿No tiene usted coche, señor Hardy? —preguntó mientras llegaba al pie de la escalera.

—Cuando tengo que salir, llamo a un taxi. No se le ocurra subir.

—¿Por qué no?

—Porque no tiene una orden judicial. Porque no tiene derecho.

—¿Su hijo está arriba?

—No, arriba no hay nadie. Pero no tiene permiso para subir.

—Señor Hardy, necesito asegurarme de que todo está en orden en la casa y de que no va a correr ningún peligro después de que nos vayamos.

Bosch emprendió el ascenso. La insistencia de Hardy en que no subiera lo llevó a ser precavido. Nada más llegar al piso de arriba echó mano a la pistola.

La distribución del piso superior también era la típica. Dos dormitorios y un cuarto de baño completo entre ambos. Al parecer, Hardy dormía en el dormitorio de la parte delantera. La cama estaba sin hacer y en el suelo había ropa sucia. En una mesita de noche había un cenicero lleno de colillas y varios pequeños tanques de oxígeno de repuesto. Las paredes estaban amarillentas por la nicotina y todo estaba cubierto por una pátina de polvo y tabaco.

Bosch cogió uno de los pequeños tanques. En la etiqueta constaba que contenía oxígeno líquido y que su uso requería de receta médica. También constaba un número de recogida y entrega, de una compañía llamada ReadyAire. Bosch levantó el tanque. Daba la impresión de estar vacío, pero no hubiera sabido decirlo con seguridad. Lo dejó donde estaba y se volvió hacia la puerta del armario.

El armario en realidad era un vestidor, en ambos lados había perchas con ropa que olía a humedad. Los estantes situados sobre las perchas estaban cubiertos de cajas de cartón de las empleadas en las mudanzas. El suelo aparecía sembrado de zapatos y de lo que parecían ser ropas usadas, apiladas en un montón informe. Salió del armario y echó a andar por el corredor.

El segundo dormitorio era la habitación más limpia y ordenada de la casa; parecía estar desocupado. En él había un pequeño escritorio, así como una mesita de noche, pero la cama estaba desprovista de colchón. Bosch recordó haber visto un colchón y un somier en el garaje y se dijo que seguramente eran los de esa cama. Miró en el armario, que también encontró lleno, pero de forma más ordenada. Las ropas estaban colgadas de las perchas y envueltas en fundas de plástico, almacenadas desde hacía tiempo.

Volvió al pasillo y se dirigió al cuarto de baño.

—Harry, ¿todo en orden ahí arriba? —gritó Chu desde la planta baja.

—Todo en orden. Ahora mismo bajo.

Devolvió la pistola a su funda y asomó la cabeza por el cuarto de baño. Varias toallas raídas pendían de una percha y en la cisterna del retrete había otro cenicero. Junto al cenicero había una pastilla de ambientador con funda de plástico. A Bosch casi le entró la risa al verlo.

La cortina de la bañera era de plástico y estaba cubierta de moho, y la bañera exhibía una gran costra de mugre negruzca que parecía tener mil años. Asqueado, Bosch se volvió para bajar por la escalera. Pero se lo pensó mejor y entró en el cuarto de baño otra vez. Abrió el armarito de los medicamentos y encontró que los tres estantes estaban llenos de inhaladores y frascos expedidos con receta. Cogió uno al azar y leyó la etiqueta. Había sido recetado para Hardy cuatro años antes y era un producto llamado teofilina genérica. Lo dejó donde estaba y echó mano a uno de los inhaladores. Se trataba de otro genérico vendido con receta de un producto llamado albuterol esta vez. Databa de tres años atrás.

Bosch examinó otro de los inhaladores. Y otro más. Finalmente revisó todos y cada uno de los inhaladores y frascos que había en el armarito. Casi todos eran medicamentos genéricos, y si bien algunos de los frascos estaban llenos, la mayoría se encontraban vacíos. Pero todos los fármacos habían sido recetados hacía más de tres años.

Bosch cerró el armarito y se encontró con su propio rostro en el espejo. Se quedó mirando sus ojos oscuros un largo instante.

Y de pronto lo comprendió.

Salió del cuarto de baño y volvió a toda prisa al dormitorio de Hardy. Cerró la puerta para que no lo oyesen desde abajo. Echó mano a su teléfono móvil, cogió uno de los pequeños tanques de oxígeno y llamó al número de ReadyAire. Cuando respondieron, pidió que le pusiesen con el responsable de entregas y recogidas. Le pasaron con un hombre llamado Manuel.

—Manuel, le habla el inspector Bosch, del cuerpo de policía de Los Ángeles. Estoy haciendo una investigación y necesito saber lo más rápido posible cuándo fue la última vez que hicieron una entrega de oxígeno a uno de sus clientes. ¿Puede ayudarme?

Manuel al principio se lo tomó como si algún amigo le estuviera gastando una broma pesada.

—Escúcheme bien —repuso Bosch con sequedad—. Esto no es ninguna broma. La investigación es urgente y necesito contar con esta información ahora mismo. Si no puede ayudarme, póngame con alguien que sí pueda hacerlo.

Se produjo un silencio, y Bosch oyó que Chu lo llamaba desde abajo. Dejó el tanque de oxígeno en su sitio y cubrió el teléfono móvil con la mano. Abrió la puerta del dormitorio.

—Ahora mismo bajo —gritó.

Cerró la puerta y volvió a concentrarse en la llamada.

—Manuel, ¿sigue ahí?

—Sí. Puedo entrar el nombre en el ordenador y mirar qué pone.

—Pues adelante. El nombre es Chilton Aaron Hardy.

A la espera, oyó que el otro tecleaba el nombre.

—Sí, aquí lo tenemos —dijo Manuel—. Pero ya no le suministramos el oxígeno.

—¿Qué quiere decir?

—Aquí pone que la última entrega se la hicimos en julio de 2008. O bien este hombre ha muerto o bien ahora compra el oxígeno a otra empresa. A alguien más barato. Últimamente estamos perdiendo muchos clientes por ese motivo.

—¿Está seguro de lo que dice?

—Aquí lo pone bien claro.

—Gracias, Manuel.

Bosch colgó el teléfono. Se guardó el móvil en el bolsillo y desenfundó la pistola otra vez.