Bosch entró en el cubículo. Chu estaba colgando el teléfono.
—¿Qué te han dicho? —preguntó Harry.
Chu miró el taco de notas junto al teléfono y respondió:
—Sí, en las suites del hotel siempre hay una botella de Jack Daniel’s. Una botella de tamaño petaca, de trescientos cincuenta mililitros. Y sí, en la suite 79 falta la botella correspondiente.
Bosch asintió. Era una nueva confirmación de la versión ofrecida por McQuillen.
—¿Qué hay del análisis de alcohol en la sangre?
—Aún no lo han hecho. En el laboratorio dicen que lo tendrán la semana que viene.
Bosch meneó la cabeza, irritado consigo mismo por no haber recurrido a Kiz Rider y la oficina del jefe para que los del laboratorio acelerasen el análisis de sangre. Fue a su escritorio y empezó a apilar informes sobre su libro de asesinato. Dándole la espalda a Chu, preguntó:
—¿Cómo has conseguido que no publique el artículo?
—Llamé a GoGo. Le dije que si lo publicaba, hablaría con su jefe y le diría que se dedicaba a conseguir información a cambio de favores sexuales. Supongo que eso tiene que ser una falta de ética profesional, incluso en la redacción de los del Times. Es posible que Emily no perdiera el empleo, pero estaría marcada para siempre. Sabe perfectamente que todos empezarían a mirarla de otra manera.
—Has obrado como todo un caballero, Chu. ¿Dónde están los extractos de las tarjetas de crédito?
—Aquí. ¿Cómo está el asunto?
Chu le pasó la carpeta con los extractos enviados por las compañías de tarjetas de crédito.
—Me lo llevo todo a casa.
—¿Qué pasa con McQuillen? ¿Lo detenemos?
—No. Ya se ha ido.
—¿Lo has dejado marchar?
—Eso mismo.
—¿Y qué hago con la orden para confiscarle el reloj? Iba a imprimirla ahora mismo.
—Ya no nos hace falta. McQuillen reconoce haber inmovilizado a Irving por asfixia.
—¿Que lo reconoce? ¿¡Y dejas que se marche!? ¿Es que te has…?
—Mira, Chu, ahora no tengo tiempo para explicártelo todo. Si no te convence lo que he hecho, puedes mirar la grabación. No, mejor aún. Quiero que vayas al hotel Standard, en Sunset Strip. ¿Sabes dónde es?
—Sí, pero ¿para qué quieres que vaya?
—En el hotel hay un restaurante abierto las veinticuatro horas del día. Encima de la barra hay una cámara de seguridad. Entra y pide que te entreguen la grabación de la cámara correspondiente a la noche del domingo al lunes.
—De acuerdo. ¿Qué hay en esa grabación?
—La coartada de McQuillen, o eso parece. Llámame para confirmarlo.
Bosch terminó de meter los informes en el maletín y cogió el libro de asesinato; la carpeta era demasiado gruesa y no cabía dentro. Echó a andar hacia la salida del cubículo.
—¿Y ahora qué vas a hacer? —preguntó Chu.
Harry se volvió y fijó la vista en él.
—Empezar de cero.
De nuevo, echó a andar hacia la salida de la sala de inspectores. Se detuvo frente al cuadro de situación de la teniente y pegó su imán en la casilla de salida. Cuando se dio la vuelta, Chu estaba plantado delante de él.
—No puedes hacerme esto —dijo.
—El que la ha jodido has sido tú. Tú mismo has elegido. No quiero tener nada que ver contigo.
—Me equivoqué. Y te he dicho, no, te he prometido que iba a arreglar las cosas.
Bosch dio un paso al frente y apartó ligeramente a su compañero para poder abrir la puerta. Salió al pasillo sin decirle nada más a Chu.
Durante el trayecto a casa, Bosch se adentró en East Hollywood y se detuvo junto a la furgoneta de El Matador estacionada en Western. Recordó el comentario de Chu sobre lo incongruente de que Western Avenue se encontrara en East Hollywood. Esas cosas solo pasan en Los Ángeles, pensó mientras salía del coche.
No había cola delante de la furgoneta de comida para llevar, ya que aún era pronto. El taquero estaba haciendo los preparativos para la noche. Bosch pidió que le sirviera carne asada suficiente para cuatro tacos en un recipiente para llevar y que le diera las tortillas de harina enrolladas y envueltas en papel de aluminio. Pidió guarnición de guacamole, arroz y salsa, y el hombre fue metiéndolo todo en una bolsa de plástico. Mientras esperaba frente al mostrador de la furgoneta, Bosch envió un mensaje de texto a su hija diciéndole que iba a llegar a casa con comida porque tenía demasiado trabajo para ponerse a cocinar. Maddie respondió que le parecía bien y que estaba muerta de hambre.
Veinte minutos después entró en casa y encontró a su hija ocupada leyendo un libro mientras en la sala de estar sonaba música. Bosch se quedó plantado en el umbral, con la bolsa con los tacos en una mano, el maletín en la otra y el libro de asesinato encajado bajo el brazo.
—¿Qué pasa? —dijo ella.
—¿Estás escuchando a Art Pepper?
—Sí. Me parece buena música para leer.
Bosch sonrió y entró en la cocina.
—¿Qué quieres beber?
—Ya tengo agua en el vaso.
Bosch preparó un gran plato de tacos para ella, con la guarnición al completo, y se lo llevó. Volvió a la cocina y se comió sus propios tacos, rebosantes de carne, de pie sobre el fregadero. Cuando hubo terminado, agachó la cabeza y aclaró el fregadero con agua del grifo. Se limpió el mentón con una servilleta de papel y fue a trabajar en la mesa del comedor.
—¿Cómo ha ido el colegio? —Preguntó mientras abría el maletín—. ¿Te has saltado la comida otra vez?
—El colegio hoy ha sido un rollo, como siempre. Y me he saltado la comida porque tenía que estudiar para el examen de matemáticas.
—¿Cómo te ha ido?
—Lo más seguro es que suspenda.
Bosch sabía que su hija estaba exagerando. Maddie era buena alumna. Si detestaba las matemáticas era porque no creía que pudieran serle útiles en la vida. Y menos ahora que pensaba convertirse en policía. O eso decía.
—Estoy seguro de que te ha ido bien. ¿Estás leyendo un libro para la clase de literatura? ¿Qué libro es?
Maddie levantó el libro para que lo viera. Era La danza de la muerte, de Stephen King.
—Es el libro opcional que he escogido.
—Un tocho bastante gordo para ser una lectura del colegio.
—Es muy bueno. ¿Es que estás tratando de esquivar la cuestión de las dos copas de vino? Primero no cenas conmigo y luego me vienes con todas esas preguntas.
Ahí lo había pillado.
—No estoy esquivando nada. Tengo trabajo que hacer y ya te he explicado lo de las dos copas en el lavavajillas.
—Pero no me has explicado cómo es que en una había restos de carmín.
Bosch se la quedó mirando. No había reparado en aquellos restos de carmín.
—Me pregunto quién es el detective en esta casa.
—No te escaquees —repuso ella—. La cuestión es que no tienes por qué mentirme en lo referente a tu novia, papá.
—Mira, esa mujer no es mi novia y nunca va a serlo. La cosa no ha funcionado. Siento no haberte dicho la verdad, pero a estas alturas podemos olvidarnos del asunto. Si un día tengo una novia (si es que llega ese día), te lo haré saber. Como espero que tú me lo hagas saber cuando tengas un novio.
—Vale.
—Tú no tienes novio, ¿verdad?
—No, papá.
—Eso está bien. Eh… está bien que no lo mantengas en secreto, quiero decir. No quiero decir que está bien saber que no tienes novio. No quiero ser un padre de ese tipo.
—Comprendido.
—De acuerdo.
—Entonces ¿por qué estás tan enfadado?
—Yo no…
Bosch se detuvo, comprendía que la percepción de su hija era totalmente acertada. Estaba enfadado y proyectaba su irritación en otras direcciones.
—Hace un minuto he dicho que no se sabía qué persona es el detective en esta casa.
—Sí. Lo he oído.
—Bien. El lunes por la noche miraste ese vídeo del hombre que se estaba registrando en un hotel. Y acertaste de lleno. Me dijiste que el hombre se había tirado de la terraza. Basándote en lo que viste en unas imágenes de treinta segundos, afirmaste que se había tirado.
—¿Y?
—Bueno, pues que llevo una semana de perros tratando de encontrar un asesinato allí donde no se ha dado ninguno. ¿Y sabes qué? Creo que tenías razón. Acertaste a la primera, y el que estaba equivocado era yo. Será que estoy me estoy volviendo viejo.
En el rostro de Maddie se pintó una expresión de verdadera empatía.
—Papá, no te martirices. La próxima vez acertarás. Tú mismo me has dicho que te resulta imposible resolver todos los casos. Bueno, por lo menos en este caso has terminado por acertar, aunque haya llevado su tiempo.
—Gracias, Mads.
Bosch se la quedó mirando. Adivinó que Maddie se sentía orgullosa por algo.
—A ver, ¿qué es lo que pasa aquí? Cuéntamelo, anda.
—En la copa no había rastros de carmín. Es un farol que te he colado.
Bosch meneó la cabeza.
—¿Sabes una cosa, chiquilla? Un día vas a ser tú la que corte el bacalao en la sala de interrogatorios. Con lo guapa que eres y con ese talento que tienes, la gente va a tener ganas de hacer cola para confesar hasta su último secreto.
Maddie sonrió y volvió a sumirse en la lectura. Bosch reparó en que había dejado un taco sin comer en el plato. Estuvo tentado de comérselo él, pero finalmente se puso a trabajar en el caso. Abrió el libro de asesinato y extendió los informes y extractos sobre la mesa.
—¿Tú sabes cómo funciona un ariete? —preguntó.
—¿Qué? —dijo ella.
—¿Sabes lo que es un ariete?
—Pues claro. ¿Por qué me lo preguntas?
—Cuando me encuentro empantanado en un caso, como ahora, lo que hago es volver a los documentos, al libro de asesinato. —Señaló los papeles que había en la mesa—. Yo todo esto lo veo como una especie de ariete. Uno lo agarra todo con fuerza y empuja hacia delante. Golpea la puerta y se abre paso. Es lo que supone revisarlo todo otra vez. Insistir y seguir insistiendo, hasta que uno se abre paso con todo su empuje.
Maddie lo miró con aire de sentirse extrañada por aquella confesión.
—Muy bien, papá.
—Disculpa. Sigue leyendo.
—Acabas de decir que ese hombre se tiró. Entonces ¿cómo es que estás empantanado?
—Porque lo que pienso y lo que puedo demostrar son dos cosas diferentes. En un caso como este he de tenerlo todo atado y bien atado. Pero, bueno, el problema es mío. Tú sigue leyendo.
Maddie se puso a leer, y él hizo lo mismo. Empezó por leer cuidadosamente todos los informes y resúmenes agrupados en la carpeta. Se dejó llevar por toda aquella información y trató de dar con nuevas perspectivas y colores. Si George Irving se había tirado de la terraza, no bastaba con que Bosch simplemente se lo creyera. Tenía que ser capaz de demostrarlo, de demostrárselo a las altas esferas y, lo más importante, de demostrárselo a sí mismo. Y todavía no estaba en disposición de hacerlo. El suicidio era un tipo de muerte con premeditación. Bosch tenía que encontrar una motivación, una oportunidad, un medio de realización. Tenía un poco de todo, pero no lo suficiente.
El cargador del reproductor de discos compactos colocó una nueva grabación en el lector, y Bosch pronto reconoció la trompeta de Chet Baker. La canción era Night Bird, de un disco publicado en Alemania. Bosch había visto a Baker interpretar el tema en un club de O’Farrell, en San Francisco, en 1982, la única vez que vio al trompetista en directo. A esas alturas, el aspecto de chico de portada y su encanto típico de la Costa Oeste se habían esfumado completamente por culpa de las drogas y el paso del tiempo, pero aún era capaz de conseguir que la trompeta resonara como una voz humana en una noche oscura. Seis años después moriría después de caerse por la ventana de un hotel en Ámsterdam.
Bosch miró a su hija.
—¿El disco lo has puesto tú?
Maddie levantó la mirada del libro.
—Es Chet Baker, ¿no? Sí, he pensado en ponerlo, por el caso que estás llevando y por ese poema que pusiste en el pasillo.
Bosch se levantó y fue al pasillo que daba al dormitorio, cuya luz conectó. En la pared estaba enmarcada una página con un poema. Casi veinte años atrás, mientras Bosch se encontraba en un restaurante de Venice Beach, resultó que el autor del poema, John Harvey, empezó a dar un recital. Bosch tuvo la impresión de que ninguno de los comensales sabía quién era Chet Baker. Pero Harry sí que lo sabía, y la resonancia del poema le encantó. Se levantó y preguntó a Harvey si podía comprarle una copia del poema. Harvey le regaló el papel del que había estado leyendo.
Bosch seguramente había pasado un millar de veces por delante del poema desde la última vez que lo leyó.
CHET BAKER
mira por la ventana de su cuarto
a la chica al otro lado del Amstel
montada en bicicleta, quien levanta la mano y saluda,
y cuando la chica le sonríe se acuerda
de cuando todos los productores de Hollywood
querían contar la historia de su vida
en descenso acusado, pero tan solo porque
estaba enamorado de Pier Angeli,
de Carol Lynley, de Natalie Wood;
de aquel día en el otoño del cincuenta y dos,
cuando se plantó en el estudio de grabación
y tocó los acordes perfectos de My Funny Valentine…
y ahora aparta la vista de la muchacha que sonríe,
mira el cielo de un azul perfecto
y se dice que es uno de esos raros días
en los que es capaz de volar.
Bosch volvió a la mesa y se sentó.
—He mirado en la Wikipedia —dijo Maddie—. Nunca ha llegado a saberse con seguridad si se tiró o se cayó. Hay quien dice que fueron unos traficantes de drogas los que lo empujaron por la ventana.
Bosch asintió.
—Sí. A veces no hay forma de saberlo.
Volvió a sumirse en el trabajo, en la revisión de los informes acumulados. Al leer su propio atestado sobre la entrevista con el agente Robert Mason, Bosch tuvo la impresión de que había algo que se le escapaba. El atestado estaba completo, pero no podía dejar de pensar que había pasado algún detalle por alto durante la conversación con Mason. Algo que no acertaba a definir. Cerró los ojos y trató de escuchar a Mason hablando y respondiendo a sus preguntas.
Vio a Mason sentado con la espalda erguida en la silla, haciendo gestos mientras hablaba, explicando que él y George Irving habían sido muy amigos. El padrino en su boda, había reservado la suite nupcial…
De pronto, Harry lo encontró. Al mencionar la reserva de la suite nupcial, Mason había hecho el gesto de señalar hacia el despacho del teniente de brigada. De señalar hacia el oeste. En la misma dirección donde se encontraba el Chateau Marmont.
Se levantó y salió rápidamente al porche, para hacer una llamada sin molestar a su hija absorta en la lectura. Cerró la puerta corredera a sus espaldas y llamó al centro de comunicaciones del LAPD. Pidió al encargado que mandara un mensaje por radio a Adam 65 indicándole que telefoneara a Bosch a su móvil. Harry agregó que era urgente.
Mientras facilitaba su número, oyó el pitido de una llamada en espera. Cuando el encargado leyó correctamente el número le pasó la llamada. Era Chu. Harry no se anduvo con formalidades.
—¿Has ido al Standard?
—McQuillen está descartado. Estuvo toda la noche allí, como si tuviera la necesidad de que la cámara lo grabase. Pero no te llamo por eso. Creo que he encontrado algo.
—¿El qué?
—He estado mirándolo todo y he encontrado algo que no cuadra. Estaba previsto que el chaval viniera.
—¿De qué estás hablando? ¿Qué chaval?
—El chaval de Irving. Estaba previsto que viniera de San Francisco. Lo pone en el extracto de American Express. Esta noche lo he estado mirando otra vez. El chaval, Chad Irving, tenía un billete de avión para venir a Los Ángeles antes de la muerte de su padre.
—Un momento…
Bosch entró en la casa otra vez y se sentó a la mesa. Revolvió los diferentes documentos hasta dar con el extracto de American Express. Era una impresión de todas las compras hechas por George Irving con la tarjeta de crédito durante los últimos tres años. Tenía veintidós páginas, y Bosch había estado estudiando cada una de ellas hacía menos de una hora, sin encontrar nada que llamara su atención.
—A ver, un momento. Tengo el extracto de la American Express delante de las narices. ¿Dónde has encontrado eso?
—Está en el extracto por Internet, Harry. A la hora de solicitar una orden de entrega de datos, siempre pido los extractos impresos y acceso a la página electrónica. La estoy mirando ahora mismo, y lo que he descubierto no aparece en el extracto impreso. La compra fue cargada en la cuenta ayer, cuando ya nos habían enviado por correo el extracto en papel.
—¿Estás mirando el extracto por Internet?
—Eso mismo. La última compra que aparece en el extracto impreso es el alquiler de la habitación en el Chateau, ¿verdad?
—Sí, correcto.
—Bueno, pues American Airlines ayer cargó una compra por valor de trescientos nueve dólares.
—Vale.
—He vuelto a mirarlo todo otra vez y me he conectado de nuevo a la página de American Express. Sigo teniendo acceso digital. Y me he tropezado con que American Airlines ayer cargó esa compra.
—¿Quizá Chad está usando la tarjeta de su padre? Es posible que le dieran un duplicado de la tarjeta.
—No. Al principio he pensado que podía ser eso, pero no lo es. He llamado al departamento de seguridad de American Express. Parece que American Airlines ha cargado esa compra tres días después de que fuera efectuada. Y quien hizo la compra fue George Irving, por Internet, el domingo por la tarde. Unas doce horas antes de que se precipitara por la terraza. He hecho que los de American Express me dieran el localizador de vuelo. Un billete de San Francisco a Los Ángeles, de ida y vuelta. Con salida el lunes a las cuatro de la tarde y regreso hoy a las dos. Solo que el regreso ha sido cambiado para el domingo que viene.
Chu había hecho un buen trabajo, pero Bosch aún no estaba dispuesto a felicitarlo por ello.
—Pero, al comprar un billete de avión por Internet, ¿no te mandan un correo electrónico confirmando la transacción? Lo digo porque estuvimos revisando el correo de Irving y no vimos ningún mensaje de American Airlines.
—Yo siempre vuelo con ellos y también compro los billetes por Internet. La confirmación por correo electrónico tan solo te la envían si rellenas una casilla. También puedes hacer que le envíen la confirmación a otra persona. Irving pudo pedir que mandasen la confirmación y el itinerario a su hijo directamente, dado que era su hijo quien iba a hacer el viaje.
Bosch estaba obligado a tener todo eso en cuenta. Aquel nuevo dato era muy significativo. Irving había comprado a su hijo un billete a Los Ángeles antes de morir. Podía haberlo hecho por la sencilla razón de que quería que su hijo viniera de visita, pero también podía ser que Irving tuviera claro lo que iba a hacer y quisiera asegurarse de que su hijo estuviera con su familia en el momento adecuado. Era otro dato que encajaba con la declaración hecha por McQuillen. Y con la de Robert Mason también.
—Creo que esto indica que Irving se mató —repuso Chu—. Tenía previsto suicidarse esa noche y por eso compró el billete, para que el chico pudiera estar con su madre. También explica lo de la llamada. Irving llamó a su hijo esa noche para decirle lo del billete.
Bosch no respondió. Su móvil comenzó a vibrar. La llamada de Mason.
—He respondido, ¿verdad, Harry? —apuntó Chu—. Te dije que iba a arreglar lo sucedido.
—Buen trabajo, pero todavía no se ha arreglado nada.
Bosch reparó en que su hija había levantado la vista del libro que estaba leyendo. Había oído sus palabras.
—Mira, Harry, a mí me gusta mi trabajo —argumentó Chu—. Y no quiero…
Bosch cortó:
—Tengo otra llamada, y debo responderla.
Colgó y pasó a la otra llamada. Era Mason, que respondía a la solicitud hecha por el encargado del centro de comunicaciones.
—Es por lo de esa suite nupcial que alquiló para los Irving. La alquiló en el Chateau Marmont, ¿verdad?
Mason guardó silencio durante un buen rato. Finalmente respondió:
—Por lo que veo, ni Deborah ni el concejal le mencionaron ese detalle, ¿verdad?
—No, no me lo mencionaron. Por eso sabía usted que Irving se había tirado. Porque estaba en la suite, en la misma suite.
—Sí. Me dije que las cosas seguramente no habían salido como esperaba y que por eso fue a ese lugar.
Bosch asintió, más para sí que en respuesta a las palabras de Mason.
—Muy bien, Mason. Gracias por llamar.
Bosch colgó. Dejó el móvil en la mesa y miró a su hija, que seguía leyendo en el sofá. Maddie dio la impresión de intuir su mirada y apartó los ojos de las palabras de Stephen King.
—¿Todo en orden? —preguntó.
—No —respondió él—. La verdad es que no.